DOMINGO III DE ADVIENTO
15-12-19 (Ciclo A)
El tercer domingo de adviento que hoy
celebramos, es vivido por la comunidad cristiana como el domingo del gozo
“Gaudete”.
Y es que el camino que nos conduce a la celebración del
nacimiento del Señor, cada vez es más corto, y esa cercanía la debemos vivir
con ese sentimiento profundo de gozo y esperanza. El mismo sentimiento que
llenaba de dicha la penuria de Juan en la cárcel, anhelando la manifestación
del Esperado de los pueblos.
El evangelio de hoy centra su contenido en la persona del
Bautista, el mayor nacido de mujer, según el mismo Jesús.
Juan fue de esas personas especialmente tocadas por Dios.
Desde niño acogió en su alma la fe que sus padres Isabel y Zacarías le
transmitieron. No en vano ellos mismos se habían visto agraciados por Dios en
su ancianidad al recibir el gran regalo de su hijo.
Los relatos del nacimiento de Juan lo asemejan mucho al del
mismo Jesús. Y su madre Isabel va a comprender que este don de Dios tiene una
misión concreta, ser el precursor del Mesías.
En el encuentro entre María e Isabel, se entabla un diálogo
profundamente creyente; ahora comparten algo más que el parentesco de la
sangre. Por su fe se han hecho merecedoras de portar en sus entrañas la obra
salvadora de Dios, Isabel dará a luz a quien anuncie al Salvador, María será la
llena de gracia, porque de ella nacerá el Dios con nosotros, Jesucristo el
Señor.
Juan comprendió por esa fe recibida y madurada en su alma, que
Dios le llamaba a una misión especial. Según nos relata el evangelio, pronto
vivió la soledad del desierto y en austeridad para entrar en una comunión más
plena con Dios, conocer su voluntad y proclamar su palabra. Retomar la misión
de otro gran profeta del Antiguo Testamento, Isaías, y volver a clamar, “en el
desierto preparar el camino al Señor”.
Una preparación que a todos alcanza y
urge para cambiar la vida y así acoger de corazón el don que Dios hace a la
humanidad entera, a su propio Hijo encarnado en la persona de Jesús y por quien
toda la creación será reconciliada para siempre con su Creador.
La vida de Juan fue acogida por muchos como una bendición de
Dios. Su llamada a la conversión y a recibir un bautismo que abriera la puerta
a un estilo de vida nuevo, basado en la misericordia y en el amor, fue seguido
por aquellos que anhelaban una vida más digna y fraterna.
Pero la voz de Juan no sólo anunciaba la cercanía del
Salvador. También denunciaba la injusticia y la opresión; y no sólo en el plano
de la vida social, también se enfrentará al mismo rey Herodes por llevar una
conducta indigna de quien ha de ser modelo y ejemplo para los demás.
Juan no será encarcelado por su anuncio del Reino de Dios. Ni
por llamar a la conversión de los pecadores, o señalar próximo al Mesías.
Juan será apresado y ejecutado por denunciar la infidelidad
matrimonial de un rey, y entrar así con su denuncia en la dimensión moral de la
vida personal y privada de quienes por su cargo debían de ser ejemplares para
los demás.
Preparar el camino al Señor para favorecer que su reinado se
implante en nuestras vidas, no será posible si no conlleva la conversión
individual, la de todos sin excepción.
Ciertamente que la meta no es quedarnos en el intimismo. Que
la fe ha de vivirse y desarrollarse en comunión con los demás de forma que sus
frutos redunden en la transformación de toda la realidad. Pero la única manera
de poder transformar este mundo nuestro y posibilitar la emergencia el Reino de
Dios, es haciendo que primero Dios reine en nuestros corazones y así, con
nuestra vida renovada en su totalidad, transparente y testimonie la verdad de
una existencia totalmente entregada al servicio del Señor y de los hermanos.
Jesús termina diciendo en el evangelio escuchado, que no ha nacido
de mujer uno más grande que Juan el Bautista. De nadie ha dicho jamás
cosa semejante. La admiración que mostraba Jesús por la obra y la vida de Juan,
nos hacen ver la gran importancia que tuvo para el desarrollo del plan salvador
de Dios.
Sin embargo Jesús concluye, que el más pequeño en el Reino de los cielos
es más grande que él. Una afirmación que debemos entenderla como el anuncio de una nueva era
que se abre ante el mundo y que va a ser instaurada por él. Con Jesús ha
llegado el Reino de Dios tantas veces anunciado, y sus signos ya van apuntando
a una nueva humanidad; los ciegos ven, los inválidos andad, los leprosos
quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les
anuncia la Buena Noticia.
Juan vivía angustiado en su cautiverio
por no poder seguir sembrando el camino por el que venga el Salvador. Pero ante
la respuesta de Jesús a aquellos discípulos por él enviados, le hará comprender
que su vida y su muerte han tenido un sentido, y ciertamente ha merecido la
pena dedicar su existencia a preparar el camino al Señor. De ese modo hizo
verdad lo que anunció a sus discípulos, “yo tengo que menguar, para que él
crezca”.
Esa alegría de Juan es la que hoy celebramos y es preludio de
lo que estamos llamados a vivir con el nacimiento de Jesús.
Nosotros debemos acoger
con ilusión los mismos rasgos de la esperanza del Bautista. Posiblemente
nunca lleguemos a ver realizados nuestros sueños de una humanidad renovada,
fraterna y solidaria. Pero seguro que si nos dejamos transformar por el
Espíritu de Dios contemplaremos grandes signos de su amor en nuestra vida y en
nuestro entorno, familiar y social.
El tiempo de adviento canta
constantemente “Ven Señor Jesús”. Y Jesús ya vino hace dos milenios, viene hoy
en nuestro presente concreto, y vendrá a nuestro encuentro en la consumación de
nuestra vida. Pero su venida sólo es gozosa si es acogida. Pedirle al Señor que
venga, supone abrir nuestra vida para que entre en ella y así habitados por su
Espíritu, prolonguemos con nuestros gestos sencillos pero eficaces, su obra de
salvación.
Dios sigue enviando su mensajero delante de los hombres para
prepararle el camino. Y ese mensajero somos cada uno nosotros. Que nos dejemos
sorprender por su venida y así nos sintamos renovados en la esperanza y el
amor.