FIESTA
DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
2-2-14
(Ciclo A)
Celebramos hoy la fiesta de la Presentación del
Señor en el Templo, y en ella la Jornada de la Vida Consagrada.
José y María van a cumplir con lo establecido en le
Ley de Moisés, y así a los ocho días de su nacimiento, es presentado en el
Templo al Señor, ofreciendo para ello dos tórtolas.
Es la ofrenda de la acción de gracias a Dios por el
hijo que ha nacido, y es la ofrenda de los pobres, ya que las familias más
pudientes entregaban ofrendas más generosas.
Pero en este gesto sencillo y habitual, ocurren
otros hechos que lo hacen excepcional. Un anciano que “aguardaba el consuelo de
Israel”, es empujado por el Espíritu Santo a acercarse a ese niño
insignificante, y se produce la primera revelación de su identidad. Es aquel de
quien ya ha hablado el profeta Malaquías y que anunciaba que iba a “entrar en
el Santuario, el Señor a quien vosotros esperáis”.
Simeón siente su vida colmada, y en sus días
finales, vive con gozo el cumplimiento de la promesa de Dios que acaba de
visitar a su pueblo de manera definitiva, por eso el anciano ora agradecido
sabiendo que ya el Señor “puede dejar a su siervo irse en paz, porque sus ojos
han visto a su Salvador, a quien ha presentado ante todos los pueblos”.
Junto a esta acción de gracias, Simeón profetiza el
destino de este niño, que será “bandera discutida” y que pondrá al descubierto
las intenciones de muchos corazones, haciendo que muchos caigan y se levanten.
Acoger al Señor supone la conversión total de
nuestras vidas, las cuales han de pasar por una radical transformación que sólo
será posible experimentarla desde la confianza y abandono en su amor.
Y los gozos de este momento en el que unos padres
presentan a su hijo, es también teñido por la sombra del dolor futuro; “a ti
una espada te traspasará el alma”, le dice a la madre en medio de su alegría.
Poco sospecharía María el alcance de estas
palabras, las cuales sólo comprendería al vivirlas a los pies de su hijo en la
cruz.
Los dos
ancianos, Simeón y Ana, representan a la humanidad anhelante que espera
confiada la intervención de Dios en la historia. Es el cumplimiento de la
promesa del Señor, que se realiza para siempre en la persona del Hijo y que por
él la humanidad entera es reconciliada en el amor.
Ahora es el momento de que pasemos de los anhelos a
las concreciones, de las esperanzas a los compromisos, de los sueños, al
ejercicio de la responsabilidad en el seguimiento fiel del Señor. Y ello
conlleva asumir la vocación a la que Dios nos llama de manera que seamos con
nuestra vida testigos de la Buena Noticia de su reinado.
En este día, la Iglesia celebra la Jornada de la
Vida de especial consagración. Toda vida es consagrada al Señor, y este rito de
las candelas, es lo que significa, que somos propiedad de Dios y que nuestra
vida ha sido entregada a aquel de quien la hemos recibido, para que sea Él
quien la bendiga y consagre.
Pero junto a esta celebración comunitaria, está la
especial gratitud de la comunidad cristiana por el don de la vida religiosa.
Hombres y mujeres, que por la acción del Espíritu Santo, entregan sus vidas al
Señor, para vivirlas en torno a un carisma concreto que el mismo Espíritu ha
suscitado en su Iglesia. Carismas que son dones, regalos de Dios, de manera que
desarrollados en la comunión eclesial, y mediante la opción por la fraternidad
vivida en castidad, pobreza y obediencia, promueven el anuncio del Evangelio de
Cristo a todas las gentes y pueblos de la tierra.
La vida religiosa es la riqueza de la comunidad
cristiana, que por medio de la vocación de sus hijos e hijas, extiende la mano
generosa de Dios, en la sencillez de la multitud de manos humanas serviciales y
entregadas.
La efusión del Espíritu Santo en Pentecostés, no ha
cesado de responder en cada momento de la historia a las necesidades de los
hombres de cada tiempo y circunstancia.
Multitud de órdenes e institutos religiosos, de
vida activa y contemplativa, han desarrollado el mandato del Señor de anunciar
el Evangelio hasta los confines de la tierra.
Un anuncio que se ha concretado de manera especial
compartiendo la vida de los más necesitados y de los espacios sociales más
deprimidos.
Multitud de religiosos y religiosas dedicados a la
educación de niños y jóvenes, a los enfermos y marginados, a los pobres y desheredados.
Congregaciones cuya vida de acción se sustenta en la contemplación y oración,
de la cual nutre su alma para entregarse de manera total y servicial a los
hermanos.
La vida religiosa vive ya en este mundo la novedad
del Reino de Dios, haciendo de sus comunidades concretas, espacios para la
fraternidad auténtica, desde la sencillez y el respeto, creando espacios de
auténtica libertad en la comunión y de rica pluralidad en la común misión.
Las comunidades religiosas nos enseñan que Dios
regala una inmensa familia a quienes en su opción personal han renunciado a
crear una propia, que da una gran riqueza por la libertad que supone el
desprendimiento de quien abraza la pobreza, de que nadie es más dueño de sí
mismo que quien entrega voluntariamente la capacidad de sus decisiones al
acoger la voluntad de Dios mediante la obediencia confiada.
La vida religiosa es en nuestros días un semillero
de auténtica humanidad, donde con sencillez y alegría se viven los valores del
Evangelio de manera que cada día vayan configurándose con Jesucristo casto,
pobre y obediente.
Hoy la Iglesia agradece al Señor este don inmenso
de la vida religiosa, sin la cual sería impensable el desarrollo de la misión
confiada a ella por el Jesús. Todos los carismas y ministerios, todas las
vocaciones y estados de vida en la Iglesia, tienen una común convergencia,
vivir con entusiasmo, fidelidad y entrega, la alegría del evangelio de
Jesucristo. Todos estamos en la misma barca y con una común tarea; compartirla
de manera consciente y agradecida, valorando a cada uno de nuestros hermanos y
hermanas, nos ayuda a todos a agradecer el tesoro que hemos heredado de
aquellos que nos precedieron y cuyo testimonio y entrega hoy agradecemos.
Pedimos al Señor que siga suscitando en su Iglesia
muchas vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal, para que sean en medio del
mundo testigos y animadores de las distintas comunidades cristianas, para que
la gran familia de los hijos e hijas de Dios, que es la Iglesia, desarrolle con
amor y entrega la tarea que el Señor la ha confiado.
Que María, la mujer que aceptó siempre la voluntad
del Señor, incluso cuando la espada del dolor atravesaba su alma, siga
acompañando y protegiendo a quienes con semejante entrega desean escuchar la
llamada de Dios en su vida.