viernes, 27 de abril de 2012

HOMILIA IV DE PASCUA

DOMINGO IV DE PASCUA
29-4-12 (Ciclo B)
En este tiempo pascual vamos desgranando las diferentes experiencias gozosas de encuentro con el Señor resucitado. Y nosotros, como herederos de aquella primera vivencia que ponía en marcha la Iglesia de Jesucristo, también hoy nos fijamos en el rostro del Buen Pastor.
Jesús es el Buen Pastor, el que da su vida por aquellos a los que ha congregado junto a él en el nuevo pueblo de Dios. El simbolismo que nos transmite esta imagen del pastor y sus ovejas, es uno más entre los muchos que nos muestran el amor incondicional de Jesús para con todos nosotros.

Buen Pastor es el que da la vida por sus ovejas, el que camina delante para descubrir los pastos adecuados y evitar los peligros que acechan. Buen Pastor es el que conoce a su rebaño, y éste se siente seguro junto a quien lo pastorea.


Utilizando la realidad cercana para aquellos que lo escuchaban, pues muchos eran pastores, Jesús marca nuevas metas a quienes han de asumir la responsabilidad de recoger su testigo en el servicio pastoral de su pueblo, los discípulos y sus sucesores.


Llamados a entregar la vida por toda la comunidad cristiana, y fomentando la comunión, los pastores han de buscar la unidad en el amor y en la fe, desarrollando y proponiendo modelos de convivencia que mantengan en la auténtica fraternidad a quienes hemos sido constituidos hermanos e hijos del mismo Padre Dios.

Esta es la misión fundamental de los Pastores de la Iglesia y por la que todos hemos de orar a fin de que el Pueblo de Dios siempre se mantenga unido en la fe, la esperanza y el amor. De este modo podrá dar testimonio de Jesucristo a todas las gentes.


Pero la vocación de Jesús como Buen Pastor, no termina en los límites de su rebaño. “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer”. Jesús sabe que aún falta mucho camino por andar para que la humanidad entera sea congregada en un mismo proyecto de hermanos e hijos del mismo Padre Dios, que nos ha creado en el amor. Y hay que comenzar a construirla desde el presente donde este pueblo santo que es la Iglesia, naciendo con la vitalidad fecunda de la resurrección de nuestro Señor, ensanche su mirada y abra sus horizontes, para sentirse enviada a anunciar el Evangelio a todas las gentes sin distinción.

El buen pastor de nuestros días, ha de asumir como un deber de su fe y de su misión, el acercamiento a los alejados, la preocupación por aquellas personas que todavía no conocen a Jesucristo, o que tienen una idea deficiente y difusa de él, y buscarán los modos y tiempos adecuados para poder proponer con sencillez y verdad el mensaje del Evangelio, “a tiempo y a destiempo”, impulsados por el Espíritu Santo.

Hoy es un día en el que todos tenemos que pedir al Señor que siga enviando pastores buenos a su pueblo. Personas capaces de vivir con entrega y generosidad su fe y optar como proyecto de sus vidas por la construcción de la comunidad cristiana, su unidad fundamental en la comunión eclesial y su proyección misionera. Celebramos la Jornada mundial por las vocaciones, con la responsabilidad de quienes sabemos que aunque las vocaciones son un don de Dios, también nosotros lo debemos vivir como tarea apremiante ante la escasez de las mismas.


No podemos contentarnos con decir que pertenecemos a la Iglesia de Cristo, eso no es suficiente. Asumir nuestra identidad cristiana supone además de construir la comunidad cada día, ensanchar sus muros y hacerla acogedora para otros muchos que aún no están en ella. Hemos de ser transmisores de la fe por medio del amor. Y la transmisión sólo es posible si hay discípulos vocacionados.


Somos testigos de la fe en Jesucristo, el Señor, quien nos ha mostrado el rostro de Dios como Padre de todos, y que con su vida y su entrega absoluta, ha trazado un camino nuevo donde quienes lo siguen encuentran su dicha y completan su esperanza. Él es el Hijo único de Dios que superando la muerte, nos ha abierto a puerta de la vida en plenitud.


El discípulo del Señor ha de conducir su vida por sendas de justicia y de solidaridad. Con las alforjas de la entrega y de la generosidad, y con las herramientas de la misericordia y del perdón que siempre son creadoras de esperanza en medio de las adversidades. Buscando el bien de los hermanos y renunciando a todo aquello que nos divide, enfrenta o separa. El buen pastor no necesita demasiadas cosas para desarrollar su labor, y el exceso de peso material siempre es un estorbo para la misión.

El buen pastor, como señalaba antes, ha de vivir su vocación en la auténtica fraternidad ministerial y en la comunión eclesial. Los pastores de la Iglesia no somos dueños del rebaño, ni lo podemos conducir a nuestro antojo. Sólo hay un único Pastor que es Jesucristo, que ha confiado la misión de la unidad a su Iglesia bajo la guía Pedro y los apóstolos, y aquellos que legítimamente les han sucedido hasta nuestros días. La unidad en la Iglesia, vivida en fidelidad al evangelio de Cristo, es signo de autenticidad y de verdad.
Qué sencillo parece y sin embargo cuanto nos cuesta mantenernos unidos. Cómo vamos dejando que las discordias y las diferencias se adueñen del ambiente que rodea las relaciones humanas. Unas veces por intereses ideológicos, otras materiales.
La responsabilidad con el presente, nuestra vinculación en los asuntos temporales y las opciones ideológicas, no deben truncar nuestra vocación cristiana, ni la misión que en la comunidad hemos recibido por el envío apostólico.

La fe ha de iluminar toda nuestra vida y sus concreciones en los diferentes ámbitos de la misma. Un cristiano no puede llamarse así y olvidar el dictado de su conciencia a la hora de tomar graves decisiones.
Hoy contemplamos al Buen Pastor, y ante él pedimos que nos siga enviando pastores que a su imagen, acompañen y animen la fe de su pueblo. En esta jornada pedimos especialmente por el Papa Benedicto XVI, sucesor del Apóstol Pedro en quien recaía la misión de sostener la fe de sus hermanos y congregarlos en la unidad. También pedimos de forma especial por nuestro Obispo Mario, él ha recibido del Señor la misión de apacentar esta Iglesia de Bizkaia, revitalizando sus raíces creyentes para iluminar nuestro mundo con la luz de la fe.
Que el Señor sigua enviando obreros a su pueblo, para que viviendo en plena unión con él, alienten la fe de los hermanos, y así podamos caminar juntos por sendas de justicia y de solidaridad hasta encontrarnos en su Reino de amor y de Paz.

sábado, 14 de abril de 2012

HOMILIA II DE PASCUA



DOMINGO II DE PASCUA
15-04-12 (Ciclo B)

Estamos inmersos en este tiempo gozoso que es la Pascua del Señor. El tiempo primordial en el que surge la Iglesia y con ella la experiencia comunitaria de una vida llena de esperanza y de gracia. Cristo ha resucitado, y este anuncio resuena de forma permanente en el corazón de aquellos que se sienten desbordados por la alegría de su fe.

Jesús, el Señor, sigue vivo y presente en medio de nosotros, y aunque las realidades cotidianas empañen esta mirada con sus sombras y oscuridades, en el tiempo de pascua recuperamos el impulso necesario para fortalecer nuestra fe y nuestra esperanza. Porque Cristo vive podemos esperar una vida semejante a la suya, donde la muerte no sea el final del hombre, sino el paso a la vida definitiva para la que hemos sido creados en el amor del Padre.

La fiesta de pascua tantas veces compartida por los discípulos con Jesús, es vista ahora con ojos bien distintos. Antes era el recuerdo de una liberación pasada, de una experiencia rememorada por generaciones para agradecer la misericordia de Dios con su pueblo.
Pero la nueva Pascua inaugurada por Jesús abre el paso permanente para la vida en plenitud, donde la muerte es vencida para siempre. En muchas ocasiones el Señor les había anunciado este acontecimiento. Él tenía que seguir el plan trazado por Dios quien le había ungido con la fuerza de su Espíritu para anunciar la buena noticia a los pobres, la libertad a los oprimidos y a todos la salvación. Era el anuncio de su propia entrega sacrificial, abriendo con ella el camino a la humanidad entera, de manera que sea posible el paso de la opresión a la libertad, de la violencia a la paz, del egoísmo al amor y a la justicia.
Y ese paso definitivo, su pascua, se producirá al asumir ese proyecto de vida en fidelidad a Dios, soportando el rechazo, la negación y la traición, el odio y la injusticia más absolutas, para hacerse solidario con los crucificados de este mundo y padeciendo su misma suerte y su misma muerte en la cruz redentora.
El silencio del viernes santo se rompe de forma definitiva ante el estruendo de la gran noticia; ¡Cristo ha resucitado!, y ya la muerte no oscurecerá el horizonte de la humanidad, sino que se abre para ella la puerta de la vida en plenitud, la vida que no tiene fin y que es la palabra definitiva de Dios como destino último de la historia.

Esta experiencia humana que sólo se puede vivir si hemos sido tocados con el don de la fe, supone para los cristianos, el centro de nuestra vida. Somos discípulos del Señor Jesús, muerto y resucitado, y nuestro mensaje, el evangelio que somos impulsados a anunciar, se resume en la transmisión de esta verdad fundamental.

Sabemos que no estamos exentos de dudas y de momentos de oscuridad. La experiencia de los apóstoles del Señor nos muestra cuántas veces atravesaron ellos mismos por esas tinieblas que desconciertan y que dejan a uno en la más absoluta de las incertidumbres. Tomás no era menos fiel que los otros discípulos. El también quería de corazón a Jesús y le seguía con el mismo entusiasmo y autenticidad. Pero la evidencia del Calvario se le presentaba como la imagen imborrable que desgarra y ensombrece el alma haciendo difícil albergar cualquier esperanza.
Ahora salen sus hermanos con esa alegría extraña diciendo que se les ha aparecido Jesús de forma clara, en persona. Que ha resucitado. Cómo creer que es verdad cuando él mismo lo ha visto colgado en el madero de la cruz, expirando su último aliento. Cómo dejar paso a la esperanza cuando todos huyeron despavoridos ante el tormento de su amigo y Maestro.
Y sin embargo son ellos mismos, los cobardes del Gólgota los que ahora se muestran entusiasmados, transformados y renovados en su ánimo.
Las palabras de Tomás ante el encuentro con el Señor, se han quedado en la comunidad cristiana como expresión de confianza y gratitud, “Señor mío y Dios mío”.
Sólo el encuentro con Jesús resucitado cambia la propia vida y la rejuvenece para siempre. Y este encuentro que en aquel momento se produjo de forma única e irrepetible, llega hasta nosotros a través de la comunidad cristiana.

La sucesión apostólica y la transmisión de este testimonio de generación en generación, es lo que nos hace herederos de esta fe y portadores de una misma esperanza por medio del amor.
También nosotros anhelamos ser una única comunidad cristiana con un solo corazón y una misma fe, al estilo de aquellos primeros cristianos cuya vida se entregaba con generosidad y afecto.

Para ello hemos de hacer que el saludo pascual de Jesús “paz a vosotros”, sea el centro de nuestra vida comunitaria. La paz en el hogar, en la Iglesia y en el mundo es cauce de fraternidad, camino eficaz en la construcción de un mundo de hermanos y base de toda justicia.
La paz tantas veces alterada y nunca instaurada por completo en medio del mundo, es para los cristianos una tarea permanente y un deber fundamental de nuestra fe en Cristo resucitado.
El saludo de Cristo resuena con fuerza especial en este tiempo donde todos anhelamos que esa paz se concrete y materialice en nuestro pueblo de una vez y para siempre. Por ello debemos dejar que la luz pascual ilumine nuestras vidas para tender puentes de encuentro entre los alejados, y superar las barreras que todavía separan a quienes estamos llamados a compartir un mismo futuro en concordia.

Pidamos en esta Eucaristía que el Señor nos infunda su paz, y que nosotros la acojamos con confianza y sin recelos. De este modo mostraremos con nuestro testimonio personal el camino que conduce a una vida de hermanos que con un mismo corazón y una sola alma, comparten su futuro en paz y esperanza.