sábado, 22 de diciembre de 2018

DOMINGO IV DE ADVIENTO



DOMINGO IV DE ADVIENTO

23-12-18 (Ciclo C)



       Llegamos al final de este tiempo de adviento, a través de la Palabra del Señor, de manos de su evangelista S. Lucas fijando nuestra mirada en la Santísima Virgen. El adviento es un tiempo con final en el cumplimiento de la promesa de Dios, y este tiempo se ha cumplido ya en el seno de María.  Este 4º domingo es el “ya sí, pero todavía no” de la Encarnación, porque de hecho el Hijo ya ha tomado carne en las entrañas de Sta. María, aunque todavía no haya visto la luz del mundo por él creado junto al Padre y el Espíritu Santo.



       Por eso a medida que han pasado los días del adviento mayor ha sido la ansiedad de nuestro ánimo, el deseo de ponerlo todo a punto, de que no nos falten detalles en el hogar bien dispuesto para tan ansiado invitado. Así lo hizo la misma protagonista de esta historia del amor divino. María, que como relata S. Lucas se puso en camino para ayudar a su prima Isabel ante el nacimiento de Juan, ciertamente allanó con su vida el camino al Señor. Nadie como María supo llenar los abismos que la humanidad había cavado, ni demoler los muros que contra Dios había levantado. María acogiendo la propuesta de Dios de ser la madre de su Hijo, abrió de par en par las puertas de la historia para que en ella entrara su Salvador y Redentor.



       María, es la mujer que entrega su corazón a Dios y se deja transformar por él. Su sencillez y humildad para escuchar y acoger la Palabra de Dios, la hace dichosa y bienaventurada, porque el poderoso ha hecho obras grandes en ella.

       María nos regala el don de la esperanza y nos ayuda a acoger la salvación que proviene sólo de Dios, quien a través de ella se hace uno con nosotros, para hacernos uno con él. El relato del evangelio nos sitúa a María en marcha, corriendo hacia quien la necesita.

La actitud de servicio y de entrega de María, resultan para todos ejemplares.

       Cómo no va a comprender Jesús lo que significa escuchar atentamente a Dios, entregarse con generosidad al servicio de los hombres y servir con prontitud a su llamada, cuando son los valores que en su propio hogar va a encontrar en sus padres. María y José, el gran discreto de esta historia salvífica, son los pilares sobre los cuales se va a asentar la formación de Jesús, y gran parte de su espiritualidad.

       María unió en su alma el anhelo de lo que estaba por venir y la certeza de que ya se había cumplido porque en su entrega absoluta a Dios, cuya vida acogía con respeto y amor esponsal, sabía que el Señor era fiel a su palabra y cumplía sus promesas.

       María en el adviento nos enseña a vivir la esperanza activa. Es decir, saber que nada está en nuestras manos porque todo depende de Dios, pero tomar a la vez conciencia de que Él ha querido ponerse en nuestras manos como si todo dependiera de nosotros. Ese ha sido el deseo del Señor. Dios, que no necesita de nada ni de nadie para llevar adelante su obra creadora, al encarnarse en nuestra historia ha querido someterse a sus propias leyes, aceptando y respetando nuestra limitada humanidad. Y la confianza de Dios en el ser humano ha sido tan grande que en María se ha visto generosamente correspondida. Por eso ella es Bendita entre las mujeres, por eso ella es la Llena de Gracia, porque jamás nadie tuvo parte tan importante en el ser de Dios como ella, y jamás nadie respondió con tanta entrega, dándose por completo a su proyecto salvador.



       El adviento encuentra su compendio y cumplimiento en la vida de María. Toda su existencia estuvo cuidada por el amor divino, pero fue un amor correspondido por ella de modo que al llegar la petición divina, estaba preparada para responder con fidelidad y confianza. María concibió antes al Hijo de Dios en su mente y corazón que en su seno virginal. Su respuesta positiva ya entrañaba su disposición para llevar adelante la propuesta de Dios, asumiendo con firmeza lo que pudiera comportarle a su vida.



El adviento de este año termina y con él nos disponemos a vivir la navidad con los nuestros. No podemos olvidar en este tiempo a quienes carecen de lo fundamental para vivir y compartir la alegría navideña. La campaña navideña de cáritas en todos sus años de existencia entre nosotros, no es un elemento más de este tiempo. Es la expresión externa de nuestra disposición interior. Es la muestra de que nuestro corazón se siente afectado por los demás, y que no hay alegría plena si parte de nuestra familia humana se siente desolada y desamparada.

Mañana a la noche todo el mundo cantará la gloria de Dios que en el cielo resuena con gozo, y seguiremos pidiendo con los ángeles, paz en la tierra a todos los hombres amados por el Señor. Una paz que sólo es posible si desaparecen las desigualdades y las injusticias. Una paz que todos anhelamos y cuya consecución depende de las actitudes personales tanto como de las estructurales.

“La gloria de Dios es la vida del hombre”, decía S. Ireneo de Lyon. Y si con nuestra actitud personal sembramos de justicia y de paz este mundo, estaremos colaborando de forma activa y eficaz en la acción salvadora de Cristo.



La carta a los Hebreos nos invita a responder a ese amor de Dios derramado en nosotros;  “aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.



Que Santa María nos ayude a mantener fielmente esta actitud de entrega confiada al Señor, sabiendo que en el cumplimiento de su voluntad encontraremos como ella, nuestro gozo más pleno, colaborando en el desarrollo de una humanidad más fraterna, y haciendo posible una verdadera navidad para todos.

viernes, 14 de diciembre de 2018

DOMINGO III DE ADVIENTO



DOMINGO III DE ADVIENTO

16-12-18 (Ciclo C)



       Llegamos a este tercer domingo de Adviento y la invitación que recibimos a la luz de la Palabra de Dios es al gozo y a la esperanza. Hasta la liturgia quiere empaparse de este sentimiento, suavizando la sobriedad del color morado e invitando al canto y a la alabanza.



       Y es que por si nos habíamos despistado en la vivencia del adviento, este es un tiempo de esperanza y la esperanza siempre contiene ilusión, expectación y gozo interior. Así volvemos a escuchar en el evangelio el momento vivido por Juan el Bautista y lo que significaba para aquellos judíos creyentes.



       Juan no se desanima en su misión. Ha comprendido que su vida  ha de ponerla al servicio de Dios y que es el momento de provocar en medio de su realidad un cambio radical, una llamada a la conversión.

       Está a punto de suceder el mayor acontecimiento vivido jamás por la humanidad. Dios se va a manifestar cercano, humano y solidario con su creación, y nada hace presagiar este hecho porque nuestras vidas no han experimentado ningún cambio merecedor de este regalo de Dios. Sin embargo, por su amor y misericordia, Él quiere compartir de forma plena la vida del ser humano y así sembrar en ella la semilla fecunda de su Reino de amor, de justicia y de paz.



       Muchos de los que escuchaban a Juan, sintieron la necesidad interior de prepararse para este momento y así nos lo presenta el evangelio que hemos escuchado: “¿entonces qué hacemos?”, le preguntan todos, escribas, fariseos, publicanos, soldados. Y para todos hay una respuesta personal y concreta: que cada uno realice su tarea sin injusticias ni opresiones. Y al igual que aquellos que escuchaban al Bautista sintieron la necesidad del cambio personal, e iniciaron un proceso de conversión, nosotros estamos llamados a vivir también esta llamada del Señor.



La conversión personal es siempre semilla fecunda de transformación social y comunitaria, ya que del cambio de cada uno de nosotros se nutre la convivencia de todos.

Uno de los males que más afectan a nuestra sociedad es la falta de conciencia responsable. A ninguno nos gusta mirar con detenimiento nuestro interior y descubrir un rostro desfigurado por el pecado. Preferimos maquillar la realidad para adaptarla a nuestro gusto y así seguir contemplándola de forma superficial e infantil.

Pero a la hora de ver las vidas de los demás cómo cambia el matiz de nuestra mirada. Entonces sí percibimos con mayor claridad sus fallos y miserias, rebuscamos intenciones ocultas y sacamos conclusiones enjuiciando sin pudor sus vidas e incluso condenando aquello que nos disgusta. La desigualdad entre la tolerancia con uno mismo y la severidad con el prójimo es suficiente muestra del desajuste moral que cada uno podemos vivir.

Porque ¿cómo puedo erigirme en juez de mi hermano, si no soy capaz de afrontar mi propia verdad con humildad y sencillez delante de Dios?

Por eso antes de atreverme a juzgar la vida de nadie, debo presentarme ante el evangelio proclamado y, como los personajes citados en él, preguntarle con respeto, ¿qué debo hacer?

Y lo primero que toda persona auténtica ha de hacer es mirar la propia vida con verdad. Pero no con la verdad del mundo que está empañada por sus intereses y ambiciones, sino con la verdad de Dios.

Dios nos ha creado en el amor, para establecer una relación paterno-filial con cada uno de nosotros, y muchas veces le hemos dado la espalda, buscando nuestra independencia y alejándonos de Él. Hemos creído que librándonos de Dios, nuestra condición humana brillaría con luz propia, y sin embargo caemos en las tinieblas del egoísmo.

       La mirada sincera nos abre la puerta del encuentro con nosotros mismos y con los demás, nos ayuda a caer en la cuenta de nuestra pequeñez y nos dispone para que acogiendo la misericordia que Dios nos ofrece con generosidad, demos un cambio a nuestra vida.

El efecto de esta conversión enseguida hace evidentes sus frutos; nos infunde una fuerza interior que sabemos parte de Dios y nos impulsa a seguir adelante en la vida. Sentimos cómo su amor nos reconstruye y armoniza para estar en paz con él y con los hermanos, y salimos confortados de una experiencia que ante todo expresa el encuentro gozoso con Dios nuestro Señor.

Este tiempo de adviento es una oportunidad extraordinaria de vivir el encuentro con Dios Padre misericordioso.



Un tiempo que nos ofrece la oportunidad de experimentar con ilusión un cambio real en nuestra vida, a fin preparar la llegada del Señor.  Cambiar los signos de violencia y de ruptura entre los hombres y los pueblos; superar los momentos de desesperanza y desánimo, porque Dios está con nosotros y nada ni nadie podrán apartarnos de su amor y misericordia.

       Así resuenan con esperanza las palabras del apóstol San Pablo, “hermanos, estad siempre alegres en el Señor”, ... y en toda ocasión, en la oración, en la súplica o en la petición, confiad porque estáis en la presencia de Dios.



       Tengamos siempre presente que a pesar de todas nuestras limitaciones y debilidades el Señor no nos ha abandonado, y que por muy oscuro que veamos nuestro presente personal, familiar o social,  podemos decir con el salmo;  “Mi fuerza y mi poder es el Señor, el es mi salvación”.

Que esta frase repetida con serenidad en lo hondo de nuestros corazones, sea el ambiente interior que mueva nuestras vidas, y así dispongamos la venida del Señor con una esperanza renovada. Que así sea.

jueves, 29 de noviembre de 2018

I DOMINGO DE ADVIENTO



DOMINGO I DE ADVIENTO

2-12-18 (Ciclo C)



       “Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. Con esta frase de Jesús como fuerte llamada para la esperanza, comenzamos este tiempo de Adviento. Cuatro domingos que nos irán acercando y preparando para acoger a Dios en nuestra vida de forma renovada y gozosa.



       El adviento es ante todo expectación ante la proximidad de Alguien que desde hace mucho tiempo venimos esperando; la entrada de Dios en la historia humana. No es una mera repetición ritual; hoy comienza para nosotros la cuenta atrás y por delante tenemos un tiempo precioso para preparar adecuadamente nuestra vida, a fin de favorecer el encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo.



       Adviento supone disposición y compromiso para abrirnos a Dios y dejar que ciertamente libere nuestro ser y transforme el mundo instaurando su reinado. Todo ello en esta realidad que presenta tantas amarguras e injusticias.

       Iniciamos el advenimiento de Dios con nosotros, cuando las divisiones y guerras entre los pueblos, la violencia y el terror en tantos lugares, la dura crisis económica y la miseria de millones de seres humanos, tiñen de desesperanza nuestra realidad más cercana haciendo increíble el que Dios pueda nacer en este entorno.

       Los dirigentes del mundo no entienden que el camino de la paz pasa por la libertad y la justicia de todos los pueblos. Cada uno busca su interés económico o material aún a costa de vidas humanas, utilizando los medios de propaganda conforme a su ambición.

       El evangelio de hoy nos muestra con un lenguaje lleno de simbolismo, la cantidad de catástrofes, miserias y violencias que la humanidad soporta. Algunas de ellas responden a fenómenos naturales, en ocasiones provocados por el abuso y la destrucción de la naturaleza, pero en la mayoría se debe a la crueldad del hombre que en vez de haber buscado la fraternidad se ha convertido en fratricida y en vez de vivir la solidaridad se ha cegado por el egoísmo y la ambición. Cómo no ansiar una liberación que nos devuelva nuestra dignidad y alegría.



       Por qué no va a ser posible que comenzando por el núcleo familiar, y prosiguiendo en el entorno social de cada uno, se provoque el nacimiento de una nueva humanidad.

       Pues bien, creemos que cabe la esperanza. Nosotros, los cristianos no podemos arruinar nuestro ánimo ni presentarnos ante el mundo derrotados en el desamor. Hemos de seguir esperando aún teniendo en contra situaciones desfavorables. Nos hemos fiado del Señor, y él mismo nos ha prometido su presencia hasta el fin de los tiempos.

       La fe que profesamos debe colorear el presente infundiendo a nuestro alrededor un ambiente nuevo, solidario y fraterno capaz de generar esperanza en los demás. Dejar que nuestras ilusiones se apaguen o que nuestro compromiso decaiga, es sucumbir ante la adversidad y renunciar a ser luz en medio de las sombras de este mundo.

       Necesitamos fortalecer nuestra vida de oración. Recurrir permanentemente al Señor para que nos muestre el camino a seguir y nos ayude a recorrerlo con la fuerza de su Espíritu. Pero rogar a Dios nos ha de llevar a poner de nuestra parte todo lo humanamente posible.

       Las víctimas de este mundo se encuentran muchas veces tan abatidas que les es imposible salir adelante solas. Hemos de estar a su lado, acompañarlas en todo momento y comprometernos activamente por la transformación de su situación desde la denuncia de la injusticia y la búsqueda de su dignidad. Son signos elocuentes de esta grandeza humana, gestos como la disposición de viviendas para familias desahuciadas, y campañas como la recogida de alimentos.

En el adviento dirigimos nuestra mirada hacia el Dios-con-nosotros que está por llegar. En su nacimiento se regenera la vida y la esperanza, posibilitando que emerja una nueva creación. La cual resultará imposible si no se produce en cada uno de nosotros una verdadera renovación personal y espiritual.

La liberación a la que somos llamados por el Señor en este primer domingo, pasa por nuestra conversión personal. Por preparar adecuadamente el camino que nos acerca a su amor sabiendo que todavía son muchas las barreras que nos separan del encuentro pleno con él y con los hermanos.

Y el Señor nos hace una clara promesa por medio de su palabra; si somos capaces de favorecer este encuentro con él, “veremos la salvación de Dios”.

       Al comenzar este adviento, podemos aceptar que el camino que tenemos por delante no es sencillo ni cómodo, pero con la fuerza de Dios y nuestra fidelidad a su amor desde el compromiso por los necesitados, es posible confiar en la victoria del Señor y de su Reino.

       Fue en medio del desasosiego donde resonó la Palabra de Dios haciéndose carne en María. Fue en medio de la noche y lejos de la comodidad donde nacía el Hijo de Dios. Fue en las afueras de Jerusalén y en una cruz ensangrentada donde brilló la luz de la vida definitiva, de Cristo resucitado.



       Este tiempo de adviento nos ha de ayudar a buscar caminos que nos conduzcan al Dios de la misericordia, que por amor se encarnó en nuestra historia y por su compasión la ha reconciliado para siempre.

       Dios está con nosotros, y en esta cercana familiaridad nos sigue enviando a preparar su venida. Que su amor nos fortalezca y su misericordia nos impulse a transformar nuestro mundo, comenzando por nuestras familias que han de ser escuela de humanidad y fermento de paz.


miércoles, 21 de noviembre de 2018

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO



DOMINGO XXXIV TIEMPO ORDINARIO

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO 25-11-18 (Ciclo B)



Terminamos el tiempo litúrgico ordinario con esta solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Una fiesta en la que reconocemos a Jesús como nuestro Señor, y en la que anhelamos la instauración de su Reino entre nosotros; el nuevo Pueblo de Dios que animado por el Espíritu Santo va desarrollando una humanidad reconciliada donde todos, sin exclusión, vivamos la auténtica fraternidad de los hijos de Dios.



El Evangelio que hemos escuchado, narra una experiencia en la que la realeza es sinónimo de poder absoluto. Poncio Pilato con sus preguntas cargadas de recelo y descrédito busca desenmascarar a un rival; sin embargo se encuentra ante un hombre sencillo, despreciado y humillado que le desconcierta, porque en su debilidad reside su fuerza y su palabra señala la verdad: “Mi reino no es de este mundo”, responde Jesús ante la insistencia del gobernador.

El reino que Dios quiere, no encuentra en este mundo su lugar apropiado. Y no es porque no se haya esforzado el Creador en poner todo de su parte para que germinara ese proyecto de vida en plenitud tan deseado para sus hijos. Su Reino no germina por la dureza de una tierra que no se deja empapar, donde la terquedad del corazón humano sometido a sus ambiciones, siembra de injusticia la realidad.

Dios ha enviado sus mensajeros delante de él, hasta a su propio Hijo Jesús;  y como vemos en el evangelio que hemos escuchado, será sentenciado a muerte. El rechazo de Dios y de su reinado es la realidad a la que ha de enfrentarse el Señor antes de morir.



Y sin embargo nosotros hoy seguimos confesando a Cristo como el Rey del universo y nos sentimos llamados a favorecer el desarrollo de su reinado desde los valores permanentes e irrenunciables del amor, la justicia, la verdad, la libertad y la paz.

Y es que Dios ha puesto este mundo en nuestras manos y con ello nos está invitando a proseguir su obra creadora. A través de nuestro compromiso con el presente, de nuestra implicación en los asuntos temporales, hemos de avanzar en la consecución del reinado de Dios como meta y horizonte de nuestras vidas. El Reino de Dios ha de germinar en todos los ámbitos de la sociedad por medio de la implicación de los cristianos en aquellas realidades donde se decide el destino del ser humano. Es decir, en la vida pública.

Por eso, cuando los cristianos se comprometen en el mundo social y político, y siendo elegidos de forma libre y democrática reciben la confianza de sus conciudadanos, no tienen un cheque en blanco para hacer lo que les venga en gana subordinando sus convicciones a los intereses ideológicos, sino para que siendo fieles a su fe, y a los principios morales que de ella se derivan, pongan todos sus esfuerzos y sacrificios al servicio del bien común, la defensa de la vida humana, la promoción y el desarrollo de los más necesitados, y la concordia y la paz entre todos los pueblos desde la auténtica solidaridad.

     

Los cristianos comprometidos en la vida pública no lo están para mimetizarse con el entorno, sino para que con su voz, sus propuestas y trabajos, inserten una llama de esperanza y una bocanada de frescura que proviniendo de su fe en Jesucristo, renueve los pilares de la tierra cimentándola con los valores del evangelio.

Muchas veces se sentirán incomprendidos y enfrentados a sus propios compañeros de grupo, otras sentirán la presión de la comunidad eclesial que les exige más compromiso. Ciertamente no resulta sencillo comprometerse con la realidad presente, pero esa es la vocación de todos los cristianos, que según nuestras capacidades debemos asumir con coherencia y fidelidad al Señor.

Para ello cuentan con el apoyo y la oración de toda la Iglesia, y el estímulo fecundo del Espíritu Santo que los alienta en su misión.

El reinado de Dios se va sembrando en cada gesto de misericordia y compasión para con los más pobres y necesitados. Ésta ha de ser una labor constante de toda comunidad creyente y ha de marcar el corazón de la vida social y de las leyes que la regulan de manera que éstas sean realmente justas.



Los signos del Reino de Dios no pueden ser percibidos si a nuestro alrededor se impone la desigualdad, la marginación o la violencia. Y en los tiempos de especial dificultad social y económica, como los presentes, mayores han de ser los esfuerzos por sembrar la semilla de la esperanza desde el compromiso activo con los más desfavorecidos.



Por último, si algo destaca con vigor la llegada el Reinado de nuestro Dios y así se ha podido escuchar siempre a través de su extensa Palabra revelada, es la paz. Desde el momento del nacimiento de Cristo hasta su muerte, Dios ha sembrado la paz en la tierra. “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.

La paz es el saludo y el deseo más entrañable que se puede ofrecer. Una paz que sellada con el perdón de Jesús, agonizante en el tormento de la cruz, abre la puerta a la reconciliación y a la salvación de todos.



Hoy celebramos y confesamos a Jesucristo como el verdadero y el único Señor del Universo lo cual nos ha de llevar a trabajar por su reinado, con entrega y confianza. Sabiendo que este Reino no es obra de nuestras manos, sino don de su amor y misericordia, y que aún siendo conscientes de que el Reino de Dios no se puede dar de manera plena en el presente, sometido al mal y al pecado, no por ello dejamos de entregar nuestra vida para que de alguna manera vaya emergiendo, porque el Señor ha puesto en nosotros su confianza.

Jesús no impuso su palabra ni sus convicciones. Sólo las propuso con sencillez y eso sí, acompañadas en todo momento con la autenticidad de su propia vida. Ni en los momentos más duros de su predicación ni ante el abandono de los más cercanos cae en la tentación de los atajos falsos, la ira o la condena a este mundo hostil. Su respuesta siempre fue la mirada limpia para perdonar, el corazón dispuesto para amar y los brazos abiertos para acoger a los demás.

Así iba sembrando su reino, y convocando a él a ese Pueblo Santo que tomó forma de comunidad de seguidores, la Iglesia, y que a pesar de los muchos avatares por los que ha pasado en la historia, podemos sentir que su presencia alentadora sigue entre nosotros y nos anima a mantenernos fieles a su amor.

Hoy damos gracias al Señor por conservar fiel su promesa de estar a nuestro lado todos los días de nuestra vida, y confiamos en que la fuerza de su Espíritu Santo seguirá animando nuestros corazones para colaborar en la construcción de su reinado hasta que lo vivamos plenamente junto a él en la Gloria eterna. Que así sea.





sábado, 3 de noviembre de 2018

DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO

4-11-18 (Ciclo B)



Un domingo más nos congregamos para celebrar el Día del Señor, el encuentro semanal y comunitario de quienes compartimos la misma fe y esperanza, unidos en el amor fraterno.

Y en este domingo, la Palabra que hemos escuchado, nos ayuda nuevamente, a centrar nuestra atención hacia lo fundamDOMINGO XXental. Hace unos días, un joven preguntaba a Jesús sobre lo que tenía que hacer para heredar la vida eterna, y hoy otro personaje le interroga acerca del mandamiento principal.

Todo ello nos muestra el gran interés de toda persona religiosa por llevar una vida conforme a la ley de Dios, al cumplimiento de sus normas y preceptos, lo cual está bien si no reducimos la fe, a esa observancia legal sin  más.



Jesús, conocedor, como lo era, de la ley de Moisés, y de la gran importancia que tenía para el pueblo judío el cumplimiento estricto de la Torah, va a responder a la pregunta del escriba resumiendo toda esa ley en el único precepto fundamental; amar a Dios con todo el corazón, con todo nuestro ser, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.



Qué necesario es tener claro en la vida lo realmente importante. Ciertamente para vivir con los demás, necesitamos una serie de pautas que nos ayuden a desarrollar esa vida desde la armonía, el respeto y la justicia para con los otros. Y así podemos entender que desde el plano social, hasta el religioso, necesitemos de una serie de principios y normas que favorezcan esa convivencia serena y pacífica entre todos.

Pero esos principios han de ser tenidos como valiosos en la medida en que están encaminados hacia lo fundamental, que es el amor.

Un amor que nace de Dios que nos ha llamado a la vida, y un amor que tiene su correspondencia esencial en la relación con los demás hombres y mujeres entre quienes desarrollamos esa existencia.



Sin el amor como fundamento de las relaciones humanas y cristianas, ninguna otra norma de conducta se sostiene. Si  nos falta el amor de nada sirven los ritos, e incluso las oraciones. Sin amor las normas se convierten en imposiciones, las leyes en pesadas cargas y hasta la oración se rebaja a la pura palabrería.



Esta pregunta evangélica, formulada por aquel escriba, ha de suscitar en nosotros una revisión profunda sobre la autenticidad de nuestra fe. ¿Somos conscientes de amar a Dios sobre todas las cosas? ¿Estamos seguros de poner al Señor en el principio y fundamento de nuestra vida? ¿Cuenta él lo suficiente a la hora de tomar las decisiones importantes?

Porque amar a Dios sobre todo sólo es posible entablando una relación íntima y confiada con él. Amamos a quien conocemos de verdad, a aquellas personas con las que estamos a gusto y nos sentimos acogidos y queridos. Ese amor se hace entrañable, cercano, sincero, y desde él nos sentimos realmente dichosos y plenamente realizados.

Amar a Dios sobre todas las cosas, con toda nuestra mente y nuestro ser, no es una norma, porque el amor jamás se puede conseguir por decreto. El amor es gratuito, generoso, desbordante. El amor o se siente y se vive desde la libertad y la gratuidad, o se convierte en una relación impositiva y esclavizante.



Qué grande es sentir ese amor intenso con Dios, poder vivirlo con la plena conciencia de estar siempre bajo su amparo, de tenerle como el gran amigo en nuestro cotidiano caminar, y saber que en todo momento y circunstancia permanece a nuestro lado.

Vivir bajo ese amor conlleva unos frutos de vida entregada y generosa para con los demás. Por eso Jesús cierra el mandamiento del amor a Dios con la segunda propuesta de amar a los hermanos como a nosotros mismos. Porque ellos, nuestros semejantes son imagen de Dios, miembros de nuestra familia humana y que han sido bendecidos con el mismo amor del Padre.

Y por esa misma razón el apóstol S. Juan en su primera carta, llega a asegurar que “quien dice que ama a Dios a quien no ve, y no ama a su hermano a quien sí ve, es un mentiroso”.



Es verdad que el amor a Dios no nos trae tantos quebraderos de cabeza como el amor a los hermanos. Dios nunca nos defrauda, él siempre permanece fiel a su palabra e incluso en los momentos de mayor adversidad sentimos su presencia alentadora y su amor reconfortante. Sin embargo entre nosotros no siempre las relaciones que establecemos nos acercan a la fraternidad, e incluso muchas veces nos enfrentan y distancian. Por eso mismo debemos esforzarnos en cuidar con afecto la relación con los demás. Tener los mismos sentimientos que Jesús para perdonar, acoger y comprender a quienes mayores dificultades ofrecen, sabiendo que no se trata de soportar una realidad ajena a nosotros, sino que todos formamos parte de la misma realidad fraterna y compartimos igual responsabilidad para su cuidado.



El pasado jueves celebrábamos la fiesta de todos los Santos. Ellos nos han mostrado con especial claridad un estilo de vida sustentado en la vivencia de ese amor hasta el extremo. Su entrega generosa y desinteresada en favor de los más necesitados, su experiencia profunda y cercana con Jesucristo, y en muchos casos su testimonio valeroso y fiel que les llevó al martirio, son para nosotros un ejemplo a seguir en toda su riqueza y verdad. Ellos son los mejores hijos de la Iglesia, los que dan brillo y autenticidad a la experiencia de la fe.

Por eso nos seguimos encomendando a su intercesión, porque sabemos que también nosotros estamos llamados a compartir su misma vida en plenitud, y que ese camino que ellos recorrieron, hoy se abre ante nosotros de par en par a fin de transitarlo con su misma apertura al amor de Dios y con la firme voluntad de ser en medio de nuestro mundo sus testigos.



Que ese amor que Dios a puesto en nuestros corazones vaya configurando nuestras vidas, de manera que seamos fieles testigos de su Palabra, y que con la fuerza de su Espíritu Santo, vayamos construyendo su Reino de amor, de justicia y de paz.

sábado, 27 de octubre de 2018

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

28-10-18 (Ciclo B)



       El canto de júbilo que el profeta Jeremías nos proclama, introduce el gozo que se produce ante el encuentro sanador con Jesús. “Gritad de alegría por Jacob,... porque el Señor ha salvado a su pueblo”.



       El pueblo al que anuncia Jeremías esta visión se encuentra en el destierro. Abatido por la esclavitud a la que se ve sometido y humillado por la injusticia que está sufriendo.

       Ante esto el profeta no deja que su pueblo se hunda en la desesperación; Dios ha dicho una palabra salvadora, y su promesa pronto se cumplirá. Tal vez el momento sea desolador, tal vez el sufrimiento del presente nos debilite la esperanza, tal vez la tragedia de tantos hermanos sufrientes nos conduzca hacia el desengaño por el futuro. Es en esta situación donde se necesitan profetas del consuelo y de la misericordia que devuelvan la ilusión y el vigor para cambiar el presente. Dios nos congrega como pueblo suyo para vivir la dicha de la salvación.



       Así escuchamos el relato de Marcos que nos muestra una escena de la vida de Cristo donde el encuentro con Bartimeo va a cambiar para siempre la vida de éste.



       La pobreza y la enfermedad en tiempos de Jesús eran consideradas excluyentes de la vida del pueblo. Los leprosos, los ciegos, sordos, mudos, deficientes, eran alejados del centro del pueblo y condenados a mendigar de por vida. La enfermedad no sólo era sinónimo de exclusión social, sino también de castigo de Dios por algún pecado propio o de familia.



       Cómo no va a gritar ese hombre, Bartimeo, cuando escucha que Jesús, el hijo de David, el Salvador, va a pasar a su lado. Cómo no aferrarse a ese “salvavidas” que se aproxima cuando todo el mundo habla de que Jesús hace maravillas entre los pobres y excluidos.

       No puede dejar pasar esta oportunidad única. Sus fuerzas las orienta a hacerse notar por el Señor, y aunque todas las voces del mundo lo recriminen y quieran silenciarlo, él gritará más y más hasta ser oído. Es la señal de socorro de un náufrago en medio del mar que ve acercarse un barco, su salvación.



       Y se produce el encuentro, primero el diálogo y la acogida, ¿qué quieres que haga por ti?  Jesús no rechaza a nadie, mira de frente reconociendo la dignidad de todos. Para él, Bartimeo no es un excluido sino un hermano que clama su misericordia y su amor. “Señor, que pueda ver”; tu fe te ha curado.



       La fe, que no es otra cosa que acoger el don del amor de Dios y agradecerlo con la propia vida de entrega y servicio a Dios y a los hermanos, es lo que nos salva, nos cura, nos llena de vida y de gozo eterno. Así, Bartimeo se convierte en discípulo de Cristo, le sigue por el camino dando gloria a Dios y ofreciendo su testimonio a favor del Señor con quien se ha encontrado.



       Esa es también nuestra historia de salvación. Todos tenemos pasajes de nuestra vida en los cuales hemos notado de forma especial que Cristo nos ha abierto los ojos. Ante un problema familiar grave, la muerte de un ser querido, la enfermedad de un hijo o tal vez su adicción a las drogas. Todo eso puesto en las manos de Dios nos ha ayudado a seguir luchando y a ir dando pasos de sosiego y paz a nuestra vida.

       Tal vez no hayamos visto una curación milagrosa entre nosotros. Pero sí es cierto que el milagro se ha producido en nuestro corazón al ser capaces de seguir adelante con esperanza y amor.

Las situaciones de mayor precariedad pueden ser para nosotros espacios de especial encuentro con Dios. Allí donde todas las señales nos muestran desolación y amargura, es posible dejar que emerja la esperanza si escuchamos la palabra salvadora de Jesucristo.

Son tantos los hermanos que necesitan escuchar esta palabra iluminadora de la vida, que los cristianos debemos tomarnos muy en serio nuestra dimensión misionera.

Bartimeo gritó a Jesús porque sabía quién era y el contenido de su mensaje. Difícilmente pueden poner sus esperanzas en el Señor quienes desconocen su existencia. Por eso debemos ser nosotros quienes fieles a la misión recibida del Señor anunciemos con valor y fidelidad su Reino de amor, de justicia y de paz.

Y después igualmente importante es no poner barreras al encuentro personal con él. A Bartimeo le insistían para que se callase y no molestara al Maestro. Nadie molesta al Señor, al contrario, él desea el encuentro con sus hermanos para compartir generosamente su gracia salvadora.



Todas nuestras acciones apostólicas y proyectos pastorales, han de estar abiertos a esta posibilidad de encuentro del creyente con Jesús. Y los medios son buenos en tanto en cuanto nos ayudan a este objetivo.

Acaba de terminar el Sínodo de los Obispos, cuyo centro ha sido la juventud en el mundo y en la Iglesia. Muchas veces escuchamos que los jóvenes viven alejados de la comunidad cristiana, y esto exige de nosotros un toma de conciencia de la urgencia de desarrollar acciones encaminadas al acercamiento a la realidad juvenil y sus problemas.

Pues bien, mis queridos hermanos, vivamos este momento como una oportunidad nueva en nuestra vida de encuentro con el Señor. Y con la llamada que nos hace a ser sus testigos en medio de nuestro mundo, especialmente entre los alejados por cualquier causa.

Que el gozo de nuestra fe, y su vivencia coherente en medio de nuestro mundo, sea para nosotros motivo de alegría, y para aquellos a quienes somos enviados como discípulos de Jesús, una razón nueva para encontrar consuelo y esperanza en medio de sus dificultades.


sábado, 20 de octubre de 2018

DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO

21-10-18 (Ciclo B – DOMUND)



       “El Hijo del Hombre ha venido para servir, y dar su vida en rescate por todos”. Con esta frase entresacada del Evangelio que acabamos de escuchar, quiero centrar nuestra atención para acoger la Palabra de Dios y así vivir este Día del Señor. Día en el que la Iglesia nos muestra su dimensión universal y misionera en el Domingo Mundial de la Propagación de la fe, el Domund.



       El seguimiento de Jesucristo es una opción personal que aún vivida con entusiasmo y generosidad, no está exenta de serias dificultades. Aquellos discípulos de Jesús estaban entusiasmados con su Maestro. Lo seguían con sinceridad, le querían de verdad y acogían su palabra con un corazón abierto e ilusionado.



       Pero por muy dispuestas que estaban sus almas para recibir la Buena Noticia del Evangelio, y por grande que fuera su voluntad a la hora de ponerlo en práctica en sus vidas, eran hijos de su tiempo y como todos tenían sus limitaciones. Una de las mayores y que a todos nos afecta siempre, es sentir y desear las cosas del mundo. Somos barro de esta tierra con sus luces y sombras, grandezas y miserias. Y a la vez que podemos lanzarnos a la aventura de construir un mundo más justo y fraterno, también nos deslumbran los destellos del poder o del lujo.



       Santiago y Juan no eran más interesados de que el resto de los apóstoles, tal vez fueran más osados a la hora de atreverse a manifestar sus aspiraciones e inquietudes. De hecho Jesús no les reprocha a ellos nada en particular, sino que su advertencia es general y para todos. “Sabéis que los grandes (los jefes) de los pueblos los tiranizan y los oprimen”; es decir, echad una mirada a vuestro entorno: no tenéis más que contemplar el mundo y las relaciones entre las personas, los ricos con los pobres, los señores con sus siervos... Allí donde hay poder hay luchas, y donde hay dinero hay intereses y ambiciones. Todo ello en vez de humanizar al ser humano lo envilece, y las grandezas que se anhelan conllevan la degradación de los más débiles.



       El seguimiento de Jesucristo sólo se puede realizar por el camino que él mismo ha recorrido y no existe ningún otro. Ese camino es el servicio y la búsqueda del bien común. Es la entrega de la propia vida por amor a los demás y no exigir nada a cambio de ella. Es el camino del abandono de uno mismo para anteponer las necesidades de los más humildes y pobres.



       Esta opción de vida cristiana puede parecernos demasiado exigente en un mundo donde se nos está educando en la primacía del bienestar personal sobre todo lo demás. Y sin embargo quienes han sido fieles a la llamada de Dios nos han demostrado una felicidad inmensa en sus rostros, en esa vida vivida en plenitud desde el servicio.



       Y es que como nos dice San Pablo, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, al contrario, él mismo ha sido probado en todo y por eso conoce nuestra masa y nos ama como somos. Y porque nos conoce y nos ama nos da su confianza y su gracia para que desarrollemos la enorme capacidad que ha puesto en nuestros corazones el Creador. Unos dones que entregados con amor a los demás son capaces de cambiar el rumbo de la historia. Así lo han manifestado vidas sencillas que hemos tenido la dicha de conocer y admirar. Vidas gastadas generosa y silenciosamente en lugares lejanos y sumidos en la miseria más absoluta; son las vidas de nuestros misioneros y misioneras, que en este día del Domund agradecemos a Dios como un don de su amor a la humanidad entera.



La jornada del Domund es mucho más que un gesto de solidaridad.

El Domund ante todo es la propagación universal de la fe, a las gentes y pueblos que desconocen el amor de Dios porque nadie les ha revelado a Jesucristo el Señor.

Este es el centro de la vida del misionero; anunciar a Jesucristo muerto y resucitado, que sigue sembrando amor y esperanza en todos los lugares de la tierra. El misionero desarrolla su vocación en este anuncio explícito de Cristo a las personas que lo desconocen, o que tienen una idea difusa del Señor y su mensaje. Y después, porque la fe se ha de concretar en las obras, también ejercen la solidaridad material con aquellos que carecen de lo necesario para vivir con dignidad.

No podemos reducir la jornada del Domund a un espacio de solidaridad material olvidando la dimensión evangelizadora. Los cristianos, viviendo en coherencia nuestra fe en Jesús, compartiendo la experiencia vital del seguimiento de Cristo, es como podemos y debemos experimentar la dimensión fraterna del amor compartiendo nuestros bienes con aquellos que carecen de ellos. Y aunque los bienes materiales son necesarios para vivir, el bien de la fe es indispensable para nuestra salvación.



En este día de fiesta acercamos al altar del Señor la vida y la entrega de nuestros misioneros, auténticos heraldos del evangelio cuyas vidas nos recuerdan que siguen existiendo espacios donde la Palabra de Dios aún no ha sido revelada. De este modo nosotros nos hacemos solidarios con su misión, y nos comprometemos con ellos para que la Luz de Cristo ilumine la vida de aquellos que lo buscan con sincero corazón.

Y también desde nuestra realidad cotidiana, pedimos al Señor que nos ayude a ser misioneros de este primer mundo, que olvidando muchas veces sus raíces cristianas, se va echando en las manos de los ídolos del dinero, del egoísmo y de la ambición.

Hoy no están tan lejos de nosotros los espacios de increencia. En ocasiones es mucho más difícil hablar de Dios a quienes por inconstancia o desidia, voluntariamente le han dado la espalda, que a quienes lo desconocían porque nadie les había hablado de él



Pidamos en esta eucaristía que poniendo ante el Señor nuestra vida confiada, sintamos cómo la fuerza de su Espíritu nos sigue enviando para ser en medio del mundo sal y luz que haga germinar la semilla de su Reino.


sábado, 6 de octubre de 2018

DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

7-10-18 (Ciclo B)



Las lecturas de este domingo, en especial la primera y el evangelio, centran su atención sobre lo que constituye el núcleo de la realidad familiar, el amor de los esposos, la relación establecida por Dios entre el hombre y la mujer, en aras a la complementariedad de sus vidas y al mutuo desarrollo de su existencia.

Tema de permanente actualidad, porque ese deseo de Dios expresado en el libro del Génesis como origen de la creación, donde se establece la alianza nupcial entre el hombre y la mujer, ha sido en nuestros días seriamente transformado.



Desde cualquier planteamiento antropológico, y ciertamente desde las realidades culturales más antiguas, podemos observar cómo la institución familiar pasó por momentos de aceptación de la poligamia, para asentarse de forma definitiva en una realidad monógama, donde la unión entre un hombre y una mujer, no sólo garantiza la supervivencia de la especie, sino que ha sido entendida como la complementariedad que ambos sexos necesitan para su pleno desarrollo humano.



De tal modo ha sido importante esta realidad matrimonial que costumbres, tradiciones y leyes han avalado y protegido este vínculo, conscientes de su trascendencia social y humana.



Así nosotros, herederos de una tradición bíblica e iluminados por la palabra de Jesucristo, seguimos valorando la unión entre el hombre y la mujer, como el fundamento de la existencia humana, y la manifestación visible del amor generoso y entregado del uno para con el otro, que encuentra su máxima expresión en la transmisión de la vida a los hijos, fruto de ese amor.

Todos somos conscientes del valor de la familia, de esa matriz personal en la que hemos nacido a la vida, en la que también hemos crecido rodeados del amor de nuestros padres, y desde la que nos hemos desarrollado como personas adultas. Todos sabemos lo que supone tener un padre y una madre que nos han querido, y también comprendemos la enorme pérdida que supone el carecer de alguno de ellos, sobre todo en las edades más tempranas.

Por todo ello la Iglesia, en su grave responsabilidad de iluminar la vida de los creyentes a la luz del Evangelio de Jesucristo, no ha cesado en hacer múltiples llamamientos en defensa de la familia, de la protección que hace de la vida de sus miembros desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, y en la sacramentalidad del matrimonio como algo propio y exclusivo entre un hombre y una mujer.

Y es que la comunidad eclesial ni es dueña de la Palabra de Dios, ni puede interpretarla conforme a su voluntad y mucho menos manipularla por la presión que pueda infringir una determinada ideología imperante. Porque  una cosa es que tengamos que respetar las diversas formas de entender la vida, y otra muy distinta anular la realidad familiar en aras a una ideologizada defensa de derechos más que cuestionables.

Todos tenemos, ciertamente, derecho a vivir conforme a nuestros principios morales y antropológicos, y nadie puede juzgar ni marginar por ello, a quienes han optado por una convivencia distinta a la suya. Las marginaciones homófobas y excluyentes están fuera de toda justificación, y el respeto a la dignidad de los demás es una exigencia cristiana.

Pero una cosa es el derecho a desarrollar la vida adulta como cada uno lo considere conforme a sus convicciones, y otra muy distinta el derecho a la paternidad o maternidad. La vida humana es un don de Dios, un regalo fruto del amor de los padres que han podido transmitir esa vida distinta de la suya y que no les pertenece. Por esta razón no existe ningún derecho a ser padre o madre, sino que en cualquier caso es un regalo que supera su voluntad.

 Este respeto a la vida del nuevo ser, nos ha de llevar a evitar cualquier manipulación que ponga en peligro su normal desarrollo, porque desde el momento en el que ha sido concebido, ya no es una parte del cuerpo femenino sino alguien distinto de él, y que en su debilidad y dependencia necesita y merece mayor respeto y cuidado.

Ciertamente hay matrimonios que no pueden tener hijos, y que sienten esa falta con gran dolor por el mucho amor que podían entregar y que la naturaleza se lo ha denegado. Para ellos el camino de la adopción se abre como una puerta de esperanza, en la que no sólo van a encontrar el desarrollo de toda su capacidad de padres, sino que además, y pensando en el niño, van a dar un hogar y un entorno familiar digno a unas criaturas que carecían de ello.

Porque no olvidemos que si bien no es un derecho del adulto el ser padre o madre, sí es un derecho del niño el tener padre y madre que le quieran, le cuiden y le ayuden en su desarrollo como persona.

Los gobiernos tienen la capacidad de hacer las leyes, pero dicha capacidad legislativa no siempre conlleva la justicia, y su autoridad moral queda seriamente dañada cuando al querer otorgar derechos inexistentes e innecesarios, malogra y perjudica derechos fundamentales y universales.

Ciertamente la realidad matrimonial y familiar pasa por momentos de grandes dificultades. Cada vez son más frecuentes las rupturas entre los esposos y las uniones con nuevas parejas. Los niños reparten su tiempo entre el padre y la madre. Y por muy acostumbrados que podamos estar a ello, sabemos que siempre, detrás de cada ruptura hay dolor y sufrimiento para todos, y en este sentido la comunidad cristiana debe saber acompañar para en la medida de lo posible ayudar a superar las dificultades, y también acoger a quien atraviesa por ellas con sencillez y comprensión.

Como nos dice Jesús en su evangelio, muchas veces es la dureza de nuestro corazón la que nos impide reconciliarnos y superar las barreras que nosotros mismos ponemos en el camino del amor.

Los egoísmos, las individualidades, la falta de comunicación, la frivolidad e irresponsabilidad, nos llevan a situaciones irreversibles que no sólo nos cuestan la felicidad a los adultos, sobre todo tiene graves consecuencias para los hijos que se convierten en las víctimas silenciosas de todo ello.

La familia es el gran tesoro que todos poseemos, y por el que merece la pena entregarse a fondo perdido. De su salud depende nuestra dicha y si ésta nos falta nuestra desgracia es inmensa.



De esta realidad familiar no podemos excluir a Dios. Si ante los problemas y dificultades prescindimos de él, nuestra soledad y debilidad son absolutas.

Dios bendice la unión de los esposos cuando éstos se prometen amor, fidelidad y respeto, y si el matrimonio es vivido desde esta conciencia de ser bendición de Dios, y cada día en medio de la oración de los esposos es presentado al Señor con confianza, seguro que las dificultades se superan fortaleciendo aún más los vínculos de ese amor prometido.

Si todas las bodas son hermosas porque en ellas se enuncia el amor como proyecto confiado, mucho más lo son las celebraciones de las bodas de plata y oro, manifestación del camino recorrido y expresión de un amor probado.

Hoy vamos a pedir a Dios por todos los matrimonios, para que sean vividos como la preciosa vocación a la que han sido llamados. Que el Señor fortalezca sus momentos de debilidad, y que puedan encontrar en la comunidad cristiana el espacio donde alimentar su fe, esperanza y amor conyugal.




sábado, 29 de septiembre de 2018

DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO

30-09-18 (Ciclo B)

 

                   Un domingo más somos invitados por el Señor a compartir el gozo de nuestra fe, alimentándola con el pan de su Palabra y de su Cuerpo y su Sangre. Y esta Palabra de hoy nos ayuda a contemplar con verdad, la realidad de nuestra manera de vivir la dimensión comunitaria de la fe, bien sea en aquel pueblo en marcha hacia la tierra prometida, sea en la actual comunidad eclesial. La primera lectura habla de la donación del Espíritu de Dios a los setenta jefes del pueblo en camino por el desierto. En el Evangelio se reflejan ciertos aspectos de la vida de los discípulos y de los primeros cristianos en sus relaciones internas y con aquellos que todavía no pertenecían a la comunidad cristiana. Santiago se dirige al final de su carta a los miembros ricos de la comunidad para recriminar su conducta y hacerles reflexionar sobre ella a la luz del juicio final.


                   Lo primero que salta a los ojos, leyendo los textos de hoy, es que la comunidad cristiana primitiva y ya antes la comunidad judía del desierto están marcadas por la limitación e imperfección. Resulta llamativa la actitud de recelo respecto de quienes no pertenecen al propio grupo sea por parte de Josué: "Mi señor Moisés, prohíbeselo" (primera lectura) sea por parte de Juan: "Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros y tratamos de impedírselo" (Evangelio). Otro punto es el escándalo que algunos miembros "fuertes" y "grandes" de la comunidad dan a los "pequeños", poniendo en peligro su fe sencilla y su misma pertenencia a Cristo. Entre quienes causan un escándalo especialmente grave están los ricos, que ponen su seguridad en sus riquezas y alardean de ellas ante los pobres. Pero además el apóstol va a denunciar su injusta forma de enriquecimiento, porque se aprovechan abusivamente de los pobres, no pagando diariamente el salario a los obreros, entregándose al lujo y a los placeres, pisoteando en perjuicio del pobre la ley y la justicia (segunda lectura). Aprendamos una cosa: ninguna comunidad cristiana concreta está exenta de debilidades y miserias. Cuando la comunidad eclesial resulta a las claras tan imperfecta nos ha de hacer vivir más conscientes de que es el Espíritu de Dios, y no nuestro interés, el alma que la vivifica y santifica con su presencia y sus dones.


                   Ante todo, se ha de recalcar la gran apertura de espíritu de Jesucristo frente a quienes no pertenecen al grupo, a la comunidad creyente y sin embargo realizan gestos cargados de caridad y justicia; a quienes así obran, y además lo hacen en el nombre del Señor, Jesús les dice "No se lo impidáis". Este comportamiento de Jesús halla su prefiguración en el de Moisés, al saber que su espíritu ha sido comunicado a Eldad y Medad que no pertenecían al grupo de los setenta, y ante la oposición que le plantea Josué, responderá con claridad: "¿Es que estás tú celoso por mí? ¡Ojala que todo el pueblo de Yahvé profetizara porque Yahvé les daba su espíritu!".

Jesús motiva su postura con dos reflexiones importantes:


1) Quien invoca su nombre para hacer un milagro, no puede luego inmediatamente hablar mal de él. La persona de Jesús ejerce un influjo universal, no puede quedar encerrada dentro de los límites humanos.

2) Quien no está contra nosotros, está con nosotros. Y esto es verdad, incluso cuando no se pertenece a la misma comunidad de fe. Por otra parte, dentro de la comunidad las relaciones entre los diversos miembros han de regirse por el mandamiento de la caridad. Esa caridad que podríamos llamar "pequeña", ha de ser  la moneda corriente para la convivencia diaria. Jesús pone el simple ejemplo de dar un vaso de agua con la intención de vivir la caridad cristiana. Otra forma de vivir la caridad es evitando el escándalo. Por amor hacia el hermano uno debe estar dispuesto a acabar con cualquier cosa que lo pueda dañar. Así, en las relaciones entre cristianos, máxime si se pertenece a la misma iglesia local, debe reinar también la justicia entre los empresarios y los asalariados. Los ricos, por su parte, han de ser muy conscientes de que sus riquezas no son tanto para gozarlas y despilfarrarlas egoístamente, cuanto para vivir responsablemente poniendo sus bienes al servicio de los necesitados.        
                   En el catecismo de la Iglesia se nos enseña que "Una teoría que hace del lucro la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable. El apetito desordenado de dinero no deja de producir efectos perniciosos. Es una de las causas de los numerosos conflictos que perturban el orden social” (C.E.C. 2424). Y bien podríamos concluir, que la crisis económica de la que todavía muchas familias son víctimas, es consecuencia de este desorden y ambición desmesurada.



             El Espíritu es el alma de la Iglesia, que la regenera y configura a la persona del Señor Resucitado. Por eso es posible confiar en las posibilidades de conversión que cada uno de sus miembros puede realizar en su vida, incluso aquellos que tanto peso cargan por su pecado de avaricia y codicia.

             Qué necesario se hace en nuestros días ampliar la mirada más allá de las propias necesidades o intereses. No podemos echar la culpa de todos los males sólo a los que de forma evidente ostentan tanta riqueza. En el fondo todos nosotros participamos del mismo pecado aunque sea a menor escala porque menor es nuestro poder, y no porque menor sea nuestro deseo. Junto a la acción del Espíritu y mezcladas con ella están las acciones humanas, con todas sus limitaciones. Por eso, es necesario el discernimiento, para saber distinguir y separar lo que el Espíritu del Señor quiere realizar en nuestro corazón y cuyos frutos serán la concordia, la generosidad y la misericordia para con los demás, de aquello que nos aleja y divide fruto del egoísmo.

             Pidamos en esta eucaristía que el Espíritu del Señor reavive en nosotros el don del amor fraterno para que seamos sensibles a las necesidades de nuestros hermanos más débiles, especialmente en estos tiempos adversos. Y que este mismo Espíritu sane el corazón enfermo de quienes están sumidos en el materialismo pernicioso causante de la desigualdad y la injusticia. No sea que como concluye el apóstol en su carta, un día el Juez del Universo les tenga que  decir “os habéis cebado para el día de la matanza”.