DOMINGO
III DE CUARESMA
3-3-13
(Ciclo C)
El centro de la
Palabra de Dios que acabamos de escuchar es su radical llamada a la conversión,
al cambio de vida y a la toma de conciencia de nuestra responsabilidad en la
marcha de este mundo.
Jesús tiene una clara percepción de la realidad que lo
rodea, de cómo la acción de las personas repercute de forma directa en su
situación vital, para bien y para mal. Y junto a ello también percibe cómo la
conciencia humana ha ido alejando de sí esa responsabilidad pasándosela incluso
a Dios como explicación de los males y de los bienes. Si a uno le va bien en la
vida, eso quiere decir que su comportamiento moral es el adecuado y que Dios le
premia con bienes materiales, con salud, con prosperidad. Pero si por el
contrario la vida de una persona está marcada por la desgracia, la enfermedad,
la miseria y la marginación será que algo habrá hecho mal y que su situación es
consecuencia y castigo por ese pecado cometido, bien por él o incluso por sus
antepasados. El bien se premia y el mal se castiga. Este pensamiento estaba
profundamente metido en la experiencia religiosa del pueblo de Israel, de tal
manera que Jesús con su pregunta “¿pensáis que esos galileos eran más pecadores
que los demás galileos para acabar así?” va a afrontar la cuestión de forma
directa y clara.
Y lo primero que deja fuera de toda duda es que las
desgracias del ser humano, las catástrofes naturales y cualquier mal que afecte
al hombre no son la respuesta vengativa de un Dios justiciero que nos paga
según nuestro obrar. Lo que nos sucede a nosotros, es fundamentalmente
consecuencia de lo que hacemos o dejamos hacer a nosotros mismos, a otras
personas o al entorno natural.
El ser humano
es responsable de lo que sucede a su alrededor y nuestro trabajo cotidiano va
asentando y cimentando el futuro de nuestra vida, para bien o para mal.
En el relato
del libro del Éxodo, Moisés va a
descubrir algo asombroso, e insospechado, Dios se preocupa por el sufrimiento
de su pueblo. Dios padece con él y se compadece de él; no se mantiene ajeno a
la historia del hombre, y el lamento del oprimido ha llegado hasta su
presencia. Esa situación se le hace insoportable y en el clamor del oprimido la
creación entera se está lamentando. Por eso hay que actuar, pero no de forma
ajena al desarrollo de la historia, interviniendo de manera sobrenatural y al
margen de la libertad de las personas. Dios va a intervenir por medio de su
criatura, el hombre, imagen y semejanza suya, para que asumiendo su propia
responsabilidad y tomando conciencia de su ser, regenere la humanidad y la
libere de sus opresores. Y así Moisés va
a comprender que por encima de sus limitaciones y temores, por encima de sus
capacidades y virtudes, está la mano bondadosa de Dios que le anima, sostiene y
fortalece para asumir su responsabilidad de hermano y lidere la liberación de
su pueblo.
Y lo primero
que debe hacer es observar la realidad con los mismos ojos de Dios, lo cual
exige una primera conversión. Por mucho que pretendamos sintonizar con Dios, si
no somos capaces de salir de nosotros mismos, lo único que conseguiremos será
moralizar esa mirada, pero no se verá transformada. Ver con los ojos de Dios es
situarse al lado del que sufre, del oprimido, del pobre para escuchar sus
lamentos y compartir sus sentimientos. De lo contrario nos pasará como a Moisés
que se resiste a la llamada de Dios.
La resistencia
de Moisés nos revela que muchas veces nosotros también ponemos excusas para
vivir tranquilos, sin meternos a fondo en la realidad. Pero a la vez, sabemos
igual que Moisés, que una vez que nos hemos dejado atrapar el corazón por Dios,
ya no nos pertenece porque le pertenece a él, y una y otra vez le sentimos que
insiste para que colaboremos generosamente en su obra de salvación.
Cuántas veces sentimos que el alma se nos conmueve
ante las injusticias del mundo y que aunque apaguemos el televisor o cerremos
el periódico, esa realidad nos atormenta. Sentimos la impotencia de no saber
qué hacer, el miedo al futuro que se nos va presentando, la intranquilidad de
saber que este mundo no es el que Dios quiere para el desarrollo de sus hijos.
Por eso Jesús asume su misión como una urgente llamada
a la toma de conciencia de sus hermanos, haciéndonos saber que el mal y el bien
de este mundo no es obra directa de Dios, sino nuestra, y aunque él se empeñe
en sembrar el amor, la justicia y la paz, si nosotros nos empeñamos podemos
sofocar su crecimiento y favorecer el germen del odio, la injusticia y el
terror.
Ante esta situación, no podemos quedarnos cruzados de
brazos, porque “tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo
encuentro, así que córtala”.
La parábola de Jesús no es una amenaza vacía y
gratuita, es una seria advertencia de lo que está por llegar. Si bien es cierto
que la salvación de nuestras vidas viene por la fe en Jesucristo, igualmente
cierto es que esa fe ha de manifestar su autenticidad a través de las obras que
realiza. O dicho con palabras del apóstol Santiago, “muéstrame tu fe sin obras,
y yo por las obras te mostraré mi fe”.
La paciencia de
Dios llega a su culmen en la entrega de su Hijo, quien una y otra vez ha ido
intercediendo en nuestro favor como el viñador de la misma parábola “déjala
todavía este año”. Pero esa intercesión de Jesús tiene destinatarios concretos,
aquellos que aunque sea tarde, estén dispuestos a acoger la llamada a la
conversión y den los frutos propios del árbol de la vida en el que han sido
insertados. Todas las personas podemos superar nuestros egoísmos y acoger la
misericordia de Dios. Y si ese cambio real se produce, y abrimos las puertas de
nuestro corazón a los demás dejándonos conmover por sus necesidades, entonces
daremos el fruto esperado.
Ahora bien, quien se obstine en mantener la miseria de
sus hermanos oprimiendo y ultrajando su dignidad, destruyendo hasta lo más
sagrado que es su vida, por la ambición y la opulencia, entonces tendrá que
afrontar la misma sentencia del Señor, “córtala”. Porque si a pesar de los
esfuerzos del Hijo de Dios por salvar el corazón enfermo de odio y de egoísmo
de aquellos que han puesto su confianza en el ídolo del poder y de la riqueza,
no se suscita en ellos el cambio y la conversión, entonces se han forjado su
destino, que tal vez en esta vida les deslumbre con un falso brillo, pero cuyas
consecuencias deberán asumir ante Dios.
Vivimos en una realidad donde la idolatría se abre
paso como una nueva religión. Los diferentes ídolos, a los que de una u otra
forma podemos rendir culto, se unen para hacernos creer que somos como dioses,
y que todo lo podemos con nuestras propias fuerzas. Provocando que el corazón
se nos vaya muriendo al amor, y responda solamente a los impulsos de su
egoísmo.
Sin embargo Dios no está dispuesto a perder la gran
obra de su creación que es el ser humano, por eso una y otra vez sale a nuestro
encuentro para llamarnos y atraernos hacia sí. Cómo no va a derrochar en
esfuerzos el que no escatimó la entrega de su propio Hijo para que fuéramos
rescatados por su amor.
Queridos hermanos. La Palabra del Señor ilumina
siempre nuestra vida, aunque a veces lo que nos descubre esa luz no sea de
nuestro agrado. Eso quiere decir que el Espíritu Santo sigue actuando en
nosotros y que de forma constante y fecunda, trabaja nuestro corazón para
transformarlo. Que sigamos viviendo este tiempo cuaresmal con gratitud y
confianza para poder llegar a la Pascua con una vida renovada en esperanza y
caridad.
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