jueves, 31 de octubre de 2013

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

 

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS


Un año más celebramos la fiesta de todos los santos, la de aquellos que han recorrido el camino de la vida de forma sencilla y honesta, en fidelidad a Jesucristo y que son para nosotros ejemplo en el seguimiento del Señor. Es la fiesta de quienes ya gozan de la vida gloriosa prometida por Dios y de los cuales muchos han sido proclamados por la Iglesia como santos y modelos de creyentes, por su forma de vivir el evangelio de Cristo y de entregarse al servicio del Reino de Dios.

       Los santos son quienes han hecho realidad en sus vidas el espíritu de las bienaventuranzas que acabamos de escuchar, y que constituyen el proyecto de vida de quienes ponen en Dios el fin de su existencia, su horizonte y meta,  y que para encontrarse con él saben mirar de forma permanente y con amor, la realidad de los hermanos.

       Las bienaventuranzas son un proyecto que desconcierta a quienes basan su existencia en los fines de este mundo materialista, el poseer, dominar y brillar con luz propia olvidándose de los demás.

       Sin embargo ese es el camino por el que nos encontramos con el Señor y que muchos, en esta historia de salvación ya han recorrido y de forma ejemplar. Ellos son nuestros maestros de espiritualidad, testigos de un vivir para Dios y para los demás y ejemplo de serenidad y misericordia incluso en momentos donde sufrieron martirio y violencia.

       Pobre de espíritu es aquel que al margen de su situación material, buena o mala, siempre busca el rostro de quien peor lo pasa y sabe acercarse a la realidad del hermano para compartir su vida, sus bienes, su esperanza, su amor con aquellos que suplican nuestra solidaridad. La pobreza de espíritu no es ajena a la material. Es muy difícil la una sin la otra. Nunca seremos pobres en el espíritu si no sabemos acoger la pobreza material como estilo de vida austero y solidario.

       La sencillez y humildad posibilitan el tener un corazón limpio para mirar a los demás. Un alma lúcida para contemplar  a los otros con misericordia, sin reproches, sin exigencias, sin condenas. Es del corazón de donde brotan las acciones y deseos más humanos o más viles. Allí se albergan nuestras intenciones profundas y de nuestra libertad para asumir nuestra propia condición dependerá la comprensión y respeto de cara a los demás.

       Un corazón limpio regala permanentemente una nueva oportunidad; un corazón limpio hace posible el milagro del perdón y de la reconciliación, porque sabe que todos hemos sido reconciliados por el amor y la misericordia del Señor, y reconoce que nuestra masa no es diferente de la de los demás.

       Bienaventurados los que trabajan por la paz, y los que tienen hambre y sed de la justicia. Cómo resuena en nuestros tiempos esta voz de Cristo en medio de los abusos e injusticias que tantos inocentes sufren a lo largo del mundo. Guerras, violencias, terrorismo, tantas formas de explotación que muestran la vileza a la que podemos llegar e incluso justificar con ideologías engañosas y mezquinas.

El ser humano es capaz de hacer las cosas más grandes y también las más viles. Pues los santos son aquellos que aun a riesgo de su propia vida jamás favorecieron la violencia y sus vidas entregadas supieron sembrar concordia y paz.

       Trabajar por la justicia, y padecer por ella, les llevó a afrontar en su vida la persecución y el rechazo por fidelidad a Cristo. Y esta es una cualidad que casi todos compartieron, experimentando el valor de la última bienaventuranza “dichosos vosotros cuando os insulten y os injurien y os persigan por mi causa”.

El perseguido por causa de Cristo y su evangelio es un bienaventurado, un ser dichoso porque su recompensa es el Reino de Dios.

Y esta llamada que nuestros hermanos acogieron y a la que respondieron de forma heroica, hoy también se nos hace a nosotros.

Nuestra coherencia cristiana se ha de explicitar con firmeza en momentos de clara injusticia personal o social, respondiendo con valor a los ataques contra la vida y la dignidad que con tanta frecuencia se realizan y amparan desde proyectos políticos, incluso desde los partidos que han contado con nuestro apoyo.

Ser cristiano en medio de esta asamblea eucarística es fácil y evidente. Ser cristiano en medio de la agrupación vecinal, o del partido político o del ambiente social en general, es mucho más complejo y debemos saber que si nos posicionamos como cristianos muchas veces nos van a criticar e incluso perseguir. Pero callar nuestra voz en medio de las injusticias y la falsedad, nos hace cómplices de ellas.

Los cristianos hemos de vivir nuestra fe encarnada en el mundo, como lo han hecho aquellos que nos precedieron y cuya fiesta hoy celebramos. Y vivir esa fe con coherencia implica dar la cara por Jesucristo y por nuestro prójimo a quien hemos de amar como a nosotros mismos.

Todos estamos llamados hoy a seguir el camino de la santidad. La santidad no es sólo la meta a alcanzar, es también la tarea cotidiana por la que merece la pena vivir y entregarse, siguiendo las huellas de Jesucristo, camino verdad y vida, de manera que vayamos construyendo su reino de amor, y así podamos vivir todos como hijos de Dios y hermanos entre nosotros. De este modo y tras el recorrido de la vida que cada uno deba realizar, podamos descansar en las manos de Dios por haber sabido combatir las penalidades desde la fe, la esperanza y el amor.

       Estas son las virtudes comunes a todos los santos; una fe que mantiene siempre la confianza en Dios por encima de cualquier dificultad. Una esperanza que se asienta en la convicción de que  nuestra vida está en las manos de Dios y que se siente siempre acompañada por Aquel que nos creó según su imagen y semejanza. Y todo ello vivido desde el amor, que es lo mejor que posee el ser humano y que nos hace libres capacitándonos para el perdón y la construcción de un mundo fraterno.

     Que la alegría que hoy comparte la comunidad cristiana al recordar y agradecer la vida de tantas mujeres y hombres que a lo largo de los siglos han dado autenticidad a nuestra Iglesia sea para todos nosotros estímulo en el seguimiento de Jesucristo. Que el Espíritu Santo nos impulse a vivir con gozo e ilusión porque “el amor que nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios”, nos convierte en herederos de su gloria y en portadores de su esperanza.


viernes, 18 de octubre de 2013

DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO - DOMUND


DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO
JORNADA DEL DOMUND 20-10-13 (ciclo C)


Un año más, unimos ante el altar del Señor la celebración de la Eucaristía, fuente y culmen de nuestra vida cristiana, con la acción misionera de la Iglesia, que brota del mandato de Jesucristo de anunciar el Evangelio a todas las gentes y pueblos de la tierra.

Esta vocación misionera de la Iglesia, y por ella la de todos los que formamos parte del Pueblo de Dios, se actualiza en la mesa fraterna en la que convocados por el Señor Jesús, escuchamos su Palabra y compartimos el Pan de la vida. Así hemos escuchado al Apóstol S. Pablo, cómo exhorta al buen obispo Timoteo, para que fiel al don de la fe que ha recibido, no escatime esfuerzos para anunciar, “a tiempo y a destiempo”, ese regalo que con tanta abundancia ha recibido del Señor.

Es la Eucaristía la que nos impulsa a transmitir la fe a los demás, la que nos anima a proclamar con sencillez y fidelidad aquello que rebosa nuestro corazón, y que manifestamos como respuesta agradecida cada vez que celebramos el Sacrificio Eucarístico “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas”. Y es este anuncio explícito de Jesucristo lo que en este día del Domund celebramos.

Ya el Papa Pablo VI, en la fiesta de la Inmaculada del año 1975, entregó al mundo una magnífica Encíclica titulada “El anuncio del Evangelio” (Evangelii Nuntiandi). En ella nos señalaba que el fin de la Iglesia es evangelizar, es decir, anunciar la Buena Noticia de la Salvación a todas las gentes, la Buena Noticia de la humanidad de Dios, que se hace uno de nosotros en su Hijo Jesús. E insistía el Papa, en que  esta misión fundamental recibida de nuestro Señor, es una tarea que nos concierne a todos por igual, pastores, religiosos y laicos. Todos hemos recibido el don de la fe, y si lo vivimos de corazón, con gozo y esperanza, es justo ofrecerlo a los demás como un proyecto de vida digno y capaz de colmarles de dicha y felicidad.

El compromiso misionero de la Iglesia no es sólo el que se desarrolla en los países más remotos de la tierra. Ni tampoco se limita al anuncio que se realiza entre los más pobres y desheredados del mundo. La misión evangelizadora se consuma en todos los lugares y ambientes donde se desenvuelve nuestra vida, comenzando precisamente entre los más cercanos, aquí y ahora.

Ciertamente la Iglesia ha desempeñado una labor ingente entre los más necesitados del mundo. Fiel al mandato del Señor, desde los comienzos mismos del cristianismo, los apóstoles y sus sucesores sintieron el empuje misionero que el Espíritu Santo les infundía en su corazón. Así el Apóstol Pablo abre la predicación evangélica a los pueblos paganos, y mediante el testimonio de los creyentes y su anuncio constante, se fue transmitiendo la fe en Jesucristo hasta nuestros días y en todo el mundo.

Fieles a esta vocación misionera, muchos cristianos siguen hoy entregando sus vidas en los lugares más alejados y hostiles de la tierra, compartiendo con los pobres sus destinos y muchas veces regando con su sangre la semilla de la fe que generosamente sembraron.

Ellos son para nosotros ejemplo de servicio silencioso y fecundo, a la vez que estímulo para comprometernos desde nuestra realidad presente en su misma causa por el Reino de Dios.

Y es que la vocación misionera no sólo se realiza marchando a tierras lejanas, también podemos y debemos desarrollarla en nuestro ambiente concreto, siendo testigos del evangelio de Jesucristo en nuestras familias, trabajo y demás lugares en los que vivimos.

De hecho tal vez hoy sea mucho más difícil y penoso evangelizar este primer mundo nuestro, en el que la indiferencia religiosa y muchas veces la hostilidad hacia la Iglesia, resultan especialmente beligerantes, que no en aquellos lugares donde la miseria y injusticia predisponen el corazón humano para abrirse confiadamente al Dios de la misericordia y el amor.

Qué inútil parece anunciar un estilo de vida sencillo y servicial a quienes sólo piensan en poseer y triunfar. Cómo angustia defender la vida humana de todos los seres, cuando el ambiente se empeña en situar por delante el bienestar material y egoísta que degrada la dignidad de los más indefensos subordinándolos a los intereses del mercado.

Sin embargo esta es la realidad en la que nosotros tenemos que anunciar el evangelio de Jesús. Esta es la misión actual de toda la Iglesia, que a pesar de la hostilidad de nuestra sociedad, es enviada por nuestro Señor a sembrar en ella su Palabra y su amor.

Ciertamente no podemos utilizar las mismas herramientas que en el pasado. Ya no estamos en una sociedad de cristiandad, sino en una realidad fundamentalmente neopagana, donde se presentan muchos ídolos y se abrazan estilos de vida y de convivencia muy alejados de nuestro modelo cristiano.

Pero tampoco podemos creer que hay que empezar de cero y que no tenemos referentes ni modelos. La gran certeza que debemos mantener viva y fresca es que el Señor no nos ha abandonado, que él sigue siendo fiel a su promesa de estar a nuestro lado “todos los días hasta el fin del mundo”, y que los signos de justicia, de misericordia y de paz también se dan en medio de nosotros, aunque a veces aparezcan tenuemente o se entremezclen con la cizaña. Es nuestra tarea descubrir y potenciar todo lo bueno que hay en la sociedad actual, sus valores de libertad y de respeto a los derechos humanos, su capacidad para solidarizarse ante las tragedias y su ansia de paz y justicia.

Pero a la vez que valoramos lo bueno de nuestro mundo, no podemos callarnos ante las injusticias y los abusos que se cometen, incluso desde la legalidad de los poderosos.

Y aunque la fe no puede imponerse, tampoco puede dejar de proponerse por quienes la confesamos, porque no hay mayor enemigo para la fe cristiana que la apatía o la desidia de quienes teniendo que ser sal del mundo, nos volvemos sosos en medio de él.

Hoy es un día en el que oramos y valoramos agradecidos el trabajo y la entrega de nuestros misioneros, y la mejor manera de que ellos sientan nuestro apoyo y estímulo, es compartiendo su mismo entusiasmo por el Reino de Dios a través de nuestro trabajo aquí, siendo cristianos activos y comprometidos en el anuncio del evangelio del Señor.

Pidamos al Señor que nos ayude a vivir con gozo nuestra pertenencia eclesial, de manera que un día podamos también decir con el Apóstol San Pablo, “he combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”.

lunes, 14 de octubre de 2013

MÁRTIRES DE CRISTO, TESTIGOS DE LA FE


Texto completo del videomensaje del Papa

Queridos hermanos y hermanas, buenos días
Me uno de corazón a todos los participantes en la celebración, que tiene lugar en Tarragona, en la que un gran número de Pastores, personas consagradas y fieles laicos son proclamados Beatos mártires.¿Quiénes son los mártires? Son cristianos ganados por Cristo, discípulos que han aprendido bien el sentido de aquel «amar hasta el extremo» que llevó a Jesús a la Cruz.

No existe el amor por entregas, el amor en porciones. El amor total: y cuando se ama, se ama hasta el extremo. En la Cruz, Jesús ha sentido el peso de la muerte, el peso del pecado, pero se confió enteramente al Padre, y ha perdonado. Apenas pronunció palabras, pero entregó la vida. Cristo nos "primerea" en el amor; los mártires lo han imitado en el amor hasta el final.
Dicen los Santos Padres: ¡«Imitemos a los mártires»!.

Siempre hay que morir un poco para salir de nosotros mismos, de nuestro egoísmo, de nuestro bienestar, de nuestra pereza, de nuestras tristezas, y abrirnos a Dios, a los demás, especialmente a los que más necesitan. Imploremos la intercesión de los mártires para ser cristianos concretos, cristianos con obras y no de palabras; para no ser cristianos mediocres, cristianos barnizados de cristianismo pero sin sustancia, ellos no eran barnizados eran cristianos hasta el final, pidámosle su ayuda para mantener firme la fe, aunque haya dificultades, y seamos así fermento de esperanza y artífices de hermandad y solidaridad.
Y les pido que recen por mí.

Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide.



Homilía del cardenal Amato (texto completo)
l. La Iglesia española celebra hoy la beatificación de 522 (quinientos veintidós) hijos mártires, profetas desarmados de la caridad de Cristo. Es un extraordinario evento de gracia, que quita toda tristeza y llena de júbilo a la comunidad cristiana. Hoy recordamos con gratitud su sacrificio, que es la manifestación concreta de la civilización del amor predicada por Jesús: «Ahora -dice el libro del Apocalipsis de San Juan-se cumple la salvación, la fuerza y el reino de nuestro Dios y la potencia de su Cristo» (Ap 12, 10). Los mártires no se han avergonzado del Evangelio, sino que han permanecido fieles a Cristo, que dice: «Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Quien quiera salvar la propia vida, la perderá, pero quien pierda la propia vida por mí, la salvará» (Le 9, 23-24). Sepultados con Cristo en la muerte, con Él viven por la fe en la fuerza de Dios (cf. Col 2, 12).
España es una tierra bendecida por la sangre de los mártires. Si nos limitamos a los testigos heroicos de la fe, víctimas de la persecución religiosa de los años 30 (treinta) del siglo pasado, la Iglesia en 14 (catorce) distintas ceremonias ha beatificado más de mil. La primera, en 1987 (mil novecientos ochenta y siete), fue la beatificación de tres Carmelitas descalzas de Guadalajara. Entre las ceremonias más numerosas recordamos la del 11 (once) de marzo de 2001 (dos mil uno), con 233 (doscientos treinta y tres) mártires; la del 28 (veintiocho) de octubre de 2007 (dosmilsiete), con 498 (cuatrocientos noventa y ocho) mártires, entre los cuales los obispos de Ciudad Real y de Cuenca; y la celebrada en la catedral de la Almudena de Madrid, el 17 (diecisiete) de diciembre de 2011 (dosmil once), con 23 (veintitrés) testigos de la fe.
Hoy, aquí en Tarragona, el Papa Francisco beatifica 522 (quinientos veintidós) mártires, que «versaron su sangre para dar testimonio del Señor Jesús» (Carta Apostólica). Es la ceremonia de beatificación más grande que ha habido en tierra española. Este último grupo incluye tres obispos ­Manuel Basulto Jiménez, obispo de Jaén; Salvio Huix Miralpeix, obispo de Lleida e Manuel Borrás Ferré, obispo auxiliar de Tarragona -y, además, numerosos sacerdotes, seminaristas, consagrados y consagradas, jóvenes y ancianos, padres y madres de familia. Son todos víctimas inocentes que soportaron cárceles, torturas, procesos injustos, humillaciones y suplicios indescriptibles. Es un ejército inmenso de bautizados que, con el vestido blanco de la caridad, siguieron a Cristo hasta el Calvario para resucitar con Él en la gloria de la Jerusalén celestial.
2. En el periodo oscuro de la hostilidad anticatólica de los años 30 (treinta), vuestra noble nación fue envuelta en la niebla diabólica de una ideología, que anuló a millares y millares de ciudadanos pacíficos, incendiando iglesias y símbolos religiosos, cerrando conventos y escuelas católicas, detruyendo parte de vuestro precioso patrimonio artístico. El Papa Pío XI (once) con la encíclica Dilectissima nobis, del 3 (tres) de junio de 1933 (mil novecientos treinta y tres), denunció enérgicamente esta libertina política antirreligiosa.
Recordemos de antemano que los mártires no fueron caídos de la guerra civil, sino víctimas de una radical persecución religiosa, que se proponía el exterminio programado de la Iglesia. Estos hermanos y hermanas nuestros no eran combatientes, no tenían armas, no se encontraban en el frente, no apoyaban a ningún partido, no eran provocadores. Eran hombres y mujeres pacíficos. Fueron matados por odio a la fe, solo porque eran católicos, porque eran sacerdotes, porque eran seminaristas, porque eran religiosos, porque eran religiosas, porque creían en Dios, porque tenían a Jesús como único tesoro, más querido que la propia vida. No odiaban a nadie, amaban a todos, hacían el bien a todos. Su apostolado era la catequesis en las parroquias, la enseñanza en las escuelas, el cuidado de los enfermos, la caridad con los pobres, la asistencia a los ancianos y a los marginados. A la atrocidad de los perseguidores, no respondieron con la rebelión o con las armas, sino con la mansedumbre de los fuertes.
En aquel periodo, mientras se encontraba en el exilio, Don Luigi Sturzo, diplomático y sacerdote católico italiano, en un artículo de 1933 (mil novecientos treinta y tres), publicado en el periódico El Mati de Barcelona, escribía con intuición profética, que las modernas ideología son verdaderas religiones idolátricas, que exigen altares y víctimas, sobre todo víctimas, miles, e incluso millones. Y añadía que el aumento aberrante de la violencia hacía que las víctimas fueran con mucho más numerosas que en las antiguas persecuciones romanas.(2)
3. Queridos hermanos, ante la respuesta valiente y unánime de estos mártires, sobre todo de muchísimos sacerdotes y seminaristas, me he preguntado muchas veces: cómo se explica su fuerza sobrehumana de preferir la muerte antes que renegar la propia fe en Dios? Además de la eficacia de la gracia divina, la respuesta hay que buscarla en una buena preparación al sacerdocio. En los años previos a la persecución, en los seminarios y en las casas de formación los jóvenes eran informados claramente sobre el peligro mortal en el que se encontraban. Eran preparados espiritualmente para afrontar incluso la muerte por su vocación. Era una verdadera pedagogía martirial, que hizo a los jóvenes fuertes e incluso gozosos en su testimonio supremo.
4. Ahora planteémonos una pregunta: ¿por qué la Iglesia beatifica a estos mártires? La respuesta es sencilla: la Iglesia no quiere olvidar a estos sus hijos valientes. La Iglesia los honra con culto público, para que su intercesión obtenga del Señor una lluvia beneficiosa de gracias espirituales y temporales en toda España. La Iglesia, casa del perdón, no busca culpables. Quiere glorificar a estos testigos heroicos del evangelio de la caridad, porque merecen admiración e imitación.
La celebración de hoy quiere una vez más gritar fuertemente al mundo, que la humanidad necesita paz, fraternidad, concordia. Nada puede justificar la guerra, el odio fratricida, la muerte del prójimo. Con su caridad, los mártires se opusieron al furor del mal, como un potente muro se opone a la violencia monstruosa de un tsunami. Con su mansedumbre los mártires desactivaron las armas micidiales de los tiranos y de los verdugos, venciendo al mal con el bien. Ellos son los profetas siempre actuales de la paz en la tierra.
5. y ahora una segunda pregunta: ¿por qué la beatificación de los mártires de muchas diócesis españolas adviene aquí en Tarragona?
Hay dos motivos. Ante todo el grupo más numeroso de los mártires es el de esta antiquísima diócesis española, con 147 (ciento cuarenta y siete) mártires, incluido el obispo auxiliar Manuel Borrás Ferré y los jóvenes seminaristas loan Montpeó Masip, de viente años, y Josep Gassol Montseny de veintidós.
El segundo motivo nos VIene del hecho que, en los pnmeros siglos cristianos, aquí en Tarragona, ecclesia Pauli, sedes Fructuosi, patria martyrum, tuvo lugar el martirio del obispo Fructuoso y de sus dos diáconos, Augurio y Eulogio, quemados vivos en el 259 (doscientos cincuenta y nueve) d.C. en el anfiteatro romano de la ciudad.
Recordemos brevemente el martirio de estos dos primeros testigos tarraconenses, porque repropone la dinámica esencial de toda persecución, que, por una parte, muestra la arbitrariedad de las acusaciones y la atrocidad de las torturas, y, por otra, la fortaleza sobrehumana de los mártires en el aceptar la pasión y la muerte con serenidad y con el perdón en los labios.
Tarragona, sede de una floreciente comunidad cristiana, en el siglo III (tercero) d. C. fue objeto de una violenta persecución, por obra del emperador Valeriano. Fueron víctimas de ella el obispo Fructuoso y los diáconos Augurio y Eulogio. De su martirio tenemos las Actas, que nos transmiten los protocolos notariales del proceso, del interrogatorio, de las respuestas, de la condena y de la ejecución.(3) La captura de Fructuoso y de sus diáconos tuvo lugar la mañana del domingo del 16 (dieciséis) de enero del 259 (doscientos cincuenta y nueve). Llevado a la cárcel, Fructuoso rezaba continuamente y daba gracias al Señor por la gracia del martirio. Además, también allí continuó su obra de pastor y de evangelizador, confortando a los fieles, bautizando y proclamando el Evangelio a los paganos. Después de algunos días, el 21 (veintiuno) de enero, los tres fueron convocados por el cónsul Emiliano para el interrogatorio. Fructuoso y los dos diáconos se negaron a ofrecer sacrificios a los ídolos, reafirmando su fidelidad a Cristo. Los tres fueron entonces condenados a ser quemados vivos. Llevados al anfiteatro, el santo Obispo gritó con fuerza que la Iglesia no quedaría nunca sin pastor y que Dios mantendría la promesa de protegerla en el futuro.
¿Qué mensaje nos ofrecen los mártires antiguos y modernos? Nos dejan un doble mensaje. Ante todo nos invitan a perdonar. El Papa Francisco recientemente nos ha recordado que «el gozo de Dios es perdonar!... Aquí está todo el Evangelio, todo el Cristianismo! No es sentimiento, no es "buenismo"! Al contrario, la misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del "cáncer" que es el pecado, el mal moral, el mal espiritual. Sólo el amor colma los vacíos, la vorágine negativa que el mal abre en el corazón y en la historia. Sólo el amor puede hacer esto, y este es el gozo de Dios!»(4)
Estamos llamados pues al gozo del perdón, a eliminar de la mente y del corazón la tristeza del rencor y del odio. Jesús decía «Sed misericordiosos, como es misericordioso vuestro Padre celestial» (Le 6, 36). Conviene hacer un examen concreto, ahora, sobre nuestra voluntad de perdón. El Papa Francisco sugiere: «Cada uno piense en una persona con la que no esté bien, con la que se haya enfadado, a la que no quiera. Pensemos en esa persona y en silencio, en este momento, recemos por esta persona y seamos misericordiosos con esta personan.(5)
La celebración de hoy sea pues la fiesta de la reconciliación, del perdón dado y recibido, el triunfo del Señor de la paz.
7. De aquí surge un segundo mensaje: el de la conversión del corazón a la bondad y a la misericordia. Todos estamos invitados a convertirnos al bien, no sólo quien se declara cristiano sino también quien no lo es. La Iglesia invita también a los perseguidores a no temer la conversión, a no tener miedo del bien, a rechazar el mal. El Señor es padre bueno que perdona y acoge con los brazos abiertos a sus hijos alejados por los caminos del mal y del pecado.
Todos -buenos y malos -necesitamos la conversión. Todos estamos llamados a convertirnos a la paz, a la fraternidad, al respeto de la libertad del otro, a la serenidad en las relaciones humanas. Así han actuado nuestros mártires, así han obrado los santos, que -como dice el Papa Francisco ­siguen «el camino de la conversión, el camino de la humildad, del amor, del corazón, el camino de la belleza».(6)
Es un mensaje que concierne sobre todo a los jóvenes, llamados a vivir con fidelidad y gozo la vida cristiana. Pero hay que ir contra corriente: «Ir contra corriente hace bien al corazón, pero es necesario el coraje y Jesús nos da este coraje! No hay dificultades, tribulaciones, incomprensiones que den miedo si permanecemos unidos a Dios como los sarmientos están unidos a la vid, si no perdemos la amistad con Él, si le damos cada vez más espacio en nuestra vida. Esto sucede sobretodo si nos sentimos pobres, débiles, pecadores, porque Dios da fuerza a nuestra debilidad, riqueza a nuestra pobreza, conversión y perdón a nuestro pecado.(7)
Así se han comportado los mártires, jóvenes y ancianos, Sí, también jóvenes como, por ejemplo, los seminaristas de las diócesis de Tarragona y de Jaén y el laico de veintiún años, de la diócesis de Jaén. No han tenido miedo de la muerte, porque su mirada estaba proyectada hacia el cielo, hacia el gozo de la eternidad sin fin en la caridad de Dios. Si les faltó la misericordia de los hombres, estuvo presente y sobreabundante la misericordia de Dios.
Perdón y conversión son los dones que los mártires nos hacen a todos. El perdón lleva la paz a los corazones, la conversión crea fraternidad con los demás.
Nuestros Mártires, mensajeros de la vida y no de la muerte, sean nuestros intercesores por una existencia de paz y fraternidad. Será este el fruto precioso de esta celebración en el año de la fe.
María, Regina Martyrum, siga siendo la potente Auxiliadora de los cristianos.
Amén.

LOS MÁRTIRES NO SON MANIPULABLES

 
La beatificación, Montserrat y la benedictina (y unos cuantos insensatos)
Josep Miró i Ardèvol

 
La beatificación de 522 mártires, sacerdotes, religiosos y laicos en Tarragona el próximo domingo es un hecho extraordinario para la Iglesia, porque da testimonio de lo masivo de una fe. El martirio significa el reconocimiento de un testimonio que se mantiene hasta el final, hasta entregar la vida en condiciones extremas y que además muere en un acto cristiano, es decir perdonando.
No son los mártires de un bando político porque ninguno de ellos murió por una bandera de este signo. Murieron por la cruz y en su nombre. En la trágica Guerra Civil hubo otros muertos, hombres y mujeres de sólidas convicciones religiosas, pero que su ubicación política los excluía del ámbito del martirio ya que su asesinato no fue motivado por el odio a la fe sino por el odio político. Por eso, quienes asocian la beatificación a un determinado reconocimiento político, sea para criticarla, sea para intentar instrumentalizarla, están atacando directamente a la Iglesia en la memoria de sus mártires, y esto es muy grave. Las evidencias de que no son de un bando son escandalosas y solo una trivialidad maléfica, o una clara mala intención, pueden llevar a la confusión. Baste recordar solo dos datos: entre los mártires que se van a beatificar hay un grupo importante de monjes de Montserrat. ¿Quién puede pensar que el centro religioso de Cataluña, allí donde el sentimiento catalanista adquiere una dimensión espiritual, pertenecía al bando de Franco? Evidentemente, nadie. La CNT-FAI, que fueron los responsables de estos asesinatos, mataban a los monjes benedictinos por su condición religiosa, no porque llevaran ninguna bandera política. Y hubieran muerto muchos más si no hubieran huido a tiempo del Monasterio de Montserrat. Hubieran practicado un exterminio en masa. Y no solo eso, querían destruir materialmente el lugar a no ser por una intervención extrema, que en esta caso salió bien, porque su autoridad era muy reducida, de la propia Generalitat de Cataluña.
Hay otro caso masivo que no puede ser ignorado. Se trata de la Federació de Joves Cristians de Catalunya, un movimiento precursor de las Juventudes Católicas inspirado en lo que entonces era la nueva acción católica especializada, que alcanzó un gran éxito en pocos años. Cristo y Cataluña eran sus referencias. Carecían de toda orientación política y su común denominador era el de pertenencia a la Iglesia y la introducción de nuevas formas de hacer, que aportaban militancia y visibilidad a sus actos, y por esta razón católica fueron perseguidos. Antes de la guerra criminalizados incluso por la propia policía de la Generalitat, y cuando ésta empezó liquidados a mansalva. 312 de estos jóvenes fueron asesinados a causa de su fe y hay un buen número de ellos en proceso de beatificación, y habrá más. Tampoco se trataba de un grupo de elite, es decir que pudiera pertenecer a la dialéctica 'burgués-obrero', porque en su mayoría eran trabajadores. Pertenecían a la misma clase que los asesinos decían defender.
Esta es la realidad evidente, y que forma parte de otra más grande y poliédrica, compleja, que resume la del conjunto de los mártires, porque como en un brillante de innumerables facetas, complejas son las facetas del martirio que es capaz de mostrar la Iglesia.
En este contexto y una vez más, el afán desmedido de protagonismo y la ambición política desmesurada de la benedictina Teresa Forcades resulta censurable y doblemente impresentable. Lo es por el hecho en sí y por su condición de persona religiosa, a la que se presupone por tanto cultivada en la fe, y que sabe lo que significa el reconocimiento del martirio, que debe conocer bien la lista de los mártires que se beatifican, y todavía más censurable porque se trata de una benedictina de Montserrat, cuya congregación masculina, a escasos kilómetros de su monasterio, fue perseguida y parte de sus miembros exterminados. Su ataque a las beatificaciones es un ataque a la memoria de los monjes y de los jóvenes fejocistas que dieron su vida por pertenecer sin condiciones a la Iglesia. Me parece una vergüenza, para ella y para los miembros de su congregación religiosa, las monjas benedictinas de San Benet de Montserrat, que asumen, impávido el ademán, tales desafueros a sus propios hermanos.
Y, a todo esto, hay que contar los insensatos, pocos, pero que pueden verse magnificados por los medios de comunicación, que tengan la tentación de convertir un acto de todos en nombre del amor a Dios y a los hombres en una reivindicación política trasnochada, con la que también resulta impresentable intentar mezclarla. Al actuar así, quienes se dicen católicos en realidad están instrumentalizando y por lo tanto atacando a la Iglesia en nombre de su ideología.
La beatificación exige respeto, empezando por el de los propios católicos, respeto y reconocimiento a aquellos testimonios de nuestra fe.
 

Josep Miró i Ardèvol, presidente de E-Cristians y miembro del Consejo Pontificio para los Laicos

 

viernes, 11 de octubre de 2013

DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO

13-10-13 (ciclo C)

Cada vez que nos reunimos para celebrar el Día del Señor, realizamos lo que el Apóstol Pablo recomienda a Timoteo en su carta, hacer “memoria de Jesucristo, el Señor, resucitado de entre los muertos”. En esto consiste precisamente la Eucaristía, en hacer memoria de nuestro Señor, muerto y resucitado, que sigue vivo en medio de su Iglesia alentando y sosteniendo la fe de sus hermanos.

Hacemos memoria de Jesucristo, no como quien recuerda a una persona o un acontecimiento del pasado, sino actualizando esa vida de Cristo en nuestro presente desde la experiencia profunda del encuentro personal con él. Un encuentro que siempre es gracia y gratuidad, como acabamos de escuchar en el evangelio de hoy.

No tenemos que esforzarnos demasiado para comprender lo que la lepra significaba en tiempos de Jesús. Si toda enfermedad o desgracia era entendida por la sociedad de entonces como un castigo de Dios por algún pecado que el afectado o sus antepasados habían cometido, la lepra constituía la marca más clara de estar maldito ante Dios y los hombres.

Un leproso estaba condenado a la marginación y el abandono por parte de todos, su vida discurría al margen de los pueblos y solo podían vivir de la caridad de los demás.

Cuando aquellos leprosos se encuentran fortuitamente con Jesús, nos cuenta el evangelista que se pararon a lo lejos. Ni tan siquiera ante quien creían su salvador se atrevían a acercarse.

Y desde aquella distancia, Jesús escuchó su lamento, “ten compasión de nosotros”.

Y la respuesta de Jesús, puede parecernos desconcertante. Les manda que vayan a presentarse ante los sacerdotes, los garantes de la fe y la pureza. Sólo creyendo que realmente se iban a curar, podían realizar ese camino. Ningún leproso se hubiera atrevido jamás a ir a Jerusalén, entrar en su templo sagrado y presentarse a los sacerdotes manteniendo su enfermedad, dado que semejante acción les costaría la vida.

La fe de aquellos hombres sanó sus vidas, pero hay algo más que es lo nuclear del evangelio, “Uno de ellos viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias”.

       Diez quedaron  curados, pero sólo uno experimentó el sentido de la gratuidad en el encuentro con Jesús y comprendió que si la salud es importante, mucho más lo es sentir que la vida de uno está “llena de gracia”.

 Cuántas veces nos dirigimos al Señor para presentarle nuestras necesidades, anhelos y preocupaciones, y cuántas, incluso le reprochamos los males que sufrimos.

Pero que escasas son nuestras oraciones agradecidas, gratuitas y generosas en las que contemplemos nuestra vida con sencillez y gratuidad para descubrir el inmenso amor que Dios ha puesto en ellas y la fuerza que la misma fe nos produce en el corazón.

La cultura presente no ayuda demasiado a la gratuidad. Nos hemos llegado a creer los amos del mundo y que todo lo que tenemos se debe a nuestros propios méritos y esfuerzos.

Además, por los sentidos se nos meten todo un  elenco de realidades superfluas que nos van creando necesidades inútiles y que nos hacen olvidar lo que realmente tiene importancia para nuestras vidas y las de los demás.

Sólo si tenemos la capacidad suficiente para echar una mirada a nuestro alrededor y darnos cuenta de cómo viven la inmensa mayoría de los seres humanos, nos daremos cuenta de la suerte que hemos tenido de nacer en este primer mundo y vivir como vivimos.

Al igual que a aquellos leprosos judíos del evangelio, les hizo falta que uno de ellos fuera extranjero para caer en la cuenta de su ingratitud, también a nosotros nos hace falta que sean precisamente los extranjeros, inmigrantes y necesitados, los que nos estén recordando continuamente nuestra privilegiada posición en la realidad mundial.

No hay más que observar cómo muchos inmigrantes valoran y agradecen lo poco que hacemos por ellos. Cómo los niños aprecian la comida y el vestido, cómo agradecen los juguetes que a otros les sobran.

La gratuidad brota más espontáneamente ante la necesidad. Quien está necesitado y se siente acogido, agradece los gestos de afecto y amor que se le brindan. Quien está harto de todo y no carece de nada, poco puede agradecer y menos ofrecer de corazón a los demás.

La fe en Jesucristo es pura gratuidad. Ninguno llega a creer por sus propios méritos ni por su esfuerzo intelectual. Sólo desde el encuentro personal, cercano y sincero, vivido en medio de la comunidad cristiana, y alimentado por la oración y los sacramentos, es posible vivir la gratuidad de la fe.

Hoy es un buen día para que desde lo más profundo de nuestro corazón demos gracias a Dios por todos los dones que él nos ha concedido. Para ello pedimos la intercesión de nuestra madre la Virgen María, la llena de gracia. Ella en su sencillez y humildad supo reconocer la presencia de Dios en su vida, ofreciéndose por entero a Él para participar de forma plena en su obra salvadora. Que nuestra vida pueda ser también un cántico de alabanza al Señor, que comparte nuestras penas, nos sostiene en la adversidad, y con amor generoso sale a nuestro encuentro para colmarnos de gracia y bendición.

sábado, 5 de octubre de 2013

DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO


DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

6-10-13 (Ciclo C)


La palabra de Dios que hoy se nos proclama contiene como tema central la fe. La fe como don recibido y que necesita de un permanente cuidado, y la fe como respuesta del ser humano hacia Dios y que nos lleva a vivir con responsabilidad y entrega el seguimiento de Jesucristo.

El evangelio comienza con una petición por parte de los apóstoles a Jesús, “auméntanos la fe”. Y el evangelista se ha cuidado bien de mostrar quienes son los que realizan esta petición. No son fariseos, ni escribas, ni nadie del pueblo que sigue con alegría el nuevo camino marcado por Jesús. Son los más íntimos, aquellos que comparten la mayor cercanía del maestro, los apóstoles, quienes sienten necesidad de fortalecer su fe. De tal calado es esta necesidad, que el mismo Jesús les responde que si su fe fuera como un granito de mostaza, sería más que suficiente.

Los momentos por los que atraviesan los apóstoles comienzan a complicarse. En Jesús han encontrado mucho más que a un líder. Sus palabras y gestos les hacen ver la cercanía de Dios en medio de ellos. Palabras que serenan el corazón, que les llenan de esperanza y consuelo y que vienen acompañadas de signos liberadores, que sanan a los enfermos, liberan a los oprimidos y devuelven la dignidad a los marginados.

Jesús les muestra el camino de la fraternidad y el amor, del servicio y el desprendimiento, la generosidad que se desborda en la entrega de la vida. Pero este camino no está exento de dificultades y sacrificios, de tal manera que tras el entusiasmo de muchos, está el abandono de algunos, y los recelos y dudas de casi todos.

De ahí que la petición de los discípulos sea más que pertinente. Se saben necesitados de una fortaleza mayor para poder mantener la fidelidad en el seguimiento de Jesús. Y ese don, cuando se pide de corazón y con entera disponibilidad, es concedido abundantemente por el señor.

La fe no es una cualidad con la que se nace, ni se logra alcanzar por las fuerzas y méritos personales. La fe es un don de Dios, que siendo generosamente derramado por él, encuentra serias dificultades en el corazón humano para germinar y crecer.

Como nos muestra la parábola del sembrador, aunque sea esparcida con abundancia, no todos los suelos en los que cae están debidamente preparados para acogerla y darle vida.

Y cuando esa semilla de la fe cae en una tierra no debidamente cuidada y saneada, o donde se dejan crecer otros intereses que la ahogan y anulan, por mucho que hayamos recibido el don, por la desidia y descuido se va apagando lentamente. Ya S. Pablo en su carta a Timoteo nos lo advierte con insistencia “aviva el fuego de la gracia de Dios que recibiste”.

Cuantas veces vemos en nuestras comunidades cristianas que muchos jóvenes se acercan para solicitar un sacramento, bien sea el matrimonio o el bautismo de sus hijos, con una fe muy deficiente. Preguntados por su fe, muchos de ellos responden que sí creen en algo, o que les parece bien la educación que en su día recibieron, aunque ya no participen de la vida sacramental, ni celebren su fe, ni se acerquen a la Iglesia más que para cumplir con ritos sin darles su debido sentido y fundamento.

La fe no es creer en algo. La fe es creer en Jesucristo como nuestro Señor, quien nos ha mostrado el rostro de Dios, nuestro Padre, y que nos llama a formar parte de su Pueblo Santo que es la Iglesia, para así en fraterna comunión eclesial, trabajar con ilusión y entrega al servicio de su Reino de amor, justicia y paz.

Los cristianos no podemos dar respuestas indeterminadas sobre nuestra fe. Tenemos que saber con claridad quién en nuestro Señor, lo que supone él en nuestra vida, y sobre todo sentir su presencia alentadora y cercana en todos los momentos por muy difíciles que puedan ser.

Claro que necesitamos que aumente nuestra fe, pero sólo puede ser aumentado aquello que ya existe y de lo que uno, siendo consciente de su debilidad, ansía fortalecer poniendo todo lo que está en su mano para vivir con gozo su experiencia de amistad y amor para con Dios.

La participación en los sacramentos es el gran alimento de nuestra vida espiritual. Esa frase tan moderna y facilona de “soy creyente pero no practicante”, sólo demuestra dos cosas, la primera una pobreza argumental y la segunda una irresponsabilidad comodona.

La fe que no se celebra y se asienta en una práctica habitual se muere, carece de fundamento cierto y termina por convertirse en una ideología que adecua las ideas a la forma de vivir. Una fe no vivida con los demás y contrastada en la comunidad cristiana termina por echar a Dios de nuestra vida dejando que entre otro ídolo más condescendiente con nuestros gustos, que nada nos critique ni exija conversión. Quien persiste en esta actitud, termina por hacerse un dios a su medida, pero que nada tiene que ver con el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Y la segunda cuestión que apuntaba era la irresponsabilidad. Hay personas que no conocen a Jesucristo porque nadie les ha hablado de él. Su alejamiento de Dios no es fruto de su negación explícita sino de su desconocimiento. Pero muchos de los alejados de hoy sí oyeron hablar de Jesús, conocieron en un tiempo la vida del Señor e incluso recibieron su Cuerpo sacramental en la Eucaristía.

Sin embargo la apatía y comodidad de unos padres poco entusiastas de su fe en unos casos, el ambiente social que llena el tiempo de ocio de muchos adolescentes y jóvenes lejos de contextos religiosos, y la falta de testimonio coherente y entregado de muchos cristianos, han dificultado su crecimiento e inserción madura en la comunidad.

Y en este sentido todos debemos asumir nuestra responsabilidad en la transmisión de la fe. Si la fe es don de Dios, y por lo tanto su fuente y destino es sólo Dios, no cabe duda de que los medios de los que el Señor se sirve también están en nuestras manos.

Y los primeros transmisores de la fe son las familias, todos los que formamos el núcleo familiar tenemos que ayudar a las jóvenes generaciones a experimentar el amor de Dios y que conozcan a Jesús como a su amigo y Señor. Tarea para la que la cuentan con la eficaz colaboración de los equipos de catequistas de la parroquia, que no deja de realizar esfuerzos para favorecer este encuentro gozoso entre los más jóvenes y Jesús.

Y todos nosotros, la comunidad cristiana entera, tenemos que revisar nuestra vida y pedirle al Señor con humildad, que nos aumente este don de la fe que hemos recibido, para que seamos fieles testigos suyos, viviendo con coherencia y entrega, sin tener miedo de dar la cara por él, y tomando parte en los trabajos del evangelio conforme a las fuerzas que nos ha dado.

Mañana la Iglesia celebrará la fiesta de Ntra. Sra., la Virgen del Rosario, pidamos a María, en su dimensión de mujer orante, que llevemos una vida intensa de oración, para que uniendo la fe y la vida, seamos fieles testigos del amor de Jesucristo que nos envía para ser sal y luz en medio de nuestro mundo.