sábado, 23 de julio de 2011

HOMILÍA DOMINICAL



DOMINGO XVII TIEMPO ORDINARIO
24-07-11 (Ciclo A)




Con el evangelio que acabamos de escuchar, culminamos estos tres domingos donde a través de parábolas, Jesús nos habla del Reino de Dios.
Un Reino donde el sembrador siembra su semilla de amor, justicia y paz, un Reino donde muchas veces, y como fruto del egoísmo humano también crece la cizaña de la envidia, la violencia y la injusticia, y hoy el Señor nos habla en esta parábola de la necesidad de encontrar en el Reino de Dios, el sentido último de nuestra vida, el tesoro por el que merece la pena entregarlo todo.
Jesús nos muestra la necesidad que todos tenemos de encontrar el fundamento de nuestra vida. Y que si en ese horizonte de voluntades y anhelos ponemos a Dios, y con él su proyecto de auténtica humanidad, entonces habremos descubierto el núcleo de una vida dichosa, serena y bienaventurada.
No en vano, todas las comparaciones que el Señor va poniendo a sus discípulos tienen un único objetivo; que comprendan el gran amor que Dios nos tiene, desde el cual nos ha llamado a la vida, nos ha regalado este mundo para que en él convivamos desde una auténtica fraternidad, y así compartamos la armonía de la creación entre Dios y sus criaturas.
Para ello Jesús nos va desvelando el rostro de Dios. Un Dios que ante todo es Padre y nos ama, cuyas entrañas de misericordia se conmueven ante el dolor y el sufrimiento humano y que no duda en llamarnos a la conversión para desterrar de este mundo el odio y el mal que lo oprime y a todos nos conduce a la desolación.
Con todo, Jesús sabe que de poco sirven sus palabras si cada uno de aquellos que las escuchan no tienen una experiencia de encuentro personal y profundo con Dios. El Reino de Dios es un tesoro escondido, velado a la mirada apresurada e interesada.
El Reino de Dios no aparece en medio de las grandezas ni de los honores de este mundo. Más bien se encuentra en lo opuesto a todo ello, en los signos sencillos y humildes, en los gestos serviciales y generosos, en los anhelos solidarios y de fraterna universalidad.

El Reino de Dios no emerge en medio del interés individualista, comercial o ideológico, ni se puede proyectar para disfrute de unos pocos. El Reino de Dios no está cerca de quienes sólo se preocupan de sí mismos olvidándose de los demás. El Reino de Dios se aleja del corazón de los violentos, los egoístas y los soberbios, porque donde no hay amor se está negando el reinado de Dios.
Toda esta experiencia necesita ser descubierta de manera personal, por cada uno de nosotros. Quien reconoce la presencia y cercanía del Señor en su vida, sintiendo la fuerza del Espíritu Santo que le llena el corazón con su luz y ternura, ha descubierto el tesoro de una existencia plena de sentido y de dicha.
Entonces las demás cosas pasan a un segundo lugar. Los intereses quedan trastocados y aunque la vida siga trayendo sus dificultades y problemas, toda ella es contemplada con la esperanza de que Dios nos va conduciendo con su mano acogedora y paternal.

Este sentimiento profundo y verdadero, contrasta con la actitud de quien excluye a Dios de su vida, cerrando su corazón al diálogo permanente que el Creador establece con sus criaturas. Cuando el ser humano se cierra sobre sí mismo entendiéndose como el único fundamento y centro de la vida, todo lo demás lo subordina a su criterio subjetivo y personal a la vez que a sus afectos. Y aunque en el corazón de todo hombre fue sembrada por el Sembrador la semilla de la bondad, al no dejarse cuidar por el dueño de la viña, que es Cristo, pronto crecerá en su interior la cizaña del egoísmo que todo lo somete y acapara para su propio provecho.
Cuando alejamos a Dios de nuestras vidas creyendo que así nos constituimos en autónomos y mayores de edad, y nos deshacemos de Aquel que ordena y armoniza la creación en pro de una convivencia y desarrollo solidario y fraterno, lo que hacemos es erigirnos cada uno en dioses para nosotros y para los demás, y así nos comportamos con nuestros semejantes conforme a lo que en cada momento nos interesa, cayendo precisamente en lo que más nos deshumaniza.

Dios no es un rival para el hombre, al igual que un buen padre no lo es para su hijo. Todo lo contrario, como nos recuerda S. Ireneo, la gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios. Dios es el mejor aliado del ser humano, porque por voluntad suya y como fruto de su amor, nos ha llamado a la vida en plenitud, de la cual gozaremos para siempre en su Reino.

Quien descubre esta realidad en su vida, ha encontrado el mayor de los tesoros por el que merece la pena entregarse y vivir. Y como signo visible de haberlo encontrado estará nuestro estilo de vida; una existencia gozosa y serena, abierta a los demás, donde la experiencia de oración personal y comunitaria se viva de forma intensa y profunda, como el motor de todo nuestro ser.
Que nosotros, al haber encontrado el tesoro de nuestra vida en Cristo, sepamos cuidarlo y compartirlo con los demás transmitiendo el gozo de la fe y la esperanza con generosidad.

sábado, 9 de julio de 2011

HOMILIA DOMINICAL



DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO
10-07-11 (Ciclo A)

El domingo pasado escuchábamos en el evangelio, cómo Jesús daba gracias a Dios porque se había revelado a los sencillos y humildes, y no a los que se tienen por sabios y entendidos. Esa revelación divina, se nos ofrece por medio de la palabra del Señor, quien adaptaba su lenguaje para que pudieran entenderle todos, utilizando parábolas, ejemplos de la vida concreta y cercana que cada uno podía comprender con mayor facilidad.
Durante estos domingos Jesús nos va a hablar del Reino de Dios, ese va a ser el centro de su mensaje, a la vez que el motivo principal de su misión, procurar que ese Reino vaya emergiendo en medio de nosotros y su búsqueda se convierta en el objetivo fundamental de nuestras vidas.
Y lo primero que nos enseña el Señor, es que para posibilitar el desarrollo del Reino de Dios, es prioritario preparar el terreno donde su semilla debe germinar, para lo cual nos propone esta hermosa parábola que acabamos de escuchar, y que no por muy oída acaba de calar en nuestro ser.
Ante todo Jesús nos muestra cómo ese Reino de Dios no es obra del hacer humano, ni tan siquiera por mucho que lo anhele su corazón. El Reino de Dios es un regalo que se nos da por pura gratuidad y generosidad de Aquel que nos ha creado para compartir su misma vida en plenitud. Y como nos cuenta la parábola, es el Sembrador quien sale a sembrar, y su semilla es esparcida por toda la tierra con idéntica abundancia y generosidad.
El Sembrador no escatima en su esfuerzo, y no repara en gastos a la hora de procurar que sobreabunde el fruto en la tierra. Y como nos ha recordado el profeta Isaías en la primera lectura, Dios confía en que al igual que como baja la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar,…, así será su palabra que sale de su boca, no volverá a él vacía sino que hará su voluntad.
Sin embargo, como sigue diciendo Jesús, parte de esa semilla cae al borde del camino, o en terreno pedregoso, o entre zarzas. En unos casos será pisada por la gente o alimento para pájaros, en otros se secará por falta de profundidad y en otros casos la fuerza de las zarzas que la rodean la ahogarán antes de que se desarrolle.
Así siente Jesús que está resultando la siembra de su Palabra en medio de su pueblo. Un pueblo que inicialmente parecía estar abierto y dispuesto a escucharle, que animados por el testimonio de Juan el Bautista y ante el asesinato de éste, van en busca de Jesús para sentir revitalizada su esperanza, pero que ante las dificultades que comienzan a surgir, las aspiraciones que se habían creado y que no llegan a cumplirse, y la presión de los poderosos que atemorizan y amenazan cualquier atisbo de cambio y de justicia, hacen que se pierdan por el camino y comiencen a abandonar el entusiasmo original.
La semilla del Reino de Dios no desarrolla su fruto de forma inmediata e inminente. Requiere también de nuestro trabajo confiado y paciente, para lo cual es imprescindible que hunda sus raíces en la profundidad de una tierra buena, fértil, fecunda, limpia de otras yerbas o intereses creados que puedan ahogarla antes de crecer.
Y esa tierra también ha sido encontrada por el Sembrador dando fruto abundante y generoso.
Los creyentes debemos ser buena tierra donde germine con vigor la semilla del Reino de Dios, porque en la vida concreta del cristiano es donde han de darse los frutos del amor, la misericordia y el servicio que transformen por completo toda la realidad social y eclesial. Esta tierra humana y limitada que somos, ha de velar para protegerse de dos peligros siempre presentes, uno externo y otro interno.
El externo no es otro que las dificultades que se derivan de este mundo nuestro tan materialista e indiferente ante las necesidades de los demás. En él la semilla de la fe encuentra la aridez de una tierra que sólo se preocupa del bienestar egoísta y donde los valores de la generosidad y la sencillez difícilmente pueden arraigarse ante la dureza del corazón.
Pero también se encuentra con dificultades internas y que al igual que la cizaña amenazan con ahogar los espíritus débiles e inmaduros. En ocasiones los mismos cristianos ponemos graves dificultades al desarrollo del Reino de Dios. Fomentamos la división entre nosotros, acogemos ideologías contrarias al evangelio y facilitamos con nuestro silencio propuestas deshumanizadoras. Los proyectos legales que atentan contra la dignidad del ser humano, la amenaza a los no nacidos y a quienes padecen la debilidad extrema de su vida, van configurando un clima social donde sólo tienen derechos los fuertes, los sanos y quienes producen. Y ante esta realidad no podemos estar callados, ofreciendo un silencio infecundo y a la larga cómplice de la injusticia. La semilla del Reino de Dios que hoy nosotros debemos esparcir con generosidad y en abundancia requiere de permanentes cuidados para que, limpia de obstáculos, germine en frutos de vida y de esperanza.
Hoy también nosotros debemos salir como sembradores a sembrar. Sembrar la semilla de la fe en el hogar y en el trabajo, entre nuestros niños, jóvenes y mayores. Sembrar una palabra de denuncia de las injusticias que atentan contra la dignidad del ser humano y el respeto de las vidas más débiles. Sembrar la esperanza gozosa de Cristo resucitado, para que encuentre corazones dispuestos donde el Señor haga germinar abundantemente su gracia y su amor, y así el fruto que cada uno coseche, redunde en beneficio de la humanidad entera. Que él bendiga nuestro servicio generoso, arraigándolo en la tierra fecunda de nuestros corazones, y lo premie con el gozo inmenso de sabernos fieles colaboradores suyos en la instauración de su Reino de amor, de justicia y de paz.