viernes, 18 de junio de 2021

DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO

 

DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO

20-6-21 (Ciclo B)

 

La Palabra que acabamos de escuchar tanto en su primera lectura como en el evangelio es una llamada a la esperanza en medio de circunstancias adversas. La experiencia de Job, a quien la vida le ha vuelto la espalda, atraviesa por momentos de incertidumbre y zozobra. Él siempre había confiado en Dios, era un hombre justo y bondadoso, y sin saber porqué, su fortuna desaparece para perderlo absolutamente todo. La desgracia y la muerte de sus seres queridos, le lleva al borde de la desesperación, llegando a cuestionar en su interior la bondad del Dios en quien confiaba.

Y en esa lucha profunda, se da cuenta de que Dios nunca le ha fallado, que tal vez su silencio le confunda y que le gustaría sentirse confortado, pero su mirada personal queda empañada en la inmensidad de la mirada de Dios que supera y trasciende toda comprensión humana.

Dios sigue a su lado para acompañar su dolor y desgracia, para sostener su aliento y esperanza, para confortar su corazón y mantenerlo vivo y confiado en el amor sanador del Señor.

Experiencias similares podemos haberlas pasado todos, o sin duda alguna que podremos vivirlas algún día. Cuando la vida nos sonríe y gozamos de salud y felicidad, nos sale espontáneamente la gratitud hacia Dios, sintiéndonos afortunados por todo, incluso por la fe que confesamos. Pero cuando la vida se vuelve del revés, y la penuria material o la precariedad física aparecen en nosotros o en nuestros seres queridos, todo se tiñe de oscuridad y también la fe se ve afectada.

Es el momento de la duda y el reproche, haciéndole a Dios responsable de nuestra situación y exigiéndole de alguna forma que la repare de forma inmediata.

La experiencia de Job nos ayuda a comprender que nuestro Dios no es un protagonista arbitrario de la historia humana. Su acción salvadora no puede modificar de forma mágica el desarrollo natural de las cosas. La enfermedad, el dolor y la muerte, forman parte de nuestra realidad existencial, y aunque a veces podamos atajar sus consecuencias mediante los adelantos científicos y las cualidades humanas, sabemos que todos caminamos hacia el umbral de la vida en plenitud, a la cual sólo podemos llegar a través de la muerte a este mundo conocido y al que tanto nos aferramos.

Jesucristo también vivió su vida de forma intensa y responsable. Su abandonarse en las manos de Dios, su Padre, no era una manera de saltarse los sinsabores y sufrimientos de su vida terrena. Como cualquiera de nosotros, sintió la alegría y la tristeza, la dicha y la angustia, la fortaleza del espíritu y la debilidad del abandono de todos.

Sin embargo no dejó de confiarse a los brazos del Padre entregando su vida con una frase que cierra toda su existencia; “en tus manos encomiendo mi espíritu”. Unas manos que lo acogieron y que vencieron la muerte con la vida en plenitud, porque las manos de Dios son manos creadoras de vida y de esperanza.

El evangelio que hemos escuchado nos muestra otra experiencia de duda y confianza. La barca zarandeada por el mar y en la cual los apóstoles del Señor sienten peligrar sus vidas, ha sido interpretada como signo de la vida de la misma Iglesia. Muchas veces los cristianos sentimos que la vida personal y apostólica se tambalea. Las dificultades personales y las críticas ambientales nos afectan a todos.

Ante esta situación de inseguridad, podemos caer en la tentación  de silenciar y ocultar nuestra identidad cristiana por miedo o comodidad, o lo que es más grave, diluir sus fundamentos en las modas del momento sucumbiendo a las ideologías dominantes.

Y si dejamos que nuestro testimonio cristiano se diluya en el silencio con la excusa del miedo o por la comodidad del anonimato entonces no hace falta que el oleaje zarandee la barca de la Iglesia, porque nosotros mismos la estaremos hundiendo.

Jesucristo nos ha asegurado su permanencia a nuestro lado “todos los días hasta el fin del mundo”, y esta promesa debe confortar nuestra vida e impulsar la misión evangelizadora de los discípulos actuales del Señor. Tomando conciencia de que en esta barca eclesial todos debemos remar en la misma dirección siguiendo el rumbo que nos marca Jesús con su Palabra, y que en cada momento la Iglesia discierne desde los carismas y responsabilidades recibidos por el Señor.

La cobardía de los apóstoles es recriminada por Jesús, no por el hecho de sentir el temor, algo natural en la condición humana, sino por carecer de fe, de confianza en quien siempre está en la barca y la custodia. Nada puede apartarnos del amor de Dios, y sólo una profunda experiencia personal de oración y encuentro con Cristo puede llevarnos a experimentar esta confianza vital, tan necesaria para poder vivir con coherencia nuestra condición de seguidores de Jesucristo, quien nos pide que nos introduzcamos en el mar del mundo y que nos entreguemos con generosidad para sanarlo por el amor y la concordia.

Las dificultades de la fe, como las de la vida en general, sólo pueden vencerse afrontándolas con fortaleza y confianza. Jesús sigue a nuestro lado y aunque en ocasiones pensemos que no nos escucha, él se encuentra en medio de su barca para sostener y confortar nuestra esperanza.

Que siempre tengamos esta conciencia de la presencia cercana del Señor, porque con él a nuestro lado nada debemos de temer, su amor y fortaleza nos acompañan siempre para que seamos en medio el mundo testigos de su Buena Noticia.

jueves, 3 de junio de 2021

CORPUS CHRISTI

 


SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

CORPUS CHRISTI  6-06-21

 

       Un año más celebramos la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Memorial de su Pasión, muerte y resurrección, y Sacramento de su amor universal. Precisamente por ese amor entregado para nuestra salvación, podemos unir en esta fiesta del Corpus el día de la Caridad. Al compartir el alimento que nos une íntimamente a Cristo nos hacemos partícipes de su  mandato “haced esto en memoria mía”, aceptando su envío en medio de los más pobres para compartir con ellos nuestra vida y nuestra fe.

En esta fiesta litúrgica de hoy, la Iglesia nos invita a profundizar en el don inmenso de la Eucaristía. Como nos enseña el Vaticano II, "Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura" (SC 47).

Desde esta fidelidad al don recibido de manos del Señor, no podemos separar la eucaristía de la caridad. Los cristianos que nos reunimos para escuchar la palabra del Señor y compartir el pan de la vida que él nos da, hemos de prolongar esta fraternidad eucarística en el mundo nuestro, junto a los hermanos que carecen de afecto, de medios, de una vida digna y feliz.

       No todo el mundo vive dignamente, de hecho somos una minoría los que en el mundo actual podemos agradecer esta vida digna. La mayoría de la población mundial carece de los recursos necesarios para una subsistencia adecuada. Y en vez de acoger su precariedad para sentirnos solidarios con ellos, muchas veces nos fijamos en aquellos que se enriquecen con facilidad y rapidez poniéndolos como modelos a seguir, y hasta envidiándolos por su opulencia.

Una cosa es luchar legítimamente por alcanzar esa vida digna a la que todos tenemos derecho y otra muy distinta la ambición desmesurada que al final nos endurece el corazón hasta llevarnos al egoísmo y a la idolatría del dinero.

La entrega de Jesucristo en la cruz, nos abre la puerta de la redención. Y aquella entrega viene precedida de una vida sensible para con los necesitados, los enfermos, los pobres y los marginados.

A Jesucristo resucitado se llega por medio de una vida ungida por el Espíritu de Dios para anunciar la Buena Noticia a los pobres, la libertad a los oprimidos, la salud a los enfermos y la salvación para aquellos que acogen este don de Dios.

       Cristo nos dejó su testamento en el cual nos ha incluido a todos y no sólo a unos privilegiados. La vida en este mundo es injusta y desigual no porque Dios lo haya querido sino porque nosotros lo hemos causado. Dios no quiere que haya pobres y ricos, rechaza la injusticia que causa este mal, y nos llama a su seguimiento a través del camino de la auténtica fraternidad y solidaridad.

       Este testamento de Cristo lo actualizamos cada vez que nos acercamos a su altar. Su Cuerpo y su Sangre entregadas por nosotros, y compartidos con un sentimiento fraterno y solidario, nos unen a la persona de nuestro Señor Jesucristo y a su proyecto salvador. Por eso “cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte y tu resurrección hasta que vuelvas”.

       Por eso, cada vez que comemos y bebemos el Cuerpo y la Sangre del Señor, nos unimos vitalmente a Cristo para prolongar con nuestra vida y entrega, su obra misericordiosa en medio de nuestros hermanos más necesitados, a los cuales somos enviados como testigos del amor de Dios.

       La caridad no se hace, se vive. No hacemos caridad cuando damos dinero a un pobre, vivimos la caridad cuando nos preocupamos por su vida, buscamos cómo atenderla mejor, y nos esforzamos por acompañarle a salir de su situación para siempre.

       Vivir la caridad es prolongar la Eucaristía del Señor, su cuerpo y su sangre derramada por amor a todos, para la salvación de todos. Las palabras que día tras día escuchamos en la Consagración nos muestran que Jesús no economizó su entrega sino que fue universal y por siempre.

       Desde aquel momento en el que nacía la Iglesia, ésta siempre tuvo como acción primera y fundamental, unida al anuncio de Jesucristo, la vivencia de la caridad.  Atender a los pobres y necesitados estaba unido a la oración y a la fracción del pan de tal manera que no se podía permitir que en la comunidad de los cristianos alguien pasara necesidad.

En esta fiesta debemos también recuperar la conciencia del don que el señor ha puesto en nuestras manos. La Eucaristía hace a la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía (nos enseña el Concilio Vaticano II). Por eso la celebración eucarística trasciende nuestra realidad local y se une a la vivencia universal de la Iglesia. No podemos celebrar la eucaristía más que en la comunión eclesial, ya que es el Señor quien se hace presente en medio de su pueblo, congregado en la unidad del Espíritu por el vínculo de la paz.

       Vamos a pedir en esta Eucaristía que el Señor nos ayude a vivir con gratitud este don esencial para nuestra vida espiritual. Sin eucaristía no hay Iglesia, y por lo tanto la fe se descompone. Esforcémonos también, por recuperar nuestra capacidad solidaria y fraterna para poder compartir con autenticidad el pan de la unidad y del amor.