DOMINGO I DE ADVIENTO
1-12-19 (Ciclo A)
Comenzamos
hoy este tiempo especialmente significativo del Adviento. Palabra que significa
advenimiento, la venida de alguien esperado, y que hace que quienes lo esperan,
se sientan ansiosos e inquietos por su tardanza, preparándose adecuadamente
para recibirlo, con el corazón lleno de esperanza, ya que nadie puede anhelar
lo que no espera.
Y lo que nosotros
vivimos en este tiempo litúrgico es la renovación de esa esperanza primera que
colmó los corazones de los creyentes, ante la promesa cierta de la venida del
Hijo de Dios, encarnado en la persona de Jesús, el Dios-con-nosotros.
Porque esta es la
grandeza de la liturgia cristiana, que nos acerca de forma siempre nueva y
actual, lo que ya aconteció una vez en el pasado, pero que por la acción del
Espíritu Santo presente en su Iglesia, volvemos a revivirlo con gozo para el
crecimiento del Pueblo de Dios.
El
adviento es por tanto un tiempo de esperanza en el que se renueva el corazón y brota
con fuerza el optimismo ante la vida. Eso mismo nos narra la profecía de Isaías
que acabamos de escuchar en la 1ª lectura. En un momento en el que el pueblo de
Israel sólo ve ruinas y desolación a su alrededor; en medio de su destierro y
abandono más absoluto, surge una voz que les hace levantar la cabeza y mirar
muy hacia delante con esperanza. Dios no se ha olvidado de nosotros, Dios
camina como peregrino y exiliado junto a su pueblo y aunque el presente nos
desconsuele y abata, llegará pronto el día en el que su reinado se haga
realidad para todos; ese momento en el que las armas destructoras se conviertan
en herramientas constructivas, en el que el odio se transforme en amor y en el
que sólo haya un pueblo de hermanos y un único Señor.
El
adviento anhelado de Israel tardó desde entonces casi ochocientos años en
llegar. Y muchos lo fueron preparando y esperando al recoger de sus padres el
testimonio y la esperanza de una fe que iba construyendo lazos de fraternidad
entre las personas.
Otros,
sin embargo, se hundieron en su desesperanza y sucumbieron ante la fuerte
presión de su momento porque no supieron ver más allá de lo inmediato dejándose
vencer por las adversidades y penurias. Así sucede en nuestros días.
Los
cristianos nos disponemos a preparar la venida del Señor con una ilusión que se
renueva cada año, y que sólo podemos contemplarla en su pureza a través de la
mirada confiada de los niños, siempre asombrada y muy abierta para no perderse
nada.
Tenemos
que recuperar esa segunda ingenuidad para que el corazón sienta el calor del
amor de Dios encarnado en nuestra historia y que una y otra vez vuelve a
recordarnos este acontecimiento, para compartir, sufrir, y gozar a nuestro lado
porque este mundo cuenta con el sí definitivo de Dios.
Adviento
no es tiempo de tristeza, ni de penitencia, ni de aburrida rutina navideña. El
adviento es una nueva oportunidad que todos tenemos, mayores y jóvenes, para
dar un giro a nuestras vidas y provocar en ellas el milagro del nacimiento de
Cristo, para lo cual sí tenemos que estar debidamente preparados.
Dios
puede pasar a nuestro lado y no darnos cuenta. Él se acerca de muchas maneras y
generalmente no lo hace de forma llamativa. Su lugar privilegiado está junto a
los que sufren cualquier penuria; su rostro sólo puede verse a través de los
rostros humanos, y en especial en aquellos que muchas veces evitamos mirar, los
pobres, enfermos y marginados, auténticos sacramentos de la presencia de
Jesucristo.
Dios
viene a nuestra vida cuando menos lo esperamos y por no esperado puede resultar
molesto o inoportuno, cerrando nuestras puertas a su llamada y renunciando sin
darnos cuenta a su encuentro.
Es
preciso espabilarse, como nos recuerda San Pablo en su carta a los romanos,
porque “nuestra salvación está más cerca”. La rutina y la monotonía también
hacen su mella en la experiencia de la fe.
Podemos
repetir oraciones sin rezar, dar limosna sin ser caritativos, trabajar por los
demás sin abrirles el corazón, celebrar la navidad pero sin felicitación
navideña.
Podemos caer sin
darnos cuenta en la repetición de unos gestos heredados del pasado pero que han
perdido su sentido para nuestra experiencia creyente.
Hay
que recuperar la fe de quien ama y el compromiso de quien se siente enviado por
Dios a transformar este mundo en su reino, y para eso es necesaria la confianza
permanente junto con la apertura a la novedad que siempre nos trae Dios en cada
acontecimiento de nuestra vida.
Este
es el reto para este adviento, revitalizar nuestra experiencia de fe y seguir
esperando con ilusión de niño la navidad inminente. Sólo de esta forma
prepararemos nuestra vida para favorecer el encuentro personal con el Señor, y
así sentiremos aquella inmensa alegría que los pastores vivieron ante el
anuncio del Ángel, que daba gloria a Dios en el cielo, y anunciaba la paz para
los hombres amados por él.
Nuestro
mundo sigue esperando con anhelo la venida de su Salvador. Si oscuro resulta
muchas veces el presente, más necesario se hace que surjan profetas que
ofrezcan la luz de la esperanza. Y este servicio tan necesario en nuestro
tiempo tenemos que asumirlo los seguidores del Señor. Preparando el camino de
la paz, la verdad y la justicia, y ofreciendo una palabra de aliento y de
esperanza a nuestros hermanos que más sufren. Si es verdad que hay mucha tarea
por hacer, también es cierto que son muchos los signos de solidaridad y de vida
que van emergiendo con la entrega generosa de todos.
Que
este tiempo de adviento nos ayude a mirar nuestro mundo con esperanza, porque
en él nace cada día el mismo Dios, preparemos su venida con auténtico espíritu
fraterno y solidario, para poder cantar con el salmista, “vamos alegres a la
casa del Señor”.