viernes, 26 de febrero de 2016

DOMINGO III DE CUARESMA



DOMINGO III DE CUARESMA

28-2-16 (Ciclo C)



         El centro de la Palabra de Dios que acabamos de escuchar es su radical llamada a la conversión, al cambio de vida y a la toma de conciencia de nuestra responsabilidad en la marcha de este mundo.

Jesús tiene una clara percepción de la realidad que lo rodea, de cómo la acción de las personas repercute de forma directa en su situación vital, para bien y para mal. Y junto a ello también percibe cómo la conciencia humana ha ido alejando de sí esa responsabilidad pasándosela incluso a Dios como explicación de los males y de los bienes. Si a uno le va bien en la vida, eso quiere decir que su comportamiento moral es el adecuado y que Dios le premia con bienes materiales, con salud, con prosperidad. Pero si por el contrario la vida de una persona está marcada por la desgracia, la enfermedad, la miseria y la marginación será que algo habrá hecho mal y que su situación es consecuencia y castigo por ese pecado cometido, bien por él o incluso por sus antepasados. El bien se premia y el mal se castiga. Este pensamiento estaba profundamente metido en la experiencia religiosa del pueblo de Israel, de tal manera que Jesús con su pregunta “¿pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos para acabar así?” va a afrontar la cuestión de forma directa y clara.

Y lo primero que deja fuera de toda duda es que las desgracias del ser humano, las catástrofes naturales y cualquier mal que afecte al hombre no son la respuesta vengativa de un Dios justiciero que nos paga según nuestro obrar. Lo que nos sucede a nosotros, es fundamentalmente consecuencia de lo que hacemos o dejamos hacer a nosotros mismos, a otras personas o al entorno natural.

         El ser humano es responsable de lo que sucede a su alrededor y nuestro trabajo cotidiano va asentando y cimentando el futuro de nuestra vida, para bien o para mal.

         En el relato del libro del Éxodo,  Moisés va a descubrir algo asombroso, e insospechado, Dios se preocupa por el sufrimiento de su pueblo. Dios padece con él y se compadece de él; no se mantiene ajeno a la historia del hombre, y el lamento del oprimido ha llegado hasta su presencia. Esa situación se le hace insoportable y en el clamor del oprimido la creación entera se está lamentando. Por eso hay que actuar, pero no de forma ajena al desarrollo de la historia, interviniendo de manera sobrenatural y al margen de la libertad de las personas. Dios va a intervenir por medio de su criatura, el hombre, imagen y semejanza suya, para que asumiendo su propia responsabilidad y tomando conciencia de su ser, regenere la humanidad y la libere de sus opresores.  Y así Moisés va a comprender que por encima de sus limitaciones y temores, por encima de sus capacidades y virtudes, está la mano bondadosa de Dios que le anima, sostiene y fortalece para asumir su responsabilidad de hermano y lidere la liberación de su pueblo.



         Y lo primero que debe hacer es observar la realidad con los mismos ojos de Dios, lo cual exige una primera conversión. Por mucho que pretendamos sintonizar con Dios, si no somos capaces de salir de nosotros mismos, lo único que conseguiremos será moralizar esa mirada, pero no se verá transformada. Ver con los ojos de Dios es situarse al lado del que sufre, del oprimido, del pobre para escuchar sus lamentos y compartir sus sentimientos. De lo contrario nos pasará como a Moisés que se resiste a la llamada de Dios.



         La resistencia de Moisés nos revela que muchas veces nosotros también ponemos excusas para vivir tranquilos, sin meternos a fondo en la realidad. Pero a la vez, sabemos igual que Moisés, que una vez que nos hemos dejado atrapar el corazón por Dios, ya no nos pertenece porque le pertenece a él, y una y otra vez le sentimos que insiste para que colaboremos generosamente en su obra de salvación.

Cuántas veces sentimos que el alma se nos conmueve ante las injusticias del mundo y que aunque apaguemos el televisor o cerremos el periódico, esa realidad nos atormenta. Sentimos la impotencia de no saber qué hacer, el miedo al futuro que se nos va presentando, la intranquilidad de saber que este mundo no es el que Dios quiere para el desarrollo de sus hijos.

Por eso Jesús asume su misión como una urgente llamada a la toma de conciencia de sus hermanos, haciéndonos saber que el mal y el bien de este mundo no es obra directa de Dios, sino nuestra, y aunque él se empeñe en sembrar el amor, la justicia y la paz, si nosotros nos empeñamos podemos sofocar su crecimiento y favorecer el germen del odio, la injusticia y el terror.



Ante esta situación, no podemos quedarnos cruzados de brazos, porque “tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro, así que córtala”.

La parábola de Jesús no es una amenaza vacía y gratuita, es una seria advertencia de lo que está por llegar. Si bien es cierto que la salvación de nuestras vidas viene por la fe en Jesucristo, igualmente cierto es que esa fe ha de manifestar su autenticidad a través de las obras que realiza. O dicho con palabras del apóstol Santiago, “muéstrame tu fe sin obras, y yo por las obras te mostraré mi fe”.

         La paciencia de Dios llega a su culmen en la entrega de su Hijo, quien una y otra vez ha ido intercediendo en nuestro favor como el viñador de la misma parábola “déjala todavía este año”. Pero esa intercesión de Jesús tiene destinatarios concretos, aquellos que aunque sea tarde, estén dispuestos a acoger la llamada a la conversión y den los frutos propios del árbol de la vida en el que han sido insertados. Todas las personas podemos superar nuestros egoísmos y acoger la misericordia de Dios. Y si ese cambio real se produce, y abrimos las puertas de nuestro corazón a los demás dejándonos conmover por sus necesidades, entonces daremos el fruto esperado.

Ahora bien, quien se obstine en mantener la miseria de sus hermanos oprimiendo y ultrajando su dignidad, destruyendo hasta lo más sagrado que es su vida, por la ambición y la opulencia, entonces tendrá que afrontar la misma sentencia del Señor, “córtala”. Porque si a pesar de los esfuerzos del Hijo de Dios por salvar el corazón enfermo de odio y de egoísmo de aquellos que han puesto su confianza en el ídolo del poder y de la riqueza, no se suscita en ellos el cambio y la conversión, entonces se han forjado su destino, que tal vez en esta vida les deslumbre con un falso brillo, pero cuyas consecuencias deberán asumir ante Dios.



Vivimos en una realidad donde la idolatría se abre paso como una nueva religión. Los diferentes ídolos, a los que de una u otra forma podemos rendir culto, se unen para hacernos creer que somos como dioses, y que todo lo podemos con nuestras propias fuerzas. Provocando que el corazón se nos vaya muriendo al amor, y responda solamente a los impulsos de su egoísmo.

Sin embargo Dios no está dispuesto a perder la gran obra de su creación que es el ser humano, por eso una y otra vez sale a nuestro encuentro para llamarnos y atraernos hacia sí. Cómo no va a derrochar en esfuerzos el que no escatimó la entrega de su propio Hijo para que fuéramos rescatados por su amor.



Queridos hermanos. La Palabra del Señor ilumina siempre nuestra vida, aunque a veces lo que nos descubre esa luz no sea de nuestro agrado. Eso quiere decir que el Espíritu Santo sigue actuando en nosotros y que de forma constante y fecunda, trabaja nuestro corazón para transformarlo. Que sigamos viviendo este tiempo cuaresmal con gratitud y confianza para poder llegar a la Pascua con una vida renovada en esperanza y caridad.


jueves, 18 de febrero de 2016

DOMINGO II DE CUARESMA



DOMINGO II DE CUARESMA

21-02-16 (Ciclo C)



En nuestro itinerario hacia la pascua, vamos avanzando a la luz de la Palabra de Dios que cada domingo se nos proclama. Es el día del encuentro con el Señor y con los hermanos, que congregados entorno al altar, compartimos la vida cotidiana para que iluminada por el Evangelio y fortalecida con el Cuerpo del Señor, vuelva renovada a las tareas de cada día.

Y en este segundo domingo de cuaresma podemos detener nuestra mirada en la experiencia de los grandes personajes de la Sagrada Escritura. En todos ellos se nos muestra con sencillez y claridad, cómo ha sido su relación con Dios; una relación cercana, personal, fluida y entrañable. Relación que no sólo afectaba a los protagonistas principales de cada momento histórico, sino que era compartida por toda la comunidad creyente.

La historia de Abrahán que se nos narra en el Génesis, es mucho más que la experiencia de nuestro padre en la fe. Son los cimientos de una relación paterno-filial que en Jesús encontrará su momento culminante, pero que desde siempre ha distinguido la fe del pueblo de Israel.

Porque esa fe no se sustenta en un compendio de ideas y teorías sobre la divinidad, sino en la experiencia concreta, personal y comunitaria que nace de una relación existencial y vital. Ningún protagonista bíblico creía en el dios de otro por oídas, sino en el suyo propio con el que entraba en esa relación mística y eficaz. Una relación real que estaba fuera de toda duda, aunque  el fruto de la misma conllevara una respuesta confiada y radical.

Abrahán fue conducido por esa relación con Dios hacia caminos insospechados para él, y en ocasiones aparentemente contradictorios. Cuando Dios le promete una descendencia como las estrellas del cielo, y él asiente entregándose a la alianza, tendrá que vivir la prueba de ofrecer a su único hijo como sacrificio a Dios.

Sólo en la relación sólidamente edificada en el amor y la fe, es posible responder con generosidad y convicción.



Así nos lo muestra también el evangelio de este día. Los discípulos de Jesús van profundizando en el conocimiento del amigo que los ha llamado. Hasta este momento narrado por S. Lucas, han compartido momentos desconcertantes. Han visto y oído cosas totalmente nuevas y que superan su capacidad de entendimiento. Se van dando cuenta de que Jesús no es un maestro al uso, como los escribas y fariseos.

También viven con especial desconcierto esa actitud de Jesús en la que trata con una familiaridad inaudita al Dios de la Alianza, reinterpretando la Ley de Moisés de forma novedosa y, para algunos, escandalosa.

Unos versículos anteriores a los que hoy se nos han proclamado, el mismo Pedro, ante la pregunta que Jesús le lanza sobre su identidad, le responderá con firmeza; “tú eres el Mesías de Dios”. (v.20)

En este contexto, Jesús decide compartir su experiencia espiritual de forma especial con algunos de ellos, y tomando a los tres discípulos que van configurando el núcleo de los íntimos, Pedro, Santiago y Juan, sube al monte a orar.

Y en esa experiencia de intimidad con el Padre, el relato evangélico nos muestra a Jesús en su identidad divina, dentro de la relación intra-Trinitaria. Su rostro transfigurado, unido a la voz de Dios Padre que identifica y señala a su Hijo amado, reconocido como tal por la Ley y los profetas representados en Moisés y  Elías, envuelve la vida de los discípulos que se encuentran desbordados. Ellos sólo podían expresar lo bien que se sentían, y únicamente después del encuentro con el Resucitado pudieron entender en su profundidad esta experiencia.

Ellos vivieron por anticipado el encuentro con el Cristo glorioso pos-pascual, lo cual les ayudó a reconocerlo tras la dureza de la Cruz.

La oración de Jesús a la que en este momento asisten, deja en ellos un poso esencial en su vida y que más tarde se revitalizará en su propia experiencia personal. Sólo en la oración íntima, cercana y confiada, se produce el encuentro con Dios. Encuentro que transforma la existencia del hombre porque nunca le dejará indiferente.

Dios se da de forma plena al corazón que con sencillez y humildad se abre a su amor, y su gracia desborda de tal manera cualquier previsión humana, provocando en el hombre un cambio radical que lo transfigura, para configurarlo más profundamente al modelo de Hombre Nuevo que es Cristo.



Los discípulos que acompañaron al Señor en este momento de su vida, vieron experimentar en él un cambio inexplicable, pero en todo momento lo reconocieron con claridad. Era el mismo Jesús con quien compartían su vida cotidiana, pero a la vez, se abría entre ambos un abismo de identidades incapaces de comprender.



Compartir esa experiencia les convertía en unos privilegiados y a la vez en portadores de una tarea nueva. Su deseo de permanecer en ese ambiente divino que todo lo envuelve y conforta, contrasta con la misión de seguir anunciando la novedad del Reino de Dios, del cual ellos se han convertido en testigos oculares.



La transfiguración del Señor, revivida de forma vigorosa tras su resurrección, les ha llevado a comprender que su destino último, como nos enseña S. Pablo en su carta a los filipenses que hemos escuchado, es que “Cristo nos transformará, según el modelo de su cuerpo glorioso”. Es decir, que nuestro destino no está condenado al fracaso de la muerte, sino a la promesa cierta de nuestra futura inmortalidad.



Lo acontecido en este momento de la vida de Jesús y sus discípulos, nos ayudará a asumir el tramo que queda de camino hacia la Pascua. Para eso hay que bajar de la montaña sagrada, para introducirnos en la senda de la entrega y el servicio hasta el extremo.

Ahora hemos recuperado fuerzas en el encuentro con el Dios vivo y todopoderoso. Es momento de acompañar a Jesús, en su entrega salvadora.



Si el domingo pasado, el Señor vivió la dura experiencia de padecer la tentación humana que desconcierta y angustia, hoy recibe la fortaleza y el aliento que su relación con el Padre le infunde, de manera que pueda llevar hasta el final su proyecto de vida.



Nosotros también recibimos esta misma fortaleza en nuestra vida de discípulos, si como Jesús, dejamos que Dios nos inunde con su gracia. Si dejamos que la oración personal y comunitaria sea fundamento de nuestra vida; si nutrimos nuestra alma con el alimento vivificador de su Cuerpo y de su Sangre, sacramento de su redención.



Los discípulos del Señor, que vivimos en esta hora y tiempo, necesitamos de una espiritualidad asentada en los fundamentos de la experiencia personal de encuentro con Jesucristo, de lo contrario no podremos superar el camino hacia el Calvario al que cada envite de la vida nos introduce. Que sepamos buscar esos espacios vitales, para que reanimados y fortalecidos por su gracia, vivamos con gozo nuestra fe, y la transmitamos con generosidad a los demás.


sábado, 6 de febrero de 2016

DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO
7-2-16 (Ciclo C)

       “En aquel tiempo, la gente se agolpada alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios”. Qué frase tan extraordinaria para centrar hoy nuestra celebración. Oír la Palabra de Dios era para aquellos hombres y mujeres del tiempo de Jesús, algo importante, necesario para sus vidas y por lo que merecía la pena dedicarle el tiempo suficiente.

       La Palabra de Dios es para el creyente alimento de vida que despierta los sentidos más humanos y nos sitúa en la senda del Señor. La Palabra de Dios es alentadora de nuestro vivir, horizonte de esperanza, bálsamo en medio del cansancio, noticia siempre nueva y buena, sentencia que se cumple de forma permanente, como experimentará el profeta que la anuncia con su vida fiel.

       La Palabra de Dios no es cualquier palabra. Es el mismo Dios quien entra en diálogo con nosotros para mostrarnos su ser creador y amoroso. Dios dialoga con sus hijos, a través de la oración y la escucha,  y se muestra cercano en todo lo que vivimos. No es una palabra vacía o falsa. No busca el halago o la complacencia. En su Palabra es Dios mismo quien se entrega y se vincula para siempre con su pueblo. La Palabra de Dios construye su reino en aquellos que la acogen y la viven con fidelidad.

        Cómo no querer escuchar esa Palabra cuando además es pronunciada por el mismo Hijo de Dios. Jesús ha ido mostrando a sus discípulos y a su pueblo, que su palabra va acompañada de obras que la avalan y ratifican como auténtica. Él no habla como los escribas o fariseos, habla con “autoridad”.

       En ese contexto, nos presenta el evangelista la labor cotidiana de sus discípulos que todavía se dedicaban a la pesca, y en aquella jornada de trabajo, sólo han sacado desasosiego y fracaso. No hay peces que pescar, y eso que eran expertos. Ante el asombro y desconcierto de Pedro, Jesús le pide que vuelva a echar las redes en el mar, y por su palabra lo hará, aunque algo cegado por las dudas.

       Fiarse de la Palabra de Dios provoca de inmediato sus frutos. Tras la pesca milagrosa, hay toda una enseñanza que será para aquellos discípulos el fundamento de su fe. La Palabra de Jesús cumple las promesas de Dios y con él ha llegado de forma definitiva su reinado. Ahora os toca a vosotros transformaros en pescadores, pero de hombres y mujeres que llenen las redes del Señor.

       A Jesús muchos lo buscaban por sus milagros, otros lo aclamaban por su lucha contra la injusticia y la opresión, pero sólo lo siguieron hasta el final y hasta nuestros días quienes acogiendo su Palabra nos hemos fiado de ella y por ella hemos descubierto la fe que profesamos como camino, verdad y vida en plenitud.

       Ser seguidores de Jesús es ante todo ser testigos de su vida, de su muerte y resurrección, y junto a ello mensajeros de su Palabra, la cual hemos de anunciar de forma permanente y explícita. Este es el testamento que hemos heredado de los Apóstoles, La Sagrada Escritura es para el cristiano referencia permanente, fuente de la que ha de beber para nutrir con su riqueza las entrañas sedientas de verdad, amor, justicia y paz.

       Cuántas palabras escuchamos y leemos carentes de sentido, que sólo distraen nuestra mente o enturbian los sentimientos del corazón. Cuantas veces escuchamos palabras hirientes, acusadoras, insultantes que destruyen al ser humano y envilece ese maravilloso medio de la comunicación interpersonal.

       La Palabra de Dios es creadora y transformadora. Quien la escucha con fe, sale confortado en su ser más profundo y es capaz de ir cambiando el rumbo de su vida si así se lo pide el Señor.

       Hoy damos gracias a Dios por su Palabra, especialmente por aquella en la que se resume todo el ser del mismo Dios, Jesucristo, Palabra eterna del Padre. Y también le damos gracias por este don que tenemos los cristianos y que hemos leído y cuidado durante casi dos mil años. La Sagrada Escritura debe ser el libro que jamás falte en nuestros hogares y no para decorar la estantería, sino para colmar con su vitalidad renovadora los estantes de nuestra alma.

       Leer diariamente un pasaje del evangelio o de las cartas apostólicas nos ayudará a entender mejor a Jesús, conocerle y amarle. Leer pasajes del Antiguo Testamento, nos mostrará cómo era la misma oración de Jesús. A través de los salmos, el pueblo creyente ha plasmado sus sentimientos religiosos, unas veces suplicantes, otras agradecidas y otras muchas sufrientes. Son retazos de nuestra vida con lenguaje a veces complejo, pero que encierra toda una historia de Dios con su Pueblo.

       Pedro cambió su vida por esa Palabra de Jesús, de pescador pasó a evangelizador y pastor del Pueblo de Dios. Porque sólo desde el conocimiento y la vivencia coherente de la Palabra del Señor se puede ser discípulo suyo. Sabiendo que va realizando su transformación regeneradora en nuestra propia vida. Hoy se nos han presentado tres personajes principales, Isaías, Pablo y Pedro; tres personas que se reconocen limitadas y pecadoras, pero en los que la gracia de Dios, transformará sus vidas renovándolas y preparándolas para su misión profética y evangelizadora.

 Que también nosotros podamos vivir la dicha del encuentro con el Señor a través de su palabra, y que ésta nos ilumine en el camino de nuestra vida hasta el encuentro definitivo con él.