DOMINGO
XXXIV TIEMPO ORDINARIO
JESUCRISTO
REY DEL UNIVERSO 24-11-24 (Ciclo B)
Terminamos el tiempo litúrgico ordinario con esta
solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Una fiesta en la que reconocemos a
Jesús como nuestro Señor, y en la que anhelamos la instauración de su Reino
entre nosotros; el nuevo Pueblo de Dios que animado por el Espíritu Santo va
desarrollando una humanidad reconciliada donde todos, sin exclusión, vivamos la
auténtica fraternidad de los hijos de Dios.
El Evangelio que hemos escuchado, narra una
experiencia en la que la realeza es sinónimo de poder absoluto. Poncio Pilato
con sus preguntas cargadas de recelo y descrédito busca desenmascarar a un
rival; sin embargo se encuentra ante un hombre sencillo, despreciado y humillado
que le desconcierta, porque en su debilidad reside su fuerza y su palabra
señala la verdad: “Mi reino no es de este mundo”, responde Jesús ante la
insistencia del gobernador.
El reino que Dios quiere, no encuentra en este mundo
su lugar apropiado. Y no es porque no se haya esforzado el Creador en poner
todo de su parte para que germinara ese proyecto de vida en plenitud tan
deseado para sus hijos. Su Reino no germina por la dureza de una tierra que no
se deja empapar, donde la terquedad del corazón humano sometido a sus
ambiciones, siembra de injusticia la realidad.
Dios ha enviado sus mensajeros delante de él, hasta a su propio Hijo Jesús; y como vemos en el evangelio que hemos escuchado, será sentenciado a muerte. El rechazo de Dios y de su reinado es la realidad a la que ha de enfrentarse el Señor antes de morir.
Y sin embargo nosotros hoy seguimos confesando a
Cristo como el Rey del universo y nos sentimos llamados a favorecer el
desarrollo de su reinado desde los valores permanentes e irrenunciables del
amor, la justicia, la verdad, la libertad y la paz.
Y es que Dios ha puesto este mundo en nuestras manos y
con ello nos está invitando a proseguir su obra creadora. A través de nuestro
compromiso con el presente, de nuestra implicación en los asuntos temporales,
hemos de avanzar en la consecución del reinado de Dios como meta y horizonte de
nuestras vidas. El Reino de Dios ha de germinar en todos los ámbitos de la
sociedad por medio de la implicación de los cristianos en aquellas realidades
donde se decide el destino del ser humano. Es decir, en la vida pública.
Por eso, cuando los cristianos se comprometen en el
mundo social y político, y siendo elegidos de forma libre y democrática reciben
la confianza de sus conciudadanos, no tienen un cheque en blanco para hacer lo
que les venga en gana subordinando sus convicciones a los intereses
ideológicos, sino para que siendo fieles a su fe, y a los principios morales
que de ella se derivan, pongan todos sus esfuerzos y sacrificios al servicio
del bien común, la defensa de la vida humana, la promoción y el desarrollo de
los más necesitados, y la concordia y la paz entre todos los pueblos desde la
auténtica solidaridad.
Los cristianos comprometidos en la vida pública no lo
están para mimetizarse con el entorno, sino para que con su voz, sus propuestas
y trabajos, inserten una llama de esperanza y una bocanada de frescura que
proviniendo de su fe en Jesucristo, renueve los pilares de la tierra
cimentándola con los valores del evangelio.
Muchas veces se sentirán incomprendidos y enfrentados
a sus propios compañeros de grupo, otras experimentarán la presión de la
comunidad eclesial que les exige más compromiso. Ciertamente no resulta
sencillo comprometerse con la realidad presente, pero esa es la vocación de todos
los cristianos, que según nuestras capacidades debemos asumir con coherencia y
fidelidad al Señor.
Para ello cuentan con el apoyo y la oración de toda la
Iglesia, y el estímulo fecundo del Espíritu Santo que los alienta en su misión.
El reinado de Dios se va sembrando en cada gesto de
misericordia y compasión para con los más pobres y necesitados. Ésta ha de ser
una labor constante de toda comunidad creyente y ha de marcar el corazón de la
vida social y de las leyes que la regulan de manera que sean realmente justas.
Los signos del Reino de Dios no pueden ser percibidos
si a nuestro alrededor se impone la desigualdad, la marginación o la violencia.
Y en los tiempos de especial dificultad social y económica, como los presentes,
mayores han de ser los esfuerzos por sembrar la semilla de la esperanza desde
el compromiso activo con los más desfavorecidos.
Por último, si algo destaca con vigor la llegada el
Reinado de nuestro Dios y así se ha podido escuchar siempre a través de su
extensa Palabra revelada, es la paz. Desde el momento del nacimiento de Cristo
hasta su muerte, Dios ha sembrado la paz en la tierra. “Gloria a Dios en el
cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.
La paz es el saludo y el deseo más entrañable que se
puede ofrecer. Una paz que sellada con el perdón de Jesús, agonizante en el
tormento de la cruz, abre la puerta a la reconciliación y a la salvación de
todos.
Hoy celebramos y confesamos a Jesucristo como el
verdadero y el único Señor del Universo lo cual nos ha de llevar a trabajar por
su reinado, con entrega y confianza. Sabiendo que este Reino no es obra de
nuestras manos, sino don de su amor y misericordia, y que aún siendo
conscientes de que el Reino de Dios no se puede dar de manera plena en el
presente, sometido al mal y al pecado, no por ello dejamos de entregar nuestra
vida para que de alguna manera vaya emergiendo, porque el Señor ha puesto en
nosotros su confianza.
Jesús no impuso su palabra ni sus convicciones. Sólo
las propuso con sencillez y eso sí, acompañadas en todo momento con la
autenticidad de su propia vida. Ni en los momentos más duros de su predicación
ni ante el abandono de los más cercanos cae en la tentación de los atajos
falsos, la ira o la condena a este mundo hostil. Su respuesta siempre fue la
mirada limpia para perdonar, el corazón dispuesto para amar y los brazos
abiertos para acoger a los demás.
Así iba sembrando su reino, y convocando a él a ese
Pueblo Santo que tomó forma de comunidad de seguidores, la Iglesia, y que a
pesar de los muchos avatares por los que ha pasado en la historia, podemos
sentir que su presencia alentadora sigue entre nosotros y nos anima a
mantenernos fieles a su amor.
Hoy damos gracias al Señor por conservar fiel su
promesa de estar a nuestro lado todos los días de nuestra vida, y confiamos en
que la fuerza de su Espíritu Santo seguirá animando nuestros corazones para
colaborar en la construcción de su reinado hasta que lo vivamos plenamente
junto a él en la Gloria eterna. Que así sea.