DOMINGO
II DE PASCUA
19-4-20
(Ciclo A)
“Los
discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor”. Esta frase situada en la
mitad del evangelio que hemos escuchado, expresa el sentimiento pascual que
reflejan los rostros de los apóstoles. Y es que Jesús, el Señor, ya no es el
fracasado de la historia que han visto morir en la cruz, porque ha resucitado y
sigue vivo y presente en medio de los suyos.
Aquella
experiencia única e irrepetible que sólo unos pocos tuvieron la dicha de vivir,
se nos ha transmitido a lo largo de los siglos con toda su fuerza y vigor, de
manera que hoy nosotros, después de casi dos mil años, seguimos proclamando con
similar alegría y esperanza.
Ninguna
frase es tan repetida en el evangelio, ni ninguna experiencia tan narrada como
ésta que escucharemos durante cincuenta días seguidos. Porque si larga era la
cuaresma y profunda la herida de la Pasión y muerte de Jesús, mucho mayor es la
alegría que debe marcar nuestros rostros al sentir con autenticidad la verdad
fundamental de nuestra fe, que Jesús ha resucitado y la muerte ha sido vencida
para siempre.
Este
tiempo pascual va mostrándonos de forma rica y diversa aquellos momentos que
vivieron los apóstoles después de la Pascua. El libro de los Hechos de los
Apóstoles nos narra la vida de la comunidad cristina recién nacida. Ellos sólo
tienen un mensaje que transmitir y constituye lo nuclear de la fe cristiana;
“aquel que anunciaron los profetas, que pasó por este mundo haciendo el bien, vosotros
lo habéis matado pero Dios lo ha resucitado y vive para siempre”.
Pero
difícilmente esta verdad de nuestra fe hubiera sido creída si no estuviera
acompañada de un testimonio concreto e irrefutable. “Los creyentes vivían todos
unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y lo repartían
entre todos, según la necesidad de cada uno. Y todo el mundo estaba
impresionado por esto”.
Cómo
no iban a estarlo cuando lo normal de nuestro mundo de ayer y de hoy es que
cada cual se busque la vida, resuelva sus problemas y triunfe si puede sobre
los demás. Ciertamente la forma de vida de los cristianos resultaba una manera
nueva e interpelante de vivir. Y por esa forma de vida fraterna, solidaria y
piadosa, los demás reconocían que Alguien debía animarlos en su interior con
una fuerza que irradiaba gozo y entusiasmo.
El
deseo de paz que Cristo resucitado proclama, es vivido en su más profundo
sentido por aquella comunidad cristiana. No hay discordias ni envidias,
rencores o sospechas. Todos encuentran en la Iglesia su hogar y desde el
respeto mutuo a las diferencias legítimas de cada uno, y la unidad en aquello
que es fundamental para la vida en común, va dando sus primeros pasos en la
historia el grupo de los cristianos de quienes nosotros somos sus herederos.
Pero
como siempre hemos de hacer los que hoy somos protagonistas de la historia, al
mirar nuestro entorno social y eclesial observamos con pesar las enormes
brechas que se han abierto entre lo que el evangelio nos cuenta y nosotros
vivimos.
La
paz de Cristo resucitado es permanentemente ultrajada. Su misma tierra sigue
siendo regada con la sangre de sus hermanos ante la impotente mirada del mundo.
La violencia que sigue existiendo en nuestro mundo, fruto del odio entre las
personas llamadas a vivir la fraternidad, parece frustrar la llamada del Señor
al amor y la concordia.
La
paz de Cristo resucitado no ha encontrado ni un momento de realidad en esta
historia nuestra y ello se debe a que el estilo de vida que aquellas
comunidades cristianas intentaron vivir, pronto se truncó en buenas intenciones
vacías de contenido.
Hoy
no podemos decir los cristianos que tengamos todo en común y que ningún
creyente pase necesidad. Ni tan siquiera estamos de acuerdo en lo importante.
Las diferencias sociales, ideológicas y raciales, marcan nuestra división
dentro y fuera de la Iglesia. Cada vez es mayor la sima que se abre entre ricos
y pobres y éstos últimos están siempre a merced de nuestros intereses.
Cómo
podemos sentir alegría en medio de esta realidad sufriente. Cómo unir nuestras
expresiones religiosas de gozosa esperanza con el entorno tan difícil que nos
toca vivir en estos momentos de pandemia mundial.
Pues
aún así, aunque la realidad del mundo presente quiera desmentir el rumor
esperanzado de la resurrección de Cristo, nosotros hemos de seguir sembrando la
semilla del Reino de Dios en toda ocasión y con el mejor de los ánimos. No
podemos sucumbir a la desazón, no podemos permitir que se deje de escuchar una
palabra de aliento y paz. Somos herederos de una experiencia que es verdad y
que tal vez en este tiempo se haga más necesaria escuchar.
Aunque
el mundo parezca sordo al anuncio gozoso de la resurrección del Señor, no por
ello está menos necesitado de vivirlo. Y aunque parezca que la autosuficiencia
del dinero o el poder son la solución, todos sabemos que al final debemos
enfrentarnos a nuestro fin permanente o temporal. Para resucitar a una nueva
vida hay que poner en este mundo los pilares sobre la que se sostenga, y éstos
jamás podrán construirse por medio del egoísmo o la violencia.
Hoy
recordando el estilo de vida de los primeros cristianos, animados por la fuerza
de Cristo resucitado, queremos dejar que renazca en nosotros la llama de la
solidaridad. Agradecer lo que cada uno hace a favor de los demás, que si brota
del corazón generoso y servicial, siempre es semilla de vida nueva.
Que
al intentar vivir conforme al ejemplo de nuestros primeros hermanos en la fe,
también descubramos como ellos el rostro glorioso de Cristo resucitado, que
colma nuestra vida de alegría, conduce nuestros pasos con su Espíritu y nos
espera en el umbral del Reino que no tiene fin.