jueves, 27 de octubre de 2022

DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO

30-10-22 (Ciclo C)

 

     “Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado”.

     Con estas palabras llenas de ternura, el autor sagrado del libro de la Sabiduría, refleja los sentimientos más profundos de Dios, sus entrañas de amor y de misericordia.

     La eterna batalla entre el bien y el mal no sólo condiciona las relaciones humanas, también afecta profundamente a la conciencia creyente que busca una respuesta en la palabra de Dios. Cómo es posible que exista el mal, si es voluntad del Creador la armonía y la fraternidad entre todos los seres de la tierra.

     Cómo es posible que Dios permanezca aparentemente impasible ante el sufrimiento, la injusticia, la opresión y la muerte cruel de tantos inocentes a lo largo de la historia humana.

     Y lo que a nuestra mente parece ocultársele, la Palabra de Dios nos ofrece una puerta para comprender y situar nuestra propia vida y las relaciones que en ella entablamos con los demás.

     Ciertamente en la voluntad creadora de Dios jamás existió un lugar para el mal. Dios nos creó a su imagen y semejanza, reflejando en la criatura el mismo ser del Creador. Dios no nos creó para una existencia predeterminada, ni condicionada, sino que nos regaló el don de la libertad mediante la cual pudiéramos desarrollar nuestra vida asumiendo también la responsabilidad de nuestros actos.

     Y así se ha manifestado las enormes posibilidades del ser humano para proseguir la obra creadora de Dios. De tal manera que junto a las sombras existentes en la historia humana, podemos hablar de una bondad natural en el hombre, que le lleva a hacer el bien y a evitar el mal. Que en el ejercicio de esa bondad natural, encontramos nuestra felicidad y el pleno desarrollo de nuestro ser, sintiéndonos en armonía con nuestros semejantes y con Dios.

     Pero también es verdad, que junto a esta bondad natural, coexisten en la historia permanentes episodios de maldad que empañan la condición humana y que muchas veces determinan una mirada global de la historia. El egoísmo, la ambición, la envidia, el deseo insaciable de poder y riqueza, han sembrado de injusticias, dolor y muerte nuestra realidad, mostrándonos que si es verdad que el ser humano es capaz de prolongar la mano bondadosa de Dios, también puede ofrecer el rostro más opuesto a la divinidad, rompiendo su alianza filial y rechazando el amor que Dios le ofreció.

     Dios puso en nuestras manos el desarrollo de nuestro destino. Nos creó con la capacidad suficiente para tomar las riendas de nuestra vida y optar en cada momento por el camino que nos conduce hacia él, o por el que nos aleja de su lado. Y aunque es difícil realizar apuestas definitivas y más bien nos movemos entre los espacios intermedios que unas veces nos acercan a Dios y otras nos distancian de él, ciertamente depende de nosotros el cambiar y acoger su misericordia para recuperar nuestra dignidad de hijos de Dios y hermanos entre nosotros.

     No podemos culpar a Dios del mal existente en el mundo. Es una trampa más que nos pone nuestro propio egoísmo y pecado para evitar asumir la responsabilidad de nuestra libertad. La intervención de Dios ya se ha manifestado en la vida de Jesús. Por medio de él nos ha mostrado el camino que conduce a la vida en plenitud, y por el que podemos avanzar todos con la fuerza del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones.

     De hecho el evangelio que acabamos de escuchar nos muestra cómo es posible cambiar la vida, por muy condicionada que se encuentre por cualquier causa, si confiamos en el Señor y nos dejamos moldear por su amor regenerador.

     Zaqueo representa a ese grupo de personas con un pasado ensombrecido por la ambición y el egoísmo. San Lucas lo define como jefe de publicanos y rico, es decir, como alguien que explota a los demás en beneficio propio, colaborando injustamente en el sometimiento del pueblo judío. Hasta su estatura física definía su baja calidad humana.

     Sin embargo la mera curiosidad hace que su vida se tropiece con la de Jesús, y probablemente sin pretenderlo se vio atrapado por las redes del amor de Dios. Y pese a la murmuración de los demás, Jesús se atreve a acercarse a él para ofrecerle una nueva oportunidad que transforme su vida para siempre.

     En el encuentro sincero y abierto con el Señor, se hace posible el milagro de la regeneración humana, del nacimiento a una nueva vida de verdad, justicia y paz que devuelve la dignidad con la que fuimos creados por Dios.

     La realidad sufriente de nuestro mundo, nos tiene que llevar a trabajar por su transformación más profunda mediante los valores cristianos de la conversión personal y el perdón.

     La conversión exige un cambio radical en la vida de la persona. No se pueden exigir la cercanía, el perdón, ni la comprensión de los demás, si quien viviendo en el mal y la injusticia no da muestras de arrepentimiento y sinceros deseos de cambio.

     No se puede exigir a las víctimas de este mundo, que den el primer paso en el camino de la reconciliación. Al igual que Zaqueo, o el hijo pródigo de la parábola, ese primer esfuerzo personal e interior de conversión, corresponde a quien vive sumido en el pecado.

     Pero también los afectados directamente por el mal sufrido, deben estar abiertos a ofrecer una nueva oportunidad a quienes la solicitan con autenticidad y sincera conversión.

     Porque si Dios nos ha perdonado, y sigue manifestando su misericordia cada vez que acudimos a él con sencillez y verdad, no podemos tomar otra medida cuando somos nosotros los ofendidos y nos toca ejercitar esa misericordia con el prójimo.

     No olvidemos que cada día al rezar el Padrenuestro, pedimos que Dios perdone nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, y si estas palabras están vacías o son dichas con falsedad, toda nuestra oración resulta falsa.

La eucaristía es el sacramento del amor. En ella celebramos el gozo del encuentro con Cristo que parte para nosotros el pan, y que nos convoca a su mesa para que vivamos como hermanos los unos con los otros. Que no endurezcamos nuestro corazón ante quien verdaderamente arrepentido, manifiesta su deseo de cambiar de vida y de volver a formar parte de la familia humana. De este modo la reconciliación favorecerá la auténtica convivencia fraterna, ganaremos terreno al mal de este mundo, y con la fuerza del Espíritu Santo se irá implantando el Reino de Dios.

viernes, 21 de octubre de 2022

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO

JORNADA DEL DOMUND 23-10-22 (ciclo C)

 

       Un año más, unimos ante el altar del Señor la celebración de la Eucaristía, fuente y culmen de nuestra vida cristiana, con la acción misionera de la Iglesia, que brota del mandato de Jesucristo de anunciar el Evangelio a todas las gentes y pueblos de la tierra.

       La vocación misionera de la Iglesia, y por ella la de todos los que formamos parte del Pueblo de Dios, brota de forma natural de la mesa fraterna en la que convocados por el Señor Jesús, escuchamos su Palabra y compartimos el Pan de la vida.

       Es la Eucaristía la que nos impulsa a transmitir la fe a los demás, la que nos anima a proclamar con sencillez y fidelidad aquello que rebosa nuestro corazón, y que manifestamos como respuesta agradecida cada vez que celebramos el Sacrificio Eucarístico: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas”. Y es este anuncio explícito de Jesucristo lo que en este día del Domund celebramos.

       Ya S. Pablo VI, en la fiesta de la Inmaculada del año 1975, entregó al mundo una magnífica Encíclica titulada “El anuncio del Evangelio” (Evangelii Nuntiandi). En ella nos señalaba que el fin de la Iglesia es evangelizar, es decir, anunciar la Buena Noticia de la Salvación a todas las gentes. E insistía el Papa, en que  esta misión fundamental recibida de nuestro Señor, es una tarea que nos concierne a todos por igual, sacerdotes, religiosos y laicos. Todos hemos recibido el don de la fe, y si lo vivimos de corazón, con gozo y esperanza, es justo ofrecerlo a los demás como un estilo de vida digno y capaz de colmarles de dicha y felicidad.

       El compromiso misionero de la Iglesia no es sólo el que se desarrolla en los países más remotos de la tierra. Ni tampoco es el anuncio que se efectúa entre los más pobres y desheredados del mundo. La misión evangelizadora se realiza en todos los lugares y ambientes donde se desenvuelve nuestra vida, comenzando precisamente entre los más cercanos, aquí y ahora.

       Ciertamente la Iglesia ha desempeñado una labor ingente entre los más necesitados del orbe. Fiel al mandato del Señor, desde los comienzos mismos del cristianismo, los apóstoles y sus sucesores sintieron el empuje misionero que el Espíritu Santo les infundía en su corazón. Así el Apóstol Pablo abre la predicación evangélica a los gentiles, y mediante el testimonio de los creyentes y su anuncio constante, se fue transmitiendo la fe en Jesucristo hasta nuestros días y nuestro mundo.

       Fieles a esta vocación misionera, muchos cristianos siguen hoy entregando sus vidas en los lugares más alejados y hostiles del mundo, compartiendo con los pobres sus destinos y muchas veces regando con su sangre la semilla de la fe que generosamente sembraron.

         Ellos son para nosotros ejemplo de servicio silencioso y fecundo, a la vez que estímulo para comprometernos desde nuestra realidad presente en su misma causa por el Reino de Dios.

       Y es que la vocación misionera no sólo se realiza marchando a tierras lejanas, también podemos y debemos desarrollarla en nuestro ambiente concreto, siendo testigos del evangelio de Jesucristo en nuestras familias, trabajo y demás lugares en los que vivimos.

       De hecho tal vez hoy sea mucho más difícil y penoso evangelizar este primer mundo nuestro, en el que la indiferencia religiosa y muchas veces la hostilidad hacia la Iglesia, resultan especialmente beligerantes, que no en aquellos lugares donde la miseria e injusticia predisponen el corazón humano para abrirse confiadamente al Dios de la misericordia y el amor.

       Qué inútil parece anunciar un modo de vida sencillo y solidario a quienes sólo piensan en poseer y triunfar. Cómo angustia defender la vida humana de todos los seres, cuando el ambiente se empeña en situar por delante el bienestar egoísta que degrada la dignidad de los más indefensos.

Y qué difícil resulta defender los valores morales cristianos, en medio de una sociedad mediatizada por la crítica fácil y mezquina contra la Iglesia y sus pastores, donde todo vale con tal de desprestigiar el mensaje denigrando al mensajero.

Esta es la realidad en la que nosotros tenemos que anunciar el evangelio de Jesús. Esta es la misión actual de toda la Iglesia, que a pesar de la incómoda indisposición de nuestra sociedad, es enviada por nuestro Señor a sembrar en ella su Palabra y su amor, “a tiempo y a destiempo”.

Ciertamente no podemos utilizar las mismas herramientas que en el pasado. Ya no estamos en una sociedad de cristiandad, sino en una realidad pagana, donde se presentan muchos ídolos y se abrazan estilos de vida y de convivencia muy alejados de nuestro ideal cristiano.

Sin embargo, es este mundo el que nos toca vivir y en él actúa el Espíritu Santo de Dios. Sus signos de justicia, de misericordia y de paz también se dan en él, aunque a veces aparezcan tenuemente o se entremezclen con la cizaña. Es nuestra tarea descubrir y potenciar todo lo bueno que hay en la sociedad actual, sus valores de libertad y de respeto a los derechos humanos, su capacidad para solidarizarse ante las tragedias y su ansia de paz y justicia.

Pero a la vez que valoramos lo bueno de nuestro mundo, no podemos callarnos ante las injusticias y los abusos que se cometen, incluso desde la  dudosa legalidad de los poderosos.

Y aunque la fe no puede imponerse, tampoco puede dejar de proponerse por quienes la confesamos, porque no hay mayor enemigo para la Iglesia de Jesucristo que la apatía o la desidia de quienes la formamos.

Hoy es un día en el que oramos y valoramos agradecidos el trabajo y la entrega de nuestros misioneros en todo el mundo, pero la mejor manera de que ellos sientan nuestro apoyo y estímulo, es compartiendo su mismo entusiasmo por el Reino de Dios a través de nuestro trabajo aquí, siendo cristianos activos y comprometidos en el anuncio del evangelio del Señor.

Que de esta forma también podamos un día decir con el Apóstol San Pablo, “he combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”.

viernes, 14 de octubre de 2022

DOMINGO XXIX

 



DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO

16-10-22 (ciclo C)

 

El evangelio que acabamos de escuchar, nos muestra una situación de enorme desamparo. Un juez “que ni le importa Dios ni los hombres”. Una muestra de corrupción personal absoluta, ante la que una pobre mujer viuda, totalmente desatendida y sin que nadie la ayude, se atreve a reclamar justicia.

A todas luces, aquella mujer echaba súplicas al vacío, ya que no tenía ninguna posibilidad de ser escuchada en su angustia. Y sin embargo el Señor utiliza esta escena para justificar la necesidad de pedir a Dios sin descanso, de no perder nunca la confianza en nuestro Padre.

Es verdad que existen situaciones de absoluta desolación, donde no hay lugar para ningún resquicio de esperanza y en las que parece que todo se ha terminado. Y muchos de esos desagarros del alma se deben a las injusticias cometidas por los hombres sin escrúpulos ni conciencia.

Y sin embargo hasta esa gente depravada puede tener alguna razón para hacer el bien hasta sin quererlo. Y es el ejemplo que pone Jesús del juez injusto, que es capaz de hacer justicia, aunque sólo sea para que dejen de molestarlo.

Y es aquí donde da el salto a la fe. Si eso es capaz de hacer un malvado, ¿cómo no va a escuchar nuestra súplicas nuestro Padre del Cielo?, cómo podemos dudar de que el Señor está atento a las necesidades de sus hijos y que nada de lo que nos acontece le es indiferente.

Y sin embargo, con la última frase del evangelio, Jesús pone en duda que Dios vaya a encontrar esta fe cuando llegue el final de los tiempos.

Por qué tiene el Señor esta duda sobre nosotros.

La experiencia vital que Jesús comparte junto a sus discípulos, le hace ver cuán débil son las opciones fundamentales de nuestra vida. Cuantas veces le han dicho “te seguiré a donde vayas”, “lo dejaré todo por ti”, “tú eres el Mesías de Dios”… Palabras que han pronunciado sus seguidores e incluso sus apóstoles, pero que van acompañadas de permanentes negaciones, dudas y temores.

En domingos pasados hemos escuchado cómo el Señor les decía que “si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera arráncate y plántate en el mar, y os obedecería”. Y es que la fe es una experiencia que requiere permanentes cuidados para que no languidezca y muera, ya que son constantes las dificultades con las que se va a encontrar a lo largo de la vida del creyente.

La fe exige la adhesión al Señor de forma plena e incondicional. Creer contra toda dudad, esperar contra toda esperanza, amar en definitiva a Dios, y desde Él a los hermanos, de forma plena y libre.

Acudimos a Dios, a nuestro buen y fiel Juez, cuando nos vemos necesitados en la enfermedad, en la necesidad o en la debilidad de la vida, y muchas veces vemos que nuestra situación física y material se mantiene intacta. Que no nos hemos curado nosotros o los nuestros, que seguimos en la necesidad material que tanto apremia nuestros hogares y seres queridos, que no se produce el milagro tan anhelado y necesitado. Entonces surge la duda o el reproche, ¿por qué, Señor?

Y esto nos sucede porque nuestra mirada y nuestra esperanza está puesta en el bien reclamado, y no en el encuentro personal con el Señor por medio del cual sienta mi vida sanada y salvada, más allá de lo físico o material.

Se puede vivir digna y plenamente en medio de la necesidad, porque ella es intrínseca a nuestra naturaleza humana, y sin embargo no es lo constitutivo de la misma. Nuestra vida es mucho más que sus límites, ante todo es imagen y semejanza del Creador, que nos ha llamado a una vida en plenitud más allá de las circunstancias del presente, aunque ellas hayan de ser transformadas y sanadas cada día con nuestra entrega personal.

Dios no nos desampara porque no experimentemos un resultado positivo en nuestras preces, todo lo contrario. Nuestra petición auténtica ha de estar orientada a solicitar de su misericordia el don de su Espíritu Santo, para poder experimentar su presencia alentadora y su fuerza victoriosa en medio de cualquier adversidad. Y esto nos lo asegura el Señor.

El gran peligro que corremos en este tiempo de adelantos, logros y éxitos humanos en todos los campos de la ciencia y del saber, es creernos inmunes a cualquier indigencia. Se impone con sutileza la imagen de que el destino y la gloria están en nuestras manos poderosas y autosuficientes. No necesitamos de nada ni de nadie más allá de nosotros mismos, y el hombre sólo tiene que escuchar y obedecer sus propios deseos que serán lo que le haga grande y feliz.

Pero es en este horizonte autorreferencial donde lo único que encontramos es la frustración y  el desamparo. Combatís y hacéis la guerra. No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones” (St. 4, 2b-3) Nos dice el apóstol Santiago en su carta. Vemos con desilusión que aquello que muchas veces deseamos nos resulta inaccesible, y que incluso aunque estuviera al alcance de nuestra mano no sería la plenitud de nuestra satisfacción.

Sólo la fe purificada y acrisolada en el abandono absoluto en las manos de Dios, es lo que fortalece nuestra esperanza, nos colma en el amor y nos otorga la dicha y el gozo.

Pero para ello ha de liberarse de muchas ataduras que la constriñen y debilitan, porque no hay nada que más hunda al ser humano que la ausencia de esperanza, a lo cual sólo se llega si se pierden el amor y la fe.

Por eso el Señor teme que nos dejemos arrastrar por falsos ideales, o lo que es semejante, que vayamos en pos de ídolos que prometen deleites inmediatos a cambio de subyugar nuestra libertad. Y para ello, anima el Apóstol Pablo en su carta a Timoteo y a todos los discípulos del Señor, que en todo momento proclamen la Palabra de Dios, insistiendo “a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos y de los que les gusta oír”. Y qué gran vacío cuando al pervertirse el mensaje no queda nada de lo auténtico, de lo verdadero.

La mentira ha existido siempre, y es la mejor argucia que ha utilizado el Maligno para confundir las sanas conciencias.

Ese “relativismo epistemológico” de nuestros días que nos lleva a considerar que todo nuestro conocimiento depende de la perspectiva cultural, ideológica o institucional de los sujetos, y que no es en sí mismo verdadero o falso, sino que depende únicamente de las opiniones subjetivas, es lo que nos lleva a negar en última instancia, al mismo Dios.

Y San Pablo, conocedor de esas corrientes del pensamiento, nos previene para que buscando la verdad intrínseca de los seres y de las cosas, seamos capaces de reconocer en ellas la bondad misericordiosa del Señor.

Hoy somos nosotros los que debemos anunciar a Cristo a tiempo y a destiempo, sabiendo que somos los discípulos el Señor en este momento de nuestra historia. Y si es verdad que la Palabra debe ser permanentemente anunciada, no cabe duda de que el mejor anuncio es el testimonio personal de nuestras vidas.

sábado, 8 de octubre de 2022

DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO

9-10-22 (ciclo C)

Cada vez que nos reunimos para celebrar el Día del Señor, realizamos lo que el Apóstol Pablo recomienda a Timoteo en su carta, hacer “memoria de Jesucristo, el Señor, resucitado de entre los muertos”. En esto consiste precisamente la Eucaristía, en hacer memoria de nuestro Señor, muerto y resucitado, que sigue vivo en medio de su Iglesia alentando y sosteniendo la fe de sus hermanos.

Hacemos memoria de Jesucristo, no como quien recuerda a una persona o un acontecimiento del pasado, sino actualizando esa vida de Cristo en nuestro presente desde la experiencia profunda del encuentro personal con él. Un encuentro que siempre es gracia y gratuidad, como acabamos de escuchar en el evangelio de hoy.

No tenemos que esforzarnos demasiado para comprender lo que la lepra significaba en tiempos de Jesús. Si toda enfermedad o desgracia era entendida por la sociedad de entonces como un castigo de Dios por algún pecado que el afectado o sus antepasados habían cometido, la lepra constituía la marca más clara de estar maldito ante Dios y los hombres.

Un leproso estaba condenado a la marginación y el abandono por parte de todos, su vida discurría al margen de los pueblos y solo podían vivir de la caridad de los demás.

Cuando aquellos leprosos se encuentran fortuitamente con Jesús, nos cuenta el evangelista que se pararon a lo lejos. Ni tan siquiera ante quien creían su salvador se atrevían a acercarse.

Y desde aquella distancia, Jesús escuchó su lamento, “ten compasión de nosotros”.

Y la respuesta de Jesús, puede parecernos desconcertante. Les manda que vayan a presentarse ante los sacerdotes, los garantes de la fe y la pureza. Sólo creyendo que realmente se iban a curar, podían realizar ese camino. Ningún leproso se hubiera atrevido jamás a ir a Jerusalén, entrar en su templo sagrado y presentarse a los sacerdotes manteniendo su enfermedad, dado que semejante acción les costaría la vida.

La fe de aquellos hombres sanó sus vidas, pero hay algo más que es lo nuclear del evangelio, “Uno de ellos viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias”.

       Diez quedaron  curados, pero sólo uno experimentó el sentido de la gratuidad en el encuentro con Jesús y comprendió que si la salud es importante, mucho más lo es sentir que la vida de uno está “llena de gracia”.

 Cuántas veces nos dirigimos al Señor para presentarle nuestras necesidades, anhelos y preocupaciones, y cuántas, incluso le reprochamos los males que sufrimos.

Pero que escasas son nuestras oraciones agradecidas, gratuitas y generosas en las que contemplemos nuestra vida con sencillez y gratuidad para descubrir el inmenso amor que Dios ha puesto en ellas y la fuerza que la misma fe nos produce en el corazón.

La cultura presente no ayuda demasiado a la gratuidad. Nos hemos llegado a creer los amos del mundo y que todo lo que tenemos se debe a nuestros propios méritos y esfuerzos.

Además, por los sentidos se nos meten todo un  elenco de realidades superfluas que nos van creando necesidades inútiles y que nos hacen olvidar lo que realmente tiene importancia para nuestras vidas y las de los demás.

Sólo si tenemos la capacidad suficiente para echar una mirada a nuestro alrededor y darnos cuenta de cómo viven la inmensa mayoría de los seres humanos, nos daremos cuenta de la suerte que hemos tenido de nacer en este primer mundo y vivir como vivimos.

Al igual que a aquellos leprosos judíos del evangelio, les hizo falta que uno de ellos fuera extranjero para caer en la cuenta de su ingratitud, también a nosotros nos hace falta que sean precisamente los extranjeros, inmigrantes y necesitados, los que nos estén recordando continuamente nuestra privilegiada posición en la realidad mundial.

No hay más que observar cómo muchos inmigrantes valoran y agradecen lo poco que hacemos por ellos. Cómo los niños aprecian la comida y el vestido, cómo agradecen los juguetes que a otros les sobran.

La gratuidad brota más espontáneamente ante la necesidad. Quien está necesitado y se siente acogido, agradece los gestos de afecto y amor que se le brindan. Quien está harto de todo y no carece de nada, poco puede agradecer y menos ofrecer de corazón a los demás.

La fe en Jesucristo es pura gratuidad. Ninguno llega a creer por sus propios méritos ni por su esfuerzo intelectual. Sólo desde el encuentro personal, cercano y sincero, vivido en medio de la comunidad cristiana, y alimentado por la oración y los sacramentos, es posible vivir la gratuidad de la fe.

Hoy es un buen día para que desde lo más profundo de nuestro corazón demos gracias a Dios por todos los dones que él nos ha concedido. Para ello pedimos la intercesión de nuestra madre la Virgen María, la llena de gracia. Ella en su sencillez y humildad supo reconocer la presencia de Dios en su vida, ofreciéndose por entero a Él para participar de forma plena en su obra salvadora. Que nuestra vida pueda ser también un cántico de alabanza al Señor, que comparte nuestras penas, nos sostiene en la adversidad, y con amor generoso sale a nuestro encuentro para colmarnos de gracia y bendición.