sábado, 19 de febrero de 2022

DOMINGO VII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO VII TIEMPO ORDINARIO

20-02-22 (Ciclo C)


Un domingo más nos reunimos como comunidad cristiana para celebrar nuestra fe. Qué necesario es en nuestros días poder contar con un espacio como este, donde con serenidad y apertura de corazón, podamos escuchar la Palabra de Dios, y compartir el Pan de la eucaristía que fortalece, anima y sostiene nuestra esperanza.

Una Palabra que de la mano del evangelista S. Lucas resuena con especial fuerza ya que nos confronta con la realidad de nuestras vidas.

“Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo”. Qué evangelio tan entrañable y concreto, con qué claridad el Señor nos sitúa ante las actitudes más profundas de nuestra vida y nos revela a su vez las entrañas misericordiosas de Dios, nuestro Padre.

Jesús sabe perfectamente lo que a todos nos cuesta caminar por la senda de la perfección. Él mismo será blanco de críticas, se irá granjeando poderosos enemigos, sufrirá la injusticia y el desprecio, y a los ojos de cualquiera estaría más que justificado por su parte, emplear la misma moneda para pagar a quien tanto daño le causa.

Sin embargo, él entiende muy bien que su misión no es la de mantener la dinámica del “ojo por ojo y diente por diente”, tan empleada en las relaciones humanas. Ni tan siquiera la de juzgar a quien en su vida se introduce por esa senda del rencor y la venganza.

Jesús ha asumido una vocación que le llevará a instituir un camino nuevo, fresco y fecundo en el que la semilla de la misericordia y del perdón hará que germine el Reino de Dios al que dedicará toda su existencia. Porque la justificación de ese camino no viene dada por el derecho que el ser humano tiene de llevar una vida digna y buena, sino porque nuestro Padre es compasivo, a pesar de lo que nosotros podamos ser.

En esto consiste la fidelidad al mensaje evangélico. Muchas veces asistimos a críticas que se lanzan contra la Iglesia y sus pastores porque transmitimos un mensaje demasiado riguroso.

Cuando hablamos de la fidelidad matrimonial, del derecho a la vida y la dignidad inalienable de todo ser humano desde el momento de su concepción hasta el de su final natural; cuando se insiste en la necesidad de establecer las relaciones humanas desde la solidaridad, el respeto y la equitativa distribución de los bienes en pro de una real fraternidad. Y en este sentido se llama la atención sobre el peligro que encierra el individualismo que nos hace insolidarios, en el materialismo que nos lleva al egoísmo ambicioso, el hedonismo que esclaviza y nos hace dependientes de nuestras pasiones, entonces se mira para otro lado y se tacha este discurso de trasnochado y carente de realismo.

La exposición de la fe cristiana, en su integridad, jamás puede sustraerse al pueblo de Dios. Todos sabemos que el evangelio de Jesús tiene el listón muy alto, y que debemos introducirnos en un camino de permanente conversión para poder identificarnos cada día más con él. Pero esta verdad lejos de desanimarnos ha de suscitar en nosotros sentimientos de humildad y de autenticidad. Humildad para reconocer que necesitamos la ayuda del Señor en todos los momentos de nuestro caminar; que solos no podemos superar las dificultades de la vida y de la fe; y que su gracia puede más que nuestra debilidad. Pero también necesitamos ser auténticos, es decir, no falsear el evangelio para adecuarlo a nuestra realidad concreta. Somos nosotros los que tenemos que convertirnos, cambiar e ir integrando en nuestra vida los valores inalienables del evangelio de Jesús, y no adaptar éste a nuestra conveniencia personal, manipulándolo y falseando el mensaje del Señor para tranquilizar falsamente nuestras conciencias. No podemos adaptar el evangelio a nuestros intereses, porque entonces podrá ser palabra de hombres, pero no de Dios.

Y no olvidemos que esta humildad y autenticidad a quienes nos es más urgente y necesaria es a nosotros, a los miembros de la Iglesia, fieles, religiosos y pastores. Porque si quienes hemos recibido del Señor la misión de anunciar el evangelio en su integridad, no realizamos con fidelidad esta misión, quién la desarrollará por nosotros.

La fidelidad a la Palabra de Dios ha de estar siempre por encima de nuestra capacidad para vivirla. Y muchas veces cuando la expongamos nos sentiremos denunciados por ella ante la debilidad de nuestra vida concreta porque sentiremos con vergüenza que anunciamos una cosa y hacemos otra muy distinta. Pero si tenemos valor para anunciarla con fidelidad y apertura de corazón y para escucharla con humildad, también el Señor nos ayudará para sentir la fuerza de su compasión que regenera nuestra vida y la redime con su amor.

En nuestros días exponer el evangelio que hemos escuchado y hablar del amor a los enemigos y del perdón a quienes tanto mal nos causan, se vuelve para muchos escandaloso. Lo mismo ocurría en tiempos de Jesús. Sin embargo Él nos enseña a estar cerca de las víctimas del mal para acompañar con amor y ternura su dolor, ofrecerlas una palabra de consuelo y alivio capaz de regenerar con el bálsamo de la esperanza sus vidas injustamente rotas, y acompañarlas el tiempo que sea necesario para que recuperen las riendas de su vida y la puedan rehacer sobre las bases de la justicia, la verdad y la dignidad. Pero también esta palabra eclesial ha de ser propuesta con valor y firmeza, de forma que se ayude a evitar el odio y el rencor que lejos de regenerar la existencia humana la hunden en la venganza y la envilece.

Y esta tarea, que muchas veces resultará incomprendida y otras muchas criticada, no podemos eludirla por miedo o cobardía.

 La fidelidad a Jesucristo nos ha de llevar a proponer el mensaje  de su evangelio en su integridad, con valor y autenticidad. Respetando cada situación humana, no erigiéndonos nunca en jueces de nadie, pero sabiendo que por el bien de nuestros hermanos debemos ser fieles en la transmisión de la fe de la que somos testigos autorizados. Y que en el seguimiento de Jesucristo no vale cualquier manera de interpretar su palabra ni su vida, ya que la única que puede presentarse ante el mundo como voz autorizada por el Señor, para exponer con fidelidad su mensaje de salvación, es la de su Iglesia, fundada por él sobre el cimiento de los apóstoles y sus sucesores.

Que nuestra celebración comunitaria de la fe y el encuentro personal con el Señor en la oración de cada día, nos ayuden a vivir esta misión de discípulos en medio de nuestro mundo con entrega, valor y alegría de corazón.

 

viernes, 11 de febrero de 2022

DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO

13-02-22 (Ciclo C)

 

         “Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza”. Esta frase podría resumir la llamada que la Palabra de Dios que hemos escuchado nos realiza a cada uno de nosotros. La confianza en el Señor es principio y fin de nuestra fe, es una bendición para el alma que serena y pacifica nuestro ser, y es también el crisol por el que se manifiesta la autenticidad de nuestra esperanza.

         La confianza nos hace sentirnos seguros y queridos por Dios, es un sentimiento cálido y ofrece seguridad a nuestra vida. Todos necesitamos confiar en alguien y saber que esa confianza no va a quedar defraudada. La confianza es base del amor en el matrimonio, ejemplo y modelo para los hijos, y necesidad ineludible de la fe.

Pero la confianza, tanto en las personas como en Dios, hay que alentarla de forma permanente para que no caiga en la desidia y el sin sentido. Sólo se puede confiar desde el amor y la cercanía a través de una relación personal, madura y fiel.

         Así podremos entender la promesa que S. Lucas manifiesta en su evangelio. Son dichosos los pobres, los hambrientos, los que lloran, los perseguidos porque en su enorme necesidad sólo cabe encontrar consuelo en Dios. Ya no les queda otra esperanza que elevar los ojos al cielo y dejar actuar al Señor. Estos son dichosos porque Dios no desoye los lamentos de sus hijos, y menos los de aquellos que sufren de forma casi permanente, víctimas de la injusticia. De ahí la necesaria advertencia a los poderosos que mantienen su poder sobre la opresión de los pobres. En un mundo donde la ambición, el afán de poder y el egoísmo inhumano van agudizando las diferencias entre pobres y ricos, es necesario lanzar una clara advertencia desde la fe; ese no es el camino de la humanidad sino el de su corrupción.

         Quienes ponen su confianza en lo material olvidando las necesidades de los demás, ya han elegido su destino, y a éstos hay que advertirles que en su corazón se ha producido una ruptura fundamental, cambiando a Dios por los ídolos y rompiendo la armonía de la creación.

         Los cristianos confiamos en la Palabra del Señor, y nuestra confianza se mantiene incluso por encima de las evidencias del presente que muchas veces nos llenan de dolor y angustia. Confiamos ante la enfermedad de un ser querido, y es en nuestra cercanía amorosa donde también sentimos la compañía del mismo Dios.

Nuestra mayor muestra de la confianza en el Señor se manifiesta ante el acontecimiento de la muerte. Como nos enseña el apóstol San Pablo, en la resurrección de Jesucristo, todos tenemos abierta la puerta de la vida eterna, la vida en plenitud junto a Dios. Y es ante la muerte de nuestros seres amados donde con mayor intensidad sentimos la necesidad de confiar plenamente en la Palabra de Jesús “yo soy el camino, y la verdad y la vida, el que creen en mi vivirá para siempre”.

Esta es la esencia de nuestra fe. Lo exclusivamente genuino de ella y lo que llena de sentido todas las actitudes de solidaridad y compromiso a favor de los demás que todo creyente ha de desarrollar en su vida.

Porque confiamos en Jesucristo y anhelamos la vida en plenitud que él nos ofrece, sabemos que debemos llevar la dicha y la esperanza a los que sufren, a los pobres, a los que padecen cualquier injusticia y necesidad, a los que mueren de hambre y miseria por el egoísmo y la dureza de corazón de otras personas que, habiendo sido más afortunadas en la vida, se manifiestan frías e insensibles.

La confianza en Dios nos lleva a acoger y asumir su mismo proyecto liberador y solidario. Los cristianos tenemos que ser la voz que denuncie las injusticias que padecen nuestros hermanos, aún a riesgo de las críticas que puedan darse; no olvidemos la advertencia final del evangelio “¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros, eso mismo hacían vuestros padres con los falsos profetas!”.

La Iglesia de Jesucristo extendida a lo largo y ancho del mundo ha demostrado su fidelidad a Dios y a la verdad de su mensaje, precisamente en medio de las personas más necesitas. Necesidad que no sólo se manifiesta en la precariedad material, sino en cualquier miseria que fracture su inalienable dignidad.

La confianza en Dios no es un privilegio de los pobres y abatidos. Ciertamente ellos están en condiciones tan precarias que lo único que les queda es elevar la mirada al cielo esperando la misericordia divina ante la ausencia de la humana.

Pero también nosotros hemos de ser agradecidos y renovar cada día nuestra confianza en el Señor. Dios nos ha regalado el don de nuestro mundo, y  entre las muchas posibilidades existentes, hemos tenido la enorme dicha de nacer en este tiempo y en circunstancias favorables. No pensemos que todo se debe a nuestro trabajo o esfuerzo personal, y mucho menos a que nos lo merezcamos más que otros, sino más bien a una enorme suerte que hemos de agradecer siempre al Señor.

Los ricos y afortunados no son los despreciados de Dios. Jesús miró con amor a aquel joven rico que se le acercó con interés por alcanzar la vida eterna. Pero ciertamente quienes en la vida han sido sonreídos con tanta ventura, tienen que dejarse empapar por la fría lluvia de quienes llaman a sus puertas clamando caridad. La abundancia de unos sólo encuentra su legitimidad en la apertura a la fraterna caridad para con los pobres. Sólo así pueden dar gracias a Dios con honestidad, porque su gratitud se deja traspasar por el crisol de la solidaridad y el amor.

Que esta gratitud se transforme en generosidad para con aquellos que sufren y que necesitan de una cercanía realmente fraterna, y que cada día vayamos ganando en capacidad de misericordia y compasión de tal manera que nos lleve a luchar por el bien común de todos los seres humanos. Esta será la prueba de nuestra confianza en Dios y de nuestra responsabilidad para con la obra de sus manos. Que así sea.

viernes, 4 de febrero de 2022

DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO

6-2-22 (Ciclo C)


       “En aquel tiempo, la gente se agolpada alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios”. Qué frase tan extraordinaria para centrar hoy nuestra celebración. Oír la Palabra de Dios era para aquellos hombres y mujeres del tiempo de Jesús, algo importante, necesario para sus vidas y por lo que merecía la pena dedicarle el tiempo suficiente.

       La Palabra de Dios es para el creyente alimento de vida que despierta los sentidos más humanos y nos sitúa en la senda del Señor. La Palabra de Dios es alentadora de nuestro vivir, horizonte de esperanza, bálsamo en medio del cansancio, noticia siempre nueva y buena, sentencia que se cumple de forma permanente, como experimentará el profeta que la anuncia con su vida fiel.

       La Palabra de Dios no es cualquier palabra. Es el mismo Dios quien entra en diálogo con nosotros para mostrarnos su ser creador y amoroso. Dios dialoga con sus hijos, a través de la oración y la escucha,  y se muestra cercano en todo lo que vivimos. No es una palabra vacía o falsa. No busca el halago o la complacencia. En su Palabra es Dios mismo quien se entrega y se vincula para siempre con su pueblo. La Palabra de Dios construye su reino en aquellos que la acogen y la viven con fidelidad.

        Cómo no querer escuchar esa Palabra cuando además es pronunciada por el mismo Hijo de Dios. Jesús ha ido mostrando a sus discípulos y a su pueblo, que su palabra va acompañada de obras que la avalan y ratifican como auténtica. Él no habla como los escribas o fariseos, habla con “autoridad”.

       En ese contexto, nos presenta el evangelista la labor cotidiana de sus discípulos que todavía se dedicaban a la pesca, y en aquella jornada de trabajo, sólo han sacado desasosiego y fracaso. No hay peces que pescar, y eso que eran expertos. Ante el asombro y desconcierto de Pedro, Jesús le pide que vuelva a echar las redes en el mar, y por su palabra lo hará, aunque algo cegado por las dudas.

       Fiarse de la Palabra de Dios provoca de inmediato sus frutos. Tras la pesca milagrosa, hay toda una enseñanza que será para aquellos discípulos el fundamento de su fe. La Palabra de Jesús cumple las promesas de Dios y con él ha llegado de forma definitiva su reinado. Ahora os toca a vosotros transformaros en pescadores, pero de hombres y mujeres que llenen las redes del Señor.

       A Jesús muchos lo buscaban por sus milagros, otros lo aclamaban por su lucha contra la injusticia y la opresión, pero sólo lo siguieron hasta el final y hasta nuestros días quienes acogiendo su Palabra nos hemos fiado de ella y por ella hemos descubierto la fe que profesamos como camino, verdad y vida en plenitud.

       Ser seguidores de Jesús es ante todo ser testigos de su vida, de su muerte y resurrección, y junto a ello mensajeros de su Palabra, la cual hemos de anunciar de forma permanente y explícita. Este es el testamento que hemos heredado de los Apóstoles, La Sagrada Escritura que es para el cristiano referencia permanente, fuente de la que ha de beber para nutrir con su riqueza las entrañas sedientas de verdad, amor, justicia y paz.

       Cuántas palabras escuchamos y leemos carentes de sentido, que sólo distraen nuestra mente o enturbian los sentimientos del corazón. Cuantas veces escuchamos palabras hirientes, acusadoras, insultantes que destruyen al ser humano y envilece ese maravilloso medio de la comunicación interpersonal.

       La Palabra de Dios es creadora y transformadora. Quien la escucha con fe, sale confortado en su ser más profundo y es capaz de ir cambiando el rumbo de su vida si así se lo pide el Señor.

       Hoy damos gracias a Dios por su Palabra, especialmente por aquella en la que se resume todo el ser del mismo Dios, Jesucristo, Palabra eterna del Padre. Y también le damos gracias por este don que tenemos los cristianos y que hemos leído y cuidado durante casi dos mil años. La Sagrada Escritura debe ser el libro que jamás falte en nuestros hogares y no para decorar la estantería, sino para colmar con su vitalidad renovadora los estantes de nuestra alma.

       Leer diariamente un pasaje del evangelio o de las cartas apostólicas nos ayudará a entender mejor a Jesús, conocerle y amarle. Leer pasajes del Antiguo Testamento, nos mostrará cómo era la misma oración de Jesús. A través de los salmos, el pueblo creyente ha plasmado sus sentimientos religiosos, unas veces suplicantes, otras agradecidas y otras muchas sufrientes. Son retazos de nuestra vida con lenguaje a veces complejo, pero que encierra toda una historia de Dios con su Pueblo.

       Pedro cambió su vida por esa Palabra de Jesús, de pescador pasó a evangelizador y pastor del Pueblo de Dios. Porque sólo desde el conocimiento y la vivencia coherente de la Palabra del Señor se puede ser discípulo suyo. Sabiendo que va realizando su transformación regeneradora en nuestra propia vida. Hoy se nos han presentado tres personajes principales, Isaías, Pablo y Pedro; tres personas que se reconocen limitadas y pecadoras, pero en los que la gracia de Dios, transformará sus vidas renovándolas y preparándolas para su misión profética y evangelizadora.

 Que también nosotros podamos vivir la dicha del encuentro con el Señor a través de su palabra, y que ésta nos ilumine en el camino de nuestra vida hasta el encuentro definitivo con él.