sábado, 29 de noviembre de 2014

I DOMINGO DE ADVIENTO


I DOMINGO DE ADVIENTO
30-11-14 (Ciclo B)

 
         Hoy la liturgia de la Iglesia inaugura un tiempo de gracia para todos los cristianos, el Adviento. O lo que es lo mismo, el tiempo de la esperanza gozosa por lo que de forma inminente está por llegar; la Salvación de Dios encarnada en su Hijo Jesús, Señor nuestro.

         Un tiempo que nos invita a revitalizar en nosotros las actitudes de acogida, apertura y confianza. Todo ello desde la escucha de la Palabra de Dios que interpela y prepara nuestras vidas para disponerlas adecuadamente y así poder recibirle. De este modo, por medio del profeta Isaías y de los diferentes personajes que nos han precedido en esta historia de nuestra salvación, iremos escuchando la voz del Señor cuyo “nombre de siempre es `nuestro redentor”.

          Y la primera llamada que en este tiempo escuchamos es la de estar en vela; “vigilad, pues no sabéis cuando es el momento”. Muchas veces recordamos la realidad sorpresiva de la vida. Nuestras capacidades para controlar todos los movimientos y determinar imprevistos, se ven superadas por la constante incertidumbre que encierra todo futuro humano. Nadie puede determinarlo, ni decidirlo de forma permanente, por mucho que se empeñe. Siempre nos sorprende la libertad individual y la responsabilidad que de ella se deriva.

         Somos previsores de nuestro futuro y responsables del presente. Y por esta razón debemos saber interpretar bien cada momento y circunstancia a fin de resolver la conducta precisa que más conviene a nuestra vida y a la de los demás. No podemos perder las referencias a la comunidad cristiana y humana porque todos participamos de un mismo destino.

       La vigilancia del cristiano está marcada por la confianza plena en ese Dios que pasa continuamente a nuestro lado. Comparte nuestra vida y se implica en ella de forma constante y fiel. Vigilar para descubrirlo, acogerlo y escucharle. Vivir en permanente atención a la realidad porque en ella se encarna Dios con la finalidad de transformarla y sanarla en su raíz más profunda. Dios nos habla en cada acontecimiento, en cada situación personal y social. Habla en el susurro de una vida serena y en el drama de quienes sufren. Y sólo si tenemos a punto nuestra capacidad para atenderle podremos encontrarnos con él.

         Pero también hay espacios donde esa palabra de vida pretende enmudecerse y silenciarse. La llamada del adviento a estar atentos también nos previene frente a las situaciones donde los contravalores que oprimen y tiranizan al ser humano se extienden bajo falsas promesas de felicidad.

         Nuestra sociedad acomodada del primer mundo se arroja en los brazos de los ídolos del dinero, el poder y el placer, cuyas amplias redes pretenden someter a todos ofreciendo un porvenir donde sólo tengan cabida los valores estéticos y de mercado. Así se comprende el adoctrinamiento de la sociedad con propuestas de familia difusa, de devaluación de la vida en sus estadios menos vigorosos o cuando resultan una molestia indeseada, el establecimiento de las relaciones interpersonales desde la conveniencia individualista y el rechazo de cualquier autoridad que imponga el debido respeto para el desarrollo equilibrado de la convivencia, bien sea familiar o social.

         Muchas veces da la impresión de que andamos a la deriva por haber renunciado a unos valores que, a pesar de sus limitaciones, garantizaban la estabilidad de nuestro entorno personal y social, y habernos lanzado a la búsqueda de una libertad vana exenta de responsabilidades para con los demás.

         Cuando rechazamos a Dios como el referente absoluto de nuestra vida enseguida se apropiará de su lugar alguna ideología totalizadora que nos someterá a su antojo.

         Dios no es el enemigo del ser humano, ni un rival para su desarrollo. Al contrario, es su razón de ser y aquel que garantiza su progreso y plenitud. Desde esta realidad podemos comprender el porqué de su encarnación. Cómo sólo desde el amor incondicional y generoso del Padre se puede comprender el deseo de compartir una naturaleza limitada y frágil como la nuestra. Dios se ha comprometido tanto con nosotros que se ha hecho uno más de la humanidad de forma que esta historia humana nuestra es también historia de salvación. Y a pesar de que como nos recuerda el profeta Isaías, muchas veces hemos andado extraviados, y que “nuestra justicia era un paño manchado”, podemos tener la certeza de que “sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla, y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano”.

Vivir con esta convicción no nos ahorra las dificultades del presente, pero sí nos impulsa a afrontarlas con esperanza y confianza, de forma que desde nuestro compromiso cristiano y responsabilidad para con el mundo que Dios ha puesto en nuestras manos podamos dar testimonio de Jesucristo y preparar su venida a nuestros corazones y a los de aquellos que lo quieran acoger con apertura de corazón.

Son muchas las personas que andan en la vida buscando una razón profunda por la que vivir y un sentido auténtico que dar a su existencia. Y si no reciben una propuesta clara, sencilla y generosa por nuestra parte, desde el testimonio personal y comunitario auténtico y gozoso de ser testigos de Jesucristo, la buscarán en otros lugares con falsas promesas de dicha y libertad.

Cuando Jesús en el evangelio nos llama a la vigilancia, no sólo nos previene a nosotros contra la falsedad del ambiente, también nos llama para que realicemos la tarea que nos ha encomendado y no caer en la comodidad irresponsable de quien se acompleja en su fe y oculta su identidad apostólica.

En el evangelio, S. Marcos expresa con claridad cómo Dios ha dejado su casa en nuestras manos confiando a cada uno su tarea. Pidamos para que en todo momento estemos dispuestos a dar razón de nuestra fe y esperanza, comprometiéndonos en el servicio evangelizador y así podamos preparar su venida a nuestras vidas.

Que este tiempo de adviento sea realmente un tiempo de gracia y de encuentro con Jesucristo nuestro Señor.

viernes, 21 de noviembre de 2014

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

 

 
SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO
23-11-14 (Ciclo A)

      El tiempo llamado ordinario culmina en esta fiesta de Jesucristo Rey y Señor del Universo, y así la semana que viene comenzaremos el tiempo de Adviento preparatorio de las fiestas de Navidad.

      La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, nos evoca el final de todos los tiempos. Ese momento de la historia en el que toda la realidad sea acogida por el Creador y llevada a plenitud en su Reino. No conocemos el cuándo ni el cómo, pero sí sabemos que un día Dios reunirá en torno a sí a todos sus hijos para transformar de forma definitiva este mundo conocido y dar paso a esa realidad anunciada por Jesús, esperada por quienes formamos su Pueblo santo, y ya compartida junto al Señor, por los hermanos que nos precedieron.

      Proclamamos a Jesucristo como único Señor de nuestras vidas. Sólo a él le rendimos culto y sólo en él ponemos nuestras esperanzas y anhelos sabiendo que como Buen Pastor sale al encuentro de los perdidos y abandonados, para congregarnos a todos en una misma familia fraterna y abierta, donde descansen los agobiados, se reconcilien los enfrentados y juntos alabemos a Dios nuestro Padre por siempre.

      El reinado de Cristo comenzado en su vida mortal, se manifiesta también en cada corazón que lo acoge y en cada uno de sus discípulos, llamados a prolongar su obra y a anunciar la Buena Noticia de su Reino. Jesús nos habla siempre en cada situación cercana y próxima. Y nuestra dicha y bienaventuranza se hace realidad si somos capaces de reconocerlo en el hermano necesitado, en el enfermo y abatido, en el hambriento y marginado. Dios mismo se nos acerca a cada uno de nosotros con semblante humilde y frágil, y seremos dichosos si lo reconocemos tan real y tan humano.

El reinado de Cristo no se asemeja al de los poderosos de este mundo. Su trono se asienta en el calvario junto a las cruces y sufrimientos de todos los crucificados. Su corona se clava en sus sienes con las espinas de la opresión, la violencia y la injusticia que padecen tantos inocentes,  y cuyo dolor es recogido y elevado ante el Padre. Reconocer en Jesús crucificado el reinado de Dios emergente, implica de nosotros una respuesta solidaria y fraterna.

      Jesús llama bienaventurados a quienes son capaces de mirar con el corazón el rostro de los demás y superan sus prejuicios raciales, ideológicos o culturales, porque por encima de todo prevalece el amor al prójimo, al ser humano, al hermano. Cada vez que a uno de estos hacemos cualquier bien, que no cerramos nuestra puerta a su llamada ni volvemos el rostro a su mirada, a Dios mismo hemos asistido y jamás quedará en el olvido del Señor.

      Pero si en la generosidad y la solidaridad está nuestra ventura, en el odio o la indiferencia se encuentra nuestra desgracia. Cada vez que cerramos el corazón al necesitado y su llanto cae en el desprecio y en el olvido, es a Dios mismo a quien damos la espalda y aunque su amor todo lo puede y perdona, le cuesta olvidar el sufrimiento de sus hijos a causa de la dureza de sus hermanos.

      Al proclamar hoy a Jesucristo como nuestro Señor, hemos de revisar con fidelidad el lugar que realmente ocupa en nuestras vidas, buscando esos espacios en los que todavía no ha podido entrar porque hemos dejado que los acaparen otros señores o ídolos.

      Nuestra cultura y forma de vida, son muy propicios para vivir en la fragmentación.

      Son muchos los que reducen su fe a la práctica de unos ritos religiosos más o menos arraigados en nuestras costumbres, pero carentes de profundidad espiritual, lo cual conlleva la ruptura entre la fe y la vida, relegando la experiencia religiosa al ámbito de lo privado y evitando que toda nuestra existencia sea iluminada por ella.

Dejar que sea Cristo el centro de nuestra vida ha de suscitar en nosotros la necesidad natural de estar en diálogo permanente con él. Llevando a la oración diaria lo que somos y sentimos, nuestros proyectos y problemas para que a la luz de su Palabra experimentemos el gozo de su cercanía y podamos seguir el camino que nos conduce hacia él, en el encuentro con los hermanos.

      Nuestra libertad y responsabilidad han de desarrollarse desde la comunión con el resto de la comunidad cristiana. Todos nosotros formamos parte del mismo grupo de creyentes y aunque no podamos conocernos unos a otros, sí nos sentimos cordialmente unidos en la misma alabanza y oración al Señor. Desde esta pertenencia comunitaria y fraterna, colaboramos mutuamente para atender a los más necesitados, acompañamos el crecimiento en la fe de los más jóvenes y celebramos una misma esperanza en el amor. Esta experiencia de la fe vivida en unidad va construyendo el reino de Dios por medio de su Iglesia presente y actuante en el mundo a través de la implicación comprometida de sus miembros.

      Jesús promovió con insistencia la experiencia de la auténtica fraternidad, un cristiano ante todo es hermano y hermana de los demás, debe asentar sus relaciones en el amor, y fundamentar sus opciones en la justicia, la solidaridad, la misericordia y la búsqueda del bien común. Y aunque la realidad de inseguridad y violencia se mantengan dramáticamente en nuestro mundo, no por ello podemos olvidar la esencia de nuestro ser creyente, porque si dejamos de vivir este principio fundamental que cada día repetimos en el Padre nuestro, Cristo será el sujeto de una bella idea, pero no el Señor de nuestras vidas.

Hoy como en cada eucaristía, volveremos a rezarlo justo antes de disponernos a compartir su Cuerpo entregado por nosotros. Hagamos un esfuerzo para sentir con autenticidad que somos hermanos, y aunque nos cueste muchas veces vivirlo, y tengamos que aceptar nuestra mala conciencia asumiendo nuestra necesidad de conversión por ello, no dejemos de repetir y anhelar día tras día, que el Dios Padre de todos, nos ayude a construir los puentes que nos acerquen y a evitar todo aquello que nos separe.

      La fe se transmite con la palabra unida al testimonio de la vida, que al ofrecérsela a los demás como el proyecto que merece la pena ser vivido por todos, lo avalemos siempre con la autenticidad de nuestro corazón que confiesa a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador.

sábado, 15 de noviembre de 2014

DOMINGO XXXII T.O.- DIA DE LA IGLESIA DIOCESANA


DOMINGO XXXIII DEL AÑO

15-11-14 (Ciclo A) Día de la Iglesia Diocesana

         Como se nos ha indicado al comienzo de esta eucaristía, celebramos hoy el día de la Iglesia Diocesana, bajo el lema “Comparte tu parte”. Una jornada especialmente indicada para renovar la conciencia eclesial y revitalizar nuestro compromiso comunitario y misionero.

         La Iglesia de Jesucristo instaurada por él hace casi dos mil años y desarrollada por la predicación apostólica y pastoral de sus discípulos, llega hasta nuestros días con fidelidad y espíritu renovado. Queriendo ser fiel al mandato del Señor de anunciar su Evangelio a todos los pueblos, comparte el presente de las gentes de hoy con sus luces y sombras, gozos y esperanzas, y prepara el futuro de esta humanidad construyendo con ilusión y confianza el reinado de Dios; un reino de justicia, de amor y de paz.

         Aquella Iglesia que nacía en Pentecostés con la fuerza del Espíritu Santo es la que hoy se hace realidad en los lugares concretos del mundo, congregadas en torno a un Obispo, sucesores de los apóstoles y animadas por los presbíteros colaboradores de éstos en corresponsabilidad con los laicos y religiosos, partícipes todos de la misión de la Iglesia por su bautismo.

         La Iglesia Diocesana de Bilbao, pastoreada por nuestro Obispo D. Mario, es nuestra Iglesia local en la que cada uno de nosotros vivimos y celebramos nuestra fe, compartimos nuestra esperanza y desde ella vamos construyendo el reino de Dios.

         Todos nos sentimos Iglesia porque somos miembros de la misma familia-comunidad. Hijos del mismo Dios que nos congrega ante su altar, y hermanos llamados a vivir la auténtica fraternidad desde la vinculación eclesial y en comunión con ella.

         La Iglesia es más que nuestra parroquia o unidad pastoral, aunque sea en su interior donde sentimos su calor y cercanía. La Iglesia la formamos todos los cristianos que caminamos en este pueblo y deseamos transformarlo para que sea más justo y fraterno, superando sus miserias y violencias y dejándolo mejor de lo que lo hemos encontrado. Como nos recordaba nuestro Obispo: “En Ella hemos nacido a la vida nueva, somos alimentados con el pan de la Eucaristía, sanados en nuestras heridas y levantados de nuestras caídas. En ella hemos conocido el amor, la misericordia, el perdón y la fraternidad. Formamos un solo Cuerpo con Jesús, una familia de hijos e hijas, discípulos de Jesús, escuchando su Palabra y sumergiéndonos en el misterio de su vida. Y somos enviados gozosamente, como testigos y misioneros, para hacer presente su misterio de salvación que redime y sostiene la dignidad de toda persona herida en los avatares y caminos de la vida”.

         Desde esta experiencia eclesial vivimos nuestra pertenencia a la Iglesia de Bilbao con espíritu comunitario y responsable. Espíritu comunitario que estimula nuestra sensibilidad para con aquellas comunidades más necesitadas que las nuestras, bien por la debilidad de sus miembros o por las necesidades económicas por las que atraviesen. Las comunidades ricas han de compartir con las más pobres por eso la colecta de hoy será para equilibrar esas necesidades, de forma que ninguno padezca una penuria que debilite su apostolado.

         Pero también hemos de compartir nuestra potencialidad pastoral, nuestros talentos de forma responsable. Es el Señor quien nos ha dotado a cada uno de capacidades esenciales que debemos desarrollar y poner al servicio de los demás. La fe no es una ideología egocéntrica ni una teoría individual sobre la vida. La fe es una experiencia de encuentro personal con Jesucristo de la cual brota espontáneamente la necesidad de vivirla y comunicarla en el seno de la comunidad cristiana y fuera de ella. En este sentido todos somos necesarios para desarrollar la misión de la Iglesia, cada uno desde sus capacidades, desde los dones que ha recibido del Señor, y viviendo la comunión fraterna para ser en medio del mundo testigos del amor de Dios y transmisores de su esperanza.

En este mundo nuestro, donde tantas veces podemos sentir la frialdad de un ambiente un tanto hostil para con la Iglesia, se hace más necesario vivir esta unidad de fe, de amor y esperanza. Y en este año vamos a iniciar un camino de discernimiento diocesano para elaborar el V Plan diocesano de Evangelización. El proyecto pastoral común a todos, que nos impulse a desarrollar nuestra misión evangelizadora y misionera en medio de la sociedad a la que pertenecemos.

         En este día de nuestra Iglesia diocesana, debemos recuperar con vigor el sentimiento de la fraternidad cristiana. Por el bautismo fuimos un día incorporados a esta Iglesia, y aquel gesto que fue decisión de nuestros padres en coherencia con la fe que ellos profesaban y que nos han transmitido, lo debemos revitalizar y alimentar cada día con nuestra maduración personal. Porque ahora somos nosotros los que seguimos a Cristo, no sólo por lo que nos han contado nuestros mayores, sino porque de alguna manera hemos sido protagonistas del encuentro personal con Él en el seno de esta Iglesia de la que formamos parte y que nos ha ayudado a razonar, expresar y sobre todo vivir este don que llena nuestra vida con su gracia.

Sentirse Iglesia diocesana es tomar conciencia de nuestra identidad. Somos familia, comunidad y pueblo de Dios, que vivimos con gozo nuestra pertenecía sabiendo que es el Señor quien nos ha incorporado a él por medio de nuestro bautismo. Nadie puede sentirse ajeno en esta realidad eclesial. Nadie puede creerse ciudadano de segunda o sin los mismos derechos y responsabilidades, porque en el hogar eclesial todos contamos dada nuestra común fraternidad.

Hoy pedimos al Señor con confianza y gratitud que nos ayude a revitalizar nuestra vida cristiana. Confiamos en que su Espíritu seguirá animando la misión de su Iglesia que camina por este pueblo nuestro con ilusión y esperanza, y agradecemos de corazón el don de la fe recibido por el testimonio de tantos hermanos que nos han precedido y supieron cimentar esta Iglesia nuestra sobre la roca de los apóstoles.

sábado, 8 de noviembre de 2014

DOMINGO XXXII - T.O. DEDICACION CATEDRAL DE S. JUAN DE LETRAN


DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO
DEDICACIÓN DE LA BASILICA DE S. JUAN DE LETRÁN
9-11-14 (Ciclo A)

La fiesta que hoy celebramos en este domingo, tiene dos referencias fundamentales que han de centrar nuestra atención. La primera y que se nos presenta a través de la Palabra de Dios proclamada, se refiere a nuestro ser “templo de Dios”. Las personas no somos sólo un cuerpo material provisto de necesidades físicas que han de satisfacerse para poder subsistir, como si de un mecanismo locomotor se tratara. Ante todo somos un lugar donde habita el Espíritu de Dios, y que la tradición cristiana ha llamado “alma”, y que si bien forma una unidad con nuestra realidad material para constituir nuestro ser personal, esta dimensión espiritual nunca está subordinada a la materialidad.

Es el Espíritu que habita en nosotros el que nos constituye en hijos e hijas de Dios, un Espíritu que nos abre el corazón para acoger la llamada de Dios y dispone nuestra voluntad para responderle positivamente.

Es el Espíritu del Señor que nos habita el que nos ha hecho imagen y semejanza suya desde el momento de nuestra creación para llevar adelante su plan salvador en cada uno de nosotros. Y esta realidad humana en la que habita Dios mismo, es la que nos hace templos suyos y por lo tanto santuarios de su amor.

El ser humano no es una materialidad caduca y dejada al libre albedrío de los elementos que lo componen. El ser humano tiene conciencia, libertad y voluntad para orientar su existencia hacia horizontes de plenitud capaces de superar el obstáculo mayor de lo puramente material como es la enfermedad y la muerte.

Por esa razón, nuestro ser templos de Dios, donde su Espíritu mora y nos impulsa a reconocerlo como Padre y Señor, conlleva la responsabilidad de cuidarlo y respetarlo conforme a su dignidad.

El hombre no puede hacer lo que le da la gana con su cuerpo, aunque emerjan con fuerza defensores de esta falsa libertad. Y todos sabemos lo que sucede cuando uno pierde el respeto sobre sí mismo, que inmediatamente lo desprecia respecto de los demás.

La consideración cristiana por la cual se defiende el respeto de nuestro ser corpóreo, incluso mucho antes de tener una conciencia desarrollada como es el caso de los no nacidos, y más allá de quienes la han podido perder por razón de cualquier enfermedad o limitación, encuentra su fundamento en esta realidad teológica que afecta a nuestra antropología más básica, somos templo de Dios. Así el mismo Jesús cuando se enfrenta con dureza contra aquellos que profanan el templo sagrado de Jerusalén, convirtiéndolo en “cueva de ladrones”, nos muestra que el mejor lugar donde Dios habita está en el corazón del hombre que lo acoge, lo ama y reverencia.

Y el segundo aspecto de la fiesta de este día, se une estrechamente al ya expresado. Todos nosotros que somos templos de Dios, y que por esa razón vivimos el gozo de sentirnos portadores del Espíritu Santo que nos anima, alienta y sostiene, conformamos el Pueblo Santo que es la Iglesia.

Una Iglesia que también se manifiesta en su dimensión externa y simbólica, constituida por templos de piedra que reconocemos como nuestra casa, a los que venimos con frecuencia, que los sentimos como propios y donde unidos en la oración, compartiendo nuestras vidas a la luz de la Palabra de Dios, y celebrando los sacramentos que nos alimentan y confortan en el caminar de cada día, vamos creando lazos de auténtica fraternidad.

Esta Iglesia tiene como lugar simbólico de unidad y comunión la Basílica de S. Juan de Letrán, primer templo del mundo cristiano, catedral del Obispo de Roma, el Papa, y que en este día nos invita a estrechar los lazos que a toda la comunidad cristiana del mundo nos une en el Señor.

Lo mismo que comprendemos que nuestra realidad personal es portadora de la dignidad de los hijos de Dios, también reconocemos que no somos los únicos en ostentar esta cualidad, y que todos los que hemos sido constituidos en hermanos por Jesucristo, formamos la gran familia eclesial. Una familia en la que todos contamos y a la que cada cual contribuye con los dones que del Señor ha recibido. Una familia en la que los diferentes ministerios y carismas se articulan animados por el Espíritu Santo para vivir con fidelidad la misión que hemos recibido de Jesucristo.

Hoy pedimos de manera especial por aquellos que han sido llamados al servicio ministerial. Por nuestros Obispos, sucesores del colegio apostólico, que en medio de las dificultades del presente nos ofrecen el testimonio de sus vidas, la entrega servicial de sus personas y, sobre todo, el anuncio permanente de la Palabra de Dios de forma autorizada y fiel.

La fiesta de la dedicación de S. Juan de Letrán nos vincula de forma especial al sucesor de Pedro, el Papa. Nuestra Iglesia católica reconoce en el Primado de Pedro una función esencial para el desarrollo de la misión encomendada por el Señor. El Papa es garante de la comunión en la Iglesia, “principio y fundamento perpetuo y visible de unidad” (LG 23), es Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia. Esta sucesión ininterrumpida desde que el Señor encomendara a S. Pedro que “apacentara a sus ovejas y cuidara de sus corderos” ha llegado hasta nuestros días en la persona del 266º sucesor del Pescador de Galilea, el Santo Padre Francisco.

Que importante es para el sano mantenimiento de nuestra fe y comunión eclesial agradecer el don del ministerio pastoral. La Iglesia, a pesar de haber vivido situaciones delicadas en su larga historia, ha contado siempre con personas entregadas y dedicadas por entero al Señor y a los hermanos, viviendo con fidelidad su misión evangelizadora. Ese generoso servicio ministerial, sostenido por la oración de todos los fieles, por el fraternal afecto hacia sus pastores y por la corresponsabilidad que nace del bautismo común, es lo que contribuye a la construcción del Reino de Dios en medio de nuestro mundo.

La profecía de Ezequiel sigue haciéndose realidad cada vez que un corazón generoso escucha con confianza la llamada de Dios; “Vi que manaba agua del lado derecho del templo y habrá vida dondequiera que llegue la corriente”.

Porque del templo que somos cada uno de nosotros, y de este templo que es la Iglesia de Cristo sigue manando agua cada día. Un agua capaz de regar la aridez de nuestro mundo para hacer que emerja con vigor la fuente de la fe, la esperanza y el amor.

Que la vivencia personal y comunitaria de nuestra fe nos hagan generosos en la transmisión de la misma a los demás.