viernes, 29 de noviembre de 2019

DOMINGO I DE ADVIENTO



DOMINGO I DE ADVIENTO

1-12-19 (Ciclo A)



 Comenzamos hoy este tiempo especialmente significativo del Adviento. Palabra que significa advenimiento, la venida de alguien esperado, y que hace que quienes lo esperan, se sientan ansiosos e inquietos por su tardanza, preparándose adecuadamente para recibirlo, con el corazón lleno de esperanza, ya que nadie puede anhelar lo que no espera.

Y lo que nosotros vivimos en este tiempo litúrgico es la renovación de esa esperanza primera que colmó los corazones de los creyentes, ante la promesa cierta de la venida del Hijo de Dios, encarnado en la persona de Jesús, el Dios-con-nosotros.

Porque esta es la grandeza de la liturgia cristiana, que nos acerca de forma siempre nueva y actual, lo que ya aconteció una vez en el pasado, pero que por la acción del Espíritu Santo presente en su Iglesia, volvemos a revivirlo con gozo para el crecimiento del Pueblo de Dios.

El adviento es por tanto un tiempo de esperanza en el que se renueva el corazón y brota con fuerza el optimismo ante la vida. Eso mismo nos narra la profecía de Isaías que acabamos de escuchar en la 1ª lectura. En un momento en el que el pueblo de Israel sólo ve ruinas y desolación a su alrededor; en medio de su destierro y abandono más absoluto, surge una voz que les hace levantar la cabeza y mirar muy hacia delante con esperanza. Dios no se ha olvidado de nosotros, Dios camina como peregrino y exiliado junto a su pueblo y aunque el presente nos desconsuele y abata, llegará pronto el día en el que su reinado se haga realidad para todos; ese momento en el que las armas destructoras se conviertan en herramientas constructivas, en el que el odio se transforme en amor y en el que sólo haya un pueblo de hermanos y un único Señor.



El adviento anhelado de Israel tardó desde entonces casi ochocientos años en llegar. Y muchos lo fueron preparando y esperando al recoger de sus padres el testimonio y la esperanza de una fe que iba construyendo lazos de fraternidad entre las personas.

 Otros, sin embargo, se hundieron en su desesperanza y sucumbieron ante la fuerte presión de su momento porque no supieron ver más allá de lo inmediato dejándose vencer por las adversidades y penurias. Así sucede en nuestros días.

Los cristianos nos disponemos a preparar la venida del Señor con una ilusión que se renueva cada año, y que sólo podemos contemplarla en su pureza a través de la mirada confiada de los niños, siempre asombrada y muy abierta para no perderse nada.

Tenemos que recuperar esa segunda ingenuidad para que el corazón sienta el calor del amor de Dios encarnado en nuestra historia y que una y otra vez vuelve a recordarnos este acontecimiento, para compartir, sufrir, y gozar a nuestro lado porque este mundo cuenta con el sí definitivo de Dios.



Adviento no es tiempo de tristeza, ni de penitencia, ni de aburrida rutina navideña. El adviento es una nueva oportunidad que todos tenemos, mayores y jóvenes, para dar un giro a nuestras vidas y provocar en ellas el milagro del nacimiento de Cristo, para lo cual sí tenemos que estar debidamente preparados.

Dios puede pasar a nuestro lado y no darnos cuenta. Él se acerca de muchas maneras y generalmente no lo hace de forma llamativa. Su lugar privilegiado está junto a los que sufren cualquier penuria; su rostro sólo puede verse a través de los rostros humanos, y en especial en aquellos que muchas veces evitamos mirar, los pobres, enfermos y marginados, auténticos sacramentos de la presencia de Jesucristo.

Dios viene a nuestra vida cuando menos lo esperamos y por no esperado puede resultar molesto o inoportuno, cerrando nuestras puertas a su llamada y renunciando sin darnos cuenta a su encuentro.

Es preciso espabilarse, como nos recuerda San Pablo en su carta a los romanos, porque “nuestra salvación está más cerca”. La rutina y la monotonía también hacen su mella en la experiencia de la fe.

 Podemos repetir oraciones sin rezar, dar limosna sin ser caritativos, trabajar por los demás sin abrirles el corazón, celebrar la navidad pero sin felicitación navideña.

Podemos caer sin darnos cuenta en la repetición de unos gestos heredados del pasado pero que han perdido su sentido para nuestra experiencia creyente.

  Hay que recuperar la fe de quien ama y el compromiso de quien se siente enviado por Dios a transformar este mundo en su reino, y para eso es necesaria la confianza permanente junto con la apertura a la novedad que siempre nos trae Dios en cada acontecimiento de nuestra vida.

 Este es el reto para este adviento, revitalizar nuestra experiencia de fe y seguir esperando con ilusión de niño la navidad inminente. Sólo de esta forma prepararemos nuestra vida para favorecer el encuentro personal con el Señor, y así sentiremos aquella inmensa alegría que los pastores vivieron ante el anuncio del Ángel, que daba gloria a Dios en el cielo, y anunciaba la paz para los hombres amados por él.

Nuestro mundo sigue esperando con anhelo la venida de su Salvador. Si oscuro resulta muchas veces el presente, más necesario se hace que surjan profetas que ofrezcan la luz de la esperanza. Y este servicio tan necesario en nuestro tiempo tenemos que asumirlo los seguidores del Señor. Preparando el camino de la paz, la verdad y la justicia, y ofreciendo una palabra de aliento y de esperanza a nuestros hermanos que más sufren. Si es verdad que hay mucha tarea por hacer, también es cierto que son muchos los signos de solidaridad y de vida que van emergiendo con la entrega generosa de todos.

Que este tiempo de adviento nos ayude a mirar nuestro mundo con esperanza, porque en él nace cada día el mismo Dios, preparemos su venida con auténtico espíritu fraterno y solidario, para poder cantar con el salmista, “vamos alegres a la casa del Señor”.

viernes, 22 de noviembre de 2019

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO - SOLEMNIDAD



DOMINGO XXXIV SOLEMNIDAD

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO (24-11-19; ciclo C)



         Celebramos hoy la solemnidad de Jesucristo como Rey del universo. Una manera de acercarnos al final de la vida de Jesús con ojos de fe, y a la que unimos nuestra esperanza  de participar un día en ese Reino de amor, de justicia y de paz instaurado por el Señor.

        

         Toda la vida de Jesús ha estado entregada al servicio de ese Reino de Dios. Su espiritualidad centrada en el amor y obediencia al Padre, su desarrollo personal en el conocimiento y escucha de la Palabra de Dios para ofrecerla a los demás con la autoridad de quien la cumple, y sobre todo su pasión por los últimos de este mundo sin hacer distinciones por motivos de raza, cultura e incluso religión, nos muestran a una persona especialmente tocada por Dios hasta el punto de reconocer en él al Mesías, al Hijo del Todopoderoso.

Esta experiencia de fe que nosotros hoy compartimos y celebramos entorno al altar del Señor, nos ha sido transmitida por el testimonio de otros creyentes. Llegando en esta transmisión de la fe hasta los cimientos apostólicos.

Aquellos primeros discípulos del Señor, nos han dejado como testamento este evangelio que hemos escuchado y donde el Rey de los judíos aparece coronado de espinas, revestido con el manto de su cuerpo torturado, y entronizado en el patíbulo de la Cruz, para escándalo y fracaso de quienes lo seguían con entusiasmo, pero que en la hora de la verdad lo abandonaron a su suerte.

Estas fueron las insignias reales de Jesús a quien nosotros reconocemos como nuestro único Señor.

         Jesús no es rey al modo de la realeza de este mundo. Ni sus formas personales, y mucho menos su comportamiento con los demás, podrá llevarnos a confundir el contenido de su vida. Jesús se enfrenta y condena la tiranía de los poderosos que someten y oprimen a los pequeños. Rechaza la opulencia y el lujo egoísta que se desentiende de los pobres, asumiendo un estilo de vida donde comparte su misma pobreza y se rebela contra la injusticia que la sustenta. Y por último, lejos de imponer su poder por la fuerza, subyugando a los opositores y contrarios, nos muestra el camino de la entrega personal, del servicio y de la misericordia como el único auténticamente humano por el que merece la pena vivir y morir.

         La realeza de Jesús consiste en dar su vida, por cuya sangre hemos recibido la redención y de este modo, desautoriza cualquier intento de manipular su mensaje por parte de falsos mesías que autoproclamándose liberadores de los pueblos, en realidad los someten bajo el yugo del terror y del miedo.

        

         Situada de esta forma nuestra comprensión de Jesucristo como Rey del Universo, también podemos acercarnos adecuadamente a lo que supone para nuestras vidas.

         Seguir a Jesús por el camino del Reino de Dios nos lleva a distinguir con especial claridad los hitos que marcaron el recorrido de su vida, la cual se nos narra en el evangelio, y desde la que iluminamos nuestra existencia.

          

         Aunque el reino de Dios no es de este mundo, en el sentido de que no se identifica con ninguna realización política temporal, este reino hemos de comenzar a construirlo en el presente.



         El reino de Dios se basa en las bienaventuranzas proclamadas por Jesús. Se sustenta en la misericordia y en el perdón que nos reconcilia y nos hermana en el amor. El Reino de Dios se asienta en la justicia que a todos dignifica y en la verdad que nos hace libres. El reino de Dios rechaza el lucro egoísta y la opresión de los débiles, favoreciendo al necesitado, al pobre y al oprimido. Reconoce la dignidad de todo ser humano como imagen y semejanza del Creador, denunciando las injusticias que se cometan contra él, y luchando siempre por su promoción y desarrollo, con la conciencia de ser una única fraternidad.

         Desde esta acogida del Reino de Dios, los cristianos nos sentimos especialmente invitados a caminar de la mano de nuestro Señor con la fuerza de su Espíritu Santo.

         Así podemos entender la entrega desinteresada de tantos hombres y mujeres, que fieles a su vocación sacerdotal, religiosa y laical, van sembrando a su paso semillas de vida y de esperanza, descubriendo entre las sombras del presente, destellos de la luz de Dios que iluminan con su amor nuestros pasos y nos ayudan a confiar en un futuro mejor.



         Quiero significar de forma especial un servicio que muchos cristianos desarrollan en su vida y mediante el cual van construyendo el Reino de Dios. Me refiero al compromiso social y político como expresión de la fe y vinculado a la vida de la comunidad eclesial.



         No es fácil en un mundo tan condicionado por los intereses de mercado, de prestigio, de poder, e incluso de partido, desarrollar una labor entregada y auténtica, en fidelidad al evangelio del Señor y en comunión con su Iglesia.

         Muchas veces los cristianos en la vida pública se sienten zarandeados entre las presiones de aquellos sectores de la sociedad que desean ser privilegiados en sus intereses, y las exigencias que la conciencia cristiana y la enseñanza de nuestra Iglesia les ofrece respetuosamente, para un justo servicio al bien común.

         Es muy difícil, a la vez que injusto, marcar claves de conducta absolutas y generales, sobre todo en un ambiente plural y libre como el sociopolítico. Pero tal vez sí debamos tener muy en cuenta todos los cristianos que ser seguidores de Jesucristo conlleva la fidelidad a su Palabra, recogida en el Evangelio y vivida a lo largo de la historia por su Iglesia, y esta experiencia comunitaria de la fe ha de ser para nosotros la primera escuela que forme nuestras conciencias y el hogar en el que contrastar nuestras posiciones para poder tomar una decisión coherente con nosotros mismos y en fidelidad a la verdad de nuestra fe.

         Junto a esto, la comunidad cristiana, y en especial los responsables de la misma, debemos alentar, sostener y acompañar con afecto a quienes de forma generosa entregan su vida al servicio de los demás. A veces somos demasiado exigentes y críticos sin comprender las tensiones y dificultades que nuestros hermanos tienen que vivir cada día, además del riesgo que muchas veces sufren sus personas y familias.



         Entregar la vida al servicio del bien común, en una sociedad multicultural, libre y democrática muchas veces conllevará sufrir la tensión interior entre lo posible y lo deseable. Tensión que sólo se puede vencer con una vida espiritual asentada en Dios, creador y defensor del ser humano, por medio del seguimiento de Jesucristo, único Señor a quien debemos servir, y animados con la fuerza del Espíritu Santo que nos mantiene unidos en la esperanza y en el amor.

        

        Que al celebrar hoy esta fiesta del Señor, revitalicemos nuestro compromiso por el Reino de Dios, le demos gracias por quienes entregan su vida al servicio de los demás y así un día podamos todos escuchar las palabras que Jesús, en su trono del dolor prometió a quien compartía su agonía, Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso.