DOMINGO
III DE PASCUA
1-05-22
(Ciclo C)
Como vamos percibiendo a lo largo de este tiempo de
Pascua, la Palabra de Dios nos va desvelando las diferentes maneras con las que
Jesús se manifestó a los suyos, de forma que pudieran comprender que tras esa
nueva apariencia, gloriosa y desconcertante, estaba el mismo que había
compartido sus vidas.
No hay ruptura entre el Jesús crucificado y el Cristo resucitado. Son la misma persona, y aunque la mente humana no tenga capacidad para escudriñar esta experiencia desbordante, la fe y la adhesión al Señor nos hace capaces de acoger y asimilar en lo más profundo de nuestro ser esta verdad que nos une y nos llena de gozo.
En este tercer relato de la presencia de Jesucristo en
medio de los suyos, son varios los elementos que el evangelista San Juan ha
querido dejarnos como testamento de vida. Primero la unidad entre los
discípulos. Necesitan estar juntos porque han sido demasiado grandes y fuertes
y las experiencias que acaban de compartir. En la soledad se dan excesivas
vueltas a la cabeza para nada, y aunque todos necesitan de un respiro que les
ayude a asimilar todo lo vivido, se necesitan los unos a los otros para
compartir sus temores, sus dudas y sobre todo esa ilusión que empieza a brotar
con toda su fuerza.
Pedro, Natanael (o Bartolomé), Tomás, Juan, Santiago y los demás, compartirían esa mezcla de alegría e incertidumbre que la muerte y resurrección de Jesús les ha llevado a sus vidas. Y lo que han de seguir haciendo es continuar la tarea, van a pescar, que en el lenguaje evangélico de Juan significa echar la red en el mar del mundo para congregar a nuevos hermanos que sumar al Pueblo de Dios que es la Iglesia de Jesús.
Y en esa labor surgen los sinsabores y los fracasos. No han pescado nada. Por más que se esfuerzan en transmitir su experiencia y mostrar con el ejemplo de sus vidas que el reino de Dios ya ha llegado en la persona de Jesucristo, los comienzos apostólicos resultan infecundos.
Y en la oscuridad de la noche se hace presente el Señor, que les anima a volver a echar la red sin demora porque tarde o temprano habrá quien escuche en su corazón la llamada de Dios y acoja la invitación a formar parte de la comunidad eclesial. Alentados por el Señor resucitado, la pesca, nos narra el evangelista, se vuelve abundante y fecunda, 153 peces grandes, que en el mismo lenguaje simbólico del evangelio expresa todas las clases de peces conocidas hasta ese momento. Es como si el autor sagrado nos estuviera diciendo que con la presencia del Señor en la acción misionera de su Iglesia, todas las gentes y pueblos van a ser convocados a formar parte del único Pueblo de Dios. Nadie quedará excluido de esta invitación que transformará la vida del mundo porque el Reino del amor, de la paz y de la justicia ya ha sido plantado y sus frutos comienzan a emerger con vigor y fecundidad.
Y el tercer signo esencial del evangelio que hemos
escuchado se nos muestra en la cena de los discípulos junto al Señor. Jesús
toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Quedan en el recuerdo aquellas
comidas donde en medio de la escasez se produjo el milagro de la abundancia. Y
sobre todo aquella cena última en la vida de Jesús donde se nos entrega como
alimento de salvación.
Desde entonces la comida fraterna junto al Señor no es un aspecto más de la vida cotidiana, es la Cena del Señor, la Eucaristía, el alimento que nos une a Jesucristo y a los hermanos, para ser en medio del mundo sacramento de salvación.
Este tiempo pascual nos va a ayudar de diferentes maneras a percibir estos aspectos fundamentales de nuestra fe. La necesaria unidad entre quienes formamos parte de la familia eclesial, y cómo en esa comunión existencial, en la manifestación explícita de nuestro ser hermanos los unos de los otros, es donde se hace presente el Señor. Jesucristo resucitado se ha vinculado de forma efectiva en medio de su comunidad de discípulos que le seguimos con fidelidad y esperanza. Y aunque entre nosotros puedan expresarse diferencias legítimas fruto de nuestra diversidad cultural, generacional e incluso ideológica, todas ellas han de ser revisadas a la luz del evangelio del amor y de la justicia que nos ha hecho hermanos en Cristo e hijos de Dios. Porque en la división y en la ruptura de la comunión eclesial no está presente el Señor.
Esa presencia de Jesús es la que nos anima una y otra vez a trabajar con generosidad y entrega en la misión evangelizadora a la que hemos sido enviados por nuestro bautismo. No somos portadores de una tradición vacía e inoperante. Somos testigos de Jesucristo resucitado, protagonistas de nuestra historia y colaboradores en la construcción del Reino de Dios, bajo la acción del Espíritu Santo.
Todo esto es lo que cada domingo vivimos y celebramos como comunidad cristiana entorno al altar del Señor. La Eucaristía es fuente y culmen de nuestra vida creyente. En ella recibimos la fuerza y el estímulo que Jesucristo nos entrega en su Cuerpo y su Sangre. Y a ella traemos nuestras vidas y las de nuestros hermanos más necesitados para que al ponerlas ante el Señor, él las transforme con su amor y nos llene de gozo y de esperanza.
Comunión fraterna en la unidad eclesial, entrega
generosa en la misión evangelizadora de la Iglesia y participación plena en la
celebración eucarística, son los pilares fundamentales de nuestra experiencia
cristiana. En ellos se sustenta el sólido edificio de nuestra fe y por medio de
ellos percibimos la clara presencia del Señor resucitado en nuestras vidas.
Que hoy, sintamos esa presencia del Señor que nos
vuelve a pedir que echemos las redes de la esperanza, del amor y de la fe en
medio de nuestro mundo, y que al realizar esta misión dentro de la comunión
fraterna, contribuyamos a la construcción del Reino de Dios en medio de nuestra
historia y de nuestros hermanos.