viernes, 26 de febrero de 2021

DOMINGO II DE CUARESMA - LA TRANSFIGURACIÓN

 


DOMINGO II DE CUARESMA

28-02-21 (Ciclo B)

En este segundo domingo de cuaresma, podemos centrar nuestra atención en la Palabra de Dios desde la pregunta planteada por San Pablo al comienzo de su carta, “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”, o dicho de otra forma, si Dios sostiene nuestra vida, y descansa en él nuestra esperanza, ¿quién podrá romper nuestra paz y nuestra dicha?

Y sin embargo, a pesar de sentir muchas veces con intensidad esta experiencia personal de encuentro con Dios en el que nuestra fe sale fortalecida, podemos experimentar también pruebas fuertes donde sentimos que todo se tambalea.

Así nos situamos en la experiencia de Abraham. Un hombre que según nos relata la Biblia lo dejó todo para seguir la voluntad de Dios. Abandonó su tierra, se despojó de sus seguridades y se lanzó a la aventura de la fe, puesta en un Dios cuya única promesa fue la de darle una descendencia numerosa. Ciertamente esa promesa lo era todo, porque no olvidemos que el valor de los hijos, de la familia y del número de descendientes era la gran riqueza anhelada por todo hombre de aquel tiempo.

Y cuando Dios cumple su palabra y le da un hijo, le pide un imposible, que se lo ofrezca en sacrificio. Y aunque el relato del A.T. no nos deja entrever ningún atisbo de duda, y Abraham se dispone a cumplir fielmente este terrible mandato, no se nos escapa la dureza de aquella experiencia que rompía su alma. Es el momento de afrontar la prueba de la fe.

Algo similar vivieron los discípulos del Señor. Ellos habían dejado todo para seguir con entusiasmo al Maestro. A su lado fueron descubriendo una nueva forma de vida basada en la confianza plena en Dios y que Jesús iba transmitiendo desde su experiencia familiar e íntima con él. A su vez ese entusiasmo crecía por las palabras y los signos extraordinarios que Jesús realizaba, lo que les hacía confiar plenamente en la intervención definitiva de Dios en la historia para salvarla y transformarla en el Reino anunciado por el Señor, el Mesías.

Sin embargo también llegan para los discípulos los momentos de dificultad, de duda y de abandono. Justo antes de este relato evangélico que acabamos de escuchar, Jesús ha anunciado por primera vez la cercanía de su pasión, se ha enfrentado duramente a Pedro que intentaba persuadirle para que tomara otro camino, y acaba de advertir a sus discípulos que el caminar a su lado conlleva sacrificio, sufrimiento y servicio, de tal manera que “si alguien quiere venirse en pos de mi, niéguese a sí  mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mi y por el Evangelio, la salvará”.

Son momentos de incertidumbre, de sopesar las apuestas realizadas y de asumir opciones fundamentales en la vida. Y así Jesús, como nos narra el evangelio de hoy, toma consigo a sus más cercanos y en la intimidad más absoluta les enseña la realidad de su ser, se transfigura ante ellos. Es decir, les abre el alma hasta el punto de mostrarse tal y como es en su realidad humana y divina, en la verdad de su persona unida a la del Padre Dios. Y en esa experiencia que desborda su capacidad de entendimiento, ven junto a Jesús a dos personajes que sustentan los fundamentos de su vida espiritual, Elías quien representa la profecía, y Moisés, quien recibe la ley de Dios. Profecía y ley, convergen en Jesús, sólo él es el “Hijo amado” de Dios, a quién el señor nos manda acoger y escuchar. Ya no hay más profetas, no hay más intermediarios que disciernan los signos de los tiempos. En Jesús Dios lo ha hablado todo, y no se ha dejado ninguna palabra por decir. De modo que su persona es ahora, y por siempre la Encarnación divina.

Y si en esta larga historia humana, hemos necesitado un pedagogo que nos ayudara a caminar, como dirá S. Pablo, y esa ayuda era la ley que nos marcaba los límites para no salirnos del camino y caer en el abismo. Jesús ha superado la ley por el amor. Un amor entregado hasta la muerte, y donde el Padre Dios no encontró la compasión que sí halló Abrahám para con su hijo Isaac.

San Pablo, buen conocedor de la historia sagrada de su pueblo, y meditando este episodio del Génesis que hemos escuchado en la primera lectura, llega a la certeza de que Dios ha pagado por nosotros un rescate demasiado elevado como para dejarnos de la mano o permitir que alguien nos arrebate de su lado.

Dios nos ha engendrado desde la muerte y resurrección de su Hijo, y el precio de nuestro rescate es la sangre vertida en la cruz por aquel a quien presentó ante el mundo como su “Hijo amado”.

Nada, mis queridos hermanos puede apartarnos del amor de Dios, no hay excusas que justifiquen nuestra lejanía de su lado. Sólo nosotros podemos tomar semejante decisión. Sí, el cristiano que ha vinculado su vida a la del Hijo amado de Dios, a nuestro Señor Jesucristo, no puede temer vivir alejado de él, salvo que libremente tome esta decisión.

Las dificultades de la vida, los sufrimientos y penurias por las que podamos atravesar en un momento dado, no son causa suficiente para apartarnos del amor de Dios, porque por esas mismas realidades ya ha caminado Jesús, y en ellas nos ha mostrado que es posible seguir confiando en Dios, ya que su amor nunca nos deja de la mano.

No confundamos la realidad de nuestra limitación personal y como colectividad humana, con una dificultad insalvable para la fe. Porque la fe, cuando realmente existe, todo lo aguanta, lo soporta y lo supera, ya que la fe, como el amor, “cree sin límites, disculpa sin límites, aguanta sin límites”, la fe que se sustenta en el amor, no pasa nunca.

La transfiguración del Señor, nos está ayudando, en medio de la pesadez del camino, a no dejar de centrar nuestra vida en la gozosa esperanza pascual. Si larga es la cuaresma de nuestra vida, y en ocasiones tendremos que soportar la amarga experiencia de la pasión, no dejemos de contemplar con confianza al “Hijo amado de Dios” que nos sigue sosteniendo y alentando desde su resurrección.

Así con esa serena esperanza, seguro que también podremos sentir lo “bien que se está aquí”, a su lado, porque si centramos nuestra mirada en el Señor, y ponemos en sus manos nuestras vidas, seguro que las llevará a su plenitud.

Vivamos este tiempo de gracia de forma fecunda, para que así seamos en medio de nuestro mundo, fermento de esperanza y consuelo para nuestros hermanos.

viernes, 19 de febrero de 2021

DOMINGO I DE CUARESMA

 


DOMINGO I DE CUARESMA

21-2-2021 (Ciclo B)

       Un año más el año litúrgico nos ofrece vivir este tiempo cuaresmal como una nueva oportunidad para adentrarnos en el desierto y abrir nuestras vidas al Señor: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia”.

       Conviene desde este primer domingo ir desgranando lo que va a ser nuestro recorrido cuaresmal, preparar esta entrada en el desierto de nuestras vidas para aprovechar el momento personal, social y eclesial a fin de transformar nuestros corazones y poder celebrar así el misterio central de la fe de forma plena y renovada.

       Nos adentramos en el desierto cuaresmal para que libres de lo superfluo, lo innecesario, aquello que tal vez nos estorba e incluso entorpece, podamos centrar nuestra mirada en Dios y acoger con gratitud su mensaje de esperanza.

       Esta ha de ser nuestra primera actitud cuaresmal, la gratitud.

       Para agradecer hay que recordar, recuperar la memoria personal, familiar y social, y ver que en medio de las penalidades de nuestra vida, a pesar de descubrir un mundo que no es ni mucho menos el Reino de Dios esperado y anhelado por la humanidad, sin embargo sí hemos tenido presencias del Señor que han suscitado en nosotros esperanza y gozo, y han fortalecido nuestra fe y sostenido el ánimo en medio de la adversidad.

       Con los ojos de la fe, los cristianos podemos descubrir que es Dios mismo quien nos alienta en cada circunstancia de la vida, y que sólo en él encontramos la razón para seguir caminando por el sendero de la justicia, la verdad y la paz, rechazando las tentaciones de optar por caminos que nos puedan hundir en el individualismo, la venganza o la indiferencia para con los demás.

Los cristianos tenemos por delante un tiempo en el que debemos mirar en profundidad nuestras vidas, desde la verdad y la confianza. No tenemos ninguna necesidad de enmascarar lo que somos, porque la única mirada que descansa sobre nosotros es la nuestra y la de Aquel que nos ama por encima de todo. Debemos reconocernos en la verdad de lo que somos para apuntalar bien nuestro edificio personal, descubriendo dónde están nuestros anhelos, cuáles son nuestras ambiciones, y en qué ponemos las ilusiones y los deseos. De este modo podremos descubrir si nuestra vida asienta sus cimientos sobre la roca de la fe en Jesucristo, o si por el contrario se sustenta sobre las arenas del egoísmo, donde lo material y el bienestar personal ocupan demasiado espacio en el corazón cerrándolo a Dios y a los hermanos.

Debemos preguntarnos también cuáles son nuestros sentimientos ante los problemas y retos del presente. Es la Palabra de Dios la que ilumina nuestras opciones personales, la toma de las decisiones, el ejercicio de nuestras responsabilidades sociales, o por el contrario nos dejamos fácilmente influenciar por los criterios individualistas o ideológicos ajenos a la fe y a los valores que del evangelio se desprenden.

Esta mirada sincera a la profundidad de nuestro ser nos ha de llevar a vivir este tiempo con confianza. La cuaresma no es el aguafiestas de la vida. No es un tiempo de prohibiciones ni de amarguras. Es el tiempo del encuentro gozoso con el Señor que nos ama y anima a vivir en plenitud la existencia que nos ha dado a cada uno de nosotros. Y porque nos ama, nos llama para que retomemos el camino hacia él.

Una llamada a renovar nuestra vida para que desarrollemos en ella todo lo bueno que el Creador nos ha regalado. No olvidemos, que al igual que a Jesús, es el Espíritu Santo el que nos empuja al desierto.

       Es el Espíritu de Dios quien nos mira y nos enfrenta ante el espejo de nuestro ser, no para reprochar infecundamente nuestra existencia, sino para motivar el cambio y el reencuentro con nuestra auténtica dignidad de hijos, y recuperar así la semejanza perdida por el pecado.

       Durante este tiempo busquemos espacios de soledad y recogimiento donde orar y escuchar la Palabra de Dios. El no condena ni humilla, no pide sacrificios ni imposibles, sólo espera que recuperemos las riendas de nuestra vida, nos liberemos de las ataduras que todavía nos sujetan a esta forma de vivir materialista y superflua, y nos dejemos conducir por su mano bondadosa a fin de recuperar nuestra libertad y responsabilidad ante Dios y ante los hermanos.

Tal vez la primera tentación que debemos superar es la de la apatía o el dejarnos llevar por la corriente ambiental. Ciertamente nuestro mundo presente no es muy dado a crear espacios de silencio y de reflexión personal, por eso el esfuerzo a realizar es mayor. El ruido que se impone en el ambiente, donde hay tantas palabras vacías e interesadas, nos envuelve y confunde. Por eso se hace tan necesario descansar nuestros oídos en Aquel que tiene palabras de vida eterna. Y un instrumento que en este tiempo puede ayudarnos a profundizar en el diálogo con el Señor, es su propia Palabra, la Sagrada Escritura cuya lectura y meditación son insustituibles en la vida espiritual de todo cristiano. Busquemos espacios tranquilos y sosegados para acercarnos a ella, tanto de manera personal como familiar.

       Pidamos hoy al Señor que nos ayude a caminar por este desierto cuaresmal del mismo modo que él lo hizo, dejando hablar al Padre Dios, escuchando su voz y descubriéndole en los acontecimientos cotidianos. De este modo sentiremos la invitación de su llamada a la conversión personal, y acercándonos con humildad al sacramento de la reconciliación, bálsamo reparador por su amor, sanar toda nuestra vida con la fuerza de su misericordia.

Que la austeridad, la oración y la caridad actitudes que el evangelio nos urge a integrar en nuestra vida, nos ensanchen el corazón para vivir este tiempo con esperanza y provoque en nosotros signos fecundos de auténtica conversión, desde los cuales anunciar a Jesucristo en medio de nuestro mundo, con la fuerza y el gozo del Espíritu Santo.

 

 

Inmatriculaciones

 

Quiero acabar haciendo una breve referencia a unas noticias aparecidas sobre los bienes de la Iglesia y las llamadas inmatriculaciones.

 

La Iglesia tiene registrado como propiedad aquello que es exclusivamente suyo, bien por adquisición legítima, o lo recibido por donaciones de los fieles con absoluta transparencia.

A lo largo de la historia, y desde sus orígenes, han sido y son innumerables los cristianos que han puesto y ponen sus bienes al servicio de la comunidad cristiana para ayudar  a los necesitados y atender las necesidades pastorales y apostólicas de la Iglesia.

No es nueva esta polémica, y parece que su recurrencia por parte de algunos responsables políticos se deba más bien a intentar levantar una humareda que desvíe la atención de los problemas más graves que angustian a la sociedad y que ponen de manifiesto la deficiente solución de los mismos por su parte.

Como dijo hace unos días el Obispo Secretario Gral. de la CEE, “la Iglesia no quiere nada que no sea suyo”, y yo añado: pero tiene la obligación de custodiar con responsabilidad sus bienes, desde la gratitud a quienes en su día los entregaron para bien de los hermanos, especialmente los más pobres y necesitados.

miércoles, 10 de febrero de 2021

DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO

14-2-2021 (Ciclo B)

       Celebramos en este domingo, la jornada anual de Manos Unidas. Una campaña donde la solidaridad cristiana se hace extensiva a los países más pobres y necesitados del mundo, a través de la acción misionera y evangelizadora de la Iglesia de Jesús. El lema “contagia solidaridad, para acabar con el hambre”, nos ayuda a tomar conciencia de nuestra misión en medio de las necesidades de tantos hermanos víctimas de las injusticias y de las limitaciones, entre las que el mundo de la enfermedad es siempre una llamada a la cercanía y la solidaridad.

       Y es precisamente este aspecto de implicación personal, lo que vamos a contemplar al celebrar nuestra fe. Y para ello necesitamos la luz del Señor que orienta nuestros pasos según su voluntad, y nos ayuda con la fuerza de su espíritu y el consuelo de su amor de Padre.

       La Palabra de Dios proclamada nos sitúa ante la realidad del estigma humano bajo la forma de lepra, que separa y margina al enfermo alejándolo de la comunidad y condenándole a vagar en soledad y desamparo. La ley de Moisés marca al leproso como impuro y por lo tanto fuera de todo derecho que asiste a cualquier miembro de la comunidad judía. Esa impureza era entendida como consecuencia del pecado personal o el de sus antepasados, ante lo cual Dios lo castigaba, marcándolo para siempre, de forma que todos vieran y temieran su pecado, y obligándolo a vivir en la exclusión.

       Así ha sido entendida durante mucho tiempo la pobreza en el mundo, unas veces como culpa de los pueblos que no saben administrarse, otras debido a la mala suerte de las catástrofes naturales, o como fruto de guerras y violencias. Y si bien esta forma de pensar ha cambiado y ya nadie se atrevería a decir que la pobreza es culpa de los pobres, igualmente cierto es que sus consecuencias siguen siendo las mismas. Los pobres son cada vez más pobres, su miseria es cada vez mayor y la hambruna, la violencia y las enfermedades son los estigmas a los que están condenados.

       Y en medio de esta situación que hoy se nos presenta a los cristianos de todo el mundo, resuena con fuerza el Evangelio de Marcos, en ese encuentro entre Jesús y el enfermo de lepra;

       “Si quieres puedes limpiarme. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: `quiero; queda limpio”.

       El clamor del leproso llega a Jesús en forma de desgarradora petición “si quieres puedes limpiarme”. Un grito de desesperación unido a un acto de fe en el vacío que encuentra una respuesta salvadora quiero, queda limpio”.

El querer de Jesús lleva consigo mucho más que la buena voluntad. San Marcos nos muestra una actitud profunda del Señor, “sintió lástima”, se dejó afectar en lo más profundo de su ser por aquel hombre desesperado que acudía a su encuentro. Todo lo contrario a la pena infecunda que suscita en nosotros las imágenes lejanas del televisor y que en breves segundos son sustituidas por otras más agradables o superfluas. Jesús sintió lástima, el dolor que conmueve e indigna y que provoca su acción inmediata para cambiar radicalmente esa realidad injusta humanamente, y falsa en su implicación religiosa.

       Jesús rompe con la ley que impide acercarse y tocar a un leproso, “extendió la mano y lo tocó”. Por esa acción él mismo comprometía su vida ante los demás, porque según la ley, él también sería considerado impuro. Pero lejos de contentarse con ello, además le envía a presentarse ante los sacerdotes, guardianes de las normas de Moisés, para que cumpla lo prescrito por su purificación, de forma que se haga público todo lo sucedido. Así Jesús invalida públicamente aquel precepto que en nombre de Dios se había dictado y que excluía al enfermo de la comunidad, condenándolo a la miseria.

Sentir lástima ha de comprometer nuestro ser, llevándonos a implicarnos de forma activa y consecuente con la persona sufriente, de forma que nuestro gesto de solidaridad no humille a nadie y pueda regenerar la vida rota dignificándola para siempre. Y todo ello desde la gratuidad y la entrega desinteresada.

Los cristianos estamos llamados a ser en medio de nuestro mundo semilla de calidad humana. Los enfermos, los pobres y necesitados, las personas que sufren injusticias o cualquier debilidad, no son para nosotros invisibles ni podemos mostrarnos ante ellas con indiferencia. Son nuestros hermanos y hermanas, donde el mismo Señor se hace presente de forma sacramental, ya que él mismo nos indicó con indiscutible autoridad, que “lo que a estos hermanos necesitados hicisteis, a mí me lo hicisteis” (Mt 25)

       Este ha de ser hoy, por tanto,  el compromiso que brote de la mesa del amor fraterno. Mirar al hermano necesitado cercano o lejano con entrañas de misericordia. Mirarlos con compasión para ver el dolor del hambre, la enfermedad y la muerte, y descubrir el rostro de Dios que a través de ellos pide “si quieres puedes limpiarme”.

       Los misioneros, hombres y mujeres entregados a los demás, extienden su mano y ofrecen su vida para decir con ella “quiero, queda limpio”, y es a ellos a quienes hoy también acercamos a nuestra eucaristía para agradecerles su labor, alentarles en su misión y compartir solidariamente su compromiso a través de nuestras aportaciones económicas, y nuestra oración. Ellos son la mano de Dios que sigue sembrando esperanza y que nos recuerdan que es muy urgente hacer del mundo, la tierra de todos. Una mano que lejos de temer contagios, acoge con ternura, y entrega amor y misericordia.

Que el Espíritu del Señor nos de su luz para ver esta realidad necesitada, y fortalezca nuestra voluntad para intervenir en ella de forma justa, solidaria y fraterna.

jueves, 4 de febrero de 2021

DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO

7-2-21 (Ciclo B)


       Hoy es el día del Señor, en el que nos acercamos a nuestra comunidad cristiana para sentir este remanso de paz que nos ofrece la Palabra de Dios y ante la cual contemplamos nuestras vidas desde el gozo inmenso que nos produce el seguimiento de Cristo.

       Así nos introducimos en la escena narrada en el evangelio, identificándonos con aquellos discípulos que acompañaban al Señor, descubriendo a un Jesús inagotable ante la ardua tarea de llevar la buena noticia de Dios a todos los rincones de su tierra. Un Jesús que escucha la voz de los necesitados, que se acerca a los enfermos y oprimidos, que libera y sana, y que permanentemente expulsa los demonios interiores que esclavizan y someten la voluntad del ser humano.

       Y en esta jornada que compartimos a su lado, también observamos a un Jesús contemplativo, que busca sus momentos para orar y estar más cerca del Padre Dios. Esa es la fuente en la que sacia su sed y donde repara sus fuerzas. Sólo desde la plena confianza e intimidad con Dios, podemos explicarnos el tesón con el que afronta su destino y la autoridad que en todo momento transmite desde la coherencia de su vida.

       La oración es para Jesús ese tiempo de encuentro y diálogo con Dios Padre. En ella relee cada día y cada acontecimiento, comparte su experiencia de gozo y de rechazo, se siente confortado para seguir adelante y a la vez pacificado para poder entregarse con absoluta libertad, a pesar de las amenazas y persecuciones que padezca.

       Al contemplar el rostro de Dios, pone en su presencia a todos sus hijos más débiles y a quienes va ganando para la causa del Reino. No está solo, sus discípulos y muchos más van acogiendo el proyecto de vida de las bienaventuranzas y toman como senda la justicia, la fraternidad y la paz. En la oración, Jesús pone ante Dios sus preocupaciones y dificultades, sus desvelos y abandonos, pero sobre todo en ese encuentro con Dios colma de dicha y de fortaleza su alma para seguir con entusiasmo y fidelidad la misión que se le ha encomendado.

       Esta experiencia también la hemos de vivir nosotros para poder sentirnos acompañados por el Señor en cada momento de nuestra vida, para ser fieles transmisores del evangelio de Jesucristo; “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” exclama el apóstol San Pablo en la segunda lectura que hemos escuchado. Esta es la misión fundamental de todo creyente. Anunciar la Buena Noticia de Jesucristo en cada acontecimiento y situación que nos toque vivir. Toda acción de la Iglesia ha de estar orientada a esta finalidad, a evangelizar. Nuestras reuniones de grupos, nuestros encuentros de formación, las acciones solidarias y caritativas, los compromisos sociales y políticos, las celebraciones litúrgicas y sacramentales, toda la vida de la Iglesia encuentra su razón de ser en el anuncio del Evangelio.

Los cristianos tenemos que ser mensajeros de la Buena noticia que hemos recibido del Señor y que es donde se asienta nuestra esperanza. Un anuncio que comienza por el testimonio personal, que debe explicitarse con claridad en la transmisión de nuestra fe, y que además se ha de materializar en el compromiso de nuestra vida para la construcción del Reinado de Dios.

Es muy importante hacer muchas cosas, pero lo fundamental es el porqué las hacemos y quién anima nuestra fe y caridad.

       Somos mensajeros del amor de Dios manifestado en Jesucristo, y que a través de su palabra hemos de seguir ofreciéndolo al mundo como camino, verdad y vida. Este ha sido el testimonio de los santos y de los mártires a quienes tantas veces recurrimos como intercesores y ejemplos de vida. Ellos dieron su vida por amor a Cristo y a los hermanos, especialmente a los más necesitados, y esa entrega es para la Iglesia, modelo de vida y de seguimiento del Señor.

       El creyente en Jesús ha de vivir esas actitudes del maestro; entregarse a los necesitados, a los pobres y enfermos, a los más desamparados y marginados. Pero ha de ser este un servicio y una entrega que se nutren de la oración y del encuentro personal con Dios. Jesús mantenía esa relación estrecha con el Padre, y a través de la oración encontraba luz en su camino y fortaleza para entregar toda su vida a los demás.

Descubrir nuestro ser creyente en la tarea evangelizadora nos llenará de gozo y nos mostrará la fecundidad del amor de Dios en la entrega a los hermanos.

Necesitamos hoy quien acoja esta labor con entusiasmo y confianza. Desde la clara conciencia de que no somos dueños del evangelio sino sus servidores, pero siendo conscientes también de la necesidad de nuestro trabajo, “porque la mies es mucha y los obreros pocos”. Por esta razón debemos seguir animando a tantos hermanos nuestros con quienes compartimos la fe, que se animen a entregar parte de su tiempo al servicio de la comunidad eclesial. Porque todos somos necesarios en esta tarea evangelizadora y es el mismo Jesús quien nos envía como misioneros en medio de nuestras familias, trabajo y ambiente social.

Pidamos también al Señor que siga suscitando personas entregadas a la comunidad para el bien de los hermanos. Hombres y mujeres que desde la llamada a la vida religiosa y al sacerdocio ministerial se entreguen al servicio de las comunidades cristianas para congregarlas en la fe, animarlas en la esperanza y mantenerlas siempre en el amor y la comunión eclesial. Personas que haciéndose cercanas a los demás, y en especial a quienes sufren, sean siempre un testimonio del amor y la entrega de Jesucristo en favor de toda la humanidad.

Pidamos hoy al Señor que nos ayude a tener los mismos sentimientos que S. Pablo; vivir la fe con la plena conciencia de nuestra responsabilidad y con el gozo de sentirnos agraciados por el amor de Dios que siempre nos acompaña y fortalece. Porque como nos enseña el apóstol “todo lo que hacemos por el evangelio, nos ayuda para participar también nosotros de sus bienes”.