sábado, 20 de mayo de 2023

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

 


SOLEMNIDAD DE LA ASCENSION DEL SEÑOR

21-5-23 (Ciclo A)

 

Nos vamos acercando al final del tiempo de pascua. En esta fiesta de la Ascensión del Señor, la comunidad cristiana recuerda el momento en el que Jesucristo resucitado termina su misión entre nosotros y tras enviar a sus discípulos a continuar la obra evangelizadora, regresa al Padre a vivir la plenitud de su gloria.

       La liturgia de este día, nos quiere introducir en la profundidad del sentido último de nuestra vida. Es el final de la historia de la humanidad vista con los ojos de Dios, con esos ojos de Padre que se hunden en el amor hacia los hijos para quienes quiere siempre lo mejor.

       Y a esta marcha definitiva de Jesús, acudimos con el corazón bien distinto a lo que supuso la separación por la muerte. El tiempo de pascua ha supuesto una transformación radical en la vida de los discípulos del Señor. Queda muy atrás aquella tarde del viernes santo donde el fracaso y la frustración anegaban el corazón de estos hombres y mujeres. Parece  como si esa visión amarga hubiera sido borrada por completo de su mirada, porque la presencia de Jesús resucitado es tan evidente para todos, que hasta la experiencia de la muerte se ha visto resituada.

Ciertamente el momento de la separación ha llegado, pero la despedida, con ser definitiva para esta vida, y ya no vuelvan a compartir una presencia física con Él, saben que el Señor será fiel a su promesa y que siempre estará junto a ellos, hasta el final de los tiempos.

Jesús se va de su lado, pero esa marcha ya no será experimentada con la amargura de la muerte, sino con la esperanza gozosa del encuentro próximo en la plenitud de su Reino.

La fiesta de la Ascensión nos abre de par en par las puertas de la ilusión y la alegría. Porque Cristo sigue vivo y presente entre nosotros aunque su presencia sólo pueda ser percibida en lo profundo del corazón y en la bondad de nuestras obras, por la acción del Espíritu Santo que se nos ha enviado. No en vano la fiesta de Pentecostés vendrá a completar esta vivencia en el alma creyente, y así poder contemplar la vida entera a la luz de la resurrección de Jesucristo.

Sin embargo también tenemos que retomar el curso de la vida de cada día. La presencia pascual del Señor entre los suyos no sólo revitalizó la llama de la fe y consolidó su esperanza, sobre todo sirvió para reforzar los lazos en el amor fraterno y comunitario. Jesús les va a acompañar en un proceso, que nosotros hemos simbolizado en estos cincuenta días, de maduración personal y fortalecimiento de su vocación misionera y evangelizadora. Cristo es el maestro de la comunidad eclesial naciente, a la luz de su vida plena será releída toda la historia de la salvación, para que el plan trazado por Dios desde antiguo y realizado en Jesucristo, siga prolongando su mano misericordiosa por medio de nuestra acción personal y comunitaria.

La vida pascual compartida junto al Señor, nos impulsa a nosotros a no quedarnos parados mirando al cielo, como si la partida de Cristo al Padre nos dejara desamparados.

Porque hemos sido privilegiados con esta experiencia pascual, porque hemos recibido en la fuerza vital del Espíritu Santo, tenemos la seria responsabilidad de compartir esta condición de salvados con todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo, y a quienes tenemos también que acoger como nuestros hermanos.

El tesoro de la fe, no es para deleite egoísta del creyente, sino un don que, tanto más engrandece a quien lo vive, cuanto más lo entrega generosamente a los demás.

Si aquellos testigos privilegiados que fueron los primeros discípulos del Señor, se hubieran guardado el don recibido, jamás la fe hubiera llegado a nosotros, y la pasión, muerte y resurrección de Cristo se hubiese quedado en el olvido.

Jesucristo, en la plenitud de su poder en el cielo y en la tierra, nos envía a hacer discípulos suyos a todas las gentes por medio del bautismo. Un bautismo que ya no sólo es remisión del pecado y por ello ha de lavarse en el agua, sino que sobre todo nos introduce en el amor Trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por el bautismo somos llamados a vivir el amor pleno de Dios, y su lugar de realización privilegiado en este mundo es la comunidad eclesial que nos acoge, en la cual maduramos a una vida adulta en la fe, y desde la que somos enviados al mundo fortalecidos por la acción de los sacramentos, en especial la Eucaristía.

Sentir esta vinculación fraterna entre nosotros, y abrirla cordial y generosamente a otros, en especial a los pobres y necesitados, es la mejor muestra de que Cristo sigue actuando de forma constante en el tiempo presente. Nuestro mundo no está hoy más alejado de la fe que en otros tiempos, ni las dificultades que podemos encontrar los creyentes son más duras que antaño. Las piedras han existido siempre en medio del camino, y muchas veces han sido lanzadas contra el pueblo de Dios. De ahí el inmenso elenco de mártires que ha sembrado la historia con la fecundidad de su sangre.

Pero tal vez en nuestro tiempo sí tengamos el peligro añadido de la comodidad de la vida del bienestar, lo cual embota el alma, adormece el ánimo y aturde las opciones fundamentales, dando como resultado una vida cristiana poco comprometida y a veces frivolizada.

Al celebrar hoy esta fiesta de la Ascensión del Señor concluyo con la oración que San Pablo en su carta a los Efesios nos ha regalado; “Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos”.

Que nuestra fe se asiente en un corazón agradecido para valorarla y muy generoso para transmitirla a los demás.

sábado, 13 de mayo de 2023

DOMINGO VI DE PASCUA

 


DOMINGO VI DE PASCUA

14-05-23 (Ciclo A – PASCUA DEL ENFERMO)

 

En este domingo de pascua, en el que seguimos celebrando con gozo la resurrección del Señor, la comunidad cristiana vive una jornada de solidaridad y cercanía con los enfermos. Hoy celebramos que también en medio de la debilidad, del dolor y la enfermedad, es posible vivir la esperanza en Jesucristo resucitado, Salud de los enfermos. Cómo no sentirnos especialmente conmovidos, ante esta situación terrible de la pandemia por coronavirus.

Los signos más frecuentes que acompañan la predicación de los Apóstoles continuadores de la obra del mismo Jesús, son la oración por los enfermos y su poder sanador. La palabra de Dios conforta y serena de tal modo que incluso en medio del sufrimiento y de la enfermedad emerge con vigor la esperanza y el sosiego.

La cercanía apostólica al mundo de los enfermos, los ancianos y los que sufren, extiende la misericordia de Dios y vincula estrechamente a los hermanos en el amor. Amar a Cristo resucitado conlleva necesariamente seguir sus pasos, imitando su entrega desde el servicio a los más necesitados.

Nuestro mundo moderno intenta maquillar la vida quitando las capas que la afean. Como si de una hortaliza se tratara, y empujados por simples criterios estéticos o de conveniencia, aquellas hojas que la hacen menos bella son separadas del tronco y apartadas de la vista. Las limitaciones humanas y entre ellas la enfermedad, nos incomodan e interpelan y al mostrarnos la realidad auténtica y en ocasiones dura de una parte de nuestro ser, la rechazamos o la alejamos de nosotros creyendo que así solucionamos el problema, o por lo menos lo distanciamos.

De esta manera vemos cómo cada vez más junto a los grandes logros de la medicina que han mejorado nuestro nivel de salud y vida, siguen existiendo la soledad y el abandono de muchos ancianos y enfermos que sufren su situación al margen de la sociedad y en ocasiones lejos del calor y del afecto del hogar.

Las situaciones de precariedad, nos interpelan a todos, y si nos es posible evitamos mirarlas de frente, como si de ese modo alejáramos de nuestro lado a la indeseable compañera que es la enfermedad.

La vida del ser humano, ha de ser contemplada más allá de sus posibilidades y fortalezas. Nuestra dignidad inalienable no está a merced de las capacidades físicas o psíquicas, de nuestra juventud o vejez, ya que esa dignidad nos viene de nuestra condición de hijos e hijas de Dios. El lema de este año, nos invita a vivir la experiencia del dolor humano desde la verdadera fraternidad que brota del amor auténtico. Nuestra vida vale sólo por el hecho de existir, porque nuestra existencia nunca es fruto de la casualidad, sino que es debida a la voluntad divina, la cual nos creó por amor, a su imagen y semejanza.

Si esta afirmación que se asienta en los fundamentos esenciales de nuestra fe en Jesucristo, la interiorizáramos hasta lo más profundo de nuestro ser, cómo cambiaría nuestra mirada para acompañar la vida de nuestros hermanos enfermos, y lo que es más importante, cómo nos ayudaría a asumir la propia situación de enfermedad.

En este día del enfermo, debemos a alumbrar con la luz de la esperanza y del amor la vida de los que sufren, la de sus familias y la nuestra propia. Las palabras de Jesús “no os dejaré desamparados”, se hacen realidad cada vez que le sentimos cercano y amigo, sosteniéndonos en medio del dolor, y también cuando prolongamos la mano sanadora y fraterna del Señor bien desde el ejercicio de una vocación profesional o desde el voluntariado. Todos sabemos lo importante que es encontrar buenos profesionales que acompañen la realidad del enfermo con su saber y con su afecto, poniendo a su servicio los cuidados médicos que la persona necesite, y sobre todo mostrando su lado más humano y cercano que respeta la dignidad del enfermo y su entorno familiar.

Pero igualmente importante para nosotros los creyentes es poder vivir en la fe esta realidad, sintiendo la cercanía del mismo Jesucristo por medio del amor y la oración. Así se nos ha transmitido desde los comienzos mismos del cristianismo, cada vez que algún hermano en la fe caía enfermo o su ancianidad lo acercaba a la muerte, los fieles se reunían en la oración acompañándole a él y a su familia, colaborando en sus cuidados y llevando a la celebración eucarística la vida de los enfermos de la comunidad. Los presbíteros acudían al hogar del enfermo para confortarle en la fe y sostener su esperanza. El sacramento de la Unción además de vincular al enfermo a la misma Pasión del Señor, le prepara para vivir con plenitud el momento del encuentro con Cristo.

Si algo nos ha estremecido en este trágico tiempo que vivimos, es la inmensa soledad en los hospitales y residencias, donde tantos ancianos enfermos han muerto en soledad. Hasta el momento de su sepelio se ha realizado en la distancia y reduciendo al mínimo la presencia de la familia. Tal vez hayan sido medidas sanitarias urgentes, pero ciertamente su inhumanidad también ha sido manifiesta.

No digamos ya la imposibilidad de ofrecer a los fieles en sus últimos momentos el auxilio espiritual. Muchas veces este derecho se ha cercenado conforme al criterio arbitrario de algunas autoridades y negligentes sanitarios. En otros casos, gracias a Dios, ha habido médicos, que ellos mismos han confortado espiritualmente al enfermo llevándole la Sagrada Comunión. 

La vida es un don que siempre hay que agradecer, en los buenos momentos y en los de mayor debilidad, y cuando nuestra existencia se va aproximando a su final en esta tierra, al margen de nuestra juventud o ancianidad, nos debemos preparar para entregarnos con serenidad y confianza a la Pascua definitiva, al paso de esta vida a la resurrección.

Una preparación que aún siendo personal, no cabe duda de su gran riqueza en la vivencia comunitaria de la fe.

La Pastoral de la Salud, que en este tiempo de pandemia no ha podido desarrollar su misión con la libertad y cercanía deseables, es la forma concreta por la que la comunidad cristiana desarrolla esta vinculación con los enfermos y sus familias.

En nuestras comunidades parroquiales, trabajan desde hace años personas especialmente vocacionadas para esta misión. Hombres y mujeres que forman un gran equipo humano y cristiano, cuya sensibilidad y espiritualidad les impulsa a dedicar parte de su tiempo al servicio de los ancianos y enfermos.

Su trabajo consiste en visitar a quienes lo desean acercándoles la realidad de la comunidad parroquial, acompañando sus vidas y las de sus familias, atendiendo sus necesidades y también llevándoles la comunión como expresión de su vinculación a la vida de la Iglesia a la que siguen vitalmente unidos.

Pidamos en esta eucaristía por todos los enfermos, sus familias y aquellos que les dedican sus cuidados. Para que el Señor siga asistiéndoles con su amor y predilección a la vez que suscite en medio de nuestras comunidades cristianas personas que se sientan especialmente llamadas para esta labor.

 

sábado, 6 de mayo de 2023

DOMINGO V DE PASCUA

 


DOMINGO V DE PASCUA

7-05-23 (Ciclo A)

 

       Durante estos domingos de pascua, junto a los relatos evangélicos que nos narran la experiencia de encuentro con Cristo resucitado vivida por los discípulos, también se nos recuerdan aquellos momentos previos a la Pasión del Señor que releídos con este espíritu pascual, adquieren un significado bien distinto.

       San Juan en el evangelio que acabamos de escuchar nos vuelve a situar en aquel instante de la última cena con el Señor. En esa tarde donde Jesús abría su alma a sus amigos de una forma totalmente nueva, donde los gestos y las palabras dichas adquieren un significado sagrado de amor y entrega absolutos, el Señor va a unir en su persona tres elementos esenciales de nuestra fe.

       En la mesa donde se comparte la cena, el pan y el vino van a ser constituidos en su Cuerpo y Sangre entregados por toda la humanidad. Una acción de gracias a Dios y una bendición en las que Jesús promete su asistencia para siempre a fin de sostener la fe y la esperanza de sus amigos.

       Si la cena pascual de los judíos produjo de forma inmediata la liberación del pueblo de Israel  hacia una tierra nueva, la nueva Pascua instaurada por Jesús también nos saca de nuestra vieja humanidad condicionada por las limitaciones y miserias, para llevarnos a la vida en plenitud que nos ofrece la comunión con Jesucristo el Señor.

       En esa misma cena narrada por S. Juan, Jesús unirá al hecho de compartir su mesa el gesto del servicio y la entrega a los demás. En el lavatorio de los pies,  no se perpetúa una costumbre antigua de la tradición judía, ante todo se instaura un nuevo mandato, el del amor, que nos lleva a hacernos servidores de los hermanos buscando con especial afecto y ternura a los últimos y más necesitados de todos.

       Compartir la mesa de los hermanos nos impulsa a la misión de construir un mundo fraterno y justo, y esta unidad es de tal entidad, que si nos desentendemos de esta necesaria actitud vital de servicio y de entrega a los demás tampoco nos podremos encontrar con Cristo en su mesa de una forma digna y plena.

       Y el tercer elemento vivido en aquella cena pascual es el que hemos escuchado en el evangelio de hoy, la llamada a la esperanza en la resurrección; “no tengáis miedo, no perdáis la calma”. Quienes hemos compartido su mesa y vivimos conforme a su proyecto de vida entregados al servicio de los hermanos, tenemos asegurada una morada en su Reino.

       La cena pascual es preparación y fortaleza para lo que está por venir. Es verdad que en muchas ocasiones perdemos de vista esa perspectiva global de la fe, y la inmediatez de nuestros problemas, dificultades y sufrimientos, pueden empañar la visión de nuestros ojos impidiéndonos alcanzar con la mirada el rostro del Señor que nos sigue sosteniendo y esperando con ternura.

       Y es en esos momentos donde adquiere enorme importancia la vida de la comunidad cristiana. La fe vivida entre nosotros y compartida en cada encuentro oracional y celebrativo como este, nos ayuda a mantener viva la llama de la esperanza. Solos no podemos hacer nada, y una fe que se intenta esconder y vivir en soledad acaba por vaciarse de contenido y por perder su sentido vital.

       El tiempo pascual que estamos viviendo es también el tiempo de la Iglesia de Cristo. La experiencia narrada en los Hechos de los Apóstoles nos ayuda a comprender el porqué del empuje misionero y evangelizador de aquellos primeros discípulos del Señor. En ellos encontramos cómo las comunidades van creciendo, cuantos hermanos y hermanas se van sumando por la predicación apostólica, y cómo desde la unidad, la oración y la apertura al Espíritu Santo, es posible superar incluso las mayores penalidades de la vida.

       Hoy nosotros nos reconocemos herederos de esta verdad que con nuestra vida hemos de confesar y testimoniar a los demás. Las dificultades en las que nos vemos inmersos pueden ser similares o distintas a las de otras épocas, aunque en su raíz fundamental haya una clara coincidencia: la tentación de creernos autosuficientes y vivir prescindiendo de Dios.

       Por eso debemos también cuidar con esmero nuestra vinculación a la comunidad eclesial para evitar absolutizar los criterios personales, y buscar con honestidad la verdad que nos une como hermanos y nos ayuda a vivir con la dignidad de los hijos de Dios.

       Desde este sentimiento, agradecemos a Dios de forma especial el don del ministerio pastoral. La sucesión apostólica representa para la comunidad creyente la continuidad de la misión encargada por Cristo a su Iglesia, y la comunión entre los Pastores la garantía de la autenticidad evangélica.

       Hoy damos gracias de forma especial por nuestro Papa Francisco, por nuestro Obispo Joseba y por todos aquellos llamados para congregar a sus hermanos en la fe y el amor siguiendo así la misión encomendada por el Señor. Un servicio que conlleva una enorme entrega y sacrificio, y que sólo tiene sentido desde una fe profundamente asentada en Jesucristo y una confianza absoluta en la misericordia y el amor de Dios.

Que el Señor siga mandando obreros a su mies y todos vivamos nuestra vocación cristiana como un servicio a los demás de forma que germine, abundantemente, la semilla del Reino de Dios en medio de nuestro mundo.