viernes, 27 de enero de 2023

DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO

29-01-23 (Ciclo A)


Acabamos de escuchar una de las páginas más hermosas del Evangelio, el Sermón de la montaña, donde el evangelista San Mateo nos muestra la imagen de Jesús junto a sus discípulos, y rodeado de una muchedumbre hambrienta ofrece una palabra de esperanza. Como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica; Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos” (1716)

La liturgia eucarística nos propone este pasaje evangélico tras el bautismo del Señor y el inicio de su vida pública. Es como si nos presentara el proyecto de vida que Jesús va a desarrollar y el contenido de su misión como centro del anuncio del Reino de Dios.

Y lo primero que puede llamar nuestra atención es que ese centro lo van a ocupar los pobres, los que sufren y lloran, los mansos y limpios de corazón, quienes pasan hambre de justicia y son perseguidos por esta causa, los que buscan y trabajan por la paz, aquellos que son misericordiosos y en definitiva quien es o será perseguido por su causa.

A todos ellos les llama benditos, dichosos, bienaventurados, no por los padecimientos que están soportando, sino por el horizonte que se les abre en el amor y la bondad de Dios, ya que han sido hechos hijos y herederos de su Reino.

Las bienaventuranzas son el camino por el que nos encontramos con el Señor y que muchos hermanos nuestros, en esta historia de salvación, ya han recorrido de forma ejemplar. Ellos son nuestros maestros de espiritualidad, testigos de un vivir para Dios y para los demás y ejemplo de serenidad y misericordia incluso en momentos donde sufrieron martirio y violencia.

     Todas las bienaventuranzas entrelazan un proyecto de vida unitario y que nos acerca de forma plena a la vida de Jesús, pero voy a destacar tres, en las cuales descansan las demás porque son el núcleo fundamental de la vida de Cristo; la pobreza, la limpieza de corazón y la búsqueda de la paz.

     Pobre de espíritu es aquel que al margen de su situación material, buena o mala, siempre busca el rostro de Dios. Jesús emplea la palabra «pobres» (anawim en hebreo) en el sentido que le dieron los profetas del Antiguo Testamento, en particular los tardíos como Sofonías: los humillados y sumisos a la voluntad de Dios (2.3). Jesús, quién desde niño conocía muy bien las Escrituras, como todos sabemos, debe haber tenido en mente la frase de Isaías: «En ese pondré mis ojos, en el humilde y abatido.» (66.2). La unión de estos dos términos: «abatido» y «humilde», nos da el sentido en que Jesús emplea la palabra «pobre». «Pobre» es el que se humilla ante Dios, el que reconoce su pobreza y necesidad espiritual, su pobreza en el reino del espíritu, aunque tenga medios materiales. Pobre es el manso, el piadoso, el que está disponible ante Dios.

Claro que la pobreza de espíritu no puede ser ajena a la material. De hecho es casi imposible la una sin la otra. Nunca viviremos la pobreza espiritual si no sabemos acoger la pobreza material como estilo de vida austero y solidario.

     El ser humano tiene una unidad en sí mismo y es imposible mantener una espiritualidad sencilla y humilde llevando una vida opulenta y egoísta, desentendida de la debilidad y penuria ajena.

     Vivir de forma sencilla y sobria, además de hacernos solidarios con los demás, sobre todo configura nuestro ser para acoger con disponibilidad la voluntad de Dios.

     Esa sencillez y humildad, expresión de nuestra pobreza espiritual, posibilitan también la segunda bienaventuranza, el tener un corazón limpio para mirar a los demás. La limpieza de corazón genera en nosotros una vida lúcida para contemplar  a los otros con misericordia. Es del corazón de donde brotan las acciones y deseos más humanos o más viles.

     Un corazón limpio regala permanentemente una nueva oportunidad; un corazón limpio hace posible el milagro del perdón y de la reconciliación, porque sabe que todos hemos sido reconciliados por el amor y la misericordia del Señor, y reconoce que nuestra masa no es diferente de la de los demás.

     Que costoso es mantener viva esa mirada limpia. Qué pronto dejamos que aniden en nuestra alma las sospechas, los recelos, las dudas. Es como si al encontrarnos con el otro buscásemos primero sus fallos antes que sus virtudes, y sintiéramos más alegría por sus debilidades que por sus triunfos.

     Sin embargo bien sabemos cuánto nos duele que se confundan con nosotros, que alguien hable mal de uno. Y es que la mirada que no está limpia deja fácilmente paso a la calumnia y a la mentira, sustrato del que se alimentan el odio y el rencor.

     Por último, nos fijamos en una bienaventuranza de permanente actualidad; Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados los hijos de Dios”. Cada una de las bienaventuranzas conlleva para quien la vive un premio, los pobres poseerán el reino de Dios, los misericordiosos alcanzan misericordia, los que lloran son consolados...etc. Pero en este trabajar por la paz, la promesa de Jesús va mucho más allá, “ellos serán llamados los hijos de Dios”. La paz constituye el signo de la filiación divina, vivir en la paz verdadera es sinónimo de estar en plena armonía con los hombres, nuestros hermanos, con la creación entera y con Dios.

Porque el trabajo por la paz implica vivir una existencia serena, exenta de violencias, egoísmos y rencores, al estilo de Jesús.

     La realidad que nos toca vivir, está teñida de sangre y surcada por el lamento permanente de las víctimas de la violencia y el terror. Violencia generada por la ambición, el egoísmo, las ideologías, el fanatismo, en definitiva, el poder que se desea ejercer sobre el otro, sea ajeno o miembro del propio hogar.

     Trabajar por la paz es responsabilidad de todos. Primero de aquellos que tienen en sus manos la grave tarea de dirigir y gobernar nuestro presente evitando las divisiones injustas de las que se alimenta el odio. Pero también es nuestra responsabilidad como cristianos, potenciando las actitudes de reconciliación y de perdón, que como hijos de Dios hemos de vivir cada día, y poniendo nuestra semilla de esperanza en medio de las dificultades y tensiones.

     Vivir el espíritu de las bienaventuranzas conllevará muchas veces participar de la última de ellas, “dichosos cuando os persigan por mi causa”. Pero pensemos que es mucho mejor ser criticados por nuestra fidelidad a Jesucristo que por nuestra desidia e incoherencia de vida.

jueves, 19 de enero de 2023

DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO

22-01-23 (Ciclo A)

 

     El evangelio que acabamos de escuchar, nos muestra el comienzo de la vida pública de Jesús. Y el evangelista San Mateo, discípulo del Señor, ha querido unir por medio del profeta Isaías, la misión que desempeñaba Juan el Bautista, con la que Jesús va a iniciar. “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra de sombras de muerte una luz les brilló”.

Si el apresamiento de Juan suponía una gran decepción para el pueblo que había esperado en sus palabras, el comienzo de la misión de Jesús va a avivar la llama de la esperanza con una fuerza renovada. Y así la llamada a los primeros discípulos que acabamos de escuchar en el evangelio, nos sitúa en el origen del nuevo pueblo de Dios del cual somos hoy sus herederos. La invitación de Jesús a sus discípulos, personal y directa, se ha ido repitiendo a lo largo del tiempo hasta llegar a nosotros, con la misma propuesta de hacernos “pescadores de hombres”. Lo cual supone dejar nuestras redes y preocupaciones personales a un lado y asumir la nueva tarea que el Señor nos encomienda y que no es otra que la de transmitir la Buena Noticia del Evangelio a los demás.

Sin embargo en nuestros días esta misión eclesial, con ser labor importante, no está exenta de dificultades que afectan a su desarrollo. San Pablo en su primera carta a los corintios detecta un problema serio en el interior de la comunidad cristiana. Al ir creciendo el número de los creyentes y formar grupos comunitarios distintos, unos se ven más cercanos al estilo y predicación de algunos de sus líderes que al de otros. Y aunque las peculiaridades de cada persona son algo inevitable y hasta bueno, ya que no somos hechos a troquel, todos iguales, las cuestiones accesorias a veces se situaban en primer plano, llevando al olvido de la misión fundamental y creando discordias en la comunidad.

Las distintas maneras de exponer el mensaje de la fe, así como los destinatarios del mismo no pueden condicionar, hasta el punto de dividir, a la comunidad cristiana. Por eso Pablo, en el ejercicio de su ministerio apostólico, va a realizar una llamada a la unidad, que ante todo se ha de basar en la fidelidad al evangelio, del cual, el apóstol, es su servidor y fiel intérprete en la comunión con los demás apóstoles.

Y esta cuestión es de una relevancia y actualidad extraordinarias.

La experiencia de fe de cada uno de nosotros, se basa además de en la relación personal con Dios por medio de la oración y la vida sacramental, en el conocimiento de la Sagrada Escritura y la tradición eclesial heredada. No somos los aquí presente los primeros creyentes de la historia, y formamos parte de un largo proceso de reflexión y profundización teológica que nos ha llevado a confesar un mismo Credo, compendio de las verdades que los cristianos creemos y que son fundamentales para nuestra fe.

De hecho como todos sabemos, las distintas interpretaciones que en momentos concretos de esa historia se han realizado por diferentes grupos eclesiales, han causado serias divisiones que todavía perduran entre nosotros.

Sin embargo la Iglesia Católica a la que pertenecemos, bajo la guía pastoral del sucesor de Pedro y en comunión con los demás obispos del mundo, ha compaginado el desarrollo teológico realizado por los distintos pensadores y maestros de la fe, con el cuidado permanente de la comunión. De tal manera que ante cuestiones novedosas, donde no ha existido una acogida suficientemente amplia por parte del pueblo de Dios, y que tampoco el evangelio explicita de forma clara, se ha preferido mantener la unidad antes que provocar la división.

Y esta garantía de unidad es la misión que los pastores de la Iglesia tienen especialmente encomendada. Muchas son las funciones que cada uno de los cristianos debemos ejercer, pero el ministerio de la comunión ha sido conferido a los Obispos, y éstos a sus colaboradores.

Este asunto adquiere mayor relevancia, cuando a través de los medios de comunicación hoy resulta sencillo acercarnos a un elenco de opiniones, que colocadas todas ellas en el mismo plano, carecen de una justa discriminación. Podemos escuchar argumentos sobre problemas de fe, tratados con el mismo rango a teólogos, obispos, políticos y personas de cualquier condición. Y si bien es verdad que como creyentes todos podemos y debemos expresar y compartir la fe, no tenemos que confundir lo que es opinar libremente sobre algo, de lo que supone proponer autorizadamente la verdad de la fe católica.

La libertad de expresión, no conlleva la autoridad moral sobre lo expresado, la cual proviene del ministerio legítimamente recibido en la comunión eclesial.

La fe y la tradición eclesiales son un bien común de todo el pueblo de Dios, y no le es lícito a nadie por su cuenta erigirse en portavoz universal de una interpretación meramente personal. Las opiniones individuales, por sí solas, no conducen a la construcción de la comunidad, y cuando éstas pretenden imponerse como verdades al margen de la fe común, generalmente son un fraude.

La comunión eclesial es la única garantía que podemos tener de vivir la fe en fidelidad al evangelio de Jesús. Una comunión que sostenida y alentada por el Espíritu Santo, busca siempre el bien común, la promoción de las personas y la construcción de la convivencia fraterna, en el amor y la esperanza.

El trabajo ferviente y paciente de tantos teólogos y pensadores cristianos a lo largo de los siglos, nos han ayudado a comprender mejor los designios del Señor. La fe necesita comprenderse, razonarse, y ser propuesta a los demás en un lenguaje actualizado a fin de que en diálogo con la cultura, podamos compartir un horizonte de justicia y dignidad humana para todos. Pero la fe siempre es don, y como tal no es algo de lo que el hombre pueda apropiarse egoístamente, llegando a manipularla para que responda a sus criterios individualistas e ideológicos. Como don que proviene de Dios, la fe siempre ha de estar referida a Él, y ha de ser vivida con gratitud y humildad, en la madurez de la vida comunitaria de la Iglesia.

La unidad eclesial es nuestra garantía de autenticidad. La división sólo conduce al ensoberbecimiento de uno mismo, al enfrentamiento teórico y existencial con los hermanos, y a la ruptura con el deseo de Cristo de que todos seamos uno, “como él y el Padre son uno”.

En la eucaristía es el Señor quien se entrega por todos, para que viviendo la auténtica fraternidad de forma gozosa y agradecida, seamos enviados al mundo para convocar a otros hermanos a esta mesa del amor. La unidad de los creyentes es la mejor visibilización y testimonio de fidelidad a Jesucristo, nos ayuda a sentirnos hijos de la Iglesia que él fundó, y favorece nuestra misión evangelizadora.

Que por medio de esta celebración, el Señor nos ayude a saber vivir con humildad y generosidad el don de la fe recibido, y así valorar con agradecimiento la unidad de la familia cristiana de la cual formamos parte por medio de nuestro bautismo.

 

jueves, 12 de enero de 2023

DOMINGO II TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO II DEL AÑO

15-1-23 (Ciclo A)

 

Una vez que hemos dejado atrás las fiestas navideñas, tras el Bautismo de Jesús damos comienzo a este tiempo litúrgico llamado “ordinario”, un espacio en el que se resalta la vida cotidiana del Señor, su palabra y su obra misionera de anuncio del Reino de Dios.

Es el momento de marcar la diferencia con el estilo de vida y de fe vividos hasta entonces, y cuyo cambio va preparando el gran profeta Juan  con su llamada a la conversión.

El va a ser el primero en señalar ante todos que el tiempo se ha cumplido, y que la promesa de Dios de instaurar su reinado, se ha realizado en Jesús; “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Una frase que para nosotros puede parecer extraña, pero que en aquel contexto enmarcado en la tradición judía, manifestaba claramente que ese Jesús, era el Hijo de Dios.

El Cordero de Dios, en la simbología bíblica, muestra la inocencia, la pureza y la bondad más plenas. Los corderos sacrificados en el Templo de Jerusalén eran la mejor ofrenda a Dios, porque eran animales puros, sin mancha.

Pues en esta experiencia religiosa, definir a uno como el Cordero de Dios era lo mismo que señalarlo como el enviado de Dios, el Mesías, el Salvador. El único capaz de salvar a su pueblo y de redimirlo de sus pecados. Y si es muy importante que sobre alguien recaiga esta señal, igualmente fundamental es quien lo señala.

Juan no es un personaje cualquiera, es el profeta del momento, con gran ascendencia sobre un pueblo sediento de Dios.

Su palabra no dejaba indiferente a nadie, ni tan siquiera a los poderosos alejados de la fe. Hijo de un gran sacerdote, Zacarías, Juan va a constituir el nexo de unión entre los tiempos en los que Dios enviaba mensajeros delante de él, hasta este momento central de la historia donde él mismo va a irrumpir en la persona de su Hijo amado.

Al señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, Juan está anunciando que la entrada de Dios en la historia  ya se ha hecho realidad, y que ahora es cuestión de seguir a su elegido porque su bautismo no será sólo de agua, sino que el mismo Espíritu Santo se derramará sobre todos realizando en ellos la salvación.

Aquel anuncio de Juan tuvo consecuencias inmediatas. Sus seguidores comenzaron a acercarse a Jesús haciéndose sus discípulos. Ya no necesitaban de alguien que les hablara de los designios de Dios porque Jesús transparentaba su amor y su misericordia.

Juan aceptó el final de su misión, y supo menguar en su protagonismo personal para favorecer el seguimiento de Jesús por parte de todos, para que encontraran en él, el único camino, verdad y vida.

Jesús asume así su papel en la historia, comenzando como uno de tantos al recibir el bautismo, signo de su misión, y aceptando el testimonio que Juan ha dado de él, sabiendo que su vida ya no será la misma. El tiempo se ha cumplido y ahora con su vida va a mostrar que el Dios con nosotros camina al lado de sus hijos para llevar la creación a su plenitud.

Este comienzo de la vida pública del Señor, en el que nuevamente se remarca el papel fundamental de Juan, nos ayuda a comprender la importancia de las mediaciones en la transmisión de la fe.

Al igual que Juan el Bautista, también nosotros tenemos que señalar al Cordero de Dios que pasa a nuestro lado, favoreciendo el encuentro de los hermanos con él, y ayudando a que muchas personas alejadas de la fe puedan sentir que Dios les ama y les llama.

Esta vocación misionera y evangelizadora es un don de Dios que siempre debemos agradecer como comunidad cristiana. Una gratitud que hacemos extensiva a tantos hombres y mujeres que desde los diferentes servicios y ministerios comparten su vida y su fe con los demás; catequistas, monitores, animadores de grupos de jóvenes, adultos, matrimonios, liturgia. Y junto a ellos también destacamos el servicio tan necesario para con los más pobres, enfermos y necesitados, a través de cáritas y pastoral de la salud.

Pero no acaba en estos servicios eclesiales la misión de la Iglesia. Todos los cristianos estamos llamados a anunciar la Buena Noticia de Jesucristo en cualesquiera de los ambientes de nuestra vida, personal, familiar y social, para que el don de la fe que hemos recibido sea también experimentado por aquellos que buscan a Dios en sus vidas. Por eso debemos vivir nuestra fe con sencillez y verdad.

Sencillez porque no podemos ni debemos tratar de imponer nada a nadie. La fe para que sea auténtica ha de nacer de la libertad de la persona.

Pero también hemos de ser cristianos en verdad, es decir, sin temor ni vergüenza ante nadie. No tenemos una fe para ocultarla a los demás, ni para devaluarla a fin de que sea aceptada por todos. Seguir a Cristo exige del cristiano fidelidad y coherencia, y porque sabemos que ambas virtudes nos cuestan, por las limitaciones de nuestra condición humana, no debemos caer en la cobardía de quienes siempre quieren quedar bien ocultando los fundamentos de su vida para no ser criticados. La fe que no se vive, se muere, y los valores que se disimulan no convencen.

Cuando S. Juan anunciaba la presencia del Mesías, no era una mera información; era una invitación a seguirle a él y sólo a él. Y esta misión de señalar al Señor en medio de nuestra vida para que le puedan reconocer los demás, la hemos de acoger como propia en nuestro corazón. Hoy somos nosotros los testigos de Jesucristo en medio de nuestra sociedad.

De este modo, cada vez que nos reunimos para celebrar nuestra fe, le sentimos presente en medio de nosotros, y por eso antes de recibirle en el Sacramento de la Eucaristía le reconocemos como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Que este sacramento que a todos nos une como hermanos, nos ayude a seguir los pasos de Jesucristo con esperanza, y con la fuerza de su Espíritu seamos testigos de su amor en el mundo.