martes, 26 de mayo de 2020

PENTECOSTÉS



DOMINGO DE PENTECOSTES

31-05-20 (Ciclo A)



       Celebramos hoy la fiesta de Pentecostés, el día en el que por la acción del Espíritu Santo la Iglesia de Cristo toma conciencia de su misión, y se siente llamada a ser evangelizadora de todos los pueblos.

       Si en la fiesta de la Ascensión del Señor recibíamos el mandato misionero, “Id por todo el mundo y anunciad el evangelio....”, hoy recibimos el don y la fuerza necesarios para poder desarrollar esta misión desde la fidelidad al amor de Dios y en comunión con toda la Iglesia.



       Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo, el Dios siempre a nuestro lado que sostiene, anima y alienta nuestra fe y nuestra esperanza para que sea germen de inmensa alegría en nuestros corazones y estímulo para seguir siempre al Señor en cada momento de la vida.

       Muchos son los dones que del Espíritu recibimos, sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, santo temor de Dios, todos ellos orientados a la construcción del Reino de Dios en la comunión eclesial. El Espíritu  Santo es quien anima y da valor en los momentos de debilidad, quien sostiene y alienta ante la adversidad, quien mantiene viva la llama de la esperanza cuando todo parece oscurecerse en nuestra vida, quien nos inunda con un sentimiento de gozo interno desde el que contemplar la vida con ilusión y confianza.

       El Espíritu Santo es quien garantiza que nuestra fe está unida a la vida de Jesús que se hace presente en medio de su Pueblo santo, y quien en cada momento de nuestro existir nos conduce con mano amorosa para vivir el gozo del encuentro personal con él, fomentando la experiencia de la auténtica fraternidad entre todos los hermanos.

       El Espíritu Santo nos une al Padre a través de su amor, y nos hace conscientes de que hemos sido transformados en herederos de su Reino a través de su Hijo Jesús.

       Fue el Espíritu quien acompañó a Jesús en todos los momentos de su vida. El mismo Espíritu que lo proclama el Hijo amado de Dios en su bautismo. Fue el Espíritu Santo quien ayuda a comprender a los discípulos que aquel a quien siguen por Galilea no es un hombre cualquiera, sino que es el Salvador, el Mesías.

       Será el Espíritu Santo quien mantenga en la agonía de Jesús la fuerza para entregar en las manos del Padre el último aliento de su vida. Y es que el Espíritu Santo no deja jamás de su mano a quienes han sido constituidos hijos de Dios.



       Pero esta experiencia personal, profunda y desbordante, la tenemos que vivir en la Iglesia y a través de ella construir nuestra comunidad. Ningún don de Dios es para fomentar el egoísmo personal. Todo don del Espíritu está orientado a construir la comunidad desde la fe, la esperanza y el amor.

       Así vemos, según nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, cómo al recibir el don del Espíritu Santo, los Apóstoles salen a anunciar la Buena Noticia a todos los congregados en Jerusalén, y lo hacen de modo que todos les comprendan.



       Desde el momento de la Creación ha sido voluntad de Dios, que todos sus hijos se salven, para lo cual fue acompañando bajo su mano amorosa a la humanidad de todos los tiempos. Y cuando llegó el momento culminante, envió a su Hijo amado para que por medio de su palabra, su testimonio y la entrega de su vida, todos sintiéramos el amor de Dios y acogiéramos ese don en nuestras vidas.

La vuelta del Hijo de Dios a su Reino, no nos deja abandonados, sigue con nosotros por medio del Espíritu Santo sosteniendo y alentando nuestra esperanza de manera que en nuestro corazón crezca cada día la certeza de participar un día de su promesa de vida eterna.

       Este sentimiento será más fuerte en la medida en que afiancemos en nosotros la comunión eclesial, la unidad fraterna entre los hermanos. La comunión, el sentimiento afectivo de unidad y concordia, es la garantía de que nuestra fe es auténtica. Donde hay división y enfrentamiento, no está el Espíritu Santo; el individualismo y la discordia no están alentados por el Espíritu Santo. Las palabras del Señor “que todos sean uno, como tu, Padre, y yo somos uno”, han de resonar siempre en el corazón de la Iglesia como el único camino para abrirnos al don del Espíritu Santo.



       Hoy volvemos a acoger este don que ya en nuestro bautismo recibimos de una vez y para siempre. En el Espíritu Santo hemos sido hechos hijos de Dios, y aunque ese amor jamás nos será arrebatado, de nosotros depende en gran medida que cada día crezca y madure en lo más hondo de nuestra alma. Así nos llenará de dicha y alegría, nos identificará ante los demás como seguidores de Jesucristo, y nos sostendrá en cada momento de nuestra existencia.



       Acojamos, pues con gratitud, el regalo del Espíritu Santo, y pidámosle que su fuerza regeneradora nos ayude a trabajar cada día en favor del reinado de Dios, de manera que contribuyamos con nuestra fe, amor y esperanza, a la emergencia de una sociedad nueva, en la que la dignidad humana, la libertad del corazón y la luz de la verdad, nos ayuden a acogernos como hermanos y a sentir el gozo de sabernos hijos de Dios.




miércoles, 20 de mayo de 2020



SOLEMNIDAD DE LA ASCENSION DEL SEÑOR

24-5-20 (Ciclo A)



Nos vamos acercando al final del tiempo de pascua. En esta fiesta de la Ascensión del Señor, la comunidad cristiana recuerda el momento en el que Jesucristo resucitado termina su misión entre nosotros y tras enviar a sus discípulos a continuar la obra evangelizadora, regresa al Padre a vivir la plenitud de su gloria.

       La liturgia de este día, nos quiere introducir en la profundidad del sentido último de nuestra vida. Es el final de la historia de la humanidad vista con los ojos de Dios, con esos ojos de Padre que se hunden en el amor hacia los hijos para quienes quiere siempre lo mejor.

       Y a esta marcha definitiva de Jesús, acudimos con el corazón bien distinto a lo que supuso la separación por la muerte. El tiempo de pascua ha supuesto una transformación radical en la vida de los discípulos del Señor. Queda muy atrás aquella tarde del viernes santo donde el fracaso y la frustración anegaban el corazón de estos hombres y mujeres. Parece  como si esa visión amarga hubiera sido borrada por completo de su mirada, porque la presencia de Jesús resucitado es tan evidente para todos, que hasta la experiencia de la muerte se ha visto resituada.



Ciertamente el momento de la separación ha llegado, pero la despedida, con ser definitiva para esta vida, y ya no vuelvan a compartir una presencia física con Él, saben que el Señor será fiel a su promesa y que siempre estará junto a ellos, hasta el final de los tiempos.



Jesús se va de su lado, pero esa marcha ya no será experimentada con la amargura de la muerte, sino con la esperanza gozosa del encuentro próximo en la plenitud de su Reino.



La fiesta de la Ascensión nos abre de par en par las puertas de la ilusión y la alegría. Porque Cristo sigue vivo y presente entre nosotros aunque su presencia sólo pueda ser percibida en lo profundo del corazón y en la bondad de nuestras obras, por la acción del Espíritu Santo que se nos ha enviado. No en vano la fiesta de Pentecostés vendrá a completar esta vivencia en el alma creyente, y así poder contemplar la vida entera a la luz de la resurrección de Jesucristo.



Sin embargo también tenemos que retomar el curso de la vida de cada día. La presencia pascual del Señor entre los suyos no sólo revitalizó la llama de la fe y consolidó su esperanza, sobre todo sirvió para reforzar los lazos en el amor fraterno y comunitario. Jesús les va a acompañar en un proceso, que nosotros hemos simbolizado en estos cincuenta días, de maduración personal y fortalecimiento de su vocación misionera y evangelizadora. Cristo es el maestro de la comunidad eclesial naciente, a la luz de su vida plena será releída toda la historia de la salvación, para que el plan trazado por Dios desde antiguo y realizado en Jesucristo, siga prolongando su mano misericordiosa por medio de nuestra acción personal y comunitaria.

La vida pascual compartida junto al Señor, nos impulsa a nosotros a no quedarnos parados mirando al cielo, como si la partida de Cristo al Padre nos dejara desamparados.

Porque hemos sido privilegiados con esta experiencia pascual, porque hemos recibido en la fuerza vital del Espíritu Santo, tenemos la seria responsabilidad de compartir esta condición de salvados con todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo, y a quienes tenemos también que acoger como nuestros hermanos.

El tesoro de la fe, no es para deleite egoísta del creyente, sino un don que, tanto más engrandece a quien lo vive, cuanto más lo entrega generosamente a los demás.

Si aquellos testigos privilegiados que fueron los primeros discípulos del Señor, se hubieran guardado el don recibido, jamás la fe hubiera llegado a nosotros, y la pasión, muerte y resurrección de Cristo se hubiese quedado en el olvido.



Jesucristo, en la plenitud de su poder en el cielo y en la tierra, nos envía a hacer discípulos suyos a todas las gentes por medio del bautismo. Un bautismo que ya no sólo es remisión del pecado y por ello ha de lavarse en el agua, sino que sobre todo nos introduce en el amor Trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por el bautismo somos llamados a vivir el amor pleno de Dios, y su lugar de realización privilegiado en este mundo es la comunidad eclesial que nos acoge, en la cual maduramos a una vida adulta en la fe, y desde la que somos enviados al mundo fortalecidos por la acción de los sacramentos, en especial la Eucaristía.



Sentir esta vinculación fraterna entre nosotros, y abrirla cordial y generosamente a otros, en especial a los pobres y necesitados, es la mejor muestra de que Cristo sigue actuando de forma constante en el tiempo presente. Nuestro mundo no está hoy más alejado de la fe que en otros tiempos, ni las dificultades que podemos encontrar los creyentes son más duras que antaño. Las piedras han existido siempre en medio del camino, y muchas veces han sido lanzadas contra el pueblo de Dios. De ahí el inmenso elenco de mártires que ha sembrado la historia con la fecundidad de su sangre.

Pero tal vez en nuestro tiempo sí tengamos el peligro añadido de la comodidad de la vida del bienestar, lo cual embota el alma, adormece el ánimo y aturde las opciones fundamentales, dando como resultado una vida cristiana poco comprometida y a veces frivolizada.

Al celebrar hoy esta fiesta de la Ascensión del Señor concluyo con la oración que San Pablo en su carta a los Efesios nos ha regalado; “Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos”.

Que nuestra fe se asiente en un corazón agradecido para valorarla y muy generoso para transmitirla a los demás.




miércoles, 13 de mayo de 2020

DOMINGO VI DE PASCUA - PASCUA DEL ENFERMO



DOMINGO VI DE PASCUA

17-05-20 (Ciclo A – PASCUA DEL ENFERMO)



En este domingo de pascua, en el que seguimos celebrando con gozo la resurrección del Señor, la comunidad cristiana vive una jornada de solidaridad y cercanía con los enfermos. Hoy celebramos que también en medio de la debilidad, del dolor y la enfermedad, es posible vivir la esperanza en Jesucristo resucitado, Salud de los enfermos. Cómo no sentirnos especialmente conmovidos, ante esta situación terrible de la pandemia por coronavirus.



Los signos más frecuentes que acompañan la predicación de los Apóstoles continuadores de la obra del mismo Jesús, son la oración por los enfermos y su poder sanador. La palabra de Dios conforta y serena de tal modo que incluso en medio del sufrimiento y de la enfermedad emerge con vigor la esperanza y el sosiego.

La cercanía apostólica al mundo de los enfermos, los ancianos y los que sufren, extiende la misericordia de Dios y vincula estrechamente a los hermanos en el amor. Amar a Cristo resucitado conlleva necesariamente seguir sus pasos, imitando su entrega desde el servicio a los más necesitados.



Nuestro mundo moderno intenta maquillar la vida quitando las capas que la afean. Como si de una hortaliza se tratara, y empujados por simples criterios estéticos o de conveniencia, aquellas hojas que la hacen menos bella son separadas del tronco y apartadas de la vista. Las limitaciones humanas y entre ellas la enfermedad, nos incomodan e interpelan y al mostrarnos la realidad auténtica y en ocasiones dura de una parte de nuestro ser, la rechazamos o la alejamos de nosotros creyendo que así solucionamos el problema, o por lo menos lo distanciamos.

De esta manera vemos cómo cada vez más junto a los grandes logros de la medicina que han mejorado nuestro nivel de salud y vida, siguen existiendo la soledad y el abandono de muchos ancianos y enfermos que sufren su situación al margen de la sociedad y en ocasiones lejos del calor y del afecto del hogar.

Las situaciones de precariedad, nos interpelan a todos, y si nos es posible evitamos mirarlas de frente, como si de ese modo alejáramos de nuestro lado a la indeseable compañera que es la enfermedad.

La vida del ser humano, ha de ser contemplada más allá de sus posibilidades y fortalezas. Nuestra dignidad inalienable no está a merced de las capacidades físicas o psíquicas, de nuestra juventud o vejez, ya que esa dignidad nos viene de nuestra condición de hijos e hijas de Dios. El lema de este año “acompañar en la soledad”, nos invita a vivir la experiencia del dolor humano desde la verdadera fraternidad que brota del amor auténtico. Nuestra vida vale sólo por el hecho de existir, porque nuestra existencia nunca es fruto de la casualidad, sino que es debida a la voluntad divina, la cual nos creó por amor, a su imagen y semejanza.

Si esta afirmación que se asienta en los fundamentos esenciales de nuestra fe en Jesucristo, la interiorizáramos hasta lo más profundo de nuestro ser, cómo cambiaría nuestra mirada para acompañar la vida de nuestros hermanos enfermos, y lo que es más importante, cómo nos ayudaría a asumir la propia situación de enfermedad.



En este día del enfermo, debemos a alumbrar con la luz de la esperanza y del amor la vida de los que sufren, la de sus familias y la nuestra propia. Las palabras de Jesús “no os dejaré desamparados”, se hacen realidad cada vez que le sentimos cercano y amigo, sosteniéndonos en medio del dolor, y también cuando prolongamos la mano sanadora y fraterna del Señor bien desde el ejercicio de una vocación profesional o desde el voluntariado. Todos sabemos lo importante que es encontrar buenos profesionales que acompañen la realidad del enfermo con su saber y con su afecto, poniendo a su servicio los cuidados médicos que la persona necesite, y sobre todo mostrando su lado más humano y cercano que respeta la dignidad del enfermo y su entorno familiar.

Pero igualmente importante para nosotros los creyentes es poder vivir en la fe esta realidad, sintiendo la cercanía del mismo Jesucristo por medio del amor y la oración. Así se nos ha transmitido desde los comienzos mismos del cristianismo, cada vez que algún hermano en la fe caía enfermo o su ancianidad lo acercaba a la muerte, los fieles se reunían en la oración acompañándole a él y a su familia, colaborando en sus cuidados y llevando a la celebración eucarística la vida de los enfermos de la comunidad. Los presbíteros acudían al hogar del enfermo para confortarle en la fe y sostener su esperanza. El sacramento de la Unción además de vincular al enfermo a la misma Pasión del Señor, le prepara para vivir con plenitud el momento del encuentro con Cristo.



Si algo nos ha estremecido en este trágico tiempo que vivimos, es la inmensa soledad en los hospitales y residencias, donde tantos ancianos enfermos han muerto en soledad. Hasta el momento de su sepelio se ha realizado en la distancia y reduciendo al mínimo la presencia de la familia. Tal vez hayan sido medidas sanitarias urgentes, pero ciertamente su inhumanidad también ha sido manifiesta.

No digamos ya la imposibilidad de ofrecer a los fieles en sus últimos momentos el auxilio espiritual. Muchas veces este derecho se ha cercenado conforme al criterio arbitrario de algunas autoridades y negligentes sanitarios. En otros casos, gracias a Dios, ha habido médicos, que ellos mismos han confortado espiritualmente al enfermo llevándole la Sagrada Comunión.



La vida es un don que siempre hay que agradecer, en los buenos momentos y en los de mayor debilidad, y cuando nuestra existencia se va aproximando a su final en esta tierra, al margen de nuestra juventud o ancianidad, nos debemos preparar para entregarnos con serenidad y confianza a la Pascua definitiva, al paso de esta vida a la resurrección.

Una preparación que aún siendo personal, no cabe duda de su gran riqueza en la vivencia comunitaria de la fe.

La Pastoral de la Salud, que en este tiempo de pandemia no ha podido desarrollar su misión con la libertad y cercanía deseables, es la forma concreta por la que la comunidad cristiana desarrolla esta vinculación con los enfermos y sus familias.

En nuestras comunidades parroquiales, trabajan desde hace años personas especialmente vocacionadas para esta misión. Hombres y mujeres que forman un gran equipo humano y cristiano, cuya sensibilidad y espiritualidad les impulsa a dedicar parte de su tiempo al servicio de los ancianos y enfermos.

Su trabajo consiste en visitar a quienes lo desean acercándoles la realidad de la comunidad parroquial, acompañando sus vidas y las de sus familias, atendiendo sus necesidades y también llevándoles la comunión como expresión de su vinculación a la vida de la Iglesia a la que siguen vitalmente unidos.



Pidamos en esta eucaristía por todos los enfermos, sus familias y aquellos que les dedican sus cuidados. Para que el Señor siga asistiéndoles con su amor y predilección a la vez que suscite en medio de nuestras comunidades cristianas personas que se sientan especialmente llamadas para esta labor.