viernes, 16 de julio de 2021

DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO

18-7-21 (Ciclo B)

 

“El Señor es mi Pastor, nada me falta”, acabamos de cantar en el salmo con la confianza puesta en el Buen Pastor que es Jesús.

Hoy su palabra nos invita a valorar este don inmenso que es para la humanidad el que en medio de ella se susciten personas capaces de encarnar los valores del Buen Pastor.

El profeta Jeremías, irrumpe con fuerza para denunciar precisamente la indignidad de quienes han pervertido esta imagen sagrada. Los pastores a los que se refiere el profeta no sólo son los vinculados a una dimensión religiosa, sino también civil. Para el pueblo de Israel, el Ungido de Dios era tanto el rey, como el sacerdote y como el profeta. Y ser ungido de Dios significa que en su nombre se realiza esa misión de enseñar, santificar y gobernar a su pueblo; se enseña la palabra de Dios, la cual no puede ser manipulada ni falseada conforme al capricho del profeta; santificar al pueblo en nombre de Dios es unirlo y vincularlo a Él para que se sienta confortado, fortalecido y bendecido en todas las dimensiones de su vida. El sacerdote no puede buscar su beneficio personal o familiar, sino entregarse servicialmente a quien se le ha encomendado. Y por último el rey, los que ejercen el poder temporal, han de administrarlo con la justicia de Dios, su misericordia y fidelidad, y no aprovecharse, oprimir y someter a quienes están subordinados a su autoridad.

Pues el profeta denuncia a todos estos estamentos, porque se han desviado de la ley del Señor, oprimiendo, engañando y sometiendo a un  pueblo que se ha descarriado, y anda desorientado y perdido en medio de su desgracia. Un pueblo que acaba siendo pasto  del más fuerte, y que terminará sufriendo la deportación a Babilonia.

Pero no está todo perdido, el mismo profeta anuncia que llegará un día en el que el Señor desposeerá a aquellos la grey que se les confió, para entregársela a buenos pastores que sí cumplan su voluntad y apacienten como es debido a su Pueblo santo.

Esta es la imagen que retoma Jesús en el evangelio que hemos escuchado, sintiendo compasión de sus hermanos porque andan como ovejas sin pastor. Si malo es ser conducido por líderes o responsables indignos, igualmente malo es la soledad y el abandono que sumerge en la desolación y la desesperanza.

Jesús es el Buen pastor, que dará su vida por las ovejas. Él no busca beneficiarse, ni aprovecharse de nadie, todo lo contrario, su palabra viene avalada por la autenticidad de su entrega, su caminar precede por la senda a quien conduce a través de ella. Los peligros y sinsabores son asumidos por él, y no por quienes en él han confiado.

En última instancia será su propia vida la sacrificada en el altar de la cruz, y no tomará víctimas inocentes para sustituir su entrega personal.

 

Este es el único Pastor del que podemos fiarnos por completo, porque ha sido una vida gastada y entregada por amor, y con una generosidad sin medida.

Nuestro mundo ha desvinculado el ejercicio de la responsabilidad pública del cumplimiento de la voluntad de Dios, por lo menos de manera formal, si bien es cierto, que muchos de nuestros gobernantes desean vivir su tarea con auténtica vocación de servicio, lo cual es de agradecer y valorar por todos. Sin embargo, también en nuestros días abundan los tiranos que siguen oprimiendo y esclavizando a los pueblos, aprovechándose impunemente de los débiles y sembrando de terror y angustia a incontables inocentes. Dios también les pedirá cuentas de su injusto proceder.

Pero no podemos quedarnos con enjuiciar el entorno de una manera ajena a nosotros. He mencionado tres dimensiones o tareas que han sido ungidas por Dios, sacerdocio, profecía y realeza. Las mismas que atribuimos a Cristo, y de las cuales participamos todos en razón de nuestro bautismo. El día en que fuimos incorporados a Cristo, se nos ungió con el Santo Crisma, y se nos hizo partícipes de esta triple función sacerdotal, profética y real. Hoy también nosotros somos responsables de santificar, enseñar y gobernar el presente con fidelidad a Dios, amor a los hermanos y espíritu de servicio y sacrificio, al igual que el Señor. Todos hemos sido constituidos servidores y garantes de la justicia, la solidaridad y la paz en medio del mundo, y aunque otros tengan mayores cotas de responsabilidad en razón de su puesto social, no por ello podemos desentendernos de la marcha de nuestro mundo.

Asimismo también debemos revisar como miembros de la Iglesia del Señor nuestra manera de vivir esta pertenencia familiar y vocacional. Los pastores en la Iglesia debemos ser testigos veraces, por nuestra palabra autorizada y nuestra vida coherente, de Aquel que nos ha llamado para esta misión de apacentar a su pueblo, conforme al Buen Pastor.

El Pueblo de Dios tiene derecho a exigir que los pastores que el Señor les ha enviado sean fieles, entregados, disponibles y generosos, de manera que además de dispensar los misterios de Cristo, lo hagan presente con sus vidas y sus obras.

Para ello debemos pedir con insistencia que el Señor envíe buenos pastores a su pueblo, máxime en estos tiempos de sequía vocacional.

En tiempos difíciles, se percibe con mayor claridad las carencias de una sociedad; no sólo las económicas, también las morales y espirituales. Qué necesario es entonces percibir referentes en todos los ámbitos de la vida familiar, pública y eclesial.

Pues pidamos al Señor en esta eucaristía que nos siga suscitando servidores generosos y honrados que nos ayuden a vislumbrar un horizonte mejor. Y que también por su estilo de vida y su palabra oportuna, nos ayuden a transformar nuestro corazón de manera que sea acogedor y sensible a las necesidades de los más débiles.

viernes, 2 de julio de 2021

DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO

4-07-21 (Ciclo B)

 

      “No desprecian a un profeta más que en su tierra”.

      Esta frase con la que termina el evangelio de hoy nos revela el amargo sentimiento de Jesús ante el rechazo de los suyos. Él, que es bien recibido por las gentes de pueblos y ciudades lejanos de su tierra, vive sin embargo la desconfianza y la sospecha que suscita entre sus paisanos, lo cual no hace más que aumentar los sinsabores de su misión y sentir cómo son precisamente aquellos en quienes más confiaba los que le dan la espalda; “¿no es ese el hijo del carpintero?”.

      San Marcos nos muestra el lado más duro de la tarea profética; el desprecio y la indiferencia de los destinatarios del evangelio. Y aquel desánimo que vivieron Ezequiel, San Pablo y el mismo Jesús, sigue siendo una realidad presente hoy entre nosotros.

      Muchas veces queremos compartir nuestra experiencia de fe entre los nuestros, con nuestros familiares más cercanos y amigos, y esa falta de respuesta positiva por su parte, e incluso de respeto, hace que vivamos nuestra fe en silencio, ocultándola por miedo al rechazo o a la burla.

      Cuantas veces escuchamos a tantos padres y abuelos, el sufrimiento que sienten al no poder transmitir la fe que viven como un don de Dios, a sus hijos y nietos. Hasta os echáis la culpa como si dependiera sólo de vosotros.

      Nada más lejos de la realidad. Vuestro testimonio de vida, y vuestro anuncio explícito de Jesús aun cuando vivís la oposición del ambiente, demuestra que realmente Dios ocupa un lugar central en vuestra vida, y por eso lo celebramos en medio de la comunidad cristiana, para sentir la fuerza renovadora del Espíritu Santo que nos envía al mundo a seguir construyendo el Reino de Dios.

      Jesús, a pesar de todas las dificultades, seguía proponiendo un estilo de vida nuevo. Su palabra y su vida causaban extrañeza porque no era como la de los demás. En un mundo condicionado por los intereses particulares, donde los valores se centran en el poder, el dinero o el placer, él muestra otra senda distinta cargada de solidaridad y misericordia, y en la que el valor fundamental es el amor, semilla de justicia, de esperanza y de paz.

      Del mismo modo nosotros hoy, sólo necesitamos del aval de nuestra vida para vivir la fe con autenticidad. Aunque el mundo entero nos cuestione y critique, no podemos responderle con juicios y condenas. Desde el evangelio de Jesús sabemos que la fe es un don de Dios que hemos de proponer con sencillez y gratitud, pero nunca se ha de imponer con medios que violentan la libertad de la persona.

      Una fe impuesta carece de amor, y por lo tanto ni libera ni salva, sólo oprime y angustia. Quien vive un cristianismo intransigente, sin caridad ni esperanza, acabará convirtiéndose en  un fundamentalista. Cristo no entregó su vida para consagrar teorías ideológicas  y moralistas sino para que todos encontremos el camino de nuestra salvación, desde la respuesta libre y gozosa al amor que Dios nos tiene.

Por eso lo importante de la vivencia militante de la fe, no está en los frutos apostólicos que de nuestro testimonio se puedan derivar, sino de la misma alegría que surge en lo más profundo de nuestro corazón por el mismo hecho de sentirnos amados por Dios, y esto ciertamente emerge con fuerza mediante la entrega amorosa a los demás.

Jesús se desvivía para transmitir a las gentes el inmenso amor de Dios para con todos, en especial los más pobres y débiles, los últimos y marginados. Y su entrega era fortalecida no por la respuesta de los que pudieran seguirlo o rechazarlo, sino por ese amor de Dios que llenaba su corazón, fortalecía su esperanza y manifestaba con sencillez, pero viva elocuencia, que el Reino de Dios había llegado con Jesús.

      El evangelista S. Marcos termina su relato diciendo que Jesús no pudo hacer allí muchos milagros y que se extrañaba de su falta de fe. Sin embargo curó a quienes se abrieron a él y mostraron su confianza en el Señor.

      Cuando nosotros nos sintamos rechazados por la fe, bien por confesarla ante los demás o bien porque nuestros esfuerzos por transmitirla no sean suficientemente acogidos, no nos desanimemos ni perdamos la esperanza, Dios sabe cómo llevar adelante su obra, y en cualquier caso hemos de tener presente que no somos nosotros los dueños de la mies, sino él.

      Y sobre todo mantengamos fresco el ánimo del corazón, porque en cualquier caso, ser seguidores de Jesucristo es la mejor apuesta de nuestra vida, nos llena de gozo y nos sostiene en la adversidad. Si para muchos la Iglesia es una mera institución, para nosotros es nuestro hogar, el espacio vital en el que nos sentimos reconocidos y en el que podemos compartir la misma esperanza. En definitiva, el hogar familiar donde somos acogidos y respetados por lo que cada uno es, y no por lo que las expectativas del ambiente o de la moda exigen en cada momento.

      Por eso seguimos celebrando cada domingo la Eucaristía. Ella es el centro de la vida cristiana, fuente y culmen de nuestra fe, y ante el Altar, congregados como hermanos y hermanas, sentimos la presencia del Señor que nos sigue animando con su palabra y fortaleciendo con su Espíritu de amor.

      Pidamos en esta celebración al Señor, que siga alentando nuestra vocación evangelizadora. Que encontremos la manera oportuna de transmitir a los demás la fe que compartimos y que sintiendo el afecto y el estímulo de los demás cristianos, podamos dar testimonio de nuestra fe con el ejemplo de nuestras vidas.