jueves, 18 de julio de 2024

DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XVI TIEMPO ORDINARIO

21-7-24 (Ciclo B)

 

“El Señor es mi Pastor, nada me falta”, acabamos de cantar en el salmo con la confianza puesta en el Buen Pastor que es Jesús.

Hoy su palabra nos invita a valorar este don inmenso que es para la humanidad el que en medio de ella se susciten personas capaces de encarnar los valores del Buen Pastor.

El profeta Jeremías, irrumpe con fuerza para denunciar precisamente la indignidad de quienes han pervertido esta imagen sagrada. Los pastores a los que se refiere el profeta no sólo son los vinculados a una dimensión religiosa, sino también social. Para el pueblo de Israel, el Ungido de Dios era tanto el rey, como el sacerdote y como el profeta. Y ser ungido de Dios significa que en su nombre se realiza esa misión de enseñar, santificar y gobernar a su pueblo; se enseña la palabra de Dios, la cual no puede ser manipulada ni falseada conforme al capricho del profeta; santificar al pueblo en nombre de Dios es unirlo y vincularlo a Él para que se sienta confortado, fortalecido y bendecido en todas las dimensiones de su vida. El sacerdote no puede buscar su beneficio personal o familiar, sino entregarse servicialmente a quien se le ha encomendado. Y por último el rey, los que ejercen el poder temporal, han de administrarlo con la justicia de Dios, su misericordia y fidelidad, y no aprovecharse, oprimir y someter a quienes están subordinados a su autoridad por medio de leyes arbitrarias e inmorales.

Pues el profeta denuncia a todos estos estamentos, porque se han desviado de la ley del Señor, oprimiendo, engañando y sometiendo a un  pueblo que se ha descarriado, y anda desorientado y perdido en medio de su desgracia. Un pueblo que acaba siendo pasto  del más fuerte, y que terminará sufriendo la deportación a Babilonia.

Pero no está todo perdido, el mismo profeta anuncia que llegará un día en el que el Señor desposeerá a aquellos la grey que se les confió, para entregársela a buenos pastores que sí cumplan su voluntad y apacienten como es debido a su Pueblo santo.

Esta es la imagen que retoma Jesús en el evangelio que hemos escuchado, sintiendo compasión de sus hermanos porque andan como ovejas sin pastor. Si malo es ser conducido por líderes o responsables indignos, igualmente malo es la soledad y el abandono que sumerge en la desolación y la desesperanza.

Jesús es el Buen pastor, que dará su vida por las ovejas. Él no busca beneficiarse, ni aprovecharse de nadie, todo lo contrario, su palabra viene avalada por la autenticidad de su entrega, su caminar precede por la senda a quien conduce a través de ella. Los peligros y sinsabores son asumidos por él, y no por quienes en él han confiado.

En última instancia será su propia vida la sacrificada en el altar de la cruz, y no tomará víctimas inocentes para sustituir su entrega personal.

 

Este es el único Pastor del que podemos fiarnos por completo, porque ha sido una vida gastada y entregada por amor, y con una generosidad sin medida.

Nuestro mundo ha desvinculado el ejercicio de la responsabilidad pública del cumplimiento de la voluntad de Dios, por lo menos de manera formal, si bien es cierto, que muchos de nuestros gobernantes desean vivir su tarea con auténtica vocación de servicio, lo cual es de agradecer y valorar por todos. Sin embargo, también en nuestros días abundan los tiranos que siguen oprimiendo y esclavizando a los pueblos, aprovechándose impunemente de los débiles y sembrando de terror y angustia a incontables inocentes. Dios también les pedirá cuentas de su injusto proceder.

Pero no podemos quedarnos con enjuiciar el entorno de una manera ajena a nosotros. He mencionado tres dimensiones o tareas que han sido ungidas por Dios, sacerdocio, profecía y realeza. Las mismas que atribuimos a Cristo, y de las cuales participamos todos en razón de nuestro bautismo. El día en que fuimos incorporados a Cristo, se nos ungió con el Santo Crisma, y se nos hizo partícipes de esta triple función sacerdotal, profética y real. Hoy también nosotros somos responsables de santificar, enseñar y gobernar el presente con fidelidad a Dios, amor a los hermanos y espíritu de servicio y sacrificio, al igual que el Señor. Todos hemos sido constituidos servidores y garantes de la justicia, la solidaridad y la paz en medio del mundo, y aunque otros tengan mayores cotas de responsabilidad en razón de su puesto social, no por ello podemos desentendernos de la marcha de nuestro mundo.

Asimismo también debemos revisar como miembros de la Iglesia del Señor nuestra manera de vivir esta pertenencia familiar y vocacional. Los pastores en la Iglesia debemos ser testigos veraces, por nuestra palabra autorizada y nuestra vida coherente, de Aquel que nos ha llamado para esta misión de apacentar a su pueblo, conforme al Buen Pastor.

El Pueblo de Dios tiene derecho a exigir que los pastores que el Señor les ha enviado sean fieles, entregados, disponibles y generosos, de manera que además de dispensar los misterios de Cristo, lo hagan presente con sus vidas y sus obras.

Para ello debemos pedir con insistencia que el Señor envíe buenos pastores a su pueblo, máxime en estos tiempos de sequía vocacional.

En tiempos difíciles, se percibe con mayor claridad las carencias de una sociedad; no sólo las económicas, también las morales y espirituales. Qué necesario es entonces percibir referentes en todos los ámbitos de la vida familiar, pública y eclesial.

Pues pidamos al Señor en esta eucaristía que nos siga suscitando servidores generosos y honrados que nos ayuden a vislumbrar un horizonte mejor. Y que también por su estilo de vida y su palabra oportuna, nos ayuden a transformar nuestro corazón de manera que sea acogedor y sensible a las necesidades de los más débiles.

sábado, 13 de julio de 2024

DOMINGO XV TIEMPO ORDINARIO

 

DOMINGO XV TIEMP


O ORDINARIO

14-07-24 (Ciclo B)

 

         “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo”. Así comienza esta carta que el apóstol Pablo escribe a los cristianos de la comunidad de Éfeso, con un himno de alabanza por el don de la fe que ha recibido.

         Es la conclusión de una experiencia vital que se ha ido forjando en el tiempo, a través de las dificultades, las oscuridades y la confianza en el Señor que le escogió para ser su apóstol y misionero.

         Ésta es de alguna forma la historia de todo discípulo de Jesucristo, que habiendo acogido la llamada a su seguimiento para estar con él, y respondiendo positivamente a ella, asume también con disponibilidad y confianza la misión de transmitir esa fe a los demás.

         San Marcos nos cuenta cómo Jesús va enviando a sus discípulos a una tarea que no precisa de demasiados medios materiales, sólo de lo indispensable, porque acoger el evangelio y mostrarlo con sencillez a los demás no exige de grandes cosas añadidas. De hecho el exceso de bienes suele dificultar la misión evangelizadora de los cristianos y de la Iglesia.

         Cuando Jesús nos envía a la tarea apostólica, a las personas con quienes compartimos la vida y la historia, no es con otra finalidad que la de entregarles, generosamente, la palabra salvadora del Evangelio. No podemos buscar otros fines ni albergar otras intenciones. El apóstol de Cristo no busca beneficios materiales, ni honores o grandezas personales. Sólo entregar con su testimonio sencillo, coherente y gozoso el tesoro de su fe, que como nos cuenta San Pablo, no tiene otra meta que la de descubrir que Dios “nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos”. Y como hijos suyos, herederos de su reino y de su vida en plenitud.

         Si descubriéramos la dimensión auténtica de esta gracia, nuestras vidas cambiarían de forma radical. Vivir la consciencia de nuestro ser hijos de Dios, nos sitúa ante el mundo y sus problemas, sociales y personales, de una forma bien distinta.

         Ser hijos de Dios nos convierte en destinatarios de su misma vida, y por lo tanto portadores permanentes de una esperanza que supera las adversidades del presente de forma fecunda y positiva. Los hijos de Dios debemos albergar en nuestras entrañas los mismos sentimientos de Cristo, disponibilidad en el cumplimiento de la voluntad de Dios, solidaridad con los pobres, compasión por los que sufren, fidelidad a la verdad que muestra la vida como es con sus luces y sombras, y que no se conforma con contemplarla de pasivamente, sino que busca transformarla según el plan de Dios, para dignificarla y renovarla desde el amor y la misericordia.

Esta experiencia es la que hemos de ofrecer a los demás como enviados por el Señor. Al igual que en el relato de San Marcos vemos cómo Jesús envió a sus discípulos otorgándoles su confianza y fortaleza, así también hoy nos envía a nosotros para transmitir nuestra fe desde la autoridad de nuestra vocación cristiana y la lealtad en la comunión eclesial.

Y para ofrecer algo a los demás, primero hemos de vivirlo nosotros de forma consciente y responsable. La fe no es un sentimiento que se expresa el domingo, o cuando nos acercamos a la Iglesia. La fe ha de penetrar toda la vida del creyente, nuestras relaciones familiares, personales, laborales y sociales. Ha de ser el ambiente en el que nos movemos y existimos, la luz que ilumina nuestras opciones y el crisol que purifica las decisiones.

Por la fe que confesamos en Jesucristo, sentimos que es el Señor quien acompaña nuestros pasos y nos anima en cada momento, sintiéndole como el amigo y el Maestro que nos ha precedido con su entrega y que nos muestra el sendero por el que seguirle cada día.

Y esta experiencia vivida con autenticidad, también nos señala nuestra responsabilidad misionera y evangelizadora.

No podemos guardárnosla para nosotros en el silencio del corazón. Los discípulos de Jesús somos enviados como comunidad creyente a anunciar a los demás nuestra fe, compartirla con ellos y mostrar con gozo que merece la pena vivir así.

Sin creernos mejores que nadie, pero sin disimular los valores  cristianos que orientan y fundamental nuestra existencia. Porque la fe confesada debe transparentar la bondad y la misericordia del Señor, y difícilmente podremos ser testigos de Cristo si por nuestra forma de vivir oscurecemos la luz de su amor.

La fe que hemos heredado de nuestros mayores, y que ha sido nutrida y madurada por una formación cristiana adecuada, hay que actualizarla en nuestra vida cotidiana. Si un día la abrazamos por la confianza que quienes nos la transmitieron nos merecía, sólo podemos mantenerla viva si hemos sido nosotros tocados por el corazón de Cristo, quien se nos ha revelado y nos sigue enviando a los hermanos de nuestro tiempo.

El tiempo de verano nos ofrece la posibilidad de estrechar las relaciones familiares y de amistad, y en ellas ha de tener un papel central la propia experiencia de Dios, para compartirla y vivirla en la comunión fraterna con aquellos que más queremos, y con los que a veces tanto nos cuesta hablar de estos sentimientos profundos. “Nadie es profeta en su tierra” escuchábamos el pesar de Jesús el domingo pasado. Sin embargo, precisamente por el amor que tenemos a los nuestros, mayor ha de ser el esfuerzo para procurar que la semilla de la fe emerja con fuerza en sus vidas y así las llene de gozo y de esperanza.

Pidamos en esta eucaristía al Señor, que nos ayude a saber discernir en cada momento la palabra oportuna y el gesto adecuado, y así podamos sembrar su Reino entre los nuestros, por medio de una vida confiada en su providencia y servicial con los hermanos.

miércoles, 3 de julio de 2024

DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO

7-07-24 (Ciclo B)

 

      “No desprecian a un profeta más que en su tierra”.

      Esta frase con la que termina el evangelio de hoy nos revela el amargo sentimiento de Jesús ante el rechazo de los suyos. Él, que es bien recibido por las gentes de pueblos y ciudades lejanos de su tierra, vive sin embargo la desconfianza y la sospecha que suscita entre sus paisanos, lo cual no hace más que aumentar los sinsabores de su misión y sentir cómo son precisamente aquellos en quienes más confiaba los que le dan la espalda; “¿no es ese el hijo del carpintero?”.

      San Marcos nos muestra el lado más duro de la tarea profética; el desprecio y la indiferencia de los destinatarios del evangelio. Y aquel desánimo que vivieron Ezequiel, Pablo y el mismo Jesús, sigue siendo una realidad presente hoy entre nosotros.

      Muchas veces queremos compartir nuestra experiencia de fe entre los nuestros, con nuestros familiares más cercanos y amigos, y esa falta de respuesta positiva por su parte, e incluso de respeto, hace que vivamos nuestra fe en silencio, ocultándola por miedo al rechazo o a la burla.

      Cuantas veces escuchamos a tantos padres y abuelos, el sufrimiento que sienten al no poder transmitir la fe que viven como un don de Dios, a sus hijos y nietos. Hasta os echáis la culpa como si dependiera sólo de vosotros.

      Nada más lejos de la realidad. Vuestro testimonio de vida, y vuestro anuncio explícito de Jesús aun cuando vivís la oposición del ambiente, demuestra que realmente Dios ocupa un lugar central en vuestra vida, y por eso lo celebramos en medio de la comunidad cristiana, para sentir la fuerza renovadora del Espíritu Santo que nos envía al mundo a seguir construyendo el Reino de Dios.

      Jesús, a pesar de todas las dificultades, seguía proponiendo un estilo de vida nuevo. Su palabra y sus obras causaban extrañeza porque no era como la de los demás. En un mundo condicionado por los intereses particulares, donde los valores se centran en el poder, el dinero o el placer, él muestra otra senda distinta cargada de solidaridad y misericordia, y en la que el valor fundamental es el amor, semilla de justicia, de esperanza y de paz.

      Del mismo modo nosotros hoy, sólo necesitamos del aval de nuestra vida para vivir la fe con autenticidad. Aunque el mundo entero nos cuestione y critique, no podemos responderle con juicios y condenas. Desde el evangelio de Jesús sabemos que la fe es un don de Dios que hemos de proponer con sencillez y gratitud, pero nunca se ha de imponer con medios que violentan la libertad de la persona.

      Una fe impuesta carece de amor, y por lo tanto ni libera ni salva, sólo oprime y angustia. Quien vive un cristianismo intransigente, sin caridad ni esperanza, acabará convirtiéndose en  un fundamentalista. Cristo no entregó su vida para consagrar teorías ideológicas  y moralistas sino para que todos encontremos el camino de nuestra salvación, desde la respuesta libre y gozosa al amor que Dios nos tiene.

Por eso lo importante de la vivencia confesante de la fe, no está en los frutos apostólicos que de nuestro testimonio se puedan derivar, sino de la misma alegría que surge en lo más profundo de nuestro corazón por el mismo hecho de sentirnos amados por Dios, y esto ciertamente emerge con fuerza mediante la entrega amorosa a los demás.

Jesús se desvivía para transmitir a las gentes el inmenso amor de Dios para con todos, en especial los más pobres y débiles, los últimos y marginados. Y su entrega era fortalecida no por la respuesta de los que pudieran seguirlo o rechazarlo, sino por ese amor de Dios que llenaba su corazón, fortalecía su esperanza y manifestaba con sencillez, pero viva elocuencia, que el Reino de Dios había llegado con Jesús. El evangelista S. Marcos termina su relato diciendo que Jesús no pudo hacer allí muchos milagros y que se extrañaba de su falta de fe.

Sin embargo curó a quienes se abrieron a él y mostraron su confianza en el Señor, esparciendo con generosidad la semilla del amor y el consuelo.

      Cuando nosotros nos sintamos rechazados por la fe, bien por confesarla ante los demás o bien porque nuestros esfuerzos por transmitirla no sean suficientemente acogidos, no nos desanimemos ni perdamos la esperanza, Dios sabe cómo llevar adelante su obra, y en cualquier caso hemos de tener presente que no somos nosotros los dueños de la mies, sino él.

      Y sobre todo mantengamos fresco el ánimo del corazón, porque ser seguidores de Jesucristo es la mejor apuesta de nuestra vida, nos llena de gozo y nos sostiene en la adversidad. Si para muchos la Iglesia es una mera institución, para nosotros es nuestro hogar, el espacio vital en el que nos sentimos reconocidos y en el que podemos compartir la misma esperanza. En definitiva, el hogar familiar donde somos acogidos y respetados por lo que cada uno es, y no por lo que las expectativas del ambiente o de la moda exigen en cada momento.

      Por eso seguimos celebrando cada domingo la Eucaristía. Ella es el centro de la vida cristiana, fuente y culmen de nuestra fe, y ante el Altar, congregados como hermanos y hermanas, sentimos la presencia del Señor que nos sigue animando con su palabra y fortaleciendo con su Espíritu de amor.

      Pidamos en esta celebración al Señor, que siga alentando nuestra vocación evangelizadora. Que encontremos la manera oportuna de transmitir a los demás la fe que compartimos y que sintiendo el afecto y el estímulo de los demás cristianos, podamos dar testimonio de nuestra esperanza con el ejemplo de nuestras vidas.

viernes, 28 de junio de 2024

DOMINGO XIII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XIII TIEMPO ORDINARIO

30-6-24 (Ciclo B)

 

Hay una frase de Jesús, que constituye el núcleo fundamental de la Palabra proclamada y, desde ella, de toda nuestra vida, la que dirige con firmeza a ese padre desesperado que acude a él para que cure a su niña: “No temas; basta que tengas fe”.

Lo mismo que reclamaba el domingo pasado a sus discípulos cuando aterrados creían ahogarse en medio de la tempestad, “¿es que todavía no tenéis fe?”

La fe es el fundamento de nuestra existencia. La fe es el tesoro más preciado que podemos tener, ya que constituye la roca sobre la que asentar nuestra vida, porque ante los momentos de adversidad, cuando los acontecimientos personales, familiares o sociales nos desestabilizan y parece que el suelo desaparece bajo nuestros pies, qué necesario nos resulta estar bien asentados en Jesús, roca y cimiento de nuestra vida.

Y desde esa fe en el Señor, vamos a profundizar en la Palabra que hoy nos propone la liturgia de la Iglesia. Y así lo primero que debe resonar siempre con indudable insistencia es lo que nos dice el Libro de la Sabiduría: “Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos. /…/Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser”

La muerte no es obra de Dios, por lo tanto cuando esta sucede, y buscamos las causas que la provocaron, debemos encontrarlas fuera del ser de Dios en cuanto a su causa. Y la causa la da el mismo autor sagrado “mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”. La muerte es siempre consecuencia del mal, del pecado, y aunque esta expresión sea tantas veces repetida, no siempre la comprendemos bien.

Existe una relación causa-efecto entre el mal y la muerte. Y estamos exhaustos de verlo con tanta frecuencia cerca y lejos de nuestra realidad vital. Asesinatos, guerras, terrorismo, crímenes en el seno familiar, extorsiones, robos, secuestros, abusos y violaciones. Podríamos ampliar todo lo que nos da la mente para darnos cuenta de cuanta destrucción provoca el ser humano cuando su alma se pervierte, cuando el mal le ciega, cuando se deja seducir por un egoísmo y soberbia desmedida. Cómo es posible que si Dios nos ha creado a su imagen y nos ha hecho substancialmente buenos, insuflando en nosotros su espíritu de vida, podamos producir efectos tan destructores e inhumanos.

Y la respuesta que da la Sagrada Escritura apunta a la envidia del diablo como causa originaria de ese mal, y cuyo relato nos retrotrae a esa soberbia del hombre que se deja seducir para ser como Dios. En el episodio del fruto prohibido del cual el hombre y la mujer comen, está el deseo de convertirnos en dueños de la vida y de la determinación del bien y del mal, en definitiva, sustituir a Dios por el hombre idolatrado.

Yo soy quien decide lo que es bueno y malo, lo que se puede o no hacer, lo que quiero en cada momento, y en última instancia la vida y la muerte. Porque cuando los intereses egoístas del hombre se topan con algún obstáculo, este se puede sortear conforme a mis intereses y criterios. Y si estos criterios carecen de cualquier referencia a Dios, porque yo mismo me he erigido en dueño de todo, el poder que ostento se hace absoluto y tirano.

Frente a esta realidad, fruto de una libertad mal entendida y peor ejercida, Jesús muestra una manera de vivir totalmente contraria y liberadora. Jesús sabe que Dios no es el autor del mal, ni de la muerte, sino el Dios de la vida y del amor, por medio del cual fuimos creados a imagen y semejanza suya, y que es permanente referencia de una auténtica humanidad.

Por esa razón siempre estará atento a las necesidades de los demás, vengan de donde vengan, bien sea del jefe de la sinagoga, como de aquella pobre mujer anónima que llevaba doce años enferma.

Una mujer que en medio de la muchedumbre busca desesperadamente encontrarse con Jesús en quien ha puesto su última esperanza de curación. O bien ese hombre llamado Jairo, quien no siente escuchadas sus oraciones y que acude ante el nuevo maestro que a todos desconcierta.

Y la respuesta de Jesús es la misma para los dos, tened fe. A la mujer su fe la ha curado, a Jairo le pide que no pierda su fe en Dios.

Cuantas personas hoy y siempre han acudido a Dios con ese deseo ferviente de encontrar una respuesta a su súplica; ante la enfermedad grave de un ser querido, ante la pérdida de un empleo siempre necesario para poder desarrollar dignamente la vida, ante cualquier tipo de sufrimiento que nos arrebata la paz. Y esa es una buena actitud si nuestra confianza permanece a pesar del resultado tantas veces contrario a lo deseado.

 Una cosa es acudir a Dios desde una fe confiada y otra muy distinta condicionar esa fe a la obtención de  los resultados requeridos. El amor siempre es incondicional, y hemos de asumir la limitación de nuestra condición humana, sabiendo que a pesar de la inocencia la dinámica del mal del mundo también impone su ley.

Pero una cosa es aceptar la finitud del presente y otra que Dios no tenga una palabra que decir al respecto.

El mal, el pecado, la muerte, se han hecho su sitio dentro de la historia humana, pero no tienen la última palabra sobre la misma. Y es lo que tantas veces Jesús ha intentado transmitirnos con su entrega absoluta al plan salvador de Dios. Ahí se sitúan sus milagros, no como algo discriminatorio, que a unos sana y a otros nos, a unos devuelve a la vida y otros se mueren. La acción de Jesús apunta a una realidad mucho más grande, donde la salvación universal es un deseo de Dios para todos sus hijos, y donde la respuesta del hombre a ese amor creador, le abre la puerta de la vida en plenitud.

Dios no nos ha abandonado, aunque en ocasiones la barbarie del hombre, nos pueda llevar al escándalo. Dios se hace partícipe del sufrimiento del ser humano, experimentado en la muerte violenta de su Hijo Jesucristo. Pero el silencio de Dios ante el grito desesperado de sus hijos no es debilidad divina, sino espera respetuosa a la respuesta que cada persona quiera darle como opción fundamental de su vida. Y si esta respuesta humana parte de la confianza, de la conversión y de la acogida agradecida al amor que de Él hemos recibido, nuestro sitio es el mismo que preparó desde siempre para todos los bienaventurados. Pero si la respuesta es la negación de Dios y la permanencia en el mal causado, no será posible que encuentre su sitio en la mesa del Reino de Dios.

Dios nos ha dado el don inmenso de la libertad, pero si no somos capaces de desarrollarlo conforme a su proyecto de vida, de amor y de paz, ese don se convertirá en cauce de perdición.

Que el Señor siga animando nuestra fe y nuestra esperanza, para que en medio de las dificultades de este mundo sigamos asentados en la confianza a su amor, que nunca nos defrauda.

 

viernes, 21 de junio de 2024

DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO

23-6-24 (Ciclo B)

 

La Palabra que acabamos de escuchar tanto en su primera lectura como en el evangelio es una llamada a la esperanza en medio de circunstancias adversas. La experiencia de Job, a quien la vida le ha vuelto la espalda, atraviesa por momentos de incertidumbre y zozobra. Él siempre había confiado en Dios, era un hombre justo y bondadoso, y sin saber porqué, su fortuna desaparece para perderlo absolutamente todo. La desgracia y la muerte de sus seres queridos, le lleva al borde de la desesperación, llegando a cuestionar en su interior la bondad del Dios en quien confiaba.

Y en esa lucha profunda, se da cuenta de que Dios nunca le ha fallado, que tal vez su silencio le confunda y que le gustaría sentirse confortado, pero su mirada personal queda empañada en la inmensidad de la mirada de Dios que supera y trasciende toda comprensión humana.

Dios sigue a su lado para acompañar su dolor y desgracia, para sostener su aliento y esperanza, para confortar su corazón y mantenerlo vivo y confiado en el amor sanador del Señor.

Experiencias similares podemos haberlas pasado todos, o sin duda alguna que podremos vivirlas algún día. Cuando la vida nos sonríe y gozamos de salud y felicidad, nos sale espontáneamente la gratitud hacia Dios, sintiéndonos afortunados por todo, incluso por la fe que confesamos. Pero cuando la vida se vuelve del revés, y la penuria material o la precariedad física aparecen en nosotros o en nuestros seres queridos, todo se tiñe de oscuridad y también la fe se ve afectada.

Es el momento de la duda y el reproche, haciéndole a Dios responsable de nuestra situación y exigiéndole de alguna forma que la repare de forma inmediata.

La experiencia de Job nos ayuda a comprender que nuestro Dios no es un protagonista arbitrario de la historia humana. Su acción salvadora no puede modificar de forma mágica el desarrollo natural de las cosas. La enfermedad, el dolor y la muerte, forman parte de nuestra realidad existencial, y aunque a veces podamos atajar sus consecuencias mediante los adelantos científicos y las cualidades humanas, sabemos que todos caminamos hacia el umbral de la vida en plenitud, a la cual sólo podemos llegar a través del ocaso de la presente, cruzando la puerta de la muerte a este mundo conocido y al que tanto nos aferramos.

Jesucristo también vivió su vida de forma intensa y responsable. Su abandonarse en las manos de Dios, su Padre, no era una manera de saltarse los sinsabores y sufrimientos de su vida terrena. Como cualquiera de nosotros, sintió la alegría y la tristeza, la dicha y la angustia, la fortaleza del espíritu y la debilidad del abandono de todos.

Sin embargo no dejó de confiarse a los brazos del Padre entregando su vida con una frase que cierra toda su existencia; “en tus manos encomiendo mi espíritu”. Unas manos que lo acogieron y que vencieron la muerte con la vida en plenitud, porque las manos de Dios son manos buenas, creadoras de vida y de esperanza.

El evangelio que hemos escuchado nos muestra otra experiencia de duda y confianza. La barca zarandeada por el mar y en la cual los apóstoles del Señor sienten peligrar sus vidas, ha sido interpretada como signo de la vida de la misma Iglesia. Muchas veces los cristianos sentimos que la vida personal y apostólica se tambalea. Las dificultades personales y las críticas ambientales nos afectan a todos.

Ante esta situación de inseguridad, podemos caer en la tentación  de silenciar y ocultar nuestra identidad cristiana por miedo o comodidad, o lo que es más grave, diluir sus fundamentos en las modas del momento sucumbiendo a las ideologías dominantes.

Y si dejamos que nuestro testimonio cristiano se diluya en el silencio con la excusa del miedo o por la complacencia del anonimato entonces no hace falta que el oleaje zarandee la barca de la Iglesia, porque nosotros mismos la estaremos hundiendo.

Jesucristo nos ha asegurado su permanencia a nuestro lado “todos los días hasta el fin del mundo”, y esta promesa debe confortar nuestra vida e impulsar la misión evangelizadora de los discípulos actuales del Señor. Tomando conciencia de que en esta barca eclesial todos debemos remar en la misma dirección siguiendo el rumbo que nos marca Jesús con su Palabra, y que en cada momento la Iglesia discierne desde los carismas y responsabilidades recibidos por el Señor.

La cobardía de los apóstoles es recriminada por Jesús, no por el hecho de sentir el temor, algo natural en la condición humana, sino por carecer de fe, de confianza en quien siempre está en la barca y la custodia. Nada puede apartarnos del amor de Dios, y sólo una profunda experiencia personal de oración y encuentro con Cristo puede llevarnos a experimentar esta confianza vital, tan necesaria para poder vivir con coherencia nuestra condición de seguidores de Jesucristo, quien nos pide que nos introduzcamos en el mar del mundo y que nos entreguemos con generosidad para sanarlo por el amor y la concordia.

Las dificultades de la fe, como las de la vida en general, sólo pueden vencerse afrontándolas con fortaleza y confianza. Jesús sigue a nuestro lado y aunque en ocasiones pensemos que no nos escucha, él se encuentra en medio de su barca para sostener y confortar nuestra esperanza.

Ejemplo de fe y de fidelidad es María, la Virgen. En ella siempre podemos encontrar el modelo para vivir bajo el amparo de Dios, por difícil que se presente el camino a recorrer. Que ella nos aliente para que tengamos esta conciencia de la presencia cercana del Señor, porque con él a nuestro lado nada debemos de temer, su amor y fortaleza nos acompañan siempre para que seamos en medio el mundo testigos de su Buena Noticia.

jueves, 13 de junio de 2024

DOMINGO XI TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XI TIEMPO ORDINARIO

16-6-24 (Ciclo B)

 

Con el Salmo de este domingo, se nos invita a vivir en actitud de acción de gracias, que es la que mejor puede responder a la vida del creyente.

Muchas veces caemos con facilidad en el desánimo, la desesperanza o el hastío por no percibir un futuro dichoso. La realidad de nuestro mundo en general, la sociedad en la que estamos inmersos o la propia situación personal, pueden llevarnos a una experiencia pesimista que nos haga complicado vivir en la esperanza y la dicha. Sobre todo si partimos de la idea de que todo debe ser controlado y proyectado desde nuestras ideas y sostenido con nuestras fuerzas.

Entonces está claro que el balance será deficiente. Si ponemos nuestra confianza en las propias posibilidades y criterios, el camino a recorrer se nos volverá muy difícil y en ocasiones insoportable. Sobre todo si contrariando la palabra del apóstol Pablo, confiamos en vivir sólo desde la visión, y no desde la fe.

El evangelio nos invita a todo lo contrario. “El reino de Dios se parece a un hombre que echa la semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla va creciendo, sin que él sepa cómo.”

Todos queremos cosechar los frutos de nuestros esfuerzos, necesitamos tener cierto control sobre las realidades presentes de manera que no tengamos que vivir siempre en la incertidumbre o el desasosiego. Pero tal vez hemos perdido la capacidad de confiar que no todo depende de nosotros. Que realmente nuestra existencia está en las manos de Dios, y que Él se preocupa de hacer crecer con vigor y generosidad la semilla que nosotros podemos sembrar con nuestro trabajo y entrega.

Y si bien es verdad que la actividad humana ha de estar ordenada al bien de la humanidad, nunca debe perder la perspectiva de que ese dinamismo no depende exclusivamente de él. Como nos enseña el Concilio Vaticano II, la autonomía de la realidad terrena y sus propias leyes y valores son un bien que el hombre debe descubrir y respetar, pero nunca desde una concepción de independencia respecto del Creador. “La criatura sin el Creador desaparece” (Cfr. GS 36, y es muy posible que en el fondo de todas las decepciones y sinsabores que la experiencia humana actual padece, se deba a haber puesto su única fe y esperanza en su dominio de la ciencia y de la técnica.

Y con ser todo ello un gran valor de nuestro desarrollo humano, muy a pesar de todos los logros alcanzados, la miseria de enormes comunidades humanas, las guerras fratricidas y las injusticias desoladoras nos dejan bien claro cuán grande es nuestro fracaso y soledad.

Expulsar a Dios de la vida del hombre y de los criterios que han de establecerse para una justas relaciones humanas, nos deja al libre albedrío de de los poderosos y de sus criterios y fuerzas.

No obstante, no por ello debemos perder la perspectiva de la fe. No por ello debemos caer en el desánimo infecundo y paralizante. Nuestro presente no dista mucho de otros momentos de la historia, ni de la experiencia vivida por nuestro Señor. Y sin embargo él siempre nos enseñó, que la última palabra es siempre de Dios, y es una palabra de vida y de esperanza.

No sabemos el cómo ni el cuándo de la manifestación de los signos de su reino de amor, de justicia y de paz. Es muy posible que nosotros nunca lo veamos en este mundo con sus contradicciones, pero tenemos asegurada la promesa de que ese Reino es una realidad que ya va emergiendo y que se manifiesta de forma más plena en aquellos espacios donde Dios es el centro y fundamente de la vida del hombre.

Lo que también necesitamos es estar más atentos a descubrirlos en medio de nuestras vidas cotidianas, allí donde se cuida la atención a los necesitados, donde el respeto de la vida de los demás es un precepto sagrado e irrenunciable, donde los modos de entender la economía y las relaciones profesionales se basan en la justicia y la honradez. Y eso es mucho más sencillo de sembrar de lo que a veces nos parece, basta con que cada uno introduzca ese grano de vida, en lo profundo de su corazón y deje que germine con vigor por la acción del Espíritu Santo.

El Señor nos ha mostrado lo pequeña que es la semilla de la mostaza, algo apenas apreciable, pero que sin embargo, se hace un arbusto grande donde anidan los pájaros. Esa es la dinámica del reino de Dios, que de lo pequeño, débil y sencillo, Él es capaz de generar  fortaleza y plenitud. Sólo es necesario que nosotros preparemos adecuadamente el terreno, lo desbrocemos de la maleza asfixiante de nuestros miedos y egoísmos, y esparzamos con generosidad la semilla de la acogida, el respeto, la solidaridad y la confianza. Especialmente esta última es fundamental ponerla en las manos de Dios porque es quien, desde su bondad y misericordia, sigue enviándonos a ser sembradores de amor y de esperanza. Que así lo vivamos cada día de nuestra vida porque de ese modo la estaremos llenando de sentido y de alegría, cualidades esenciales para una sana y gozosa felicidad.

viernes, 7 de junio de 2024

DOMINGO X TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO X TIEMPO ORDINARIO

9-6-24 (Ciclo B)

 

Tras las fiestas pascuales y las solemnidades del Señor, que permanece entre nosotros de manera real y plena en su Cuerpo y su Sangre, volvemos a la vida cotidiana manifestada litúrgicamente en este tiempo llamado ordinario que ahora retomamos.

La experiencia narrada en el libro del Génesis, es mucho más que una travesura de nuestros primeros padres. El desarrollo del incidente escuchado en la primera lectura nos muestra, lo fácil que es introducir la sospecha en la mente débil de quien tiene ambición, y cómo esa idea cala hasta el corazón para pervertir los sentimientos. Los que antes participaban de la vida divina en plenitud, aspiran a un nivel mayor en su soberbia, y eso les lleva temer al Dios que antes era padre y amigo, y a la propia carne la cual es inculpada como responsable del mal causado. Adán acusa a Eva y esta a la serpiente, la cual es maldecida. Así se narra el origen de ese pecado que a todos nos hermana y que nos hace solidariamente responsables. En el origen del mal está la inducción del poder del maligno, siempre poderoso y capaz de degenerar nuestra realidad humana. Algo que de diversas maneras acompañó la vida de Cristo, que tras ser tentado por el diablo en su peregrinar por el desierto, éste lo dejó hasta otras ocasiones.

El episodio de la vida del Señor que acabamos de escuchar a través de S. Marcos, puede resultar irrelevante en la vida de Jesús, y sin embargo es de gran trascendencia.

Jesús, entre las dificultades que deberá asumir, las incomprensiones y el rechazo por parte de muchos, se va a encontrar el de su propia familia, o por lo menos en parte de ella. Aquí nos topamos con que algunos parientes piensan que está fuera de sí y pretenden apartarlo para esconderlo o retenerlo lejos de la mirada pública y crítica de quienes rechazan su mensaje. Y además, si ya es grave que esos parientes lo rechacen y duden de ese modo, más trágico resulta aún que pretendan que su madre y los más cercanos intervengan para convencerlo.

La respuesta de Jesús es contundente. Acusarle de endemoniado, con lo que esa experiencia de sometimiento y vulnerabilidad suponía para muchas personas atrapadas bien en la demencia psíquica o en la esclavitud y sometimiento al maligno, era una desacreditación de su vida y de su palabra. No hay como acusar a un profeta de mentiroso, a un amigo de traidor o a un santo de pecador público, para mancillar su honor y pretender silenciar su voz.

De ahí la seria advertencia de Jesús, “todo se les podrá perdonar a los hombres; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás”.

La acusación de que él actúa con el poder del demonio, con lo que eso supone de perversión absoluta, es algo que el Señor no puede tolerar.

Un reino dividido no puede subsistir, una familia dividida no puede subsistir. Y de ahí que blasfemar contra el Espíritu Santo, que es la Persona Amor “que procede del Padre y del Hijo, y que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y Gloria”, es negar de forma absoluta y definitiva la misa existencia de Dios, y rechazar de igual modo cualquier posibilidad de salvación.

Jesús no sólo experimenta el rechazo de los indecisos, o los que dudan de su palabra, los contrarios más contumaces son aquellos que conociendo su identidad y vida, prefieren evitar la coherencia que conlleva sacrificios y vivir tranquilamente sin el estigma familiar de tener a un perturbado entre los suyos.

La pretensión de que María les ayudara en esta misión resulta igualmente demoniaca porque además del dolor que le ocasiona al hijo, rompe también el alma de su madre.

Y si bien la Stma. Virgen, conocedora excepcional de la procedencia de su hijo, jamás aceptaría esta manipulación, y ella es en verdad modelo de discipulado y de fidelidad al plan de Dios, Jesús deja claro qué es lo más grande de su vida; ésta es mi madre, la que escucha la palabra de Dios y la cumple. Esa es mi madre y mis hermanos.

Y así María, superando la realidad entrañable de la maternidad humana, la lleva a su plenitud con su fiel entrega en el discipulado y seguimiento de su Señor, algo que ya había decidido antes incluso de acoger en sus entrañas al Hijo del Altísimo.

En la vida del creyente, como en la de cualquier ser humano, hay momentos de verdad y de mentira, de bondad y maldad, de obras buenas que muestran nuestra calidad humana, y de experiencias malvadas que manifiestan nuestra debilidad.

Nosotros conocedores de estas realidades, reconocemos con humildad nuestros espacios oscuros y ante el Señor los colocamos para que Él con su misericordia nos vaya transformando con paciencia y amor.

Pero hay límites en la vida que jamás deben cruzarse, porque pueden ser de no retorno. Y esto conlleva decisiones definitivas las cuales conllevan también consecuencias concluyentes.

Ninguno de nosotros podemos asegurar hasta dónde llega la misericordia de Dios, y mucho menos aseverar que algún hermano pueda verse privado de ella; eso sólo corresponde al Señor. Pero sí sabemos que el mismo Jesús, que se entregó hasta la muerte por nuestra salvación, y que ya ha hecho todo cuanto podía por mostrarnos el amor infinito de su corazón, también nos previene frente a decisiones, que desde la libertad en la que hemos sido creados nos puedan conducir a la ruptura definitiva con Él.

Por eso debemos atender también a la procedencia de aquellos estímulos o ideas que zarandean nuestras convicciones más profundas y las pueden poner con facilidad en crisis. No todo es aceptable en la vida presente, ni cualquier manera de vivir nos construye como personas y como familia humana. Necesitamos afianzar en el amor del Señor nuestro modo de desarrollar la vida propia y la convivencia social. Y así mostrar con gozo y verdad, de que la vida en Cristo es fuente de concordia y de auténtica fraternidad. Que el Espíritu Santo que habita en nosotros, nos ayude siempre y nos guíe.