viernes, 4 de julio de 2025

DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO

6-7-25 (Ciclo C)

 

El evangelio que acabamos de escuchar es de los llamados vocacionales y misioneros. En él Jesús llama nuestra atención sobre la enorme magnitud de la misión que tiene por delante y lo escaso del número de los operarios “la mies es mucha y los obreros pocos”.

San Lucas sitúa este texto en el centro mismo de su evangelio, un momento en el que Jesús va teniendo discípulos y seguidores como otros muchos profetas que anteriores a él también hablaban en nombre de Dios. Sin embargo las peculiaridades y los matices de su predicación y sobre todo de su estilo de vida, son bien distintos. Él no es un profeta más, de hecho cuando alguien así le considera enseguida lo va a negar. Tampoco es un intérprete de la ley al modo de los escribas y fariseos, y mucho menos pretende ocupar un lugar de poder religioso.

Sin embargo es reconocido por muchos como una persona que les habla con autoridad, en quien las palabras se hacen verdad en su vida, y cuya entrega en favor de los pobres, enfermos y excluidos, sin exigir ni pedir nada a cambio, le hacen entrañable y único.

Desde ese conocimiento que sus discípulos van adquiriendo de él, realizarán por medio de Pedro, una confesión sin precedentes y de consecuencias extraordinarias, “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.

Ha llegado el momento pues, de lanzarse a la misión de anunciar el Reino de Dios de forma abierta y entregada. Y esa tarea tan vasta y ardua requiere de personas dispuestas y entregadas, por eso además de enviar a los que están a su lado con toda la autoridad que él mismo posee, les insta a que rueguen “al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”. No se trata sólo de trabajar por el evangelio, también debemos suscitar vocaciones que desarrollen esta labor con entusiasmo y generosidad.

El envío del Señor a preparar el terreno en el que se ha de sembrar la semilla de su Reino, es una tarea necesaria ayer, hoy y siempre. Y tomar conciencia de nuestra responsabilidad en esta misión, resulta en nuestros días algo urgente y fundamental para la vida de nuestras comunidades cristianas.

Ciertamente esta llamada es a todos los cristianos por igual. Todos, en virtud de nuestro bautismo, tenemos la misión de anunciar el evangelio mediante el anuncio explícito de Jesucristo en aquellos ambientes donde nos movemos, y comenzando por nuestro propio hogar; denunciando las injusticias y todo el mal que en el mundo se origina y que por oprimir al ser humano va contra el mismo Dios; dando testimonio de Jesucristo con nuestra forma de vivir y de relacionarnos con los demás; comprometiéndonos activamente en la transformación de nuestro mundo, asumiendo responsabilidades en la vida pública con honestidad y desde los valores de la justicia, la libertad, la paz y la caridad.

Pero junto a esta misión fundamental del cristiano, existen otras que han de ser asumidas de forma estable y permanente para el bien de la comunidad entera. Y me refiero a la vocación sacerdotal, religiosa y misionera; vocaciones esenciales en la vida de la Iglesia y sin las cuales ésta languidece y muere.

El servicio ministerial ha sido instituido por el mismo Jesucristo para el desarrollo y el cumplimiento de su misión. La  misión de anunciar el evangelio fue entregada a los discípulos por el mismo Jesús, a la vez que les encargaba velar por la comunión de manera que vivan la auténtica fraternidad que por la acción del Espíritu Santo congregue a todos en la unidad del amor, de la fe y de la esperanza.

De este modo han recibido del Señor el encargo de celebrar de forma constante el sacramento del amor y de la reconciliación.

 Mandatos como, “Haced esto en memoria mía”, y “lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo”, son para nosotros alimento y estímulo en el seguimiento de Jesucristo, que por los sacramentos se hace presente en medio de su pueblo para nuestra salvación.

Para ello es necesario que sigamos pidiendo al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies. La falta de vocaciones no es culpa de Dios, sino nuestra. No es Dios quien se ha olvidado de nosotros sino nosotros quienes tal vez no pidamos con suficiente confianza, sencillez y entrega, aquello que tanto necesitamos.

Pedir a Dios vocaciones nos implica a todos. A la Iglesia entera que ha de estar en permanente escucha para discernir los signos de los tiempos en los que hoy nos habla el Señor. Porque Dios sigue llamando a nuestra vida para encontrar en ella la disponibilidad necesaria a fin de llevar adelante su proyecto de salvación.

También es una llamada a las familias, que al pedir vocaciones a Dios han de suscitar en su seno un estilo generoso y dispuesto para acoger entre sus hijos e hijas el don de la vocación. Para vosotros padres y madres no ha de ser una desgracia el que vuestro hijo o hija abrace la vocación sacerdotal o religiosa, sino un don de Dios, un regalo que además de hacer feliz a vuestros hijos os llene de gozo a vosotros.

Con todo mi afecto os digo, que si de entre vuestros hijos e hijas no surgen vocaciones, que se sientan amparadas y queridas por sus padres, si en los hogares y familias cristianas no se valora este don de la llamada de Dios, en ningún otro hogar surgirán.

Y por último me dirijo a los jóvenes y a aquellos que todavía no habéis tomado una opción definitiva en vuestra vida. Abrid vuestro corazón al Señor. Dejad que resuene en él su llamada a vivir una vida entregada en el amor y en el servicio.

Toda opción conlleva sus renuncias y todo proyecto importante en la vida tiene sus dificultades. Pero os garantizo que si esa llamada es auténtica y la acogéis con entrega y confianza, será mucho mayor el gozo y la alegría que cualquier dificultad.

Dios no llama para hacernos unos desgraciados en la vida. Nos llama para estar con él en la intimidad de su amistad, para ser sus testigos en medio del mundo y así alentar la fe y la esperanza de su pueblo, el que nos sea encomendado. Todo ello para acercar el Reino de Dios a la vida de nuestros hermanos.

Que pidamos el don de la vocación con insistencia al Señor, y que estemos dispuestos a acogerlo si nos lo concede. Que nuestra Madre María nos abra el corazón a la acción de Dios como ella misma ofreció el suyo, y que la llena de gracia, nos infunda su alegría, aquella que proclamó la grandeza del Señor, porque ha hecho maravillas en nosotros.

jueves, 19 de junio de 2025

CORPUS CHRISTI - SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE JESUCRISTO

 


SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

CORPUS CHRISTI  22-06-25

 

       Un año más celebramos la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Memorial de su Pasión, muerte y resurrección, y Sacramento de su amor universal. Precisamente por ese amor entregado para nuestra salvación, podemos unir en esta fiesta del Corpus el día de la Caridad. Al compartir el alimento que nos une íntimamente a Cristo nos hacemos partícipes de su  mandato “haced esto en memoria mía”, aceptando su envío en medio de los más pobres para compartir con ellos nuestra vida y nuestra fe.

En esta fiesta litúrgica de hoy, la Iglesia nos invita a profundizar en el don inmenso de la Eucaristía. Como nos enseña el Vaticano II, "Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura" (SC 47).

Desde esta fidelidad al don recibido de manos del Señor, no podemos separar la eucaristía de la caridad. Los cristianos que nos reunimos para escuchar la palabra del Señor y compartir el pan de la vida que él nos da, hemos de prolongar esta fraternidad eucarística en el mundo nuestro, junto a los hermanos que carecen de afecto, de medios, de una vida digna y feliz.

       No todo el mundo vive dignamente, de hecho somos una minoría los que en el mundo actual podemos agradecer esta vida digna. La mayoría de la población mundial carece de los recursos necesarios para una subsistencia adecuada. Y en vez de acoger su precariedad para sentirnos solidarios con ellos, muchas veces nos fijamos en aquellos que se enriquecen con facilidad y rapidez poniéndolos como modelos a seguir, y hasta envidiándolos por su opulencia.

Una cosa es luchar legítimamente por alcanzar esa vida digna a la que todos tenemos derecho y otra muy distinta la ambición desmesurada que al final nos endurece el corazón hasta llevarnos al egoísmo y a la idolatría del dinero.

La entrega de Jesucristo en la cruz, nos abre la puerta de la redención. Y aquella entrega viene precedida de una vida sensible para con los necesitados, los enfermos, los pobres y los marginados.

A Jesucristo resucitado se llega por medio de una vida ungida por el Espíritu de Dios para anunciar la Buena Noticia a los pobres, la libertad a los oprimidos, la salud a los enfermos y la salvación para aquellos que acogen este don de Dios.

       Cristo nos dejó su testamento en el cual nos ha incluido a todos y no sólo a unos privilegiados. La vida en este mundo es injusta y desigual no porque Dios lo haya querido sino porque nosotros lo hemos causado. Dios no quiere que haya pobres y ricos, rechaza la injusticia que causa este mal, y nos llama a su seguimiento a través del camino de la auténtica fraternidad y solidaridad.

       Este testamento de Cristo lo actualizamos cada vez que nos acercamos a su altar. Su Cuerpo y su Sangre entregadas por nosotros, y compartidos con un sentimiento fraterno y solidario, nos unen a la persona de nuestro Señor Jesucristo y a su proyecto salvador. Por eso “cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte y tu resurrección hasta que vuelvas”.

       Por eso, cada vez que comemos y bebemos el Cuerpo y la Sangre del Señor, nos unimos vitalmente a Cristo para prolongar con nuestra vida y entrega, su obra misericordiosa en medio de nuestros hermanos más necesitados, a los cuales somos enviados como testigos del amor de Dios.

       La caridad no se hace, se vive. No hacemos caridad cuando damos dinero a un pobre, vivimos la caridad cuando nos preocupamos por su vida, buscamos cómo atenderla mejor, y nos esforzamos por acompañarle a salir de su situación para siempre.

       Vivir la caridad es prolongar la Eucaristía del Señor, su cuerpo y su sangre derramada por amor a todos, para la salvación de todos. Las palabras que día tras día escuchamos en la Consagración nos muestran que Jesús no economizó su entrega sino que fue universal y por siempre.

       Desde aquel momento en el que nacía la Iglesia, ésta siempre tuvo como acción primera y fundamental, unida al anuncio de Jesucristo, la vivencia de la caridad.  Atender a los pobres y necesitados estaba unido a la oración y a la fracción del pan de tal manera que no se podía permitir que en la comunidad de los cristianos alguien pasara necesidad.

En esta fiesta debemos también recuperar la conciencia del don que el señor ha puesto en nuestras manos. La Eucaristía hace a la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía (nos enseña el Concilio Vaticano II). Por eso la celebración eucarística trasciende nuestra realidad local y se une a la vivencia universal de la Iglesia. No podemos celebrar la eucaristía más que en la comunión eclesial, ya que es el Señor quien se hace presente en medio de su pueblo, congregado en la unidad del Espíritu por el vínculo de la paz.

       Vamos a pedir en esta Eucaristía que el Señor nos ayude a vivir con gratitud este don esencial para nuestra vida espiritual. Sin eucaristía no hay Iglesia, y por lo tanto la fe se descompone. Esforcémonos también, por recuperar nuestra capacidad solidaria y fraterna para poder compartir con autenticidad el pan de la unidad y del amor.

viernes, 13 de junio de 2025

SANTÍSIMA TRINIDAD - CICLO C

 


SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD

15-6-25 (Ciclo C)

 

       Celebramos hoy la fiesta de la Santísima Trinidad, en la que vivimos y contemplamos de forma unitaria la realidad de nuestro Dios. Un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

       Tres Personas distintas y Un solo Dios verdadero, que nos enseña la doctrina eclesial. Tres Personas divinas diferentes, con sus maneras de actuar en la historia del ser humano, pero que son el mismo Dios único en quien creemos y que se hace uno con nosotros, acompaña nuestra vida y nos llena de sentido, alegría y esperanza.

       Muchas veces hemos escuchado que la Santísima Trinidad es un misterio. Y es verdad porque todo lo que hace referencia a Dios desborda nuestra comprensión y entendimiento. Las mismas personas somos un misterio y siempre hay algo en el otro, por muy bien que le conozcamos, que nos queda por descubrir. Hemos sido creados distintos, únicos e irrepetibles, libres, capaces de recrear nuestro ser y forjarnos nuestro futuro.

       Esta realidad siempre novedosa y distante es mayor si nos referimos a Dios. Nadie puede acapararlo en su mente o en su corazón. Dios siempre escapa a nuestra capacidad de comprensión o de explicación.

       El mayor acercamiento que hemos podido tener para con la realidad divina ha sido posible a través de Jesús. Todo el evangelio nos narra la experiencia de Dios que vivía Jesús. Una experiencia intensa, íntima y tan profunda, que sólo podía definirse y explicarse mediante una palabra Padre “Abba”.

       Dios era para Jesús el Padre. Ese Dios que se había manifestado en la historia a los patriarcas y a los profetas, ahora interviene de una forma personal y cercana en el Hijo Jesús. Así lo va experimentando el Señor a lo largo de su vida, y a través de esa unidad entre el Padre y el Hijo se pueden comprender las palabras y los gestos que Jesús manifestaba. Su predilección por los últimos, su cercanía a los enfermos y necesitados, su defensa de los oprimidos y marginados, todo ello no es más que parte de esa vida de Dios que se desborda para llevar a su plenitud la obra por él creada. La cual culminará en la entrega de la propia vida para la salvación de todos. Porque en la muerte y resurrección del Hijo Jesús, todos hemos sido constituidos hijos de Dios.

       Esta experiencia se transmite a los apóstoles, testigos privilegiados de esa relación paterno-filial entre Dios y Jesús. Pero sólo llegarán a su comprensión, y a su posterior anuncio universal cuando conforme a la promesa del Señor, reciban el Espíritu Santo. Entonces, como escuchábamos el pasado domingo en la fiesta de Pentecostés, se les abrirá el entendimiento y se les llenará el corazón de alegría para salir al mundo entero y anunciar la Buena Noticia de Jesucristo, haciendo que llegue hasta nosotros.

       Todos podemos vivir y celebrar esta experiencia de la fe. Sentirnos profundamente unidos al Padre, mediante la acción del Espíritu Santo en el seguimiento de Jesucristo, el Señor. Esta experiencia se fundamente en la oración y en la contemplación, y por eso en esta fiesta de la Stma. Trinidad celebramos también la vida de nuestros hermanos y hermanas religiosos de vida contemplativa. Personas entregadas a la oración, para acercar a Dios las vidas de los hombres y a todos nosotros señalarnos que nuestra meta definitiva está más allá del presente.

       Muchas veces nos preguntarnos, ¿qué hacen esas personas? ¿No serían más útiles atendiendo a los necesitados, o en misiones...? Y a veces lo preguntamos con la sana intención de comprender, otras con la excusa de no implicarnos nosotros. Ante determinadas conductas y formas de vida merece la pena buscar la fuente de donde manan.

       Hay comportamientos que nos sorprenden. ¿Por qué el religioso Maximiliano Kolbe pidió ocupar el lugar de un padre de familia condenado a muerte en el campo de exterminio de Auschwitz? ¿Por qué la madre Teresa de Calcuta se entregó enteramente a cuidar a los más pobres y estigmatizados de entre los pobres?

       La vida religiosa encuentra su explicación en la misma fuente, en Dios. Hay comportamientos que sólo se explican desde la fe, “solo Dios basta” dirá Teresa de Jesús. Su vocación se debe al amor, un amor que encuentra su fuente en Dios, para entregarse enteramente al servicio de los hermanos y así dejar que el manantial de la fe llegue hasta límites insospechados.

       Las vidas de tantos hombres y mujeres dedicados a la oración, sin otra meta que no sea la búsqueda de Dios en el silencio, la soledad, la pobreza y sobriedad, la vida de comunidad y el trabajo para vivir y ayudar a otras personas, es en nuestros días una permanente llamada de atención sobre nuestras aspiraciones y metas.

       La vida contemplativa es “testimonio de la primacía absoluta de Dios y es signo de esperanza en la dimensión trascendente de la existencia humana”. Y esta vida en medio de un mundo como el nuestro donde el éxito, la comodidad, y la posesión de bienes constituyen valores supremos, choca de forma clara, y es para los cristianos una permanente llamada a recuperar el horizonte de los valores fundamentales de la fe.

       Hoy tenemos que dar las gracias a Dios por seguir llamando a la vocación contemplativa a personas de nuestro tiempo. Hombres y mujeres conocedores de los grandes problemas que subyugan al mundo y cuya solución supera nuestra voluntad y capacidad. Necesitamos de estos hermanos y hermanas que se preocupen de nosotros en su oración, y en cuyos desvelos nos tienen siempre presentes.

       La vida de oración de nuestros monasterios no es para disfrute de sus moradores sino para beneficio de toda la Iglesia y de la humanidad entera. Ningún cristiano puede dedicar su vida a huir del mundo, en todo caso se enfrentará a él de forma radical con las armas del amor, del el servicio y de la oración confiada. Y si bien es verdad que no todos podemos ser llamados a la misma tarea, y que cada uno ha de encontrar su vocación para sentirse plenamente realizado, igualmente cierto es que todos nos necesitamos y que las vocaciones de los demás complementan la mía propia.

       Ser conscientes de esto y dar gracias a Dios por ello, a todos nos enriquece y nos ayuda a valorarnos mutuamente desde el afecto, el respeto y la gratitud.

       En la fiesta de la Stma. Trinidad, pedimos al Padre que siga enviando obreros a su mies, donde podamos seguir los pasos y el ejemplo de vida del Hijo, construyendo con la fuerza del Espíritu Santo el Reino de Dios.

miércoles, 4 de junio de 2025

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

 


DOMINGO DE PENTECOSTES

8-06-25 (Ciclo C)

 

       Celebramos hoy la fiesta de Pentecostés, el día en el que Dios vuelve a entregarse a nosotros en la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo. Por medio de Él, la Iglesia de Cristo toma conciencia de su misión, y se siente llamada a ser evangelizadora de todos los pueblos.

       Si en la fiesta de la Ascensión del Señor recibíamos el mandato misionero de Cristo resucitado, “Id por todo el mundo y anunciad el evangelio....”, hoy se nos otorga el Don, la fuerza necesaria, para poder desarrollar esta misión desde la fidelidad al amor de Dios y en comunión con toda la Iglesia.

       Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo, el Dios siempre a nuestro lado que sostiene, anima y alienta nuestra fe y nuestra esperanza para que sea germen de inmensa alegría en nuestros corazones y estímulo para seguir siempre al Señor en cada momento de la vida.

       Muchos son los dones que del Espíritu recibimos, sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, santo temor de Dios, todos ellos orientados a nuestra vinculación íntima con Dios, la construcción de su Reino y todo ello manifestado en la comunión eclesial, expresión de nuestra vinculación con Jesucristo. El Espíritu  Santo es quien anima y da valor en los momentos de debilidad, quien sostiene y alienta ante la adversidad, quien mantiene viva la llama de la esperanza cuando todo parece oscurecerse en nuestra vida, quien nos inunda con un sentimiento de gozo interno desde el que contemplar la vida con ilusión y confianza.

       El Espíritu Santo es quien garantiza que nuestra fe está unida a la vida de Jesús que se hace presente en medio de su Pueblo santo, y quien en cada momento de nuestro existir nos conduce con mano amorosa para vivir el gozo del encuentro personal con él, fomentando la experiencia de la auténtica fraternidad entre todos los hermanos.

       El Espíritu Santo nos une al Padre a través de su amor, y nos hace conscientes de que hemos sido transformados en herederos de su Reino a través de su Hijo Jesús.

       Fue el Espíritu quien acompañó a Jesús en todos los momentos de su vida. El mismo Espíritu que lo proclama “el Hijo amado” de Dios en su bautismo. Fue el Espíritu Santo quien ayuda a comprender a los discípulos que aquel a quien siguen por Galilea no es un hombre cualquiera, sino que es el Salvador, el Mesías.

       Será el Espíritu Santo quien mantenga en la agonía de Jesús la fuerza para entregar en las manos del Padre el último aliento de su vida. Y es que el Espíritu Santo no deja jamás de su mano a quienes han sido constituidos hijos de Dios.

       Pero esta experiencia personal, profunda y desbordante, la tenemos que vivir en la Iglesia y a través de ella construir nuestra comunidad. Ningún don de Dios es para fomentar el egoísmo personal. Todo don del Espíritu está orientado a construir la comunidad desde la fe, la esperanza y el amor.

       Así vemos, según nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, cómo al recibir el don del Espíritu Santo, los Apóstoles salen a anunciar la Buena Noticia a todos los congregados en Jerusalén, y lo hacen de modo que todos les comprendan.

       Desde el momento de la Creación ha sido voluntad de Dios, que todos sus hijos se salven, para lo cual fue acompañando bajo su mano amorosa a la humanidad de todos los tiempos. Y cuando llegó el momento culminante, envió a su Hijo amado para que por medio de su palabra, su testimonio y la entrega de su vida, todos sintiéramos el amor de Dios y acogiéramos ese don en nuestras vidas.

La vuelta del Hijo de Dios a su Reino, no nos deja abandonados, sigue con nosotros por medio del Espíritu Santo sosteniendo y alentando nuestra esperanza de manera que en nuestro corazón crezca cada día la certeza de participar un día de su promesa de vida eterna.

       Este sentimiento será más fuerte en la medida en que afiancemos en nosotros la comunión eclesial, la unidad fraterna entre los hermanos. La comunión, el sentimiento afectivo de unidad y concordia, es la garantía de que nuestra fe es auténtica. Donde hay división y enfrentamiento, no está el Espíritu Santo; el individualismo y la discordia no están alentados por el Espíritu Santo. Las palabras del Señor “que todos sean uno, como tú, Padre, y yo somos uno”, han de resonar siempre en el corazón de la Iglesia como el único camino para abrirnos al don del Espíritu Santo.

       Hoy volvemos a acoger este don que ya en nuestro bautismo recibimos de una vez y para siempre. En el Espíritu Santo hemos sido hechos hijos de Dios, y aunque ese amor jamás nos será arrebatado, de nosotros depende en gran medida que cada día crezca y madure en lo más hondo de nuestra alma. Así nos llenará de dicha y alegría, nos identificará ante los demás como seguidores de Jesucristo, y nos sostendrá en cada momento de nuestra existencia.

       Acojamos, pues con gratitud, el regalo del Espíritu Santo, y pidámosle que su fuerza regeneradora nos ayude a trabajar cada día en favor del reinado de Dios, de manera que contribuyamos con nuestra fe, amor y esperanza, a la emergencia de una sociedad nueva, en la que la dignidad humana, la libertad del corazón y la luz de la verdad, nos ayuden a acogernos como hermanos y a sentir el gozo de sabernos hijos de Dios.

sábado, 31 de mayo de 2025

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

 


SOLEMNIDAD DE LA ASCENSION DEL SEÑOR

1-06-25 (Ciclo C)

 

       Con la fiesta de la Ascensión termina la presencia del Señor resucitado entre los suyos y nos abrimos a la misión evangelizadora de la Iglesia animados por el Espíritu que recibiremos en Pentecostés. Es ésta una fiesta en la que la comunidad cristiana recuerda el momento en el que Jesucristo resucitado culmina su misión en el mundo y regresa al Padre para vivir la plenitud de su gloria.

       El simbolismo de este día, nos quiere introducir en la profundidad del sentido último de nuestra existencia de la cual Cristo es primicia y fundamento. En la Ascensión del Señor, y su vuelta a la gloria de la Trinidad antes de su Encarnación, se ilumina el final de la historia de la humanidad donde Dios nos acogerá con su amor de Padre. Jesucristo nos abre el camino, y nos preparará un sitio, para que donde esté él, estemos también nosotros, como nos anunció en su vida terrenal. En la fiesta de la Ascensión, podemos descubrir la culminación del camino, de la verdad y de la vida del Señor, que nos ha abierto las puertas de la eternidad de forma amplia y generosa.

       Pero a este culmen glorioso se llega a través de la vida concreta, limitada y frágil, a la vez que confiada y gozosa, de nuestra historia humana. Una historia traspasada muchas veces por el dolor y el sufrimiento que provoca la injusticia, y otras sostenida por la  esperanza de la entrega y la solidaridad de tantas personas que aman de verdad a sus semejantes. Pero sobre todo, una historia compartida por nuestro Dios en la persona de su Hijo, Jesús, camino, verdad y vida, que nos acompaña y sostiene en nuestro peregrinar hacia la meta prometida por el Padre.

       El tiempo pascual que los discípulos del Señor vivieron junto a Él, y que se nos ha aproximado durante estos días a través de la Palabra de Dios proclamada, ha sido ante todo un tiempo de profunda formación personal y espiritual, para afrontar el gran reto que ahora se les presenta. Ser ellos testigos y misioneros del evangelio.

       La muerte de Jesús y su posterior resurrección, fueron dos hechos de tal magnitud que hacía falta un proceso denso para poder asimilarlo, comprenderlo y confesarlo con fe y gratitud. Los primeros momentos del tiempo pascual nos mostraban las grandes dificultades que tenían para aceptar esa verdad. Las dudas de Pedro y Juan que van corriendo al sepulcro para ver si es verdad lo que dice María Magdalena; Las palabras incrédulas de Tomás que necesita palpar y ver para creer. El silencio de los demás que no se atreven a preguntar en medio de sus dudas e incertidumbres.

       Todo eso requiere ser madurado en el corazón, contrastado por la experiencia de los hermanos y acompañado por el Maestro que sigue vivo, animando y sosteniendo la fe de los suyos. Jesús realiza esta labor catequética para ayudarles a entender y prometerles la gran ayuda permanente del Espíritu Santo que pronto recibirán.

       Este Espíritu completará en ellos la acción salvadora de Dios transformando sus temores en confianza y cambiando sus miedos por el compromiso misionero y evangelizador del mundo.

       En la fiesta de la ascensión de Cristo, se nos está mostrando el destino último de nuestras vidas, el cielo y la tierra se unen en la persona de Jesucristo, y el camino que nos conduce a su gloria se nos ofrece como posibilidad futura y cierta.

       Jesucristo desaparece de su mirada, pero no de sus vidas. El Señor que promete su presencia entre nosotros hasta el fin del mundo, será quien aliente sus trabajos y desvelos.

       Ahora les toca a ellos proseguir con su misión; anunciar la Buena noticia a los pobres, la libertad a los cautivos, la salud a los enfermos y proclamar el año de gracia del Señor. El mismo proyecto que Jesús ya anunció en aquella sinagoga de Nazaret.

       Y esta misión evangelizadora cuenta con un gran potencial, la experiencia de ser testigos de lo acontecido. Ellos no hablan por idealismo ni defienden una idea vacía; ellos son testigos de una persona con la que han compartido su vida y que los ha transformado interiormente llenándoles de gozo y de esperanza, y haciendo de ellos mujeres y hombres nuevos, libres, entregados y dichosos.

       Todo ello desde la convicción de que el Reino de Dios no es de este mundo, y por eso Jesús vuelve al lugar que le corresponde. Pero sabiendo que ese Reino comienza en este mundo y que lo que pasa en la tierra no le es indiferente al Creador. Por eso no podemos desentendernos del presente ya que esa falta de amor y entrega a la obra realizada por Dios, nos haría indignos herederos de su promesa.

       “Vosotros sois testigos de esto”. Testigos de la vida de Jesús, de su entrega, de su palabra y de su resurrección. Jesús nos envía ahora a cada uno de nosotros para prolongar su reinado cambiando radicalmente el presente para acercarlo al proyecto de Dios.

       Jesús abrió con su vida un camino de esperanza y al acoger en su cruz a todos los crucificados por el sufrimiento y la injusticia, nos introduce en su mismo reino de amor y de paz. Esta esperanza que nos mantiene y fortalece se verá sostenida y fundamentada por la acción del Espíritu Santo que recibiremos en Pentecostés.

Que él nos ayude para seguir trabajando por transmitir esta fe a nuestros hermanos más alejados  a fin de que ellos también sientan el gozo y la alegría que nos da el Señor. Y que nuestra entrega generosa y confiada sirva para sembrar la paz y la justicia entre nosotros, sabiendo que el Señor está y estará junto a nuestro lado todos los días hasta el fin del mundo.

miércoles, 21 de mayo de 2025

DOMINGO VI DE PASCUA - PASCUA DEL ENFERMO

 


DOMINGO VI DE PASCUA

25-05-25 (Ciclo C – PASCUA DEL ENFERMO)


En este domingo de pascua, en el que seguimos celebrando con gozo la resurrección del Señor, la comunidad cristiana vive una jornada de solidaridad y cercanía con los enfermos. Hoy es la Pascua del enfermo, del hermano que sufre las limitaciones y la falta de salud, y que está muy presente en el corazón de la Iglesia orante.

Los signos más frecuentes que acompañan la predicación de los Apóstoles y que continúan la obra del mismo Jesús son la oración por los enfermos y su eficacia sanadora. La palabra de Dios conforta y serena de tal modo que incluso en medio del sufrimiento y de la enfermedad es posible la paz y el sosiego, signo de una esperanza y de un ánimo saludable, base de cualquier recuperación física.

La cercanía apostólica al mundo de los enfermos, los ancianos y los que sufren, extiende la misericordia de Dios y vincula estrechamente a los hermanos en el amor. Amar a Cristo resucitado conlleva necesariamente seguir sus pasos, imitando su entrega desde el servicio a los más débiles de la comunidad eclesial y humana.

Nuestra cultura actual intenta maquillar y embellecer la vida, quitando las capas que la afean. Como si de una hortaliza se tratara, aquellas hojas que la hacen menos bella son separadas del tronco y echadas fuera. Las limitaciones humanas y entre ellas las enfermedades, nos incomodan e interpelan y al mostrarnos la realidad amarga y dura de una parte de nuestro ser, la rechazamos o la alejamos de nosotros creyendo que así no nos tocará pasar por ella.

De esta manera vemos cómo cada vez más, junto a los grandes logros de la medicina que han mejorado nuestro nivel de salud y vida, contemplamos la soledad y el abandono de muchos ancianos y enfermos que padecen su situación lejos del calor y del afecto del hogar.

Sin embargo en este día del enfermo, vamos a alumbrar con la luz de la ilusión y del amor, la vida de nuestros hermanos y sus familias. Las palabras de Jesús “La paz os dejo, mi paz os doy”, se hacen realidad cada vez que muchas personas,  mediante su entrega servicial y generosa, llenan de afecto y armonía los momentos de incertidumbre y dolor que las limitaciones de la enfermedad a todos nos traen.

La labor de los “apóstoles de la salud” sensibilizados para dedicarse con amor y paciencia al mundo de los enfermos, es un don de Dios que nos humaniza y nos demuestra la grandeza del corazón humano.

Todos sabemos lo importante que es encontrar buenos profesionales que acompañen la realidad del enfermo. Personas que traten a sus pacientes desde el respeto y el afecto, evitando caer en la rutina o la indiferencia porque lo que hay entre sus manos son vidas humanas que mantienen intacta su dignidad y que merecen ser cuidadas como quisiéramos que un día lo hicieran con nosotros, llegado el caso.

Pero no lo es menos el contar con la proximidad de quienes compartimos una misma esperanza. La enfermedad y la ancianidad nos van acercando al ocaso de nuestra existencia, y es muy importante para nosotros los creyentes poder vivir desde la fe, este acontecimiento que completa nuestra vida y nos abre la puerta del Reino de Dios. Así lo ha entendido desde siempre la comunidad cristiana que ha acompañado con confianza y amor la vida de los enfermos y de sus familias.

Desde los comienzos mismos del cristianismo, cada vez que algún hermano en la fe caía enfermo o su ancianidad lo acercaba a la muerte, los fieles se reunían en la oración acompañándole a él y a su familia, colaborando en sus cuidados y llevando a la celebración eucarística la vida de los enfermos de la comunidad. Los presbíteros acudían a sus hogares para confortarles en la fe y sostenerles en su esperanza. Y por el sacramento de la Unción además de vincular al enfermo a la misma Pasión del Señor, le preparaba para vivir con plenitud el momento del encuentro con Cristo, Salud de los enfermos.

La vida es un don que siempre hay que agradecer, y cuando ésta llega a su final en esta tierra, ha de ser preparada para entregarse con serenidad a la Pascua definitiva.

Este hacer comunitario se ha prolongado hasta nuestros días, y hoy la comunidad eclesial sigue desarrollando su labor entre los ancianos y enfermos por medio de la Pastoral de la Salud.

En nuestra Unidad Pastoral del Casco Viejo, trabajan desde hace muchos años personas especialmente vocacionadas para esta misión. Hombres y mujeres, seglares y religiosas, que forman parte de un excelente equipo humano y cristiano, cuya sensibilidad y espiritualidad les impulsa a dedicar parte de su tiempo al servicio de los ancianos y enfermos de nuestro entorno más cercano.

Su trabajo consiste en visitar a quienes lo desean llevándoles las experiencias de la vida de la comunidad parroquial, acompañando su soledad, atendiendo sus necesidades y haciéndoles partícipes del Sacramento Eucarístico por el que unidos a Cristo, participan de su vinculación a la gran familia parroquial.

Los enfermos y ancianos que no pueden acercarse hasta las parroquias viven su comunión eclesial por medio de estos enviados de la comunidad así, además de la atención humana que precisen, también comparten su fe y su esperanza con los hermanos en Cristo.

Hoy vamos a pedir por los enfermos y en especial por los que más necesitan la compañía y el afecto. Por los que están solos o se sienten solos. Por sus familias y quienes les cuidan. Podéis contar con nosotros, con vuestra comunidad parroquial que no olvida a sus hijos más queridos. El grupo de Pastoral de la Salud se pone a vuestro servicio y en la medida de sus posibilidades atenderá vuestras necesidades.

Y quiero hacer una llamada muy especial, para que facilitéis a quien lo desee el Sacramento de la Unción. Los cristianos necesitamos vivir todos los acontecimientos de nuestra vida en comunión con Cristo, máxime cuando se trata de recorrer los últimos momentos de este existir. Sentir el amor de Jesucristo que por medio de sus sacramentos nos dispensa, es algo que fortalece el espíritu y serena el corazón de quien padece. El Sacramento de la Unción nos reconcilia plenamente con Cristo, quien en su misericordia nos perdona todos nuestros pecados, preparando así el encuentro gozoso en la plenitud de su amor. Que nadie nos quite este derecho por razón de sus ideas, sino que piense con generosidad en el deseo de quien ha vivido en la fe de la Iglesia y desea morir como hijo de ella, en la esperanza.

Queridos hermanos, necesitamos más brazos que se unan para esta labor. Seguro que entre todos nosotros habrá quienes tengan una especial vocación y sensibilidad para el mundo de los ancianos y enfermos. Si es así dad gracias a Dios por el don que habéis recibido porque sois el rostro viviente de Jesucristo que sigue realizando su obra salvadora a través de vuestra entrega a los enfermos.

Que él bendiga a quienes se dedican con amor a los enfermos y a todos nos anime para acompañar y sostener al hermano en medio de su debilidad.

miércoles, 14 de mayo de 2025

DOMINGO V DE PASCUA

 


DOMINGO V DE PASCUA

18-5-25 (Ciclo C)

 

El tiempo Pascual debe significarse por la alegría y la participación de todos, en torno a la mesa de Jesús; una alegría que se transmite de generación en generación en la confianza de que el Nuevo Cielo y la Nueva Tierra, se van construyendo con la aportación de cada uno de nosotros. Alegría que hoy se manifiesta en la acogida del inicio del Pontificado del Santo Padre León XIV.

El libro del Apocalipsis  nos muestra esa visión futura de los creyentes. La vida vista desde la resurrección del Señor, tiene otro color y matiz que la sitúan en el camino de la esperanza y del consuelo. “Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor”. Jamás se ha realizado una promesa mayor, que además esté avalada por la entrega de quien la realiza, y que pueda suscitar la adhesión de todos los que anhelan su cumplimiento desde el seguimiento de Jesucristo.

Este tiempo Pascual nos ayuda a releer nuestra historia en clave de salvación. No la falsea ni la oculta tras débiles ilusiones. La vida del ser humano sigue su curso con sus luces y sombras, fracasos y logros, vida y muerte; pero desde la resurrección de Jesucristo, podemos situarnos ante esta realidad nuestra con un semblante distinto. No somos un pueblo sin esperanza, ni dejamos que el desánimo venza ante la adversidad. Caminamos en la confianza porque sabemos que la última palabra de la historia está escrita por Dios y pronunciada por su Hijo Jesucristo, y es una palabra de eternidad y plenitud de vida.

“Os doy un mandamiento nuevo”, anuncia Jesús en medio de la Última Cena. Un mandamiento que resume todos y cancela cualquier legalidad pasada. El mandamiento del amor: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”; que nos amemos todos de forma generosa y abierta, sin egoísmos ni sospechas, con entrega y confianza.

Este mandamiento del amor, que tantas veces resuena en nuestra mente y proclaman nuestros labios, qué lejos está de convertirse en una realidad plena. Cuanto odio, discordias, enfrentamientos y muertes entre hermanos que siguen mostrándonos el lado oscuro del ser humano y la necesidad de conversión profunda al Dios de la vida.

El mandamiento del amor, es el gran mandamiento de Dios; “amar al Señor nuestro Dios con todo el corazón y con toda la mente y al prójimo como a uno mismo”; amar como el mismo Jesús fue capaz de amarnos, hasta el olvido de sí mismo en favor de los demás, y en especial de los más necesitados, no es un consejo piadoso, es un imperativo divino.

Si no hay amor entre las personas, carece de sentido la vida. Una pareja sin amor se rompe, una familia sin amor es un infierno, una sociedad sin amor estará condenada a su destrucción y una Iglesia sin amor es una institución vacía de Dios e inútil. El amor dignifica a la persona, la llena de ilusión y la capacita para confiar en el futuro. El amor en la comunidad eclesial es lo que da sentido a su labor evangelizadora y misionera en el mundo, por amor anuncia el evangelio a todas las gentes, por amor sus hijos viven entregados a los demás y en el amor encuentra, sin lugar a dudas, la viva presencia del Señor resucitado.

El amor regenera la sociedad y continúa la obra del Creador en medio de ella para que sea tierra fértil donde germine la semilla del Reino de Dios. Ese amor al ser humano y al mundo donde se desarrollan sus relaciones, es lo que nos compromete en el trabajo diario por la justicia, la verdad y la paz.

Amarnos unos a otros como el mismo Jesús nos amó, nos obliga a reconstruir los caminos rotos por el odio y el egoísmo.

Para poder llegar a desarrollar un amor universal, generoso y desinteresado con los demás, se ha de empezar a vivirlo entre los más cercanos; el hogar, los amigos y conocidos. 

El amor al que se refiere Jesús, y al que los apóstoles Juan y Pablo dedican capítulos importantes de sus cartas pastorales, es un amor permanente, imborrable, incondicional y generoso. Es el amor gratuito que se entrega sin esperar nada a cambio; el amor que no depende de la respuesta del otro. Es un amor que se mantiene vivo pese a las dificultades que surjan y que no se rompe por nada. Es un amor que no pone condiciones ni desaparece aunque sufra la infidelidad del ser amado.

El amor de Dios al que se refiere Jesús podemos asemejarlo al de una madre que vacía su corazón por completo en la entrega a sus hijos. Pero todavía es más que este, porque si ese amor materno por alguna incomprensible razón se apagara, el amor de Dios permanece vivo por siempre.

La sensibilidad de nuestro mundo actual, pervierte con frecuencia el sentido del amor. Se nos presentan los fracasos y las rupturas amorosas de muchos famosos como algo tan natural que roza la frivolidad. Eludiendo los momentos de dolor y de sufrimiento que ello conlleva, e introduciendo una cultura donde los compromisos, por muy sagrados que sean se pueden romper, y donde la palabra y la promesa realizada no tienen ningún valor. De esta forma las generaciones más jóvenes crecen en un ambiente donde todo carece de sentido, y en la que los valores del sacrificio, la entrega, el perdón y la misericordia se subordinan al egoísmo infantil e irresponsable.

El amor que Jesús nos deja como mandamiento suyo es aquel amor capaz de dar la propia vida por los demás. Es un amor que no se guarda ni se mide. Un amor que no se paga ni se compra. Es el amor que “disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites”, porque como nos enseña San Pablo, este amor auténtico, es el que  “no pasa nunca”.

Este es el amor que fue clavado en la cruz y que ha regenerado al hombre para la vida eterna.

Es verdad que las relaciones entre las personas, por mucho que nos queramos, siempre pueden atravesar por situaciones delicadas, e incluso insostenibles, pero en honor a la verdad, de estas carencias sólo somos nosotros los responsables. Nuestra capacidad de amar no es la misma que la del Señor, es cierto. Sin embargo todos deseamos la plena felicidad y sabemos que lograrla depende en gran medida de lo que cada uno esté dispuesto a dar de sí mismo.

Hoy vamos a pedirle al Señor que nos fortalezca en el amor. Que nos ayude a dar todo lo que esté en nuestra mano para salvar lo que sin duda es lo fundamental de nuestra vida. Pedimos especialmente por todos los esposos que atraviesan por momentos de incertidumbre y sufren de corazón. Que nosotros sepamos comprender y acoger su situación, y que en la medida de lo posible les sirvamos de ayuda eficaz a fin de que encuentren, desde el respeto y la verdad, lo mejor para sus vidas, con la ayuda de Dios.