sábado, 28 de abril de 2018

DOMINGO V DE PASCUA



DOMINGO V DE PASCUA

29-4-18 (Ciclo B)

      “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante”.

      Esta frase del evangelio, podemos acogerla hoy como el resumen de toda la Palabra proclamada, y además como el principio de la comunión en la Iglesia, nota fundamental de nuestro ser Pueblo de Dios.

      Durante estos días vamos celebrando con alegría el tiempo gozoso de la Pascua. En el que recordamos el núcleo de nuestra fe, la resurrección del Señor. Somos cristianos porque reconocemos en Jesús a nuestro Salvador, el Dios con nosotros que ha vencido a la muerte y nos ha abierto el camino de la vida en plenitud.

      Toda la liturgia de este tiempo de gracia nos muestra cómo vivieron aquellos discípulos este momento tan importante. Unos se encontraron la tumba vacía, otros descubrieron a Jesús cuando huían hacia Emaús. Otros reciben su visita cuando encerrados por el miedo a los judíos más necesitaban de la fuerza del Señor.

      Hay quien a pesar de todo no lo cree y necesita tocar personalmente a Jesús para aceptarlo. Y también habrá quienes crean en él sin haberlo visto nunca y se fíen del testimonio de otros creyentes.

      Nuestra fe no es sólo la crédula aceptación de lo que otros dicen. Es una fe personalizada en nuestro encuentro personal con el Señor, y avalada por el compromiso auténtico de otros hermanos que a lo largo de los siglos han vivido la unidad de la fe, sabiendo compartir su esperanza y buscando honestamente la voluntad de Dios en cada momento.

      Aquí está la única garantía que los cristianos tenemos de andar por el camino de la verdad, la comunión eclesial. Todos somos libres para pensar, decidir y optar en la vida, pero todo ello ha de estar iluminado por nuestra fe cristiana, la cual será auténtica y verdadera si se vive en la plena unidad eclesial. La comunión entre los cristianos que formamos la Iglesia es la única garantía de autenticidad y fidelidad a Cristo.

      S. Pablo comprendió muy bien esta necesidad de comunión eclesial. El se sentía elegido por el mismo Jesús en aquel camino hacia Damasco. En su encuentro con el Resucitado experimenta una transformación vital, de modo que de perseguidor de cristianos pasará a ser testigo cualificado de la fe. Elegido personalmente por el Señor para abrir el evangelio a los gentiles, a los alejados.

      Sin embargo, y pese a saberse enviado por el mismo Jesucristo, siente que le falta algo fundamental, el reconocimiento del grupo de los discípulos de Jesús, y en especial de aquellos que el mismo Señor colocó al frente de su pueblo, los Apóstoles con Pedro a la cabeza.

No se puede ser cristiano por libre, al margen de la Iglesia. Una cosa es creer en algo, y otra muy distinta creer en Jesucristo. Las creencias u opiniones subjetivas no conllevan la entrega de toda la vida. La fe en Jesús implica su seguimiento, la adhesión vital a su persona y la vinculación al grupo de sus seguidores que es la comunidad cristiana, la Iglesia, fraternidad de hermanos que comparten su fe, congregados en el amor.

      Así es como debemos vivir nuestra experiencia cristiana. Necesitamos de los demás para sentir de forma afectiva que somos parte de la gran familia cristiana. Por Jesús hemos descubierto el rostro paterno de Dios. En Jesús hemos sido adoptados como hijos por Dios y así nos reconocemos hermanos. Y es en esta fraternidad donde recibimos el envío misionero por el Espíritu Santo que se nos ha dado en el bautismo.

      Fuera de la Iglesia se hace muy difícil vivir la fe en Jesús; y al margen de ella, es imposible asegurar que esa fe nuestra sea auténticamente cristiana.

      La unidad entre la vid y los sarmientos es tan esencial, que si nos separamos del tronco que nutre la fe, que es Cristo, acabamos secando nuestra esperanza y vaciando de sentido nuestras opciones. Y esa unidad con Jesucristo sólo se puede garantizar si vivimos unidos entre quienes nos reconocemos sus discípulos y hermanos en el amor del Señor. Lo cual no es por capricho nuestro, sino por expreso mandato suyo.

      Para asegurar esta dimensión comunitaria, Jesús instituyó el grupo de los Doce. Aquellos discípulos del Señor que vivieron a su lado y recibieron de Él el envío de anunciar el Evangelio a todas las gentes, fueron sucedidos por otros hermanos en la fe, los obispos. Y en esta sucesión apostólica que llega hasta nuestros días, se sustenta la misión de velar por la unidad de la Iglesia, la comunión entre sus miembros y la garantía para que todos seamos realmente fieles seguidores de Cristo.

      Los ministerios en la Iglesia no son motivo de poder, ni de orgullo, ni de prestigio social. Son servicios para la unidad, la verdad y la esperanza de todos. Ni el Papa ni los Obispos han de ser vistos como modelos de jefes o mandatarios a la usanza del poder civil. La autoridad en la Iglesia no es sinónimo de poder sino de sacrificio y entrega a los demás, y en todo caso su ejercicio no es para un beneficio personal sino como disponibilidad y entrega para el bien de los hermanos.

      Cuando nos distanciamos del sentimiento unitario de la comunidad eclesial, y elevamos a categoría de absoluto nuestro propio pensamiento individual, cerrando la puerta al contraste y a la escucha de los hermanos, al final también nos cerramos a la palabra del mismo Dios. Y si perdemos esta necesaria referencia al evangelio de Jesús, convertiremos la fe en ideas sonoras, pero vacías de contenido real.

      Precisamente esta falta de atención a la voz de los hermanos y de los pastores de la Iglesia, es lo que nos lleva a situarnos ante problemas cruciales del presente de una forma superficial y excesivamente a-crítica, dejándonos llevar por la marea del pensamiento hedonista, y perdiendo capacidad de ser luz y referente para los demás.

La identidad cristiana ha de unir la confesión de la fe en Jesucristo con el testimonio de una vida que se desarrolla en coherencia con su Evangelio. Y cuando surgen dudas legítimas en el ejercicio cotidiano de nuestras responsabilidades familiares y sociales, es más que razonable el intentar dirimirlas a la luz de la fe, mediante el contraste con otros creyentes en la comunión eclesial.

Vamos a pedir hoy al Señor por esta unidad esencial en su Iglesia, para que en medio de tantos intereses personales e ideológicos, no olvidemos nuestra vocación de hijos de Dios en permanente atención a su llamada, y dejemos que sea Jesucristo, el Señor, quien nos ayude a descubrir que nuestra dicha está en este proyecto de hermanos que él nos ofrece.

Que sintamos siempre que la comunión eclesial es similar a la unidad del sarmiento a la vid, y así vivamos una fe vigorosa y fecunda en medio de nuestro mundo, siendo luz que ilumine con la verdad del evangelio, y sal que dé sabor por nuestro testimonio generoso y fiel.


martes, 17 de abril de 2018

DOMINGO IV DE PASCUA



DOMINGO IV DE PASCUA

22-4-18 (Ciclo B)



      En este tiempo pascual vamos desgranando las diferentes experiencias gozosas de encuentro con el Señor resucitado. Y nosotros, como herederos de aquella primera vivencia que ponía en marcha la Iglesia de Jesucristo, también hoy nos fijamos en el rostro del Buen Pastor.



      Jesús es el Buen Pastor, el que da su vida por aquellos a los que ha congregado junto a él en el nuevo pueblo de Dios. El simbolismo que nos transmite esta imagen del pastor y sus ovejas, es uno más entre los muchos que nos muestran el amor incondicional de Jesús para con todos nosotros.

      Buen Pastor es el que da la vida por sus ovejas, el que camina delante para descubrir los pastos adecuados y evitar los peligros que acechan. Buen Pastor es el que conoce a su rebaño, y éste se siente seguro junto a quien lo pastorea.

      Utilizando la realidad cercana para aquellos que lo escuchaban, pues muchos eran pastores, Jesús marca nuevas metas a quienes han de asumir la responsabilidad de recoger su testigo en el servicio pastoral de su pueblo, los discípulos y sus sucesores.

      Llamados a entregar la vida por toda la comunidad cristiana, y fomentando la comunión, los pastores han de buscar la unidad en el amor y en la fe, desarrollando y proponiendo modelos de convivencia que mantengan en la auténtica fraternidad a quienes hemos sido constituidos hermanos e hijos del mismo Padre Dios.



      Esta es la misión fundamental de los Pastores de la Iglesia y por la que todos hemos de orar a fin de que el Pueblo de Dios siempre se mantenga unido en la fe, la esperanza y el amor. De este modo podrá dar testimonio de Jesucristo a todas las gentes.

      Pero la vocación de Jesús como Buen Pastor, no termina  en los límites de su rebaño. “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer”. Jesús sabe que aún falta mucho camino por andar para que la humanidad entera sea congregada en un mismo proyecto de hermanos e hijos del mismo Padre Dios, que  nos ha creado en el amor. Y hay que comenzar a construirla desde el presente donde este pueblo santo que es la Iglesia, naciendo con la vitalidad fecunda de la resurrección de nuestro Señor, ensanche su mirada y abra sus horizontes, para sentirse enviada a anunciar el Evangelio a todas las gentes sin distinción.



      El buen pastor de nuestros días, ha de asumir como un deber de su fe y de su misión, el acercamiento a los alejados, la preocupación por aquellas personas que todavía no conocen a Jesucristo, o que tienen una idea deficiente y difusa de él, y buscarán los modos y tiempos adecuados para poder proponer con sencillez y verdad el mensaje del Evangelio, “a tiempo y a destiempo”, impulsados por el Espíritu Santo.



      Hoy es un día en el que todos tenemos que pedir al Señor que siga enviando pastores buenos a su pueblo. Personas capaces de vivir con entrega y generosidad su fe y optar como proyecto de sus vidas por la construcción de la comunidad cristiana, su unidad fundamental en la comunión eclesial y su proyección misionera. Celebramos la Jornada mundial por las vocaciones, con la responsabilidad de quienes sabemos que aunque las vocaciones son un don de Dios, también nosotros lo debemos vivir como tarea apremiante ante la escasez de las mismas.

      No podemos contentarnos con decir que pertenecemos a la Iglesia de Cristo, eso no es suficiente. Asumir nuestra identidad cristiana supone además de construir la comunidad cada día, ensanchar sus muros y hacerla acogedora para otros muchos que aún no están en ella. Hemos de ser transmisores de la fe por medio del amor. Y la transmisión sólo es posible si hay discípulos vocacionados.

      Somos testigos de la fe en Jesucristo, el Señor, quien nos ha mostrado el rostro de Dios como Padre de todos, y que con su vida y su entrega absoluta, ha trazado un camino nuevo donde quienes lo siguen encuentran su dicha y completan su esperanza. Él es el Hijo único de Dios que superando la muerte, nos ha abierto a puerta de la vida en plenitud.

      El discípulo del Señor ha de conducir su vida por sendas de justicia y de solidaridad. Con las alforjas de la entrega y de la generosidad, y con las herramientas de la misericordia y del perdón que siempre son creadoras de esperanza en medio de las adversidades. Buscando el bien de los hermanos y renunciando a todo aquello que nos divide, enfrenta o separa. El buen pastor no necesita demasiadas cosas para desarrollar su labor, y el exceso de peso material siempre es un estorbo para la misión.

El buen pastor, como señalaba antes, ha de vivir su vocación en la auténtica fraternidad ministerial y en la comunión eclesial. Los pastores de la Iglesia no somos dueños del rebaño, ni lo podemos conducir a nuestro antojo. Sólo hay un único Pastor que es Jesucristo, que ha confiado la misión de la unidad a su Iglesia bajo la guía Pedro y los apóstolos, y aquellos que legítimamente les han sucedido hasta nuestros días. La unidad en la Iglesia, vivida en fidelidad al evangelio de Cristo, es signo de autenticidad y de verdad.



      Qué sencillo parece y sin embargo cuanto nos cuesta mantenernos unidos. Cómo vamos dejando que las discordias y las diferencias se adueñen del ambiente que rodea las relaciones humanas. Unas veces por intereses ideológicos, otras materiales.



      La responsabilidad con el presente, nuestra vinculación en los asuntos temporales y las opciones ideológicas, no deben truncar nuestra vocación cristiana, ni la misión que en la comunidad hemos recibido por el envío apostólico.

      La fe ha de iluminar toda nuestra vida y sus concreciones en los diferentes ámbitos de la misma. Un cristiano no puede llamarse así y olvidar el dictado de su conciencia a la hora de tomar graves decisiones.

     

Hoy contemplamos al Buen Pastor, y ante él pedimos que nos siga enviando pastores que a su imagen, acompañen y animen la fe de su pueblo. En esta jornada pedimos especialmente por el Papa Francisco, sucesor del Apóstol Pedro en quien recaía la misión de sostener la fe de sus hermanos y congregarlos en la unidad. También pedimos por nuestro Obispo Mario, él ha recibido del Señor la misión de apacentar esta Iglesia de Bilbao, revitalizando sus raíces creyentes para iluminar nuestro mundo con la luz de la fe.



Que el      Señor sigua enviando obreros a su pueblo, para que viviendo en plena unión con él, alienten la fe de los hermanos, y así podamos caminar juntos por sendas de justicia y de solidaridad hasta encontrarnos en su Reino de amor y de Paz.


jueves, 12 de abril de 2018

DOMINGO III DE PASCUA



DOMINGO III DE PASCUA

15-4-18 (Ciclo B)



El domingo pasado, destacábamos la actitud alegre como exponente de la realidad pascual que vivimos los creyentes. Una alegría serena y realista que sin perder de vista la verdad de nuestro mundo, con sus muchas oscuridades, no por ello se dejaba arrebatar el gozo que siente nuestro corazón al celebrar el triunfo de Cristo sobre la muerte.

Esta alegría pascual puede parecer empañarse ante la llamada a la conversión que la Palabra de Dios nos invita a vivir hoy. Y esto porque hemos reducido la realidad de la reconciliación a momentos puntuales como la cuaresma o el adviento, mientras que si profundizamos en la experiencia pascual, la verdadera conversión se suscita en el encuentro con Cristo resucitado.

Pedro en el relato de los Hechos de los Apóstoles inicia su predicación arrancando de la dramática realidad vivida ante el martirio del Señor. “Matasteis al autor de la vida”, con esta contundencia denuncia la responsabilidad de la que todos participan. Unos por ser instigadores, otros ejecutores y todos complacientes espectadores que sin hacer nada, dejaron ajusticiar a Jesús, como si de un criminal se tratara.

La denuncia del apóstol exige una gran valentía para asumir por una parte, que él mismo lo había negado y por otra que el perdón de Dios se extiende a todos sin distinción, si con sinceridad asumimos nuestra vida y la reorientamos hacia el amor que Dios nos ofrece.



Pedro anuncia a Jesucristo muerto y resucitado, fin último del plan salvador de Dios anunciado desde antiguo, y en quien se han cumplido todas las promesas del Creador. Nuestro actuar humano está muchas veces empañado por la ignorancia, el miedo o la desidia. Pero la luz pascual ante la resurrección del Señor, nos ayuda a contemplar nuestras vidas con una actitud nueva, con esperanza y fidelidad.

Esperanza porque ahora nuestros temores han sido superados ante la experiencia de encuentro con Jesucristo resucitado, y confianza dado que sabemos que Dios no nos ha abandonado, y que su Espíritu permanece alentando la fe y el amor de su pueblo.



Así lo experimentaron aquellos discípulos del Señor en los diferentes encuentros con él vividos. Los evangelistas nos narran cómo muchas veces permanecía la duda o el temor, cómo la sorpresa les deja sin palabras y lo que les cuesta abrir el corazón para creer que su Maestro sigue vivo.

Pese a todo el saludo del Señor es siempre el mismo, “paz a vosotros”. No les reprocha ni su abandono ni su temor. Jesús comprende la dificultad humana para entender con tantos prejuicios como tenemos. Por eso necesitamos que él nos abra el entendimiento y que nos ayude a profundizar desde la fe, en el misterio del destino último de nuestras vidas.



Y aunque queramos acoger sin recelo la novedad de esta experiencia gozosa que nos ayuda a esperar un futuro en la plenitud de la vida divina, también debemos asumir que es necesario pasar por el trance de la cruz; “era necesario que el Mesías padeciera, resucitara de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicara la conversión y el perdón de los pecados”.

Una tentación de todos nosotros es querer esquivar la cruz. A nadie le gusta el sufrimiento ni el dolor, como tampoco a Jesús. Cuando la comunidad cristiana habla de asumir la cruz, no lo hacemos como elección positiva, buscando el sufrimiento gratuito. Asumir la cruz significa afrontar con valor las consecuencias de una vida coherente con la fe confesada. Aceptar los costes que conllevan en nuestros días ser discípulos de Jesucristo, y no negarle o traicionarle como tantas veces, desde el comienzo mismo, hacemos los que a pesar de tener un corazón bien dispuesto, nos vence el temor o la duda.

Eso es lo que aquellos discípulos, con Pedro a la cabeza, intentan transmitirnos. Ellos mismos siguieron al Señor con entusiasmo, lo conocieron y amaron como nadie, y sin embargo en el momento fundamental le fallaron. Ahora nos intentan transmitir con su predicación que estemos alerta en la vida, que nosotros no somos mejores que ellos ni tenemos una fortaleza especial por mucho que sepamos que Cristo ha triunfado sobre la muerte. De hecho podía parecer que para la comunidad nacida tras la resurrección de Jesús le sería más llevadero soportar las dificultades del camino porque conocía el final victorioso del Señor. Y sin embargo no fue así.

Por eso es necesario mantener viva la confianza en la misericordia del Señor. Y la llamada a la conversión que hoy se nos hace es para aceptar con humildad el peso de nuestras cobardías y temores, y ponerlos ante el Señor para que él nos ayude a superarlos con valor.

Los discípulos de Jesús volvieron a mirar al Señor con entereza y sencillez. Y en el cruce de sus miradas no sólo no encontraron reproches ni condenas, sino una acogida llena de amor por parte de aquel que entregó su propia vida por ellos y por toda la humanidad.

También nosotros debemos saber levantarnos cada vez que tropezamos y caemos, sabiendo que si grande es el mal cometido o la distancia que nos separa de Dios, mayor es su amor y misericordia que todo lo vence y regenera para la vida eterna.



Si creemos de verdad que Cristo ha resucitado no podemos desconfiar de su poder salvador, que a todos nos acoge para reconciliarnos con él y entre nosotros.

Esta llamada pascual a la conversión, exige por nuestra parte dos actitudes esenciales, humildad y generosidad.

Sólo la humildad nos ayuda a reconocer la responsabilidad de las acciones cometidas y sus consecuencias para los demás. Los egoísmos, las violencias, los odios y rencores, todo ello precisa de grandes dosis de humildad para ser afrontadas con verdad por nuestra parte a fin de que el Señor las purifique y transforme.

Y la segunda actitud es la generosidad. Tal vez no nos cueste demasiado pedir perdón, pero ¿estamos también dispuestos a perdonar? ¿Somos generosos con los demás, en la misma medida en que deseamos que lo sean con nosotros?

Esta es la gran cuestión que a la luz de la Pascua debemos responder en lo profundo del alma. Cristo murió perdonando a quienes lo mataban, y en su resurrección no buscó la venganza divina. Al contrario. El perdón que descendía de la cruz, en la resurrección de Jesucristo regenera a la humanidad entera y le abre el camino de la vida en plenitud.

Pidamos al Señor en esta eucaristía que nos ayude a experimentar el don del perdón en nuestra vida, porque vivido como él nos ha enseñado, asentado en el amor sincero, es camino de encuentro y de reconciliación sanadora. Y así seremos los cristianos en medio de este mundo nuestro tan necesitado de esperanza, mensajeros de la vida y de la paz.