jueves, 29 de noviembre de 2018

I DOMINGO DE ADVIENTO



DOMINGO I DE ADVIENTO

2-12-18 (Ciclo C)



       “Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. Con esta frase de Jesús como fuerte llamada para la esperanza, comenzamos este tiempo de Adviento. Cuatro domingos que nos irán acercando y preparando para acoger a Dios en nuestra vida de forma renovada y gozosa.



       El adviento es ante todo expectación ante la proximidad de Alguien que desde hace mucho tiempo venimos esperando; la entrada de Dios en la historia humana. No es una mera repetición ritual; hoy comienza para nosotros la cuenta atrás y por delante tenemos un tiempo precioso para preparar adecuadamente nuestra vida, a fin de favorecer el encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo.



       Adviento supone disposición y compromiso para abrirnos a Dios y dejar que ciertamente libere nuestro ser y transforme el mundo instaurando su reinado. Todo ello en esta realidad que presenta tantas amarguras e injusticias.

       Iniciamos el advenimiento de Dios con nosotros, cuando las divisiones y guerras entre los pueblos, la violencia y el terror en tantos lugares, la dura crisis económica y la miseria de millones de seres humanos, tiñen de desesperanza nuestra realidad más cercana haciendo increíble el que Dios pueda nacer en este entorno.

       Los dirigentes del mundo no entienden que el camino de la paz pasa por la libertad y la justicia de todos los pueblos. Cada uno busca su interés económico o material aún a costa de vidas humanas, utilizando los medios de propaganda conforme a su ambición.

       El evangelio de hoy nos muestra con un lenguaje lleno de simbolismo, la cantidad de catástrofes, miserias y violencias que la humanidad soporta. Algunas de ellas responden a fenómenos naturales, en ocasiones provocados por el abuso y la destrucción de la naturaleza, pero en la mayoría se debe a la crueldad del hombre que en vez de haber buscado la fraternidad se ha convertido en fratricida y en vez de vivir la solidaridad se ha cegado por el egoísmo y la ambición. Cómo no ansiar una liberación que nos devuelva nuestra dignidad y alegría.



       Por qué no va a ser posible que comenzando por el núcleo familiar, y prosiguiendo en el entorno social de cada uno, se provoque el nacimiento de una nueva humanidad.

       Pues bien, creemos que cabe la esperanza. Nosotros, los cristianos no podemos arruinar nuestro ánimo ni presentarnos ante el mundo derrotados en el desamor. Hemos de seguir esperando aún teniendo en contra situaciones desfavorables. Nos hemos fiado del Señor, y él mismo nos ha prometido su presencia hasta el fin de los tiempos.

       La fe que profesamos debe colorear el presente infundiendo a nuestro alrededor un ambiente nuevo, solidario y fraterno capaz de generar esperanza en los demás. Dejar que nuestras ilusiones se apaguen o que nuestro compromiso decaiga, es sucumbir ante la adversidad y renunciar a ser luz en medio de las sombras de este mundo.

       Necesitamos fortalecer nuestra vida de oración. Recurrir permanentemente al Señor para que nos muestre el camino a seguir y nos ayude a recorrerlo con la fuerza de su Espíritu. Pero rogar a Dios nos ha de llevar a poner de nuestra parte todo lo humanamente posible.

       Las víctimas de este mundo se encuentran muchas veces tan abatidas que les es imposible salir adelante solas. Hemos de estar a su lado, acompañarlas en todo momento y comprometernos activamente por la transformación de su situación desde la denuncia de la injusticia y la búsqueda de su dignidad. Son signos elocuentes de esta grandeza humana, gestos como la disposición de viviendas para familias desahuciadas, y campañas como la recogida de alimentos.

En el adviento dirigimos nuestra mirada hacia el Dios-con-nosotros que está por llegar. En su nacimiento se regenera la vida y la esperanza, posibilitando que emerja una nueva creación. La cual resultará imposible si no se produce en cada uno de nosotros una verdadera renovación personal y espiritual.

La liberación a la que somos llamados por el Señor en este primer domingo, pasa por nuestra conversión personal. Por preparar adecuadamente el camino que nos acerca a su amor sabiendo que todavía son muchas las barreras que nos separan del encuentro pleno con él y con los hermanos.

Y el Señor nos hace una clara promesa por medio de su palabra; si somos capaces de favorecer este encuentro con él, “veremos la salvación de Dios”.

       Al comenzar este adviento, podemos aceptar que el camino que tenemos por delante no es sencillo ni cómodo, pero con la fuerza de Dios y nuestra fidelidad a su amor desde el compromiso por los necesitados, es posible confiar en la victoria del Señor y de su Reino.

       Fue en medio del desasosiego donde resonó la Palabra de Dios haciéndose carne en María. Fue en medio de la noche y lejos de la comodidad donde nacía el Hijo de Dios. Fue en las afueras de Jerusalén y en una cruz ensangrentada donde brilló la luz de la vida definitiva, de Cristo resucitado.



       Este tiempo de adviento nos ha de ayudar a buscar caminos que nos conduzcan al Dios de la misericordia, que por amor se encarnó en nuestra historia y por su compasión la ha reconciliado para siempre.

       Dios está con nosotros, y en esta cercana familiaridad nos sigue enviando a preparar su venida. Que su amor nos fortalezca y su misericordia nos impulse a transformar nuestro mundo, comenzando por nuestras familias que han de ser escuela de humanidad y fermento de paz.


miércoles, 21 de noviembre de 2018

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO



DOMINGO XXXIV TIEMPO ORDINARIO

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO 25-11-18 (Ciclo B)



Terminamos el tiempo litúrgico ordinario con esta solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Una fiesta en la que reconocemos a Jesús como nuestro Señor, y en la que anhelamos la instauración de su Reino entre nosotros; el nuevo Pueblo de Dios que animado por el Espíritu Santo va desarrollando una humanidad reconciliada donde todos, sin exclusión, vivamos la auténtica fraternidad de los hijos de Dios.



El Evangelio que hemos escuchado, narra una experiencia en la que la realeza es sinónimo de poder absoluto. Poncio Pilato con sus preguntas cargadas de recelo y descrédito busca desenmascarar a un rival; sin embargo se encuentra ante un hombre sencillo, despreciado y humillado que le desconcierta, porque en su debilidad reside su fuerza y su palabra señala la verdad: “Mi reino no es de este mundo”, responde Jesús ante la insistencia del gobernador.

El reino que Dios quiere, no encuentra en este mundo su lugar apropiado. Y no es porque no se haya esforzado el Creador en poner todo de su parte para que germinara ese proyecto de vida en plenitud tan deseado para sus hijos. Su Reino no germina por la dureza de una tierra que no se deja empapar, donde la terquedad del corazón humano sometido a sus ambiciones, siembra de injusticia la realidad.

Dios ha enviado sus mensajeros delante de él, hasta a su propio Hijo Jesús;  y como vemos en el evangelio que hemos escuchado, será sentenciado a muerte. El rechazo de Dios y de su reinado es la realidad a la que ha de enfrentarse el Señor antes de morir.



Y sin embargo nosotros hoy seguimos confesando a Cristo como el Rey del universo y nos sentimos llamados a favorecer el desarrollo de su reinado desde los valores permanentes e irrenunciables del amor, la justicia, la verdad, la libertad y la paz.

Y es que Dios ha puesto este mundo en nuestras manos y con ello nos está invitando a proseguir su obra creadora. A través de nuestro compromiso con el presente, de nuestra implicación en los asuntos temporales, hemos de avanzar en la consecución del reinado de Dios como meta y horizonte de nuestras vidas. El Reino de Dios ha de germinar en todos los ámbitos de la sociedad por medio de la implicación de los cristianos en aquellas realidades donde se decide el destino del ser humano. Es decir, en la vida pública.

Por eso, cuando los cristianos se comprometen en el mundo social y político, y siendo elegidos de forma libre y democrática reciben la confianza de sus conciudadanos, no tienen un cheque en blanco para hacer lo que les venga en gana subordinando sus convicciones a los intereses ideológicos, sino para que siendo fieles a su fe, y a los principios morales que de ella se derivan, pongan todos sus esfuerzos y sacrificios al servicio del bien común, la defensa de la vida humana, la promoción y el desarrollo de los más necesitados, y la concordia y la paz entre todos los pueblos desde la auténtica solidaridad.

     

Los cristianos comprometidos en la vida pública no lo están para mimetizarse con el entorno, sino para que con su voz, sus propuestas y trabajos, inserten una llama de esperanza y una bocanada de frescura que proviniendo de su fe en Jesucristo, renueve los pilares de la tierra cimentándola con los valores del evangelio.

Muchas veces se sentirán incomprendidos y enfrentados a sus propios compañeros de grupo, otras sentirán la presión de la comunidad eclesial que les exige más compromiso. Ciertamente no resulta sencillo comprometerse con la realidad presente, pero esa es la vocación de todos los cristianos, que según nuestras capacidades debemos asumir con coherencia y fidelidad al Señor.

Para ello cuentan con el apoyo y la oración de toda la Iglesia, y el estímulo fecundo del Espíritu Santo que los alienta en su misión.

El reinado de Dios se va sembrando en cada gesto de misericordia y compasión para con los más pobres y necesitados. Ésta ha de ser una labor constante de toda comunidad creyente y ha de marcar el corazón de la vida social y de las leyes que la regulan de manera que éstas sean realmente justas.



Los signos del Reino de Dios no pueden ser percibidos si a nuestro alrededor se impone la desigualdad, la marginación o la violencia. Y en los tiempos de especial dificultad social y económica, como los presentes, mayores han de ser los esfuerzos por sembrar la semilla de la esperanza desde el compromiso activo con los más desfavorecidos.



Por último, si algo destaca con vigor la llegada el Reinado de nuestro Dios y así se ha podido escuchar siempre a través de su extensa Palabra revelada, es la paz. Desde el momento del nacimiento de Cristo hasta su muerte, Dios ha sembrado la paz en la tierra. “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.

La paz es el saludo y el deseo más entrañable que se puede ofrecer. Una paz que sellada con el perdón de Jesús, agonizante en el tormento de la cruz, abre la puerta a la reconciliación y a la salvación de todos.



Hoy celebramos y confesamos a Jesucristo como el verdadero y el único Señor del Universo lo cual nos ha de llevar a trabajar por su reinado, con entrega y confianza. Sabiendo que este Reino no es obra de nuestras manos, sino don de su amor y misericordia, y que aún siendo conscientes de que el Reino de Dios no se puede dar de manera plena en el presente, sometido al mal y al pecado, no por ello dejamos de entregar nuestra vida para que de alguna manera vaya emergiendo, porque el Señor ha puesto en nosotros su confianza.

Jesús no impuso su palabra ni sus convicciones. Sólo las propuso con sencillez y eso sí, acompañadas en todo momento con la autenticidad de su propia vida. Ni en los momentos más duros de su predicación ni ante el abandono de los más cercanos cae en la tentación de los atajos falsos, la ira o la condena a este mundo hostil. Su respuesta siempre fue la mirada limpia para perdonar, el corazón dispuesto para amar y los brazos abiertos para acoger a los demás.

Así iba sembrando su reino, y convocando a él a ese Pueblo Santo que tomó forma de comunidad de seguidores, la Iglesia, y que a pesar de los muchos avatares por los que ha pasado en la historia, podemos sentir que su presencia alentadora sigue entre nosotros y nos anima a mantenernos fieles a su amor.

Hoy damos gracias al Señor por conservar fiel su promesa de estar a nuestro lado todos los días de nuestra vida, y confiamos en que la fuerza de su Espíritu Santo seguirá animando nuestros corazones para colaborar en la construcción de su reinado hasta que lo vivamos plenamente junto a él en la Gloria eterna. Que así sea.





sábado, 3 de noviembre de 2018

DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO

4-11-18 (Ciclo B)



Un domingo más nos congregamos para celebrar el Día del Señor, el encuentro semanal y comunitario de quienes compartimos la misma fe y esperanza, unidos en el amor fraterno.

Y en este domingo, la Palabra que hemos escuchado, nos ayuda nuevamente, a centrar nuestra atención hacia lo fundamDOMINGO XXental. Hace unos días, un joven preguntaba a Jesús sobre lo que tenía que hacer para heredar la vida eterna, y hoy otro personaje le interroga acerca del mandamiento principal.

Todo ello nos muestra el gran interés de toda persona religiosa por llevar una vida conforme a la ley de Dios, al cumplimiento de sus normas y preceptos, lo cual está bien si no reducimos la fe, a esa observancia legal sin  más.



Jesús, conocedor, como lo era, de la ley de Moisés, y de la gran importancia que tenía para el pueblo judío el cumplimiento estricto de la Torah, va a responder a la pregunta del escriba resumiendo toda esa ley en el único precepto fundamental; amar a Dios con todo el corazón, con todo nuestro ser, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.



Qué necesario es tener claro en la vida lo realmente importante. Ciertamente para vivir con los demás, necesitamos una serie de pautas que nos ayuden a desarrollar esa vida desde la armonía, el respeto y la justicia para con los otros. Y así podemos entender que desde el plano social, hasta el religioso, necesitemos de una serie de principios y normas que favorezcan esa convivencia serena y pacífica entre todos.

Pero esos principios han de ser tenidos como valiosos en la medida en que están encaminados hacia lo fundamental, que es el amor.

Un amor que nace de Dios que nos ha llamado a la vida, y un amor que tiene su correspondencia esencial en la relación con los demás hombres y mujeres entre quienes desarrollamos esa existencia.



Sin el amor como fundamento de las relaciones humanas y cristianas, ninguna otra norma de conducta se sostiene. Si  nos falta el amor de nada sirven los ritos, e incluso las oraciones. Sin amor las normas se convierten en imposiciones, las leyes en pesadas cargas y hasta la oración se rebaja a la pura palabrería.



Esta pregunta evangélica, formulada por aquel escriba, ha de suscitar en nosotros una revisión profunda sobre la autenticidad de nuestra fe. ¿Somos conscientes de amar a Dios sobre todas las cosas? ¿Estamos seguros de poner al Señor en el principio y fundamento de nuestra vida? ¿Cuenta él lo suficiente a la hora de tomar las decisiones importantes?

Porque amar a Dios sobre todo sólo es posible entablando una relación íntima y confiada con él. Amamos a quien conocemos de verdad, a aquellas personas con las que estamos a gusto y nos sentimos acogidos y queridos. Ese amor se hace entrañable, cercano, sincero, y desde él nos sentimos realmente dichosos y plenamente realizados.

Amar a Dios sobre todas las cosas, con toda nuestra mente y nuestro ser, no es una norma, porque el amor jamás se puede conseguir por decreto. El amor es gratuito, generoso, desbordante. El amor o se siente y se vive desde la libertad y la gratuidad, o se convierte en una relación impositiva y esclavizante.



Qué grande es sentir ese amor intenso con Dios, poder vivirlo con la plena conciencia de estar siempre bajo su amparo, de tenerle como el gran amigo en nuestro cotidiano caminar, y saber que en todo momento y circunstancia permanece a nuestro lado.

Vivir bajo ese amor conlleva unos frutos de vida entregada y generosa para con los demás. Por eso Jesús cierra el mandamiento del amor a Dios con la segunda propuesta de amar a los hermanos como a nosotros mismos. Porque ellos, nuestros semejantes son imagen de Dios, miembros de nuestra familia humana y que han sido bendecidos con el mismo amor del Padre.

Y por esa misma razón el apóstol S. Juan en su primera carta, llega a asegurar que “quien dice que ama a Dios a quien no ve, y no ama a su hermano a quien sí ve, es un mentiroso”.



Es verdad que el amor a Dios no nos trae tantos quebraderos de cabeza como el amor a los hermanos. Dios nunca nos defrauda, él siempre permanece fiel a su palabra e incluso en los momentos de mayor adversidad sentimos su presencia alentadora y su amor reconfortante. Sin embargo entre nosotros no siempre las relaciones que establecemos nos acercan a la fraternidad, e incluso muchas veces nos enfrentan y distancian. Por eso mismo debemos esforzarnos en cuidar con afecto la relación con los demás. Tener los mismos sentimientos que Jesús para perdonar, acoger y comprender a quienes mayores dificultades ofrecen, sabiendo que no se trata de soportar una realidad ajena a nosotros, sino que todos formamos parte de la misma realidad fraterna y compartimos igual responsabilidad para su cuidado.



El pasado jueves celebrábamos la fiesta de todos los Santos. Ellos nos han mostrado con especial claridad un estilo de vida sustentado en la vivencia de ese amor hasta el extremo. Su entrega generosa y desinteresada en favor de los más necesitados, su experiencia profunda y cercana con Jesucristo, y en muchos casos su testimonio valeroso y fiel que les llevó al martirio, son para nosotros un ejemplo a seguir en toda su riqueza y verdad. Ellos son los mejores hijos de la Iglesia, los que dan brillo y autenticidad a la experiencia de la fe.

Por eso nos seguimos encomendando a su intercesión, porque sabemos que también nosotros estamos llamados a compartir su misma vida en plenitud, y que ese camino que ellos recorrieron, hoy se abre ante nosotros de par en par a fin de transitarlo con su misma apertura al amor de Dios y con la firme voluntad de ser en medio de nuestro mundo sus testigos.



Que ese amor que Dios a puesto en nuestros corazones vaya configurando nuestras vidas, de manera que seamos fieles testigos de su Palabra, y que con la fuerza de su Espíritu Santo, vayamos construyendo su Reino de amor, de justicia y de paz.