viernes, 29 de septiembre de 2017

DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO

1-10-17 (Ciclo A)



Acabamos de escuchar la Palabra de Dios y como siempre es su núcleo fundamental el Evangelio de Jesús. En él vemos la respuesta de dos hijos a la petición de su padre, y la manera de concluir del Señor sobre lo que significa cumplir la voluntad de Dios.



Este es el tema central de este domingo, el cumplimiento de la voluntad de Dios, de lo cual va a depender toda nuestra vida.

A simple vista el hecho narrado no es nada novedoso, cuantas veces decimos una cosa y hacemos otra, unas para bien y otras para mal, pero de nuestros actos concretos podemos percibir las actitudes fundamentales que animan nuestra vida y sus opciones.

Cumplir la voluntad de Dios es la vocación a la que cada uno de nosotros hemos sido llamados en el amor. Dios no tiene una voluntad arbitraria y contraria a la dignidad del hombre. Precisamente la voluntad de Dios, tantas veces expresada por Jesús, es que todos sus hijos se salven y lleguemos a la plenitud de nuestra existencia en el amor. Los mandamientos divinos, no son normas de conducta contrarias a nuestra condición humana, sino precisamente la condición de posibilidad de que seamos plenamente humanos, y por lo tanto imagen y semejanza de nuestro Creador. Dichos mandamientos Jesús los va a resumir en dos; amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma, y al prójimo, nuestro hermano, como a nosotros mismos. En definitiva, la voluntad de Dios es que seamos perfectos en el amor, un amor que en Jesucristo ha encontrado su plena encarnación, porque en todo momento buscó y cumplió la voluntad del Padre.



En nuestros días, eso de ser orientados por otros, y no digamos cumplir la voluntad de un extraño, resulta a todas luces escandaloso. Las cotas de autosuficiencia  e independencia son muy elevadas.

Nuestra sociedad valora y exhibe la independencia y autonomía del hombre, sobre cualquier ente externo a él, como una máxima de su indiscutible libertad.

Y aunque ciertamente la libertad y autonomía del hombre es un gran valor, en tanto en cuanto le dignifica, su mala comprensión puede albergar en sí misma su mayor sometimiento y esclavitud.

Es más libre un niño, porque sus padres le permitan no comer lo que no le gusta? Es más libre un hombre porque las leyes le permitan acabar con una vida indeseada, como en el aborto? Es más libre y autónoma una sociedad, carente de principios éticos y morales, y en la que priman  intereses de rendimiento económico o materiales?



La libertad humana es un instrumento al servicio de la dignidad de la persona, y como cauce para encontrar su pleno desarrollo en armonía con sigo mismo, con los demás y con Dios, su creador y Señor.

Echar de nuestro lado a Dios porque puede condicionar con su Palabra y sus llamadas nuestra independencia, concluye siempre con el arrojo de nuestra vida en manos de ídolos esclavizantes, que mediante ideologías vacías nos seducen y oprimen.



Descubrir que Dios sólo quiere el bien de sus hijos, que desde el momento de crearnos nos ha sellado con su amor paternal, y que jamás se desanima en la búsqueda de aquel que se le ha extraviado, es poner en nuestra vida la gran alegría de sabernos amados y protegidos por su divina Providencia.



Jesús, como nos dice el autor de la Carta a los Hebreos, también “aprendió sufriendo a obedecer”. No debemos entender esto como una experiencia impositiva en la vida del Señor, sino que conforme a su condición humana, y siendo semejante en todo a nosotros, supo lo que era optar por la voluntad de Dios y a la vez verse sometido a las fuerzas de nuestra concupiscencia, de nuestros deseos, de los estímulos del ambiente, del poder, de la riqueza, del prestigio. No olvidemos cómo el Señor, también fue tentado, como nos narra el evangelio.

No es fácil cumplir la voluntad de Dios. Y no lo es, no porque sea mala o contraria a nuestra naturaleza, todo lo contrario, como he dicho somos imagen y semejanza de Dios. Nos es difícil cumplir la voluntad de Dios porque estamos permanentemente influenciados por el poder del pecado. De ese pecado en el origen y del pecado que por nuestra permanente debilidad y condición tantas veces nos invade y somete. De nuestras debilidades personales y del ambiente que muchas veces pretende maquillar la verdad de las cosas, o simplemente pretende imponer su mentira.



Cumplir la voluntad de Dios es la razón de nuestra existencia, porque si todos comprendemos con facilidad, que cualquier padre o madre desea lo mejor para su hijo, y que todo el amor y educación que le darán irá orientado a que sepa valerse por sí mismo, desde unos valores humanos auténticos, con mucha más rotundidad debemos decir que ese amor y esa pedagogía de Dios para con nosotros, buscan nuestra plenitud personal y comunitaria desde el ejercicio de la auténtica libertad.



Para aceptar la voluntad de Dios es necesario poner en él nuestra confianza, nuestra esperanza y dejarnos modelar de nuevo.

Sólo bajo la acción de la gracia es posible escuchar atentamente lo que el Señor nos dice, y en el sacramento de la curación interior, de la reconciliación personal, encontramos el medio eficaz para ponernos en sintonía con Dios.

Es imposible que quien está bajo la acción del mal, del pecado, pueda realizar la voluntad de Dios, si previamente no se arrepiente y cambia de vida. El mal sólo lleva al mal, y quien se introduce en ese camino, es un peligro para sí mismo y para los demás. Sólo la bondad saca de sí lo bueno, y quien tiene en su corazón esta grandeza, incluso cuando tropieza y cae, sabe buscar, con la ayuda de Dios, la salida a su debilidad.

Por eso la frase final del evangelio de Jesús. Hay personas que a pesar de sus debilidades y pecados, buscan siempre superarlos, y con el corazón arrepentido vuelven su mirada hacia Dios, para que él con su misericordia nos devuelva la salud del alma. Otras sin embargo, se mienten a sí mismas y a los demás para permanecer en su sitio, víctimas de la ambición de poder.



Que nosotros estemos siempre abiertos a la conversión; que a pesar de decir muchas veces no, al Señor, abramos nuestra alma al arrepentimiento y acojamos el don de su misericordia y de su amor. Así viviremos en la dicha de los hijos de Dios, nos haremos comprensivos con los demás, y poco a poco, transformaremos nuestra vida por la acción de su gracia.



Que nuestra madre, la Virgen Santa María, nos ayude a reblandecer la dureza de nuestro corazón, y nos haga humildes para escuchar la voluntad del Señor y ponerla en práctica.

sábado, 16 de septiembre de 2017

DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO

17-9-17 (Ciclo A)



       Si el domingo pasado Jesús nos enseñaba a corregir al hermano, desde esa actitud tan auténtica de la corrección fraterna, hoy el Señor realiza una llamada a la generosidad en el perdón. Un perdón que proviene de su amor y misericordia, y del que todos estamos necesitados por igual. De tal modo que si nuestro ánimo se deja llevar por la mezquindad, a la hora de acoger al hermano, ponemos en serio riesgo nuestra capacidad para acercarnos de forma auténtica al perdón de Dios.

La Palabra de Dios nos invita precisamente a tomar conciencia de nuestra común condición de pecadores, de manera que al asumir nuestra limitación y miseria, nos hagamos sensibles a las debilidades de los demás, y sobre todo, asumamos el serio compromiso de transformar nuestras vidas, en el camino de la conversión y del encuentro gozoso con Jesucristo que nos perdona setenta veces siete, es decir siempre que de corazón y verdad, acudamos a él.



Pero la triste realidad de nuestros días, es que evitamos enfrentarnos de forma madura a nuestra propia verdad, justificando nuestros comportamientos y dulcificando las actitudes que en ellos se manifiestan para no asumir la responsabilidad que de los mismos se puedan derivar.

Y lo primero que hacemos en este sentido es devaluar la realidad del pecado. De hecho es una palabra que sólo se utiliza para ridiculizar las prácticas religiosas, creyendo que de este modo superamos sus efectos reales y alejamos de nosotros sus consecuencias.

Al rechazar y diluir en la banalidad, los comportamientos contrarios a una recta moral, formada de manera adulta en los valores del evangelio, o de la misma ética social, el hombre de hoy se erige en paradigma de su comportamiento, rechazando cualquier intervención distinta de su antojo a la hora de valorar y decidir sus actos.

Y cuando esto ocurre, la decadencia personal y el desastre colectivo se abren paso de manera inexorable.

Es doctrina fundamental de nuestra fe, que Cristo murió por nuestros pecados, y que en la Cruz, Jesús redimió a la humanidad entera. Por lo tanto cuando un cristiano se permite el lujo de decir que él no tiene pecado, simplemente está rechazando la obra redentora de Cristo en su vida, y alejando de sí de su efecto salvador.



Todos, en virtud de nuestra común condición humana, estamos sometidos a las consecuencias del mal en nuestras vidas, y ese mal tiene resultados para nosotros, bien como causantes del mismo o como víctimas de su efecto. Y hace falta una gran calidad humana, manifestada en la humildad del corazón, para aceptar con sencillez nuestra responsabilidad y acudir al Señor para acoger su misericordia y perdón.

El evangelio que acabamos de escuchar nos da una gran lección de lo que significa la misericordia divina, y del camino que nos conduce a ella, así como de las consecuencias letales que para el hombre tiene su rechazo y orgullosa obstinación.



Todos queremos que se nos mire con misericordia y bondad. Y por grandes que sean nuestras miserias, siempre buscamos la compasión y comprensión. Sin embargo cuanto nos cuesta ejercitar esas mismas actitudes con los demás. Jesús, buen conocedor del corazón humano, acoge la pregunta de Pedro para dar una lección de lo que significa el perdón, y nos ofrece el único camino que conduce hacia él.

En primer lugar, vemos como un gran deudor, o en términos morales, un gran pecador, se presenta ante su Señor a rendirle cuentas.

Y cuando es requerido ante el tribunal, y siendo consciente de la enorme pena que le será impuesta por su gran pecado, se humilla ante el Señor pidiendo clemencia. Y Dios, representado en aquel rey, se compadece de él perdonándole todo, devolviéndole su dignidad y libertad.

Pero ésta persona lejos de haber vivido con auténtica conversión este regalo divino, manifiesta su desprecio del mismo cuando teniendo ante sí a un hermano que le adeuda una miseria, lo trata con implacable dureza y sin compasión.



El episodio narrado causa tanto espanto entre quienes lo contemplan que acuden al Señor a narrarle lo sucedido. Y el resultado es concluyente, así como has actuado tú con tu hermano, serás justificado o condenado.



No podemos presentarnos ante el Señor pidiendo su misericordia con auténtica actitud de conversión, si no somos capaces de vivir la compasión con nuestros hermanos. De hecho cuando ponemos en nuestros labios la oración que Jesús nos enseñó, y pedimos al Señor que perdone nuestras ofensas, seguidamente decimos “así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, y si es verdad que el perdón de Dios no puede ser condicionado por la acción del hombre, resulta en la práctica del todo imposible, poder aceptar el perdón divino, si no somos capaces de acoger y ofrecer el perdón humano.



El sacramento de la reconciliación, donde nosotros acudimos con sencillez ante el Señor, presente en la persona del sacerdote, es cauce ordinario y eficaz de la misericordia divina. No importa la gravedad o la levedad de nuestro pecado, lo importante es la actitud de autenticidad que en nuestra alma se vive, para presentarnos ante Dios con la verdad de nuestra vida.

Y tengamos presente una cosa, la mayor frecuencia en la recepción de esta gracia, nos ayuda a mejorar eficazmente nuestro ser, porque el don de Dios realiza su acción sanadora cuando dejamos que sea él quien nos orienta y estimula, ayudándonos a levantarnos después de la caída.



La práctica de la confesión ha descendido en nuestros días, de forma alarmante, especialmente en nuestras sociedades tan secularizadas. Y mirad, el hecho de no confesarnos no nos ha hecho mejores personas, ni ha mejorado las relaciones entre nosotros, más bien al contrario. Cuando impido que mi vida sea contemplada con otros ojos distintos de los míos, y cierro mis oídos a los consejos que desde el evangelio el ministro de la Iglesia me ofrece, para mi mejor provecho y conversión, al final voy expulsando a Dios de mi vida, para situarme yo en su lugar, constituyéndome en principio y fin de mis acciones y deseos.



Pidamos en esta Eucaristía la gracia de acoger la verdadera conversión que el Señor nos ofrece. Que nunca desconfiemos de Él que se acerca para restañar nuestras heridas con el bálsamo de su misericordia, y que sepamos encontrar en este sacramento de sanación la fuerza necesaria para aceptar la verdad de nuestra existencia, presentarla con confianza ante el Señor, acoger su misericordia salvadora, y así comprender y perdonar a nuestros hermanos, como deseamos que Dios nos acoja y perdone a nosotros.


sábado, 9 de septiembre de 2017

DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO

10-09-17 (Ciclo A)



Un domingo más somos convocados por el Señor a compartir el don de la fe que de Él hemos recibido, para que alimentados con el pan de su Palabra y de la Eucaristía nos siga fortaleciendo en la fe, la esperanza y el amor.



Y así, entre las labores que debemos asumir de forma permanente, está la que recibimos por parte del Señor, que nos envía en medio de los hermanos para ser mensajeros de su Buena Noticia. Así nos lo recuerda a través del profeta Ezequiel “a ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel”.



Los cristianos debemos de vivir nuestra fe en medio del mundo con la plena consciencia de tener una misión personal y comunitaria consistente en ser mensajeros de Jesucristo para bien de toda la humanidad.



Como hemos visto tantas veces a través del Antiguo Testamento, los profetas sentían muchas veces la desazón por el desprecio y la indiferencia de los suyos. Ellos entregados a propagar la palabra de Dios en medio de su pueblo, eran rechazados, perseguidos y maltratados cuando sus profecías no eran del agrado del oyente. El desánimo calará tan hondo en su ser, que la Sagrada Escritura nos muestra cómo Jeremías, Isaías y Jonás llegarán a pedir a Dios que les retire de esa misión, que no cargue sobre sus hombros un peso tan difícil de llevar y que les causa tanto sufrimiento.

Sin embargo el Señor les anima a continuar con esa labor porque si ellos tampoco se entregan al servicio de los demás, nadie sembrará en medio del mundo la semilla del Reino de Dios.

Por otra parte, debemos caer en la cuenta, de que la fe es una experiencia personal pero no individualista; íntima pero no exclusivista; basada en el encuentro entre Dios y nosotros, pero siempre por medio de Jesucristo, de su palabra y de su vida,  y que animados por la acción del Espíritu Santo, nos impulsa a vivir la comunión entre los hermanos de forma solidaria y fraterna.



De este modo podemos comprender la profundidad que la Palabra de Dios contiene, y que es ante todo una llamada a vivir la fe con responsabilidad y fidelidad.



Nuestra condición de seguidores de Jesucristo nos lleva a asumir la misión que él nos ha encomendado y que tiene claras consecuencias para la vida cotidiana. No podemos pasar por la vida como si lo que en ella ocurre no fuera con nosotros. No podemos dejar abandonada a su suerte a esta humanidad de la que formamos parte, y por eso debemos sentir con fuerza la necesidad de hacer partícipes a los demás de este proyecto de nueva humanidad, cuyos valores se asientan en el Evangelio de Cristo.



Para que la experiencia cristiana pueda ser vivida por otros, necesita de testigos y transmisores que muestren con su vida que vale la pena abrazar este camino. Si los cristianos no nos convertimos en maestros de la fe, difícilmente convenceremos a nadie del sentido auténtico de nuestra vida.



Por lo tanto, proponer explícitamente nuestra fe a los demás, con verdad y sencillez, no es un favor que hacemos al mundo, sino una exigencia que brota de nuestro bautismo por el cual hemos sido constituidos en discípulos del Señor y evangelizadores de la sociedad.

Esta misión evangelizadora ha de vivirse en fidelidad al Señor, siendo conscientes de que la verdad del evangelio, al confrontarse con la realidad presente, va a provocar por nuestra parte una clara denuncia de las injusticias aunque eso nos comporte conflictos e incomprensiones.

No podemos sustraernos de las cuestiones que afectan a la persona actual sobre los temas más diversos y controvertidos que se suscitan, especialmente aquellos que inciden de forma injusta sobre los más indefensos, la protección y respeto de toda vida humana desde su origen hasta su final natural, la libertad religiosa tan denostada en tantos países y lugares de nuestro entrono, la defensa de la institución familiar, fundamento y pilar de una sociedad fraterna y solidaria,  exige de nosotros ser la voz que sobre los mismos ha de expresar la Iglesia en fidelidad a Jesucristo.

Y debemos manifestar públicamente nuestra clara oposición a aquellas cuestiones que atentan contra la dignidad del ser humano, por muy maquilladas que se presenten bajo falsas formas de derechos inexistentes.

Los cristianos no podemos silenciar nuestra voz por miedo a la crítica, a la manipulación  o a la incomprensión que podamos sufrir por parte de quienes optan por otra forma de vida. Ni debemos apoyar con nuestro silencio complaciente a quienes dirigen los destinos de nuestro pueblo, cuando no se hacen dignos de esa confianza.



Cuando un hermano nuestro atenta tan gravemente contra la vida de otro, debemos ayudarle a retomar el camino de la conversión y el arrepentimiento, así si nos escucha, habremos colaborado en la salvación de nuestro hermano. Y si persiste en su camino de muerte y rechazo de Dios, él será quien de deba dar cuentas por ello.



Qué necesidad tenemos de escuchar la voz del Señor. Una voz de amor y de misericordia que si bien reprende con firmeza el pecado y se resiste ante el mal, con mayor ternura se apiada del arrepentido y de aquel que humildemente desea retomar la senda del bien y de la vida.

Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva.



Hoy es un buen momento para reconvertir nuestro corazón, y así comenzar este periodo nuevo que pastoralmente iniciamos con una ilusión renovada y asentada en Cristo, que nos ama y nos envía para ser testigos de su amor en medio del mundo.