martes, 29 de noviembre de 2022

DOMINGO II DE ADVIENTO

 


DOMINGO II DE ADVIENTO

4-12-22 (Ciclo A)

 

  “Preparad el camino del Señor”. Esta llamada del último gran profeta del Antiguo Testamento, Juan el Bautista, nos sitúa hoy ante la cercana venida del Señor. Así la Palabra de Dios que se nos anuncia nos invita a vivir desde la conversión este tiempo de gracia y de esperanza.

   El profeta Isaías, en medio del exilio de su pueblo, cuando parece que ya se han perdido las razones para mirar al futuro con optimismo, lanza una palabra de aliento, “brotará un renuevo del tronco de Jesé”. Es decir, de este pueblo abatido y humillado, similar a un palo seco y muerto donde no cabe ninguna posibilidad para que crezca nada, Dios hará posible una vida nueva y fecunda.

   Su mirada hacia el futuro nace de la confianza en ese Dios cuyo reinado va a transformar para siempre la realidad presente. “De las espadas forjarán arados y de las lanzas podaderas”, allí donde hoy sólo vemos violencia y muerte, nacerá con vigor la paz y la justicia. Este es el gran acontecimiento de nuestra historia de salvación. El primer canto que tras el nacimiento del Señor se va a escuchar de boca de los ángeles hacia los pastores será “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama”.

   Es por eso que no resulta extraño que todo el canto de Isaías sea un himno de paz. La paz es un don de Dios; la paz supera nuestras intenciones personales e individuales porque siempre es cosa de dos. Necesitamos esa paz y para ello todos hemos de preparar el camino, como nos dice Juan el Bautista en el evangelio.

    La paz sólo será posible si viene de la mano de la justicia y de la misericordia. Así lo anuncia el profeta, dejando claro que en el corazón de Dios no hay olvido posible del desamparado. El Dios de la paz es ante todo el Señor de la misericordia que se fija en el dolor y el sufrimiento de los pobres, en el llanto de las víctimas de este mundo insolidario y egoísta. El Dios de la paz nos hace ver que en la raíz de los conflictos, violencias e injusticias, está el abandono y el desprecio hacia los más necesitados.

   Un mundo como el nuestro dividido entre el norte y el sur, entre pobres y ricos, jamás conocerá la paz mientras no trabaje por la justicia y la solidaridad que brotan de la conciencia fraterna entre todos los hombres y pueblos. Y esta conciencia de fraternidad universal sólo se puede sustentar sobre la base del amor de Dios, Señor de la historia.

 Dios no juzgará por apariencias, ni sentenciará de oídas, nos dice el profeta. Una sociedad como la que nos rodea, en la que tanto sufrimiento se genera por el egoísmo y la violencia, no queda desamparada de Dios. Y aunque el presente de nuestro mundo muchas veces nos sobrecoja, debemos seguir manteniendo la esperanza a la vez que nos esforzamos para cambiarlo y mejorarlo.

  Los cristianos tenemos una difícil tarea para preparar la venida del Señor a nuestras vidas. Primero hemos de superar las resistencias personales por las que todos atravesamos. No es fácil mirarse a uno mismo y reconocer el gran camino que nos falta para vivir con coherencia el mensaje del Evangelio. Cuanto nos cuesta acoger con honestidad la llamada del Señor a ser prójimos los unos de los otros, y por lo tanto hermanos.

 En segundo lugar también nos debemos al compromiso por la conversión y transformación del entorno.

  Los creyentes en Cristo debemos elevar nuestra voz en aquellas situaciones donde los derechos de las personas y la dignidad de los más débiles están en peligro. El miedo a la crítica y el enfrentamiento, por muy natural que sea no nos justifica. La fidelidad al mensaje de Jesucristo requiere del creyente un claro posicionamiento en favor de los más pobres y abandonados, y esto exigirá de nosotros ir en muchas ocasiones en contra de intereses económicos o incluso de nuestro bienestar personal.

    Celebrar la fe cada domingo nos ha de ayudar a identificarnos con esos sentimientos de Cristo donde por encima de sus miedos y de los rechazos sufridos, está la fidelidad al Padre Dios que le ha enviado a anunciar la buena noticia a los pobres, la liberación de los oprimidos, el año de gracia del Señor.

    Y este deseo se ha de concretar en lo cotidiano de nuestra vida, asumiendo nuestro compromiso en la transmisión de la fe y sabiendo acertar a la hora de explicitarla a los demás. Este tiempo cercano a la Navidad, donde se puede percibir un mundo cada vez más secularizado y alejado de la fe, en el que muchos se pueden preguntar el porqué de estas fiestas, su sentido y razón, los cristianos debemos expresar su fundamento y origen con sencillez y naturalidad.

   Las luces y adornos navideños sólo encuentran su sentido en la realidad de la Encarnación de Dios, en el nacimiento de un Niño que para nosotros es el Salvador, aunque para el mundo entero sea sólo Jesús de Nazaret.

   Los cristianos no podemos limitarnos a celebrar un tiempo al modo del mundo pagano, debemos expresar con gestos y símbolos la autenticidad de lo que celebramos, y para ello debemos preparar nuestro interior personal y el exterior social que nos rodea. Nuestros adornos y expresiones externos han de manifestar a quién esperamos con ilusión y alegría, y que no es otro que a Dios hecho hombre, en la sencillez y pequeñez de un Niño, ante quien oramos, y a quien adoramos porque en él reconocemos al Hijo de Dios, nuestro Señor.

    Que este tiempo que nos queda por delante sea provechoso para todos, y nos ayude a preparar la venida del Señor a nuestra vida, a nuestros hogares y a este mundo que tanto ansía, aunque a veces sin saberlo, a su Salvador.

sábado, 26 de noviembre de 2022

DOMINGO I DE ADVIENTO

 


DOMINGO I DE ADVIENTO

27-11-22 (Ciclo A)

 

Comenzamos hoy este tiempo especialmente significativo del Adviento. Palabra que significa advenimiento, la venida de alguien esperado, y que hace que quienes lo esperan, se sientan ansiosos e inquietos por su tardanza, preparándose adecuadamente para recibirlo, con el corazón lleno de esperanza, ya que nadie puede anhelar lo que no espera.

Y lo que nosotros vivimos en este tiempo litúrgico es la renovación de esa esperanza primera que colmó los corazones de los creyentes, ante la promesa cierta de la venida del Hijo de Dios, encarnado en la persona de Jesús, el Dios-con-nosotros.

Porque esta es la grandeza de la liturgia cristiana, que nos acerca de forma siempre nueva y actual, lo que ya aconteció una vez en el pasado, pero que por la acción del Espíritu Santo presente en su Iglesia, volvemos a revivirlo con gozo para el crecimiento del Pueblo de Dios.

El adviento es por tanto un tiempo de esperanza en el que se renueva el corazón y brota con fuerza el optimismo ante la vida. Eso mismo nos narra la profecía de Isaías que acabamos de escuchar en la 1ª lectura. En un momento en el que el pueblo de Israel sólo ve ruinas y desolación a su alrededor; en medio de su destierro y abandono más absoluto, surge una voz que les hace levantar la cabeza y mirar muy hacia delante con esperanza. Dios no se ha olvidado de nosotros, Dios camina como peregrino y exiliado junto a su pueblo y aunque el presente nos desconsuele y abata, llegará pronto el día en el que su reinado se haga realidad para todos; ese momento en el que las armas destructoras se conviertan en herramientas constructivas, en el que el odio se transforme en amor y en el que sólo haya un pueblo de hermanos y un único Señor.

 

El adviento anhelado de Israel tardó desde entonces casi ochocientos años en llegar. Y muchos lo fueron preparando y esperando al recoger de sus padres el testimonio y la esperanza de una fe que iba construyendo lazos de fraternidad entre las personas.

Otros, sin embargo, se hundieron en su desesperanza y sucumbieron ante la fuerte presión de su momento porque no supieron ver más allá de lo inmediato dejándose vencer por las adversidades y penurias. Así sucede en nuestros días.

Los cristianos nos disponemos a preparar la venida del Señor con una ilusión que se renueva cada año, y que sólo podemos contemplarla en su pureza a través de la mirada confiada de los niños, siempre asombrada y muy abierta para no perderse nada.

Tenemos que recuperar esa segunda ingenuidad para que el corazón sienta el calor del amor de Dios encarnado en nuestra historia y que una y otra vez vuelve a recordarnos este acontecimiento, para compartir, sufrir, y gozar a nuestro lado porque este mundo cuenta con el sí definitivo de Dios.

 

Adviento no es tiempo de tristeza, ni de penitencia, ni de aburrida rutina navideña. El adviento es una nueva oportunidad que todos tenemos, mayores y jóvenes, para dar un giro a nuestras vidas y provocar en ellas el milagro del nacimiento de Cristo, para lo cual sí tenemos que estar debidamente preparados.

Dios puede pasar a nuestro lado y no darnos cuenta. Él se acerca de muchas maneras y generalmente no lo hace de forma llamativa. Su lugar privilegiado está junto a los que sufren cualquier penuria; su rostro sólo puede verse a través de los rostros humanos, y en especial en aquellos que muchas veces evitamos mirar, los pobres, enfermos y marginados, auténticos sacramentos de la presencia de Jesucristo.

                                                     

Dios viene a nuestra vida cuando menos lo esperamos y por no esperado puede resultar molesto o inoportuno, cerrando nuestras puertas a su llamada y renunciando sin darnos cuenta a su encuentro.

Es preciso espabilarse, como nos recuerda San Pablo en su carta a los romanos, porque “nuestra salvación está más cerca”. La rutina y la monotonía también hacen su mella en la experiencia de la fe.

Podemos repetir oraciones sin rezar, dar limosna sin ser caritativos, trabajar por los demás sin abrirles el corazón, celebrar la navidad pero sin felicitación navideña.

Podemos caer sin darnos cuenta en la repetición de unos gestos heredados del pasado pero que han perdido su sentido para nuestra experiencia creyente.

Hay que recuperar la fe de quien ama y el compromiso de quien se siente enviado por Dios a transformar este mundo en su reino, y para eso es necesaria la confianza permanente junto con la apertura a la novedad que siempre nos trae Dios en cada acontecimiento de nuestra vida.

Este es el reto para este adviento, revitalizar nuestra experiencia de fe y seguir esperando con ilusión de niño la navidad inminente. Sólo de esta forma prepararemos nuestra vida para favorecer el encuentro personal con el Señor, y así sentiremos aquella inmensa alegría que los pastores vivieron ante el anuncio del Ángel, que daba gloria a Dios en el cielo, y anunciaba la paz para los hombres amados por él.

Nuestro mundo sigue esperando con anhelo la venida de su Salvador. Si oscuro resulta muchas veces el presente, más necesario se hace que surjan profetas que ofrezcan la luz de la esperanza. Y este servicio tan necesario en nuestro tiempo tenemos que asumirlo los seguidores del Señor. Preparando el camino de la paz, la verdad y la justicia, y ofreciendo una palabra de aliento y de esperanza a nuestros hermanos que más sufren. Si es verdad que hay mucha tarea por hacer, también es cierto que son muchos los signos de solidaridad y de vida que van emergiendo con la entrega generosa de todos.

Que este tiempo de adviento nos ayude a mirar nuestro mundo con esperanza, porque en él nace cada día el mismo Dios, preparemos su venida con auténtico espíritu fraterno y solidario, para poder cantar con el salmista, “vamos alegres a la casa del Señor”.

sábado, 19 de noviembre de 2022

DOMINGO XXXIV JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

 


DOMINGO XXXIV SOLEMNIDAD

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO (20-11-22- C)

 

         Celebramos hoy la solemnidad de Jesucristo como Rey del universo. Una manera de acercarnos al final de la vida de Jesús con ojos de fe, y a la que unimos nuestra esperanza  de participar un día en ese Reino de amor, de justicia y de paz instaurado por el Señor.      

         Toda la vida de Jesús ha estado entregada al servicio de ese Reino de Dios. Su espiritualidad centrada en el amor y obediencia al Padre, su desarrollo personal en el conocimiento y escucha de la Palabra de Dios para ofrecerla a los demás con la autoridad de quien la cumple, y sobre todo su pasión por los últimos de este mundo sin hacer distinciones por motivos de raza, cultura e incluso religión, nos muestran a una persona especialmente tocada por Dios hasta el punto de reconocer en él al Mesías, al Hijo del Todopoderoso.

Esta experiencia de fe que nosotros hoy compartimos y celebramos entorno al altar del Señor, nos ha sido transmitida por el testimonio de otros creyentes. Llegando en esta transmisión de la fe hasta los cimientos apostólicos.

Aquellos primeros discípulos del Señor, nos han dejado como testamento este evangelio que hemos escuchado y donde el Rey de los judíos aparece coronado de espinas, revestido con el manto de su cuerpo torturado, y entronizado en el patíbulo de la Cruz, para escándalo y fracaso de quienes lo seguían con entusiasmo, pero que en la hora de la verdad lo abandonaron a su suerte.

Estas fueron las insignias reales de Jesús a quien nosotros reconocemos como nuestro único Señor.

         Jesús no es rey al modo de la realeza de este mundo. Ni sus formas personales, y mucho menos su comportamiento con los demás, podrá llevarnos a confundir el contenido de su vida. Jesús se enfrenta y condena la tiranía de los poderosos que someten y oprimen a los pequeños. Rechaza la opulencia y el lujo egoísta que se desentiende de los pobres, asumiendo un estilo de vida donde comparte su misma pobreza y se rebela contra la injusticia que la sustenta. Y por último, lejos de imponer su poder por la fuerza, subyugando a los opositores y contrarios, nos muestra el camino de la entrega personal, del servicio y de la misericordia como el único auténticamente humano por el que merece la pena vivir y morir.

         La realeza de Jesús consiste en dar su vida, por cuya sangre hemos recibido la redención y de este modo, desautoriza cualquier intento de manipular su mensaje por parte de falsos mesías que autoproclamándose liberadores de los pueblos, en realidad los someten bajo el yugo del terror y del miedo.       

         Situada de esta forma nuestra comprensión de Jesucristo como Rey del Universo, también podemos acercarnos adecuadamente a lo que supone para nuestras vidas.

         Seguir a Jesús por el camino del Reino de Dios nos lleva a distinguir con especial claridad los hitos que marcaron el recorrido de su vida, la cual se nos narra en el evangelio, y desde la que iluminamos nuestra existencia.

         Aunque el reino de Dios no es de este mundo, en el sentido de que no se identifica con ninguna realización política temporal, este reino hemos de comenzar a construirlo en el presente.

         El reino de Dios se basa en las bienaventuranzas proclamadas por Jesús. Se sustenta en la misericordia y en el perdón que nos reconcilia y nos hermana en el amor. El Reino de Dios se asienta en la justicia que a todos dignifica y en la verdad que nos hace libres. El reino de Dios rechaza el lucro egoísta y la opresión de los débiles, favoreciendo al necesitado, al pobre y al oprimido. Reconoce la dignidad de todo ser humano como imagen y semejanza del Creador, denunciando las injusticias que se cometan contra él, y luchando siempre por su promoción y desarrollo, con la conciencia de ser una única fraternidad.

         Desde esta acogida del Reino de Dios, los cristianos nos sentimos especialmente invitados a caminar de la mano de nuestro Señor con la fuerza de su Espíritu Santo.

         Así podemos entender la entrega desinteresada de tantos hombres y mujeres, que fieles a su vocación sacerdotal, religiosa y laical, van sembrando a su paso semillas de vida y de esperanza, descubriendo entre las sombras del presente, destellos de la luz de Dios que iluminan con su amor nuestros pasos y nos ayudan a confiar en un futuro mejor.

         Quiero significar de forma especial un servicio que muchos cristianos desarrollan en su vida y mediante el cual van construyendo el Reino de Dios. Me refiero al compromiso social y político como expresión de la fe y vinculado a la vida de la comunidad eclesial.

         No es fácil en un mundo tan condicionado por los intereses de mercado, de prestigio, de poder, e incluso de partido, desarrollar una labor entregada y auténtica, en fidelidad al evangelio del Señor y en comunión con su Iglesia.

         Muchas veces los cristianos en la vida pública se sienten zarandeados entre las presiones de aquellos sectores de la sociedad que desean ser privilegiados en sus intereses, y las exigencias que la conciencia cristiana y la enseñanza de nuestra Iglesia les ofrece respetuosamente, para un justo servicio al bien común.

         Es muy difícil, a la vez que injusto, marcar claves de conducta absolutas y generales, sobre todo en un ambiente plural y libre como el sociopolítico. Pero tal vez sí debamos tener muy en cuenta todos los cristianos que ser seguidores de Jesucristo conlleva la fidelidad a su Palabra, recogida en el Evangelio y vivida a lo largo de la historia por su Iglesia, y esta experiencia comunitaria de la fe ha de ser para nosotros la primera escuela que forme nuestras conciencias y el hogar en el que contrastar nuestras posiciones para poder tomar una decisión coherente con nosotros mismos y en fidelidad a la verdad de nuestra fe.

         Junto a esto, la comunidad cristiana, y en especial los responsables de la misma, debemos alentar, sostener y acompañar con afecto a quienes de forma generosa entregan su vida al servicio de los demás. A veces somos demasiado exigentes y críticos sin comprender las tensiones y dificultades que nuestros hermanos tienen que vivir cada día, además del riesgo que muchas veces sufren sus personas y familias.

         Entregar la vida al servicio del bien común, en una sociedad multicultural, libre y democrática muchas veces conllevará sufrir la tensión interior entre lo posible y lo deseable. Tensión que sólo se puede vencer con una vida espiritual asentada en Dios, creador y defensor del ser humano, por medio del seguimiento de Jesucristo, único Señor a quien debemos servir, y animados con la fuerza del Espíritu Santo que nos mantiene unidos en la esperanza y en el amor.

          Que al celebrar hoy esta fiesta del Señor, revitalicemos nuestro compromiso por el Reino de Dios, le demos gracias por quienes entregan su vida al servicio de los demás y así un día podamos todos escuchar las palabras que Jesús, en su trono del dolor prometió a quien compartía su agonía, Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso.

viernes, 11 de noviembre de 2022

DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXXIII DEL AÑO

13-11-22 (Ciclo C)


Al escuchar hoy la palabra de Dios es como si se hubiera abierto una ventana por la que contemplar la realidad presente. Guerras, catástrofes, enfrentamiento entre pueblos... es como si los signos previstos en el evangelio se situaran ante nuestros ojos ante el asombro y el temor de todos.

Sin embargo toda la historia de la humanidad está teñida con las sombras de sucesos como los actuales, de mayor o menor envergadura, pero siempre  con el mismo nivel de espanto para quienes los han tenido que vivir y sufrir.

La vida del ser humano es un largo camino que está marcado por la búsqueda de sentido a su existencia y la permanente espera de que algo nuevo y gozoso está siempre por llegar.

Nos pasamos la vida planteándonos cuestiones como el mal en el mundo, el sufrimiento, el hambre, la guerra, la muerte y nos lanzamos en busca de la felicidad, la libertad, la justicia, la paz, sabiendo que de esa manera merece la pena vivir. Y sobre todo, los cristianos anhelamos poder alcanzar la vida prometida por Dios e iniciada por Cristo en la resurrección.

Rezamos porque creemos, creemos porque hemos recibido una tradición y ejemplo de nuestros mayores que nos ayuda a vivir con optimismo y esperanza y porque vivimos así, a pesar de las dificultades, ofrecemos a nuestras jóvenes generaciones un camino por el que merece la pena adentrarse aunque otros estímulos del presente digan lo contrario.

Sabemos que toda nuestra vida está en las manos de Dios, que él mismo la ha creado y la anima con su espíritu. Y porque sentimos a Dios a nuestro lado en cada momento y situación, no podemos creer en pronósticos catastrofistas ni caer en la desesperación cuando la realidad nos supera con estos desastres. Dios no ha creado un mundo para destruirlo. La destrucción de la vida no está en las manos de Dios sino en la insensatez y violencia del hombre.

Por esta razón, hemos de seguir el consejo de San Pablo como una exigencia de nuestra fe y una urgencia para el mundo. Trabajar con entrega para ganarnos el pan. Pero no el pan en sentido material solamente, sobre todo trabajar para ganarnos la vida que no termina y que ha sido inaugurada por Cristo.

Somos parte del mismo pueblo de Dios y todos tenemos una misión en la Iglesia y en el mundo, proseguir la obra del Señor de anunciar su evangelio con tesón y gozo, transmitir un testimonio que realmente transforme nuestro entorno, comprometernos en aquello que fomenta la dignidad del ser humano, la justicia y la paz, y celebrar juntos cada día la alegría de ser hijos de Dios.

Esta es la misión de la Iglesia a la que todos pertenecemos y esta tarea es responsabilidad de todos.

En medio de las dificultades y de las crisis de cualquier índole, lo que cuenta es la perseverancia. Esto es lo que el Señor nos pide ante la realidad que muchas veces nos superará.

Perseverar significa mantener viva la llama de la confianza y de la esperanza en medio de las dificultades sabiendo que siempre estamos en las manos de Dios y que es su plan de salvación el que marca los tiempos y los plazos de nuestra historia.

Esta actitud es además un antídoto frente a reacciones catastrofistas que nos lleven a dejarnos vencer por la desesperanza y la frustración. La comunidad cristiana primitiva creía en la inminencia de la llegada del reinado de Dios y del fin del mundo. De hecho en múltiples ocasione hemos escuchado que ese final estaba a las puertas de nuestro presente inmediato, llevando a muchos a una situación de desaliento.

Sin embargo bien sabemos que ese momento no está en las manos del hombre decidirlo, aunque sus medidas belicistas parezcan abocarnos al desastre universal. Pese a las multitudes de víctimas inocentes que han dejado los enfrentamientos entre pueblos y culturas, poco hemos avanzado para lograr una convivencia estable y pacífica entre nosotros.

Por eso es necesario no perder la esperanza y mantener viva la llama de la fe que nos lleve a confiar en la promesa salvadora del Señor. Hemos de trabajar como si todo dependiera de nosotros, de nuestra responsabilidad y entrega, pero sabiendo que estamos en las manos de Dios y que su obra llegará a término cuando él así lo disponga, y que seguro será para “recapitular en Cristo todas las cosas”.

Cuando la realidad circundante nos lleva a la desolación y desde ella ala falta de implicación por puro derrotismo, debemos orar con insistencia para que el Señor revitalice nuestra confianza asentada en su promesa de salvación. Sabemos que este mundo nuestro no es el Reino de Dios prometido por el Señor, pero también sabemos que es en este mundo nuestro donde empieza a emerger ese Reinado ya que como Él mismo nos ha asegurado “el reino de Dios está en medio de vosotros”.

Los cristianos, por lo tanto no podemos ser profetas de catástrofes irremediables, más bien debemos describir la realidad con sus sobras, ciertamente, pero sobre todo con las luces que en ella se perciben y que siempre serán signo de esa presencia divina en medio de nosotros.

Hoy recibimos una llamada a vivir nuestro compromiso de entrega positiva a favor de los más desfavorecidos. En esta jornada mundial de los pobres, vemos como un signo de regeneración humana toda obra de solidaridad y afecto para con los más necesitados. Eso sí que es rompedor de dinámicas destructoras, ya que donde entregamos la vida por amor a los demás, se cimienta un futuro de esperanza y de dignidad para todas las personas, y se anticipa de algún modo el Reinado de Dios en medio de nosotros.

viernes, 4 de noviembre de 2022

DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

6-11-22 (Ciclo C)

       No es Dios de muertos sino de vivos; porque para él todos están vivos. Así de contundente se muestra Jesús en el evangelio que acabamos de escuchar, para zanjar una cuestión que dividía profundamente a la sociedad religiosa de su tiempo.

       Los cristianos hemos nacido a la fe en Jesucristo, precisamente tras el acontecimiento de su resurrección. Una realidad que supera toda comprensión humana, que desborda los límites de nuestra razón y a la que sólo podemos acercarnos desde la aceptación de la vida del Señor, de su entrega personal por fidelidad al amor de Dios, y de su muerte en la cruz como escándalo y fracaso ante los hombres.

       Si en el Calvario hubiera acabado todo, si en aquel primer Viernes Santo de nuestra historia se hubiera detenido la acción de Dios, jamás hubiéramos existido como Pueblo cristiano. La vida hubiera transcurrido en medio de las tinieblas de la desesperanza y las relaciones humanas seguramente hubieran sido más amargas.

       La resurrección de Jesús y su presencia alentadora en medio de la comunidad apostólica, van a configurar una humanidad nueva capaz de superar las limitaciones propias de nuestra condición. Porque ante la resurrección del Señor, nace la plena convicción de que la vida no termina se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo, como nos recuerda el prefacio de la misa de difuntos que tantas veces escuchamos ante la separación de nuestros seres queridos.

Los cristianos, aunque tenemos la gran suerte de haber experimentado este acontecimiento salvador en nuestro Señor Jesucristo muerto y resucitado, no hemos sido los únicos en acercarnos por la fe, a esta verdad revelada.

       Conforme a lo que hemos escuchado en la primera lectura del libro de los Macabeos, aquellos israelitas confiaban en la bondad de Dios, y que sus vidas no terminaban con esta vida conocida.

       Sólo desde esa convicción profunda, arraigada y vivida desde lo más hondo del alma, se puede entender que se dejaran matar por no rendir culto a otros ídolos. Las ideas personales las mantenemos con firmeza hasta un límite. Nadie, al margen del fanatismo, está dispuesto a morir por una idea vacía. Y precisamente lo que nos diferencia de ese fanatismo, es que los cristianos jamás podemos devolver mal por mal, ni morir matando. Sólo desde la certeza de la resurrección es comprensible la entrega de tantos mártires que prefirieron dejarse matar antes que renegar de su fe o defenderla de forma violenta. Porque bien sabían que aunque terminara la vida conocida de este mundo, se abría para ellos el Reino prometido por Jesucristo a los que creen en él.

       La resurrección de Cristo es la consecuencia de su entrega personal, paciente, humilde y servicial, arraigada en el amor incondicional a Dios Padre, y a los hombres y mujeres sus hermanos.

       Si su respuesta ante las injusticias sufridas hubiera sido agresiva y vengativa, no se hubiera diferenciado del resto de los seres humanos, que tantas veces respondemos con la misma injusticia que sufrimos.

       Jesucristo venció al odio desde el amor, a la venganza con el perdón, a la ira por medio de la misericordia y la compasión. Y ese es el camino capaz de traspasar la cruz y hacer que el seco madero de la muerte, se convierta en fértil árbol de vida y de esperanza.

       Muchas veces cuando nos enfrentamos ante la realidad de la muerte, nos pasa como a aquellos saduceos del evangelio. Nos presentamos al Señor con nuestros interrogantes buscando algo que nos dé pruebas suficientes de que esa resurrección prometida tiene una base razonable.

       Pruebas que escudriñamos en medio de las leyes y razones científicas a las que hemos dado rango de infalibilidad. Lo que dice la ciencia es lo único existente y lo demás pertenece al mundo de las ideas, a lo irreal.

       Sin embargo cuando nos planteamos los grandes interrogantes de nuestra existencia como son el sentido de la vida, su dignidad y valor inalienable, las relaciones de amor, de perdón y de solidaridad entre las personas, a éstas cuestiones no hay respuesta científica que las explique o determine, porque el ser humano no sólo es materia, sino que tiene un espíritu que lo anima, alienta y dignifica. Y es desde esta realidad trascendental de nuestro ser desde la que Jesús va a ofrecer su respuesta. Para ello sólo puede mostrar la prueba que brota de su experiencia personal. Los que sean juzgados dignos de la vida futura, serán hijos de Dios, porque participarán de la resurrección. (Nos dice en el evangelio)

       Y para alcanzar esa vida en plenitud hay que romper inevitablemente con esta vida presente, que aunque sea muy necesaria y querida por todos, no deja de ser una vida limitada y donde tantas veces nos aferremos a ella como si no existiera otra esperanza. La vida hay que cuidarla y vivirla como anticipo de la vida futura y por eso no es indiferente nuestro actuar.

       La sociedad actual se caracteriza por frivolizar con todo aquello que resuena a religioso. Y no le importa burlarse de lo que antaño vivía con un temor desmesurado.

Incluso los creyentes muchas veces nos fijamos sólo en la misericordia divina, desviando nuestra atención de las consecuencias de una libertad mal ejercida y así seguir retardando la asunción de responsabilidades y la urgencia de nuestra conversión personal y comunitaria.

       Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, sí, pero también libres y responsables de nuestro destino inmediato y futuro. Y aunque la misericordia divina sea capaz de reconciliar a toda la creación con Él, los pasos para abrazar ese encuentro gozoso con el Padre Eterno han de ser personales e individuales. Cada uno de nosotros tendremos que dar cuentas ante Dios; así se lo advierten aquellas víctimas inocentes de la primera lectura a sus verdugos, y así lo seguimos advirtiendo a quienes en nuestros tiempos someten, oprimen y asesinan a tantos seres humanos condenados a su suerte por la ambición y el egoísmo de quienes han pervertido su corazón en el afán de poder.

       Por eso al confesar nuestra fe en Cristo resucitado y anhelar su mismo destino en una vida en plenitud, no podemos olvidar que nuestra construcción del Reino de Dios la estamos iniciando en el presente. Y que tanto en nuestra disposición personal a favor o en contra del plan de Dios como en las relaciones con nuestros hermanos, nos estamos jugando nuestro destino.

       Queridos hermanos, Cristo ha resucitado y esa es nuestra garantía de vida y de felicidad eterna. Por ello necesitamos  comenzar ya en el presente a desarrollar unas relaciones fraternas y auténticamente humanas entre todos. Que así lo vivamos en este mundo, y un día podamos disfrutarlo plenamente, en el Reino prometido por el Señor.