sábado, 19 de diciembre de 2020

DOMINGO IV DE ADVIENTO

 


DOMINGO IV DE ADVIENTO

20-12-20 (Ciclo B)


       Al llegar al final de este tiempo de Adviento, la Palabra de Dios nos regala con una de las páginas más bellas de la Escritura. El diálogo entre el enviado de Dios y María, nos descubre una experiencia llena de ternura, de confianza y de disponibilidad.

       Alégrate llena de gracia”; con este saludo tan denso, el ángel se presenta ante María, una humilde joven de Nazaret, que del anonimato más absoluto, va a pasar a ser protagonista fundamental de la Historia de la Salvación.

       La vida de María, desde el momento de su nacimiento, ha estado bendecida por Dios. Y es la profundidad de su vida espiritual, su experiencia de fe y su capacidad de servicio, lo que capacita a María para recibir esta propuesta de Dios con responsabilidad y entera disponibilidad.

       Pero seguimos desgranando este Evangelio tan hermoso; Ante el sobresalto de María, por esta presencia inesperada, el enviado de Dios, Gabriel, prosigue con el contenido fundamental de su misión. María es la elegida por Dios para ser la puerta de su Encarnación en la historia. Y aunque todos los elementos humanos estén en contra de esta posibilidad, el ángel explica cómo acontecerá esta acción divina: “la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que va a nacer se llamará Hijo de Dios”.

       Para Dios nada hay imposible, no tiene más que mirar la situación de su prima Isabel. Ella también ha sido elegida por Dios para que de sus entrañas nazca quien preparará el camino al Señor.

       Y el diálogo concluye con esta frase que tantos creyentes han ido repitiendo a lo largo de su vida, “aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.

       En un texto tan breve, se condensa toda una vida orientada por entero al Señor. Y ante el inmenso amor que María siente por parte de Dios, se llena de ilusión y de esperanza al recibir de su mano la misión más importante que jamás nadie haya recibido.

       Ser la madre de Jesús, el Mesías, el Salvador, se contempla ahora como una bella responsabilidad, llena de gozo y de futuro esperanzador.

       La vida de la madre estará siempre unida a la de su hijo, vivirá pendiente de su suerte y se convertirá en víctima inocente del mismo destino que a él le aguarda. Desde el momento de su concepción y hasta el pié de la cruz en el Calvario, María acompañará a su hijo, compartiendo su misma vida y su misma muerte.

       En María todos hemos puesto nuestra mirada como modelo de creyente. Ella nos muestra el camino que conduce hasta su Hijo, nos alienta en todos los momentos de nuestra vida y nos sostiene ante las dificultades.

       El pueblo de Dios la ha otorgado los más hermosos títulos que adornan su figura, y también aquellos por los que busca su amparo. Ella es abogada nuestra, aquella que vuelve sus ojos misericordiosos en medio de este valle de lágrimas.

Y en ella encontramos los cristianos a la madre que el mismo Señor Jesús nos regaló para que alentara nuestra fe y nuestra esperanza.

En nuestros días siguen siendo muchas las personas que a ejemplo de María entregan su vida al servicio de los demás. Con su generosa disponibilidad van sembrando de amor y de ilusión este mundo nuestro a través de múltiples servicios dentro y fuera de la Iglesia.

Esta es la respuesta que todos debemos dar al Señor en medio de nuestra vida, que se haga siempre su voluntad. El no nos va a pedir cosas imposibles ni que superen nuestras capacidades. Y si se fija en nosotros para una tarea concreta bien en la vida laical, sacerdotal o religiosa no es para complicarnos la existencia, sino para hacernos responsables de ella siendo plenamente felices en la entrega generosa al servicio de su Reino.

La fe no es una realidad que pueda reducirse al ámbito de lo privado, al silencio y oculto del corazón. Ciertamente es una experiencia de encuentro personal con Dios, pero que de forma inmediata se pone en camino, en apertura a los demás y en comunión fraterna con quienes sentimos arder en el alma la misma llama del amor del Señor. No en vano la colecta de este día es la gran llamada a la solidaridad que todos recibimos desde la urgencia de quienes padecen el sufrimiento que la pobreza y el abandono les ocasiona. Hoy es el día de mirar más allá de lo individual y sentir la necesidad de ser generosos con los necesitados, porque en ellos Dios nos llama a socorrer su necesidad.

       Queridos hermanos. Estamos a la puerta de vivir el nacimiento del Señor. Y año tras año lo rememoramos con la ilusión y la esperanza de  que por fin sea una navidad de paz y de felicidad para todos. Pero este deseo permanente depende en gran medida de nuestra disposición personal, de nuestra acogida a la llamada que Dios nos hace y a la que debemos responder con generosidad. El nos señala con su estrella el camino que nos conduce a su presencia para que lo recorramos unidos en una misma fraternidad. De este modo podremos cantar la gloria de Dios, que llena de paz la vida de los hombres de buena voluntad.

Que María, la mujer que se hizo servidora del Señor, y desarrolló plenamente su libertad al ponerla confiadamente en las manos amorosas de Dios, nos enseñe a vivir la entrega personal desde la confianza y así podamos como ella alegrarnos en Dios nuestro Salvador, cuya misericordia cantamos por siempre, dando testimonio con nuestra vida de Jesucristo, cuya venida a nuestras vidas anhelamos.

viernes, 11 de diciembre de 2020

DOMINGO III DE ADVIENTO

 


DOMINGO III DE AVDIENTO

12-12-20 (Ciclo B)


       “Estad siempre alegres en el Señor”, este domingo llamado precisamente así, “Gaudete”, el del gozo, nos sitúa ante la cercana venida del Señor. Cómo no estar gozosos cuando sentimos cada vez más próximo el nacimiento del Salvador. Es el gozo de aquellos a los que van destinadas las palabras del profeta Isaías, los pobres, los cautivos, los enfermos. Estad alegres en el Señor porque en medio de la oscuridad e incertidumbre, hemos de hacer brillar la luz de la esperanza que se sostiene sobre la siempre viva antorcha de la solidaridad.

       El adviento cristiano debe preparar la venida del Señor de forma efectiva y para todos. Al igual que Juan el Bautista hace dos mil años, nosotros hoy somos los precursores, los que allanamos el camino al Señor. Y allanar el camino al Salvador supone rellenar los huecos y recortar las montañas.

       El Espíritu del Señor ha sido derramado sobre nosotros para anunciar la Buena noticia a los que sufren, vendar los corazones desagarrados, proclamar la libertad a los cautivos y el año de gracia del Señor.

       De esta forma vamos preparando el camino por el que el Mesías quiere acercarse a cada ser humano para morar de forma permanente en él y colmar así de esperanza y dicha  su existencia.

       Pero como decía, hemos de rellenar los huecos y vacíos que hay en nuestro entorno y a la vez tirar abajo aquellos muros o montes que dificultan el desarrollo del reinado de Dios.

       En estas fechas donde tanto se consume, hemos de vivir la caridad cristiana con los hogares vacíos de lo imprescindible para subsistir. En momentos donde nos deseamos de corazón los mejores sentimientos entre los amigos y familiares, tenemos que llenar de fraternidad y de misericordia el desarraigo que la marginación provoca en tantas personas alejadas de sus seres queridos.

       Pero también hay que derruir lo que nos impide ver el horizonte de Dios. Ante los muros que levantan la violencia y el odio, hay que cimentar la justicia y la paz desde bases sólidas de convivencia y respeto en la solidaridad con las víctimas. Ante las barreras que suponen los miedos y recelos para con aquellos que viven excluidos y en la calle, hemos de limpiar la mirada del corazón y descubrir en ellos a unos hijos de Dios, y por lo tanto a hermanos nuestros.

       La vida de Juan el bautista fue acogida por muchos como un don de Dios. Su llamada a la conversión y a recibir un bautismo que abriera la puerta a un estilo de vida nuevo, basado en la misericordia y en el amor, fue seguido por muchas personas que anhelaban una vida más digna y fraterna.

       Pero la voz de Juan no sólo anunciaba la cercanía del Salvador. También denunciaba la injusticia y la opresión; tanto en el plano de la vida pública, como en los comportamientos morales individuales donde se gestan las acciones que condicionan nuestra vida y las de los demás.

       Preparar el camino al Señor para favorecer que su reinado se implante en nuestras vidas, no será posible si no conlleva la conversión individual, la de todos sin excepción.

       Ciertamente que la meta no es quedarnos en el intimismo. Que la fe ha de vivirse y desarrollarse en comunión con los hermanos de forma que sus frutos redunden en la transformación de toda la realidad. Pero la única manera de poder transformar este mundo nuestro e implantar en él el reino de Dios, es haciendo que primero Dios reine en nuestros corazones y así, con nuestra vida renovada en su totalidad, transparente y testimonie la verdad de una existencia totalmente entregada al servicio del Señor y de los hermanos.

Esta llamada a la conversión y al cambio radical de nuestras vidas, también va a encontrar serios detractores. Personas que como a Juan nos cuestionen con qué autoridad nos permitimos los cristianos denunciar comportamientos asumidos socialmente e incluso justificados y amparados legalmente.

Cuando la Iglesia, a través de sus pastores, ofrece una palabra iluminadora de la vida cotidiana, sus primeros destinatarios somos los cristianos, pero no los únicos. También se ofrece a todo el que lo desee una palabra de esperanza y unos principios éticos y morales que ayuden a vivir en plenitud.

Y el hecho de que otros dirijan sus vidas por caminos distintos e incluso  contrarios, no nos desautoriza en absoluto, sino que nos diferencia, lo cual además de bueno es necesario.

En una sociedad como la nuestra que tantas veces atenta contra la vida y la dignidad de las personas, no sólo tenemos que denunciar las agresiones que padecen quienes gozan de plenos derechos; tenemos que defender con valor a los indefensos y a los sin voz. Así lo hacemos cada vez que nos situamos frente al odio y la violencia, contra los malos tratos que tantas mujeres padecen a manos de los hombres, cada vez que alzamos nuestra voz en contra de los atentados contra la vida. No es más digna una vida por el hecho de haber concluido su proceso de gestación, o por gozar de buena salud, o por contribuir al bien común. La vida o tiene dignidad siempre, porque así se la ha dado su Creador, o nadie puede otorgársela de forma arbitraria.

La llamada del adviento a nuestra propia conversión, exige de nosotros una conciencia clara de nuestra responsabilidad personal y social. Y por muchas que sean las dificultades que hoy encuentran quienes se comprometen en esta defensa de la persona en su totalidad, no por ello su misión se ve deslegitimada o desprotegida. La comunidad cristiana la bendice, sostiene y anima con su oración y aliento.

El tiempo de adviento canta constantemente “Ven Señor Jesús”. Y Jesús ya vino hace dos milenios, viene hoy en nuestro presente concreto, y vendrá a nuestro encuentro en la consumación de nuestra vida. Pero su venida sólo es gozosa si es acogida. Pedirle al Señor que venga, supone abrir nuestra vida para que entre en ella, de modo que habitados por su Espíritu, prolonguemos con nuestros gestos sencillos pero eficaces, su obra de salvación.

       Dios sigue enviando su mensajero delante de los hombres para prepararle el camino. Y lo mismo que antaño Juan el Bautista se entregó con eficacia y valor, anunciando a tiempo y a destiempo la venida del Salvador, ese mensajero hoy somos cada uno nosotros. Que el Señor nos sostenga en este empeño y nos dejemos sorprender por su venida, para que así nos sintamos renovados en la esperanza y en el amor.

martes, 1 de diciembre de 2020

DOMINGO II DE ADVIENTO

 


DOMINGO II DE ADVIENTO

6-12-20 (Ciclo B)


         En este segundo domingo de adviento, la llamada del Señor a través de los personajes de la Sagrada Escritura, es la de “prepararle el camino”. Una tarea a la que el pueblo de Dios ha sido siempre urgido y que en diferentes momentos de densidad espiritual, la ha vivido con esperanza e ilusión.

         Ciertamente si echamos una mirada a nuestra historia podemos comprobar con tristeza que la realidad humana actual no difiere demasiado de la de otros tiempos. Sí que la sociedad ha evolucionado en la tecnología y la ciencia, que los adelantos actuales permiten salir de la propia tierra hacia el espacio algo inimaginable para generaciones pretéritas. Pero en el fondo del ser humano, en su forma de vivir y relacionarse con los demás, en sus anhelos más profundos ¿podríamos decir que hemos cambiado tanto? Todos buscamos la felicidad, luchamos por sobrevivir y fundamos nuestra dicha en las relaciones más personales y cercanas, con los nuestros. Algo que desde siempre ha procurado desarrollar el hombre con igual intensidad. Y que en estos momentos se nos hacen más vitales dada la situación de pandemia.

         Sin embargo los mismos problemas afectan a esta humanidad en el discurrir de los tiempos. A la luz de la Sagrada Escritura vemos cuantas veces se nos narran sucesos que oscurecen el Plan salvador de Dios. Enfrentamientos, opresiones, injusticias, abusos del inocente, guerras… Hechos que a pesar de distanciarse de nosotros en miles de años, sin embargo destacan en nuestra mente con una frescura singular.

         Cómo no vamos a comprender el sufrimiento del pueblo hebreo en medio de una guerra que lo aniquilaba, cuando en nuestros días son demasiados los pueblos que viven la violencia y que se acercan a nuestro hogar por el televisor. Cómo no vamos a saber lo que sufre el inocente oprimido cuando en nuestros días millones de seres humanos mueren en la miseria y el abandono. Cómo no vamos a sentirnos cercanos al dolor de los enfermos y desahuciados que buscaban con desesperación quien les acogiera cuando en medio de esta sociedad tan avanzada estamos sumidos en el caos mundial por un virus que sigue condicionando en extremo nuestras vidas y donde vemos  a ancianos y enfermos que acaban sus días en una soledad impuesta y cruel.

         Y a la luz de esta realidad podemos preguntarnos, ¿dónde está la salvación de Dios? Qué es lo que celebramos en navidad, el acontecimiento histórico de la entrada de Dios en nuestra vida, o el recuerdo de una promesa incumplida. Y es entonces donde ha de abrirse paso con fuerza la luz de la esperanza y de la fe.

         “No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos”, nos ha recordado el apóstol S. Pedro en su carta. La historia contemplada con los ojos de Dios supera el tiempo y sus acontecimientos concretos. La navidad no es la manifestación de un deseo imposible, sino el recuerdo de un hecho que cambió la historia humana porque Dios entró en ella para asumirla y sanarla, compartirla a nuestro lado y regenerarla de modo que la semilla de su reino ha sido sembrada y su crecimiento, aunque lento y costoso, es imparable.

         Por ese motivo en este tiempo de gracia recordamos tantas veces el mismo estribillo, “preparad el camino al Señor”, o como también insiste el profeta Isaías, “consolad, consolad a mi pueblo dice vuestro Dios, habladle al corazón”. Si nuestra experiencia de fe nos presenta con toda su fuerza esta cercanía del Señor en medio del tiempo presente, hemos de desbrozar el camino para favorecer su encuentro con los hombres y mujeres necesitados de esperanza.

         Preparar el camino al Señor no es una frase añeja en un libro caduco. Es un imperativo moral vivo y actual, que brota de la misma persona de Jesucristo de cuya Buena Noticia somos nosotros sus testigos.

         Es verdad que la realidad social, humana, política y económica no ha sido saneada en su totalidad.

         Que por mucho que nos esforcemos los cristianos nada nos garantiza un cambio radical de la historia. Pero esta triste limitación no debe vencer nuestra esperanza ni la adhesión vital al proyecto de Jesús. Él tampoco modificó la historia inmediata de su pueblo, pero con su entrega nos abrió la puerta de la salvación. Una realidad que trasciende los límites de nuestra historia, pero que hunde sus raíces en nuestra realidad presente.

         Sabemos que es difícil cambiar la realidad de forma inminente, y que por muchos gestos de solidaridad y justicia que tengamos para con los más necesitados, no vamos a erradicar el hambre y la miseria de inmediato, o expulsar la lacra de la violencia y el odio con la ignominia que supone para toda la humanidad. Pero también sabemos que en cada signo de fraternidad que tenemos para con nuestros hermanos más pobres e indefensos, estamos cimentando de amor y de esperanza las relaciones humanas. Y aunque sean aparentemente insignificantes, son expresión real de que algo en este mundo se va transformando en la semilla del Reino de Dios.

 

         El adviento es para nosotros los cristianos tiempo de esperanza y de compromiso. Con el recuerdo vivo y fresco de lo acontecido en la historia humana en aquella primera navidad, sabemos con certeza que Dios está entre nosotros. Que su amor se ha derramado de forma plena y permanente en su Hijo Jesús y que en él hemos sido tomados como hijos e hijas todos nosotros.

Esta experiencia nos ha de llenar de gozo y de consuelo, a la vez que nos ayuda a vivir cada día con ilusión a pesar de las dificultades y penurias que podamos padecer. Y a la vez, porque somos conscientes del don de Dios que hemos recibido por la fe, tomamos con responsabilidad la tarea de preparar el camino al Señor, para que por medio de nuestro testimonio creyente, de nuestras palabras y obras, podamos acercar a los demás nuestra propia esperanza y compartir la auténtica fraternidad.

         Es lo que en esta eucaristía le pedimos al Señor, por intercesión de su madre bendita, cuya fiesta de su concepción inmaculada vamos a celebrar pasado mañana. Que ella nos asista siempre en esta misión de sembrar de esperanza nuestro mundo, y así vivamos con gozo nuestra vocación cristiana.

sábado, 28 de noviembre de 2020

DOMINGO I DE ADVIENTO

 


I DOMINGO DE ADVIENTO

29-11-20 (Ciclo B)

         Hoy la liturgia de la Iglesia inaugura un tiempo de gracia para todos los cristianos, el Adviento. O lo que es lo mismo, el tiempo de la esperanza gozosa por lo que de forma inminente está por llegar; la Salvación de Dios encarnada en su Hijo Jesús, Señor nuestro.

        Un tiempo que nos invita a revitalizar en nosotros las actitudes de acogida, apertura y confianza. Todo ello desde la escucha de la Palabra de Dios que interpela y prepara nuestras vidas para disponerlas adecuadamente y así poder recibirle. De este modo, por medio del profeta Isaías y de los diferentes personajes que nos han precedido en esta historia de nuestra salvación, iremos escuchando la voz del Señor cuyo “nombre de siempre es `nuestro redentor”.

          Y la primera llamada que en este tiempo escuchamos es la de estar en vela; “vigilad, pues no sabéis cuando es el momento”. Muchas veces recordamos la realidad sorpresiva de la vida. Nuestras capacidades para controlar todos los movimientos y determinar imprevistos, se ven superadas por la constante incertidumbre que encierra todo futuro humano. Nadie puede determinarlo, ni decidirlo de forma permanente, por mucho que se empeñe. Siempre nos sorprende la libertad individual y la responsabilidad que de ella se deriva.

         Somos previsores de nuestro futuro y responsables del presente. Y por esta razón debemos saber interpretar bien cada momento y circunstancia a fin de resolver la conducta precisa que más conviene a nuestra vida y a la de los demás. No podemos perder las referencias a la comunidad cristiana y humana porque todos participamos de un mismo destino.

La vigilancia del cristiano está marcada por la confianza plena en ese Dios que pasa continuamente a nuestro lado. Comparte nuestra vida y se implica en ella de forma constante y fiel. Vigilar para descubrirlo, acogerlo y escucharle. Vivir en permanente atención a la realidad porque en ella se encarna Dios con la finalidad de transformarla y sanarla en su raíz más profunda. Dios nos habla en cada acontecimiento, en cada situación personal y social. Habla en el susurro de una vida serena y en el drama de quienes sufren. Y sólo si tenemos a punto nuestra capacidad para atenderle podremos encontrarnos con él.

         Pero también hay espacios donde esa palabra de vida pretende enmudecerse y silenciarse. La llamada del adviento a estar atentos también nos previene frente a las situaciones donde los contravalores que oprimen y tiranizan al ser humano se extienden bajo falsas promesas de felicidad.

         Nuestra sociedad acomodada del primer mundo se arroja en los brazos de los ídolos del dinero, el poder y el placer, cuyas amplias redes pretenden someter a todos ofreciendo un porvenir donde sólo tengan cabida los valores estéticos y de mercado. Así se comprende el adoctrinamiento de la sociedad con propuestas de familia difusa, de devaluación de la vida en sus estadios menos vigorosos o cuando resultan una molestia indeseada, el establecimiento de las relaciones interpersonales desde la conveniencia individualista y el rechazo de cualquier autoridad que imponga el debido respeto para el desarrollo equilibrado de la convivencia, bien sea familiar o social.

         Muchas veces da la impresión de que andamos a la deriva por haber renunciado a unos valores que, a pesar de sus limitaciones, garantizaban la estabilidad de nuestro entorno personal y social, y habernos lanzado a la búsqueda de una libertad vana exenta de responsabilidades para con los demás.

         Cuando rechazamos a Dios como el referente absoluto de nuestra vida enseguida se apropiará de su lugar alguna ideología totalizadora que nos someterá a su antojo.

         Dios no es el enemigo del ser humano, ni un rival para su desarrollo. Al contrario, es su razón de ser y aquel que garantiza su progreso y plenitud. Desde esta realidad podemos comprender el porqué de su encarnación. Cómo sólo desde el amor incondicional y generoso del Padre se puede comprender el deseo de compartir una naturaleza limitada y frágil como la nuestra. Dios se ha comprometido tanto con nosotros que se ha hecho uno más de la humanidad de forma que esta historia humana nuestra es también historia de salvación. Y a pesar de que como nos recuerda el profeta Isaías, muchas veces hemos andado extraviados, y que “nuestra justicia era un paño manchado”, podemos tener la certeza de que “sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla, y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano”.

Vivir con esta convicción no nos ahorra las dificultades del presente, pero sí nos impulsa a afrontarlas con esperanza y confianza, de forma que desde nuestro compromiso cristiano y responsabilidad para con el mundo que Dios ha puesto en nuestras manos podamos dar testimonio de Jesucristo y preparar su venida a nuestros corazones y a los de aquellos que lo quieran acoger con apertura de corazón.

Son muchas las personas que andan en la vida buscando una razón profunda por la que vivir y un sentido auténtico que dar a su existencia. Y si no reciben una propuesta clara, sencilla y generosa por nuestra parte, desde el testimonio personal y comunitario auténtico y gozoso de ser testigos de Jesucristo, la buscarán en otros lugares con falsas promesas de dicha y libertad.

Cuando Jesús en el evangelio nos llama a la vigilancia, no sólo nos previene a nosotros contra la falsedad del ambiente, también nos llama para que realicemos la tarea que nos ha encomendado y no caer en la comodidad irresponsable de quien se acompleja en su fe y oculta su identidad apostólica.

En el evangelio, S. Marcos expresa con claridad cómo Dios ha dejado su casa en nuestras manos confiando a cada uno su tarea. Pidamos para que en todo momento estemos dispuestos a dar razón de nuestra fe y esperanza, comprometiéndonos en el servicio evangelizador y así podamos preparar su venida a nuestras vidas.

Que este tiempo de adviento sea realmente un tiempo de gracia y de encuentro con Jesucristo nuestro Señor.

jueves, 19 de noviembre de 2020

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

 


SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

22-11-20 (Ciclo A)


        El tiempo litúrgico llamado ordinario culmina en esta fiesta de Jesucristo Rey y Señor del Universo, y así la semana que viene comenzaremos el Adviento preparatorio de las fiestas de Navidad.

        La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, nos evoca el final de todos los tiempos. Ese momento de la historia en el que toda la realidad sea acogida por el Creador y llevada a plenitud en su Reino. No conocemos el cuándo ni el cómo, pero sí sabemos que un día Dios reunirá en torno a sí a todos sus hijos para transformar de forma definitiva este mundo conocido y dar paso a esa realidad anunciada por Jesús, esperada por quienes formamos su Pueblo santo, y ya compartida junto al Señor, por los hermanos bienaventurados que nos precedieron.

        Proclamamos a Jesucristo como único Señor de nuestras vidas. Sólo a él le rendimos culto y sólo en él ponemos nuestras esperanzas y anhelos sabiendo que como Buen Pastor sale al encuentro de los perdidos y abandonados, para congregarnos a todos en una misma familia fraterna y abierta, donde descansen los agobiados, se reconcilien los enfrentados y juntos alabemos a Dios nuestro Padre por toda la eternidad.

        El reinado de Cristo comenzado en su vida mortal, se manifiesta también en cada corazón que lo acoge y en cada uno de sus discípulos, llamados a prolongar su obra y a anunciar la Buena Noticia de su Reino. Jesús nos habla siempre en cada situación cercana y próxima. Y nuestra dicha y bienaventuranza se hace realidad si somos capaces de reconocerlo en el hermano necesitado, en el enfermo y abatido, en el hambriento y marginado. Dios mismo se nos acerca a cada uno de nosotros con semblante humilde y frágil, y seremos dichosos si lo reconocemos tan real y tan humano.

El reinado de Cristo no se asemeja al de los poderosos de este mundo. Su trono se asienta en el calvario junto a las cruces y sufrimientos de todos los crucificados. Su corona se clava en sus sienes con las espinas de la opresión, la violencia y la injusticia que padecen tantos inocentes,  y cuyo dolor es recogido y elevado ante el Padre. Reconocer en Jesús crucificado el reinado de Dios emergente, implica de nosotros una respuesta solidaria y fraterna.

        Jesús llama bienaventurados a quienes son capaces de mirar con el corazón el rostro de los demás y superan sus prejuicios raciales, ideológicos o culturales, porque por encima de todo prevalece el amor al prójimo, al ser humano, al hermano. Cada vez que a uno de estos hacemos cualquier bien, que no cerramos nuestra puerta a su llamada ni volvemos el rostro a su mirada, a Dios mismo hemos asistido y jamás quedará en el olvido del Señor.

        Pero si en la generosidad y la solidaridad está nuestra ventura, en el odio o la indiferencia se encuentra nuestra desgracia. Cada vez que cerramos el corazón al necesitado y su llanto cae en el desprecio y en el olvido, es a Dios mismo a quien damos la espalda y aunque su amor todo lo puede y perdona al corazón arrepentido, igualmente escucha el sufrimiento de sus hijos a causa de la dureza de sus hermanos.

        Al proclamar hoy a Jesucristo como nuestro Señor, hemos de revisar con fidelidad el lugar que realmente ocupa en nuestras vidas, buscando esos espacios en los que todavía no ha podido entrar porque hemos dejado que los acaparen otros señores o ídolos.

        Nuestra cultura y forma de vida, son muy propicios para vivir en la fragmentación.

        Son muchos los que viven al margen de la fe; también hay quien la reduce a la práctica de unos ritos religiosos más o menos arraigados en nuestras costumbres, pero carentes de profundidad espiritual, lo cual conlleva la ruptura entre la fe y la vida, relegando la experiencia religiosa al ámbito de lo privado y evitando que toda nuestra existencia sea iluminada por ella.

Dejar que sea Cristo el centro de nuestra vida ha de suscitar en nosotros la necesidad natural de estar en diálogo permanente con Él. Llevando a la oración diaria lo que somos y sentimos, nuestros proyectos y problemas para que a la luz de su Palabra experimentemos el gozo de su cercanía y podamos seguir el camino que nos acerca a su persona, en el encuentro con los hermanos.

        Nuestra libertad y responsabilidad han de desarrollarse desde la comunión con el resto de la comunidad cristiana. Todos nosotros formamos parte del mismo grupo de creyentes y aunque no podamos conocernos unos a otros, sí nos sentimos cordialmente unidos en la misma alabanza y oración al Señor. Desde esta pertenencia comunitaria y fraterna, colaboramos mutuamente para atender a los más necesitados, acompañamos el crecimiento en la fe de los más jóvenes y celebramos una misma esperanza en el amor. Esta experiencia de la fe vivida en unidad va construyendo el reino de Dios por medio de su Iglesia presente y actuante en el mundo a través de la implicación comprometida de sus miembros. Algo que en este duro tiempo de pandemia se hace más vital.

        Jesús promovió con insistencia la experiencia de la auténtica fraternidad, un cristiano ante todo es hermano y hermana de los demás, debe asentar sus relaciones en el amor, y fundamentar sus opciones en la justicia, la solidaridad, la misericordia y la búsqueda del bien común. Y aunque la realidad de inseguridad y angustia se mantengan dramáticamente en nuestro mundo, no por ello podemos olvidar la esencia de nuestro ser creyente, porque si dejamos de vivir este principio fundamental que cada día repetimos en el Padre nuestro, Cristo será el sujeto de una bella idea, pero no el Señor de nuestras vidas.

Hoy como en cada eucaristía, volveremos a rezarlo justo antes de disponernos a compartir su Cuerpo entregado por nosotros. Hagamos un esfuerzo para sentir con autenticidad que somos hermanos, y aunque nos cueste muchas veces vivirlo, y tengamos que aceptar nuestra mala conciencia asumiendo nuestra necesidad de conversión por ello, no dejemos de repetir y anhelar día tras día, que el Dios Padre de todos, nos ayude a construir los puentes que nos acerquen y a evitar todo aquello que nos separe.

        La fe se transmite con la palabra unida al testimonio de la vida, que al ofrecérsela a los demás como el proyecto que merece la pena ser vivido por todos, lo avalemos siempre con la autenticidad de nuestro corazón que confiesa a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador.

viernes, 13 de noviembre de 2020

DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO - Jornada Mundial de los Pobres

 


DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO

15-11-20 (Ciclo A)

Jornada Mundial de los Pobres

“Entra en el gozo de tu Señor”. Así premia el Jesús, en la parábola, a quien ha sido “fiel en lo poco”. Y esta realidad tan misericordiosa y llena de gracia es lo que debería quedar en nuestra memoria, más que el hecho mismo de poseer muchos o pocos talentos.

Dios siempre es mucho mayor que nuestros cálculos y prospecciones. Él colma con creces la mísera intervención de nuestras manos, y por muy poco que nos parezca lo que somos capaces de realizar con las escasas fuerzas que poseemos, si lo ofrecemos con confianza al Señor, siempre se multiplica con generosa abundancia.

Así deberíamos también acoger en este día la llamada del Papa Francisco a vivir la Jornada Mundial de los Pobres, más que desde la resignación infecunda de que no podemos hacer mucho por cambiar las graves injusticias que oprimen a gran parte de la humanidad, desde la confianza vigorosa de que cualquier acción orientada a promover la justicia y la dignidad de los necesitados, es ya bendecida por el amor desbordante del Señor.

El Papa no ignora las dificultades que plantean con fuerza los intereses del mercado, o la cultura del descarte, como él mismo ha denominado al ambiente que tantas veces se impone en nuestro mundo acomodado. Pero con los talentos que el Señor le entregó, como a cada uno de nosotros, se ha puesto en movimiento para multiplicarlos con su personal aportación.

La llamada del Santo Padre, con la autoridad apostólica que del Señor ha recibido, es para nosotros imperativo moral y ejemplo personal, que ha de manifestarse en la disposición de las comunidades cristianas, para acoger su preocupación y ocupación en la causa de los pobres. A estas alturas de su pontificado, todos percibimos gestos que denotan actitudes de vida profundas, en las que la opción preferencial del evangelio por los pobres, enfermos y necesitados, se han puesto en su vida en el centro de su existencia y de su misión pastoral.

Y al escuchar hoy este evangelio tan conocido, podemos hacernos varias preguntas que nos conduzcan a su mejor comprensión. Y la primera es acerca de los mismos talentos. Si bien era una moneda de enorme valor, más que su cuantía material está su dimensión simbólica. Los talentos son los bienes, materiales y espirituales con el que el Señor ha enriquecido nuestra vida, y que siempre han de ser tenidos como un don y no fruto de nuestros méritos. La riqueza material, las virtudes personales, la inteligencia y la personalidad de cada cual, no es algo que se adquiere en el mercado. Siempre son dones recibidos, y como nos enseña S. Pablo ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte como si no te lo hubieran dado?” (1 Co 4,7)

Pues una vez reconocido el origen de nuestros talentos, la otra pregunta, y ésta fundamental, es el para qué de los mismos. Y es pregunta vital, porque de cómo entendamos ese destino dependerá su uso egoísta o responsable. Un uso que conllevará entrar en el gozo del Señor por haber dado un fruto abundante y fraterno, o ser desechado por truncar estérilmente las esperanzas que Dios había puesto al entregar sus dones.

Cuando comprendemos que lo recibido del Señor es un regalo, nuestra vida se abre con normalidad a la de los demás, y eso nos lleva a ser agradecidos a la vez que sensibles. Integrando en nuestra vida el compromiso de acoger con calidad, y ofrecer con generosidad, lo que somos como comunidad humana y cristiana.

En nuestra Unidad Pastoral del Casco Viejo, el Señor ha derramado muchos dones. Y tomando hoy conciencia de ellos, los ponemos junto a su altar para darle gracias por tantos proyectos solidarios en el ámbito de la educación de los niños, de la acogida de cáritas, de la atención a personas con diferentes dependencias, acompañamiento a mayores… Todo ello animado y sustentado en la entrega amorosa de un generoso voluntariado que es el alma y corazón de nuestras comunidades parroquiales. Todos debemos tomar conciencia de nuestra común misión y colaboración. Unos toman parte de forma activa, otros lo apoyan con su aportación económica y material, todos con nuestra oración y preocupación sinceras. Estos son los talentos que el Señor ha puesto en esta comunidad eclesial del Casco Viejo, y que en este día le queremos presentar de forma agradecida.

No queremos que por la comodidad de nuestras vidas, o por llevar una vida anodina, pueda llamarnos holgazanes y tomarnos cuentas del tiempo perdido. Porque una fe que no se vive con gratitud y generosa entrega, se degenera en complaciente ideología, que al final languidece y muere, de manera que se haga verdad que “al que tiene se le dará y le sobrará, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene” (Mt 25, 29). Y no es una amenaza lanzada al viento para atemorizar las conciencias, es la advertencia a vivir nuestra vida cristiana con responsabilidad y consciencia, de manera que nuestro vivir y nuestro creer vayan unidos, porque unida ha de estar nuestra persona para que sea dichosa y equilibrada.

Esta Jornada Mundial de los Pobres nos ofrece la oportunidad de percibir mejor esta unidad existencial de cada creyente y de toda la Iglesia. Somos un Pueblo de Dios llamado a vivir en filial confianza y en fraternidad universal. Nuestro bienestar sabemos que es fruto de muchos esfuerzos positivos, pero también de grandes injusticias sociales, y esto no tiene porqué ser vivido con mala conciencia si va acompañado de un sano compromiso por la dignidad y la justa promoción de quienes padecen, poniendo cada cual sus dones al servicio de los demás, y sabiendo que lo que gratis hemos recibido, gratis debemos ofrecerlo.

Pidamos al Señor, en esta Eucaristía, que siempre seamos conscientes de sus dones para vivirlos con gratitud, a la vez de desarrollarlos con nuestra entrega generosa a fin de dar fruto abundante y ponerlos a disposición de los necesitados. 

viernes, 6 de noviembre de 2020

DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

8-11-20 (Ciclo A)

       Este mes de noviembre está especialmente dedicado al recuerdo de nuestros seres queridos y que ya han pasado a vivir la plenitud de la gloria de Dios. Los textos de la Sagrada Escritura que en estos días se nos proclaman, desde la fiesta de Todos los Santos hasta el fin del tiempo litúrgico ordinario con la fiesta de Jesucristo Rey del Universo, nos invitan a traspasar con la mirada del corazón la realidad de esta vida presente para confiar en la promesa del Señor y esperar con confianza nuestro encuentro definitivo con él.

Nuestra vida ha de ser vivida con toda su intensidad y consciencia. Ella es un regalo de Dios, quien por su amor inmenso ha creado este mundo nuestro y en medio de él nos ha situado para que naciendo a la vida humana y asemejándonos a su Hijo Jesucristo, nazcamos a la vida divina a la que ha de tender toda la creación.

Así lo ha entendido el autor sagrado en su libro de la Sabiduría. A ella, que es una forma de expresar el ser de Dios la “ven los que la aman y la encuentran los que la buscan”. Nuestro Dios, por medio de diferentes formas y experiencias, ha buscado siempre relacionarse con el ser humano. Dios no es un ser lejano e impersonal que permanece al margen de la vida de sus criaturas de una forma indiferente. La experiencia de los Patriarcas y profetas descrita en el A.T., es para nosotros un testimonio de la relación personal, cercana y amorosa de Dios con su Pueblo.

Claro que la lejanía histórica y las diferentes realidades culturales nos pueden dificultar su comprensión, pero por muy alejada que esté de nuestra propia realidad aquellos hechos y experiencias narradas, sí nos queda suficientemente claro que nuestro Dios no es un personaje distante del hombre, sino su Principio y Fin fundamental, no en vano hemos sido creados a imagen y semejanza suya.

Sólo desde este sentimiento que nos vincula profundamente al Señor podemos cantar con el salmista “mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío”. Sentir sed de Dios sólo es posible si también se experimenta la sequedad del corazón. Y en nuestra vida pasamos muchas veces por momentos de vacío, de oscuridad y también de frialdad espiritual. En ocasiones los vivimos de una forma más inconsciente, y nos aferramos a otras realidades creyendo que podemos llenar ese vacío con cosas materiales o ilusorias.

Cuando nos alejamos de Dios buscamos otros ídolos que llenen su hueco, y nos dejamos invadir por realidades que aunque aparentemente ocupan su lugar siempre nos dejan insatisfechos.

Tomar conciencia de esta verdad nos ayuda a recuperar un corazón sediento que nos orienta para estar en vela, esperando y anhelando al único que lo puede saciar plenamente.

Una experiencia similar es la que nos ofrece S. Mateo en el evangelio, y que en parte no hace más que narrar la suya propia. Él también estuvo preocupado de las cosas materiales, del dinero y del poder que le daban ser recaudador de impuestos. Su lámpara se vaciaba del aceite de la misericordia y de la compasión de los demás buscando satisfacer sus ambiciones y egoísmos, hasta que un día se topó con Jesús.

En ese encuentro descubrió su vacío interior y la riqueza humana que el desconocido le ofrecía. Ante Jesús, Mateo descubrió su pobreza y pequeñez en claro contraste con la vida plena que el Maestro le ofrecía. Y en ese seguimiento confiado y agradecido, fue llenando su lámpara del mismo aceite del Señor; el amor, la cercanía a los demás, el servicio generoso y la compasión ante los que sufren. Un aceite con el que encender la lámpara que ilumine a los hombres para mostrarles el camino que conduce a una existencia plena y gozosa.

La luz que irradia una vida así va despejando las tinieblas del egoísmo, la injusticia y la desesperanza. Ciertamente todos pasaremos en nuestra vida por momentos de mayor oscuridad, de dolor e incertidumbre, especialmente cuando tengamos que afrontar la prueba de la muerte.

S. Pablo es muy consciente de ello y así nos invita,  en su carta a los hermanos de Tesalónica, a permanecer unidos desde la confianza en el Señor. Porque “si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con él”.

La lámpara de nuestra fe no sólo ha de alumbrar nuestra vida y calentar nuestra esperanza. Si somos luz en medio del mundo es para iluminar a los hermanos cuyas fuerza flaquean, y sostener en medio de las adversidades de la vida a quienes peor lo puedan pasar.

Ahora bien, sólo lograremos desarrollar esta misión si alimentamos nuestra experiencia de fe de forma continua y profunda. Difícilmente podremos acompañar y sostener a quien flaquea si nuestras fuerzas no nos sostienen a nosotros mismos. Eso es lo que reprocha Jesús en la parábola a quienes no han previsto alimentar su lámpara con el suficiente aceite. A veces nosotros podemos hacer muchas cosas por los demás, entregarnos apasionadamente a proyectos y empresas que busquen la promoción y la justicia entre los hombres, y eso es bueno y hay que hacerlo. Pero si a la vez no alimentamos el alma que sustenta esa acción, la vida interior de quienes nos entregamos puede ir apagándose hasta perder el sentido por el que actuamos, y así podremos hacer cosas, pero sin el fundamento de una fe que las anima y sostiene.

Hoy es un buen día para ir revisando cómo está la lámpara de nuestra espiritualidad. Si vivimos con el suficiente aceite que la alimenta y da vigor a la luz que desprende, o si por el contrario nos despreocupamos un poco de su cuidado interior. Así al celebrar esta jornada de nuestra Iglesia diocesana, podemos agradecer al Señor que nos haya integrado en esta familia de amor y esperanza, donde hemos nacido a la fe, y por ella nos hemos desarrollado como discípulos suyos en la comunión fraterna. Nuestra Iglesia de Bilbao, es nuestra casa, y en ella vivimos con gozo nuestra conciencia de hijos de Dios y de hermanos entre nosotros.

En la eucaristía encontramos los cristianos la fuente de la que beber para calmar la sed y reponer las fuerzas en el camino de la vida. En ella nos nutrimos y fortalecemos para la misión evangelizadora en medio de nuestro mundo y, alentados por la Palabra del Señor, sentimos cómo su Espíritu Santo nos sigue sosteniendo y animando para vivir con gozo y esperanza en las realidades cotidianas.

Pidamos en esta celebración para que compartiendo una misma esperanza, vivamos con ilusión nuestros compromisos pastorales y sociales, intentando transmitir a los demás la fe que nos hace hermanos e hijos de Dios.

sábado, 31 de octubre de 2020

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

 


SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

 

Un año más celebramos la fiesta de todos los santos, la de aquellos que han recorrido el camino de la vida de forma sencilla y honesta, en fidelidad a Jesucristo y que son para nosotros ejemplo en el seguimiento del Señor. Es la fiesta de quienes ya gozan de la vida gloriosa prometida por Dios y de los cuales muchos han sido proclamados por la Iglesia como santos y modelos de creyentes, por su forma de vivir el evangelio de Cristo y de entregarse al servicio del Reino de Dios.

       Los santos son quienes han hecho realidad en sus vidas el espíritu de las bienaventuranzas que acabamos de escuchar, y que constituyen el proyecto de vida de quienes ponen en Dios el fin de su existencia, su horizonte y meta,  y que para encontrarse con él saben mirar de forma permanente y con amor, la realidad de los hermanos.

       Las bienaventuranzas son un proyecto que desconcierta a quienes basan su existencia en los fines de este mundo materialista, el poseer, dominar y brillar con luz propia olvidándose de los demás.

       Sin embargo ese es el camino por el que nos encontramos con el Señor y que muchos, en esta historia de salvación ya han recorrido y de forma ejemplar. Ellos son nuestros maestros de espiritualidad, testigos de un vivir para Dios y para los demás y ejemplo de serenidad y misericordia incluso en momentos donde sufrieron martirio y violencia.

      Pobre de espíritu es aquel que al margen de su situación material, buena o mala, siempre busca el rostro de quien peor lo pasa y sabe acercarse a la realidad del hermano para compartir su vida, sus bienes, su esperanza, su amor con aquellos que suplican nuestra solidaridad. La pobreza de espíritu no es ajena a la material. Es muy difícil la una sin la otra. Nunca seremos pobres en el espíritu si no sabemos acoger la pobreza material como estilo de vida austero y solidario.

       La sencillez y humildad posibilitan el tener un corazón limpio para mirar a los demás. Un alma lúcida para contemplar  a los otros con misericordia, sin reproches, sin exigencias, sin condenas. Es del corazón de donde brotan las acciones y deseos más humanos o más viles. Allí se albergan nuestras intenciones profundas y de nuestra libertad para asumir nuestra propia condición dependerá la comprensión y respeto de cara a los demás.

       Un corazón limpio regala permanentemente una nueva oportunidad; un corazón limpio hace posible el milagro del perdón y de la reconciliación, porque sabe que todos hemos sido reconciliados por el amor y la misericordia del Señor, y reconoce que nuestra masa no es diferente de la de los demás.

       Bienaventurados los que trabajan por la paz, y los que tienen hambre y sed de la justicia. Cómo resuena en nuestros tiempos esta voz de Cristo en medio de los abusos e injusticias que tantos inocentes sufren a lo largo del mundo. Guerras, violencias, terrorismo, tantas formas de explotación que muestran la vileza a la que podemos llegar e incluso justificar con ideologías engañosas y mezquinas.

El ser humano es capaz de hacer las cosas más grandes y también las más viles. Pues los santos son aquellos que aun a riesgo de su propia vida jamás favorecieron la violencia y sus vidas entregadas supieron sembrar concordia y paz.

       Trabajar por la justicia, y padecer por ella, les llevó a afrontar en su vida la persecución y el rechazo por fidelidad a Cristo. Y esta es una cualidad que casi todos compartieron, experimentando el valor de la última bienaventuranza “dichosos vosotros cuando os insulten y os injurien y os persigan por mi causa”.

El perseguido por causa de Cristo y su evangelio es un bienaventurado, un ser dichoso porque su recompensa es el Reino de Dios.

Y esta llamada que nuestros hermanos acogieron y a la que respondieron de forma heroica, hoy también se nos hace a nosotros.

Nuestra coherencia cristiana se ha de explicitar con firmeza en momentos de clara injusticia personal o social, respondiendo con valor a los ataques contra la vida y la dignidad que con tanta frecuencia se realizan y amparan desde proyectos políticos, incluso desde los partidos que han contado con nuestro apoyo.

Ser cristiano en medio de esta asamblea eucarística es fácil y evidente. Ser cristiano en medio de la agrupación vecinal, o del partido político o del ambiente social en general, es mucho más complejo y debemos saber que si nos posicionamos como cristianos muchas veces nos van a criticar e incluso perseguir. Pero callar nuestra voz en medio de las injusticias y la falsedad, nos hace cómplices de ellas.

Los cristianos hemos de vivir nuestra fe encarnada en el mundo, como lo han hecho aquellos que nos precedieron y cuya fiesta hoy celebramos. Y vivir esa fe con coherencia implica dar la cara por Jesucristo y por nuestro prójimo a quien hemos de amar como a nosotros mismos.

Todos estamos llamados hoy a seguir el camino de la santidad. La santidad no es sólo la meta a alcanzar, es también la tarea cotidiana por la que merece la pena vivir y entregarse, siguiendo las huellas de Jesucristo, camino verdad y vida, de manera que vayamos construyendo su reino de amor, y así podamos vivir todos como hijos de Dios y hermanos entre nosotros. De este modo y tras el recorrido de la vida que cada uno deba realizar, podamos descansar en las manos de Dios por haber sabido combatir las penalidades desde la fe, la esperanza y el amor.

       Estas son las virtudes comunes a todos los santos; una fe que mantiene siempre la confianza en Dios por encima de cualquier dificultad. Una esperanza que se asienta en la convicción de que  nuestra vida está en las manos de Dios y que se siente siempre acompañada por Aquel que nos creó según su imagen y semejanza. Y todo ello vivido desde el amor, que es lo mejor que posee el ser humano y que nos hace libres capacitándonos para el perdón y la construcción de un mundo fraterno.

     Que la alegría que hoy comparte la comunidad cristiana al recordar y agradecer la vida de tantas mujeres y hombres que a lo largo de los siglos han dado autenticidad a nuestra Iglesia sea para todos nosotros estímulo en el seguimiento de Jesucristo. Que el Espíritu Santo nos impulse a vivir con gozo e ilusión porque “el amor que nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios”, nos convierte en herederos de su gloria y en portadores de su esperanza.

martes, 20 de octubre de 2020

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXX DEL AÑO

25-10-20 (Ciclo A)

 

Al igual que el domingo pasado, en el breve relato del evangelio de hoy, vemos como la intención de la pregunta, tan importante por cierto, que plantean a Jesús, no es tanto el contenido de la respuesta, sino ponerlo a prueba. El domingo pasado esa prueba consistía en arrinconar a Jesús ante el delicado tema de pagar el impuesto al imperio romano; una cuestión más política que moral. Pero hoy el paso dado es más grande. Ahora se trata de que Jesús se defina ante la cuestión fundamental para un judío, cuál es el mandamiento más importante de la ley.

Y Jesús contesta resumiendo la ley de Moisés en dos preceptos fundamentales, y que además los equipara por su semejanza. Lo primero amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas (alma, corazón y vida). Y al prójimo como a uno mismo, este segundo ya está en la Ley de Moisés que narra el Levítico. (Lev 19)

Amar a Dios y al prójimo desde el sentimiento y la empatía, desde la razón y la consciencia, desde la justicia y la verdad. No se trata de palabras vacías, sino de tomar postura ante la opción fundamental de nuestra vida, y situarla bajo la mano amorosa de Dios orientándola a la vez, a vivir ese amor en la auténtica fraternidad. Y Jesús no une estos mandamientos por casualidad, de hecho en el libro del Éxodo que hemos escuchado en la primera lectura, después de que el Señor entregara el Decálogo con los mandamientos de la Ley, los desarrolla concretando su contenido en el texto que hemos escuchado. “No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros /…/ No explotarás a viudas ni a huérfanos. Si los explotas y gritan a mí, yo escucharé su clamor, /…/ Si prestas dinero a alguien de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero cargándolo de intereses”. Y concluye “Si gritan a mí yo los escucharé porque soy compasivo.”

¿Con quién es Dios compasivo?, con el emigrante y con el necesitado.

Dios manifiesta su ira y su justicia frente a quienes oprimen y explotan a su pueblo. Y estas palabras dichas hace más de tres mil años, siguen siendo la voz de Dios en el presente, y una responsabilidad para quienes hoy somos sus testigos y discípulos.

Porque también en nuestros días hay emigrantes, hay viudas y huérfanos, hay oprimidos por los intereses usureros, hay personas desahuciadas que no tienen donde caerse muertas. Y podemos correr el riesgo de contentarnos con explicar la situación por la crisis epidemiológica y económica y quedarnos tan anchos, mientras la injusticia subyacente a la misma se mantiene.

Cada vez más los gobiernos pretenden blindar sus fronteras para reprimir al inmigrante. Nosotros mismos amparamos y compartimos esas leyes buscando con ellas proteger nuestro nivel de vida y bienestar, olvidando que hubo un tiempo en el que también tuvimos que salir de nuestra tierra para buscarnos la vida en otros lugares.

A medida que ganamos en cotas de progreso personal y familiar, tenemos bienes suficientes y buena posición social, en vez de vivir una mayor solidaridad, nos encerramos egoístamente creyendo que así nos aseguramos para siempre el futuro.

Estamos perdiendo la capacidad de ver en el rostro del otro a un hermano, para considerarlo una amenaza.

Y mientras unos pocos se han enriquecido por medio del robo a espuertas y sin ningún rubor por su parte, millones de familias soportan la miseria viendo a sus hijos pasar toda clase de necesidades y penurias.

Pues la Palabra de Dios de antaño, sigue resonando con fuerza en medio de su Iglesia hoy y siempre, mientras nosotros tomemos conciencia de que nunca nuestra cómoda posición puede silenciar la verdad ni acotar los límites de la justicia de Dios.

 

Repetimos con suma frecuencia, que Dios es compasivo y misericordioso, pero la compasión de Dios no es algo con lo que se pueda jugar o  tomarse a la ligera. Porque como hemos escuchado, la primera compasión de Dios es para con los que sufren y claman a él en medio de las injusticias padecidas. Y Dios escucha ese clamor prometiendo su justicia, la cual caerá, casi implacable, sobre los causantes de tanto sufrimiento. ¿Qué es lo que aplaca esa ira de Dios, y que hace que también sea misericordioso? el arrepentimiento y la conversión.

 

En nuestra sociedad frívola y superficial, podemos caer en el error de confundir a Dios con un títere a nuestro antojo, y que viviendo como nos dé la gana, él siempre nos perdona, creyendo que eso significa tolerancia total. Y no, mis queridos hermanos, tolerancia cero contra la injusticia y el abuso. Tolerancia cero contra la soberbia y la opresión. Tolerancia cero contra la explotación y la rapiña para con los más débiles del mundo. Dios perdona al pecador arrepentido, pero es implacable contra el pecado. Así que tomando las palabras de S. Pablo que hemos escuchado, ya podemos empezar a ser “un modelo para todos los creyentes, convirtiéndonos a Dios, abandonar los ídolos y servir al Dios vivo y verdadero” acogiendo con amor y solidaridad a nuestros hermanos más necesitados.

 

La comunidad eclesial de la que formamos parte, estamos llamados a ser sal y luz en medio del mundo.

Y eso significa caminar entre la fidelidad al evangelio y la mirada crítica a nuestro entorno. Dios nos llama a vivir en el amor auténtico y fecundo que brota de la vida de Jesús. El amó por encima de todo, con todo el corazón, con toda la mente y con toda el alma, al Padre cuya voluntad buscó cumplir siempre. Y esa voluntad del Padre se encarnaba en el amor al prójimo hasta entregar la vida por él.

Que también nosotros podamos vivir esa espiritualidad encarnada que además de ser la única auténticamente cristiana, es la que puede dar de verdad sentido a nuestra vida.

jueves, 8 de octubre de 2020

 


SOLEMNIDAD DE NTRA. SRA. LA VIRGEN DE BEGOÑA

11-10-20 (DOMINGO XXVIII T.O.)

 

En este domingo celebramos la solemnidad de la Madre de Dios de Begoña, y así tenemos la ocasión de poder venerar y honrar a la que sin duda es tenida por todos los cristianos de Bikaia como Madre y Patrona.

Esta vinculación profunda de todos nosotros con Ntra. Sra. de Begoña, se debe ante todo al afecto y el cariño que nuestras madres y padres nos han sabido transmitir hacia ella desde nuestra más tierna infancia. Sigue siendo costumbre elocuente, el que cada 15 de agosto, al celebrar la Asunción de la Virgen, miles de vizcaínos nos congreguemos a lo largo de la jornada ante nuestra Amatxo, para presentarle nuestras vidas con amor y sencillez, confiando con filial afecto en que ella sigue extendiendo su manto para darnos protección y cobijo. Y es muy significativo que a esta fiesta acudan familias enteras, padres con sus hijos, en un gesto que además de mantener una entrañable tradición, transmite de generación en generación el tesoro precioso de la fe.

La Virgen de Begoña es para nuestra diócesis de Bilbao la principal advocación mariana, símbolo de fraternidad cristiana y modelo en el seguimiento de Jesucristo. Es la imagen que transmite de forma permanente y serena que el contenido de la fe es el fruto bendito de su vientre que a todos nos muestra desde su regazo. La Madre de Dios de Begoña nos presenta en toda ocasión al Señor Jesucristo, que en su imagen de niño, acoge con misericordia y ternura a todos los que peregrinamos en este valle de lágrimas y esperanzas.

Por eso al contemplar hoy a Ntra. Señora, lo hacemos a la luz de la Palabra de Dios que se nos acaba de proclamar. María junto a su esposo y su hijo, acude a las fiestas de Pascua en Jerusalén, y al regresar de las mismas hacia su pueblo, se encuentra con que han perdido a Jesús. La angustia experimentada la recoge el evangelista S. Lucas: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”.

Y la respuesta del niño no es ni mucho menos un desplante hacia los padres, sino una constatación de lo que va a ser el desarrollo de su vida y misión: “¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”

El texto concluye con la actitud vital de María ante las cosas de Dios; “Su madre conservaba todo esto en su corazón”.

S. Lucas es el evangelista que más nos habla de María. Comienza su evangelio con la intervención de Dios en la historia preparando la Encarnación de su Hijo. Después de abrir el camino al nacimiento de Juan el Bautista, su precursor, se va a dirigir a María para llamarla a una vocación, por una parte muy normal y común, la maternidad, pero por otra una vocación única e irrepetible, la Maternidad Divina.

Sus planes de formar una familia junto a José no son en absoluto despreciados por Dios, pero sí van a ser transformados de forma radical. Lo primero porque ella ha encontrado gracia ante Dios, de tal manera que su vida está colmada de dicha en el Señor. La adolescente que desde niña había crecido en el ambiente del amor divino, ahora se encuentra preparada para acoger con confianza la propuesta de su Señor, de modo que puede decir con libertad y entereza, “aquí está la esclava del Señor”.

Después de este episodio el evangelista narrará la visita a su prima Isabel, la cual la llamará “bendita entre las mujeres”. Tras el nacimiento de Jesús y el asombro ante lo que los pastores y los Magos profetizan de su hijo, se verá forzada a vivir la huída y el exilio por la amenaza de perderlo a manos de Herodes.

María como cualquier madre lucha sin dudarlo por su hijo. Pero además se va haciendo consciente de que la misión anunciada por el ángel en el momento de concebirlo se ha de abrir paso de forma silenciosa e inevitable. Por eso las palabras del niño, aunque probablemente le sorprendieran, no le extrañaron tanto. Más bien se preparaba para comprenderlas en toda su amplitud y así poder seguir los pasos de su hijo desde el pesebre de Belén hasta el patíbulo de la Cruz en Jerusalén.

Contemplar de este modo a María nos ha de llevar a descubrir en ella no sólo la grandeza de su maternidad divina, sino sobre todo la fidelidad y entrega de su discipulado. Ninguno de nosotros podremos experimentar jamás los sentimientos de la Madre de Dios, pero sí podemos compartir con semejante alegría y confianza su experiencia de discípula del Señor.

María recibió de manos de su Hijo el testamento de ser la Madre de todos los creyentes. En la hora de la muerte y cuando apenas quedaban momentos para dar instrucciones a nadie, Jesús dona con generosidad a su propia madre para que nos acoja a nosotros como a él mismo. “Mujer ahí tienes a tu hijo,/.../ ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27)

En la entrega de María como madre nuestra, Jesús no sólo intercedía para que también ella perdonara a los causantes de su suplicio, además le encargaba que nos acogiera con el mismo amor y misericordia que sentía hacia él. Y María aceptaba una vez más la nueva misión que Dios le solicitaba por medio de su Hijo, aunque este nuevo escenario fuera tan radicalmente distinto de aquel de Nazaret donde dio su primer sí.

Qué gran intercesora y compañera de camino nos ha dado el Señor. Cuanto amor podemos tener la dicha de sentir quienes somos hijos de María, porque ella nos ha engendrado con los dolores de la Pasión de su Hijo, mucho mayores que los sufridos para darle a luz a él.

Por eso podemos tener la absoluta confianza de que si bien la salvación nos viene sólo por la muerte y resurrección de Jesucristo nuestro Señor, quien nos puede preparar adecuadamente para acogerla con un corazón bien dispuesto es la mujer en quien esa gracia se ha dado de manera desbordante.

Los cristianos no estamos solos en el camino de la fe. El Señor camina a nuestro lado “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20), y además nos ha entregado a su Madre Santísima como apoyo y pilar en esta apasionante experiencia de ser discípulos del Señor resucitado.

Hoy nos sentimos agradecidos por la Madre de Dios de Begoña, quien a lo largo de los siglos ha acompañado y sostenido la fe de nuestro pueblo. Una fe que a pesar de las dificultades de antaño y de las del presente, sigue queriendo vivir en fidelidad a Jesucristo para el bien de nuestros hermanos.

Por eso con filial confianza podemos pedir a la Virgen de Begoña una vez más, que mire a su pueblo que sube hasta sus plantas, y que lo mire y lo proteja con amor.