sábado, 23 de octubre de 2021

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

24-10-21 (Ciclo B) Domund


       El canto de júbilo que el profeta Jeremías nos proclama, introduce el gozo que se produce ante el encuentro sanador con Jesús. “Gritad de alegría por Jacob,... porque el Señor ha salvado a su pueblo”.

       El pueblo al que anuncia Jeremías esta visión se encuentra en el destierro. Abatido por la esclavitud a la que se ve sometido y humillado por la injusticia que está sufriendo.

       Ante esto el profeta no deja que su pueblo se hunda en la desesperación; Dios ha dicho una palabra salvadora, y su promesa pronto se cumplirá. Tal vez el momento sea desolador, tal vez el sufrimiento del presente nos debilite la esperanza, tal vez la tragedia de tantos hermanos sufrientes nos conduzca hacia el desengaño por el futuro. Es en esta situación donde se necesitan profetas del consuelo y de la misericordia que devuelvan la ilusión y el vigor para cambiar el presente. Dios nos congrega como pueblo suyo para vivir la dicha de la salvación.

       Así escuchamos el relato de Marcos que nos muestra una escena de la vida de Cristo donde el encuentro con Bartimeo va a cambiar para siempre la existencia de éste.

       La pobreza y la enfermedad en tiempos de Jesús eran situaciones excluyentes de la vida del pueblo. Los leprosos, los ciegos, sordos, mudos, deficientes, eran alejados del centro de la vida social y condenados a mendigar para subsistir. La enfermedad no sólo era sinónimo de exclusión social, sino también de castigo de Dios por algún pecado propio o de familia.

       Cómo no va a gritar ese hombre, Bartimeo, cuando escucha que Jesús, el hijo de David, el Salvador, va a pasar a su lado. Cómo no aferrarse a ese “salvavidas” que se aproxima cuando todo el mundo habla de que Jesús hace maravillas entre los pobres y excluidos.

       No puede dejar pasar esta oportunidad única. Sus fuerzas las orienta a hacerse notar por el Señor, y aunque todas las voces del mundo lo recriminen y quieran silenciarlo, él gritará más y más hasta ser oído. Es la señal de socorro de un náufrago en medio del mar que ve acercarse un barco, su salvación.

       Y se produce el encuentro, primero el diálogo y la acogida, ¿qué quieres que haga por ti?  Jesús no rechaza a nadie, mira de frente reconociendo la dignidad de todos. Para él, Bartimeo no es un excluido sino un hermano que clama su misericordia y su amor. “Señor, que pueda ver”; tu fe te ha curado.

       La fe, que no es otra cosa que acoger el don del amor de Dios y agradecerlo con la propia vida de entrega y servicio a Dios y a los hermanos, es lo que nos salva, nos cura, nos llena de vida y de gozo eterno. Así, Bartimeo se convierte en discípulo de Cristo, le sigue por el camino dando gloria a Dios y ofreciendo su testimonio a favor del Señor con quien se ha encontrado.

       Esa es también nuestra historia de salvación. Todos tenemos pasajes de nuestra vida en los cuales hemos notado de forma especial que Cristo nos ha abierto los ojos. Ante un problema familiar grave, la muerte de un ser querido, la enfermedad de un hijo o tal vez su adicción a las drogas. Todo eso puesto en las manos de Dios nos ha ayudado a seguir luchando y a ir dando pasos de sosiego y paz a nuestra vida.

       Tal vez no hayamos visto una curación milagrosa entre nosotros. Pero sí es cierto que el milagro se ha producido en nuestro corazón al ser capaces de seguir adelante con esperanza y amor.

Las situaciones de mayor precariedad pueden ser para nosotros espacios de especial encuentro con Dios. Allí donde todas las señales nos muestran desolación y amargura, es posible dejar que emerja la esperanza si escuchamos la palabra salvadora de Jesucristo.

Son tantos los hermanos que necesitan escuchar esta palabra iluminadora de la vida, que los cristianos debemos tomarnos muy en serio nuestra dimensión misionera.

Bartimeo gritó a Jesús porque sabía quién era y el contenido de su mensaje. Difícilmente pueden poner sus esperanzas en el Señor quienes desconocen su existencia. Por eso debemos ser nosotros quienes fieles a la misión recibida del Señor anunciemos con valor y fidelidad su Reino de amor, de justicia y de paz.

Y después igualmente importante es no poner barreras al encuentro personal con él. A Bartimeo le insistían para que se callase y no molestara al Maestro. Nadie molesta al Señor, al contrario, él desea el encuentro con sus hermanos para compartir generosamente su gracia salvadora.

Todas nuestras acciones apostólicas y proyectos pastorales, han de estar abiertos a esta posibilidad de encuentro del creyente con Jesús. Y los medios son buenos en tanto en cuanto nos ayudan a este objetivo.

Hoy celebramos una nueva campaña del Domund, la acción misionera de la Iglesia, para seguir anunciando la Buena noticia de Jesucristo en todo el mundo, y en especial en los lugares más necesitados de esperanza. Compartir la fe, implica la totalidad de nuestra vida, también a la solidaridad económica con los pobres. Pues bien, mis queridos hermanos, vivamos este momento como una oportunidad nueva de encuentro con el Señor. Y con la llamada que nos hace a ser sus testigos en medio de nuestro mundo, especialmente entre los alejados y los necesitados por cualquier causa.

Que el gozo de nuestra fe, y su vivencia coherente en medio de nuestro mundo, sea para nosotros motivo de alegría, y para aquellos a quienes somos enviados como discípulos de Jesús, una razón nueva para encontrar consuelo y esperanza en medio de sus dificultades.

viernes, 8 de octubre de 2021

DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO

10-10-21 (Ciclo B)


         “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”. En esta pregunta se resume la gran preocupación de todo ser humano, aquello que realmente nos importa. El joven que se acerca corriendo al Maestro, tenía claro cuál era el centro de sus preocupaciones “heredar la vida eterna”, y buscaba quien lo orientara y diera una palabra de esperanza.

         Jesús le muestra cómo la bondad reside sólo en Dios, y que el camino que nos conduce hasta él pasa por vivir según nos ha enseñado. Los mandamientos de la  Ley de Dios, que Jesús le va desgranando, no son meras normas morales o preceptos, sino un camino de vida, que dignifica a la persona y nos hace conscientes de nuestro valor absoluto ante cualquier tentación de utilizar o agredir a un ser humano.

         En este diálogo con Jesús, el joven se descubre en sintonía con él. Aquello que es importante para Dios también lo ha sido en su propia vida desde siempre. Fue educado en un ambiente religioso y ha sabido cuidar los valores fundamentales de su tradición judía. Por ello Jesús le mira con cariño, porque ve sinceridad y honestidad en sus ojos.

         Este joven estaba preparado para dar un paso más en su vida, lo cual exigía mucho más que la mera observancia religiosa; “vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme”. O lo que es lo mismo, “cambia de estilo de vida y conviértete en mi discípulo”.

         Y ante una llamada así, surgen los temores, dudas y rechazos. Una cosa es creer en Dios, cumplir sus mandamientos, rezar con frecuencia nuestras oraciones, y otra muy distinta acoger la llamada que nos hace seguidores de su Hijo Jesús. El seguimiento de Cristo pasa por opciones fundamentales que implican todo nuestro ser y nuestra voluntad.

         El evangelista nos hace ver que aquel joven tenía muchos bienes, era rico. En este lenguaje bíblico, riqueza y bienes son sinónimos de seguridad, bienestar, apoyo, satisfacción. Por eso hemos de entender esta llamada de Jesús como algo más que la renuncia a lo material. Tal vez nuestras seguridades sean el trabajo seguro, la salud; tal vez nuestro apoyo sean las cosas que poseemos; tal vez nuestro horizonte lo hayamos puesto en la búsqueda del prestigio o el poder ante los demás.

         Dejar estos apoyos y seguridades para seguir al Señor, sobre todo exige una gran confianza: Una confianza que se va gestando en una vida espiritual completa y gozosa, a la vez que en unas actitudes de servicio y entrega a los demás.

         Si por el contrario nuestra confianza la ponemos en lo material, en los bienes, en tener la vida resuelta, la salud asentada y así nos sentimos satisfechos, no necesitamos de Dios más que para cumplir con unos ritos o mandatos que no exijan ningún cambio que nos incomode. Dios queda para el templo, las oraciones y las peticiones, pero apagamos su voz para que no nos pida más.

         Pese a todo, como nos recuerda el apóstol S. Pablo, “La Palabra de Dios es viva y eficaz”. Y por eso si la escuchamos con un sentimiento sincero y abierto, podemos ir descubriendo nuestra capacidad de cambio y conversión.

Por muy sujetos que estemos a los intereses de este mundo, siempre es posible liberarse de ellos si dejamos que el Señor vaya entrando en nuestro corazón. Aquel joven rico “se marchó entristecido”, nos cuenta el evangelio. Al cerrarse a la llamada de Jesús volvió a su vida de siempre, pero sabiendo que algo importante había rechazado y que tal vez jamás encontraría el “tesoro” que ansiaba su alma. Y es que como el mismo Jesús señala a sus discípulos, “qué difícil les es entrar en el Reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero”.

         Qué difícil lo tienen aquellos que en un mundo tan injustamente repartido, ponen su confianza en el dinero hasta el punto de absolutizarlo, y  se dejan llevar hasta de medios inhumanos para mantener su poder matando incluso a sus hermanos.

         El dinero divide familias, enfrenta a hermanos, cambia la generosidad en egoísmo y la solidaridad en avaricia.

         No es cualquier cosa la palabra del evangelio. Es verdad que Jesús concluye dando un respiro a sus apóstoles, asustados por lo tajante de su advertencia; “es imposible salvarse para los hombres, no para Dios”.

         Aún así no deja de ser una tragedia para nosotros que pasemos por esta vida sin habernos enterado de que ese Dios camina a nuestro lado cuando compartimos, perdonamos y nos mostramos solidarios con los demás. Hace falta la sabiduría de Dios para vencer el egoísmo y la ambición tan metidos en nuestras conciencias bajo proposiciones de éxito, triunfo y falsa felicidad.

         Hoy es un buen día para que todos veamos dónde está nuestra seguridad; sobre qué roca apoyo mi vida y mi esperanza; soy discípulo del Señor o me atraen otros ídolos.

         Y en la medida en que sepa asentar la vida sobre la roca del amor, tendré la garantía de una vida que se va colmando de serena felicidad. El amor que proviene del mismo Dios y nos lleva a dignificar la existencia humana. Ese amor generoso que nos empuja a acoger la llamada del Señor, y que en nuestra respuesta confiada descubrimos que Él nos devuelve mucho más de lo que somos capaces de renunciar.

         Pidamos la sabiduría de Dios para que sea ella la que nos haga libres en el amor, fuertes en la esperanza y hermanos en la verdadera fe.

viernes, 1 de octubre de 2021

DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

3-10-21 (Ciclo B)


Las lecturas de este domingo, en especial la primera y el evangelio, centran su atención sobre lo que constituye el núcleo de la realidad familiar, el amor de los esposos, la relación establecida por Dios entre el hombre y la mujer, en aras a la complementariedad de sus vidas y al mutuo desarrollo de su existencia.

Tema de permanente actualidad, porque ese deseo de Dios expresado en el libro del Génesis como origen de la creación, donde se establece la alianza nupcial entre el hombre y la mujer, ha sido en nuestros días seriamente transformado.

Desde cualquier planteamiento antropológico, y ciertamente desde las realidades culturales más antiguas, podemos observar cómo la institución familiar pasó por momentos de aceptación de la poligamia, para asentarse de forma definitiva en una realidad monógama, donde la unión entre un hombre y una mujer, no sólo garantiza la supervivencia de la especie, sino que ha sido entendida como la complementariedad que ambos sexos necesitan para su pleno desarrollo humano.

De tal modo ha sido importante esta realidad matrimonial que costumbres, tradiciones y leyes han avalado y protegido este vínculo, conscientes de su trascendencia social y humana.

Así nosotros, herederos de una tradición bíblica e iluminados por la palabra de Jesucristo, seguimos valorando la unión entre el hombre y la mujer, como el fundamento de la existencia humana, y la manifestación visible del amor generoso y entregado del uno para con el otro, que encuentra su máxima expresión en la transmisión de la vida a los hijos, fruto de ese amor.

Todos somos conscientes del valor de la familia, de esa matriz personal en la que hemos nacido a la vida, en la que también hemos crecido rodeados del amor de nuestros padres, y desde la que nos hemos desarrollado como personas adultas. Todos sabemos lo que supone tener un padre y una madre que nos han querido, y también comprendemos la enorme pérdida que supone el carecer de alguno de ellos, sobre todo en las edades más tempranas.

Por todo ello la Iglesia, en su grave responsabilidad de iluminar la vida de los creyentes a la luz del Evangelio de Jesucristo, no ha cesado en hacer múltiples llamamientos en defensa de la familia, de la protección que hace de la vida de sus miembros desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, y en la sacramentalidad del matrimonio como algo propio y exclusivo entre un hombre y una mujer.

Y es que la comunidad eclesial ni es dueña de la Palabra de Dios, ni puede interpretarla conforme a su voluntad y mucho menos manipularla por la presión que pueda infringir una determinada ideología imperante. Porque  una cosa es que tengamos que respetar las diversas formas de entender la vida, y otra muy distinta anular la realidad familiar en aras a una ideologizada defensa de derechos más que cuestionables.

Todos tenemos, ciertamente, derecho a vivir conforme a nuestros principios morales y antropológicos, y nadie puede juzgar ni marginar por ello, a quienes han optado por una convivencia distinta a la suya. Las marginaciones homófobas y excluyentes están fuera de toda justificación, y el respeto a la dignidad de los demás es una exigencia cristiana.

Pero una cosa es el derecho a desarrollar la vida adulta como cada uno lo considere conforme a sus convicciones, y otra muy distinta el derecho a la paternidad o maternidad. La vida humana es un don de Dios, un regalo fruto del amor de los padres que han podido transmitir esa vida distinta de la suya y que no les pertenece. Por esta razón no existe ningún derecho natural a ser padre o madre, sino que en cualquier caso es un regalo que supera su voluntad.

 Este respeto a la vida del nuevo ser, nos ha de llevar a evitar cualquier manipulación que ponga en peligro su normal desarrollo, porque desde el momento en el que ha sido concebido, ya no es una parte del cuerpo femenino sino alguien distinto de él, y que en su debilidad y dependencia necesita y merece mayor respeto y cuidado.

Ciertamente hay matrimonios que no pueden tener hijos, y que sienten esa falta con gran dolor por el mucho amor que podían entregar y que la naturaleza se lo ha denegado. Para ellos el camino de la adopción se abre como una puerta de esperanza, en la que no sólo van a encontrar el desarrollo de toda su capacidad de padres, sino que además, y pensando en el niño, van a dar un hogar y un entorno familiar digno a unas criaturas que carecían de ello.

Porque no olvidemos que si bien no es un derecho del adulto el ser padre o madre, sí es un derecho del niño el tener padre y madre que le quieran, le cuiden y le ayuden en su desarrollo como persona.

Los gobiernos tienen la capacidad de hacer las leyes, pero dicha capacidad legislativa no siempre conlleva la justicia, y su autoridad moral queda seriamente dañada cuando al querer otorgar derechos sustentados en ideologías subjetivas, malogra y perjudica derechos objetivos, fundamentales y universales.

Ciertamente la realidad matrimonial y familiar pasa por momentos de grandes dificultades. Cada vez son más frecuentes las rupturas entre los esposos y las uniones con nuevas parejas. Los niños reparten su tiempo entre el padre y la madre. Y por muy acostumbrados que podamos estar a ello, sabemos que siempre, detrás de cada ruptura hay dolor y sufrimiento para todos, y en este sentido la comunidad cristiana debe saber acompañar para en la medida de lo posible ayudar a superar las dificultades, y también acoger a quien atraviesa por ellas con sencillez y comprensión.

Como nos dice Jesús en su evangelio, muchas veces es la dureza de nuestro corazón la que nos impide reconciliarnos y superar las barreras que nosotros mismos ponemos en el camino del amor.

Los egoísmos, las individualidades, la falta de comunicación, la frivolidad e irresponsabilidad, nos llevan a situaciones irreversibles que no sólo nos cuestan la felicidad a los adultos, sobre todo tiene graves consecuencias para los hijos que se convierten en las víctimas silenciosas de todo ello, y a veces en instrumento de agresión en las manos adultas.

La familia es el gran tesoro que todos poseemos, y por el que merece la pena entregarse a fondo perdido. De su salud depende nuestra dicha y si ésta nos falta nuestra desgracia es inmensa.

De esta realidad familiar no podemos excluir a Dios. Si ante los problemas y dificultades prescindimos de él, nuestra soledad y debilidad son absolutas, y las soluciones claramente deficientes.

Dios bendice la unión de los esposos cuando éstos se prometen amor, fidelidad y respeto, y si el matrimonio es vivido desde esta conciencia de ser bendición de Dios, y cada día en medio de la oración de los esposos es presentado al Señor con confianza, seguro que las dificultades se superan fortaleciendo aún más los vínculos de ese amor prometido.

Si todas las bodas son hermosas porque en ellas se enuncia el amor como proyecto confiado, mucho más lo son las celebraciones de las bodas de plata y oro, manifestación del camino recorrido, expresión de un amor probado y gratitud por el don recibido del Señor.

Hoy vamos a pedir a Dios por todos los matrimonios, para que sean vividos como la preciosa vocación a la que han sido llamados. Que el Señor fortalezca sus momentos de debilidad, y que puedan encontrar en la comunidad cristiana el espacio donde alimentar su fe, esperanza y amor conyugal.