DOMINGO V DE PASCUA
3-5-15 (Ciclo B)
“Yo soy la vid, vosotros los sarmientos;
el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante”.
Esta frase del evangelio, podemos acogerla
hoy como el resumen de toda la Palabra proclamada, y además como el principio
de la comunión en la Iglesia, nota fundamental de nuestro ser Pueblo de Dios.
Durante estos días vamos celebrando con
alegría el tiempo gozoso de la Pascua. En el que recordamos el núcleo de
nuestra fe, la resurrección del Señor. Somos cristianos porque reconocemos en
Jesús a nuestro salvador, el Dios con nosotros que ha vencido a la muerte y nos
ha abierto el camino de la vida en plenitud.
Toda la liturgia de este tiempo de gracia
nos muestra cómo vivieron aquellos discípulos este momento tan importante. Unos
se encontraron la tumba vacía, otros descubrieron a Jesús cuando huían hacia
Emaús. Otros reciben su visita cuando encerrados por el miedo a los judíos más
necesitaban de la fuerza del Señor.
Hay quien a pesar de todo no lo cree y
necesita tocar personalmente a Jesús para aceptarlo. Y también habrá quienes
crean en él sin haberlo visto nunca y se fíen del testimonio de otros
creyentes.
Nuestra fe no es sólo la crédula
aceptación de lo que otros dicen. Es una fe personalizada en nuestro encuentro
personal con el Señor, y avalada por el compromiso auténtico de otros hermanos
que a lo largo de los siglos han vivido la unidad de la fe, sabiendo compartir
su esperanza y buscando honestamente la voluntad de Dios en cada momento.
Aquí está la única garantía que los
cristianos tenemos de andar por el camino de la verdad, la comunión eclesial.
Todos somos libres para pensar, decidir y optar en la vida, pero todo ello ha
de estar iluminado por nuestra fe cristiana, la cual será auténtica y verdadera
si se vive en la plena unidad eclesial. La comunión entre los cristianos que
formamos la Iglesia es la única garantía de autenticidad y fidelidad a Cristo.
S. Pablo comprendió muy bien esta
necesidad de comunión eclesial. El se sentía elegido por el mismo Jesús en
aquel camino hacia Damasco. En su encuentro con el Resucitado experimenta una
transformación vital, de modo que de perseguidor de los cristianos pasará a ser
testigo cualificado de la fe. Elegido personalmente por el Señor para abrir el
evangelio a los gentiles, a los alejados.
Sin embargo, y pese a saberse enviado por
el mismo Jesucristo, siente que le falta algo fundamental, el reconocimiento
del grupo de los discípulos de Jesús, y en especial de aquellos que el mismo
Señor colocó al frente de su pueblo, los Apóstoles con Pedro a la cabeza.
No se puede ser
cristiano por libre, al margen de la Iglesia. Una cosa es creer en algo, y otra
muy distinta creer en Jesucristo. Las creencias u opiniones subjetivas no
conllevan la entrega de toda la vida. La fe en Jesús implica su seguimiento, la
adhesión vital a su persona y la vinculación al grupo de sus seguidores que es
la comunidad cristiana, la Iglesia, fraternidad de hermanos que comparten su
fe, congregados en el amor.
Así es como debemos vivir nuestra
experiencia cristiana. Necesitamos de los demás para sentir de forma afectiva
que somos parte de la gran familia cristiana. Por Jesús hemos descubierto el
rostro paterno de Dios. En Jesús hemos sido adoptados como hijos por Dios y así
nos reconocemos hermanos. Y es en esta fraternidad donde recibimos el envío
misionero por el Espíritu Santo que se nos ha dado en el bautismo.
Fuera de la Iglesia se hace muy difícil
vivir la fe en Jesús; y al margen de ella, es imposible asegurar que esa fe
nuestra sea auténticamente cristiana.
La unidad entre la vid y los sarmientos es
tan esencial, que si nos separamos del tronco que nutre la fe, que es Cristo,
acabamos secando nuestra esperanza y vaciando de sentido nuestras opciones. Y esa
unidad con Jesucristo sólo se puede garantizar si vivimos unidos entre quienes
nos reconocemos sus discípulos y hermanos en el amor del Señor. Lo cual no es
por capricho nuestro, sino por expreso mandato suyo.
Para asegurar esta dimensión comunitaria, Jesús
instituyó el grupo de los Doce. Aquellos discípulos del Señor que vivieron a su
lado y recibieron de Él el envío de anunciar el Evangelio a todas las gentes,
fueron sucedidos por otros hermanos en la fe, los obispos. Y en esta sucesión
apostólica que llega hasta nuestros días, se sustenta la misión de velar por la
unidad de la Iglesia, la comunión entre sus miembros y la garantía para que
todos seamos realmente fieles seguidores de Cristo.
Los ministerios en la Iglesia no son
motivo de poder, ni de orgullo, ni de prestigio social. Son servicios para la
unidad, la verdad y la esperanza de todos. Ni el Papa ni los Obispos han de ser
vistos como modelos de jefes o mandatarios a la usanza del poder civil. La
autoridad en la Iglesia no es sinónimo de poder sino de sacrificio y entrega a
los demás, y en todo caso su ejercicio no es para un beneficio personal sino
como disponibilidad y entrega para el bien de los hermanos.
Cuando nos distanciamos del sentimiento
unitario de la comunidad eclesial, y elevamos a categoría de absoluto nuestro
propio pensamiento individual, cerrando la puerta al contraste y a la escucha
de los hermanos, al final también nos cerramos a la palabra del mismo Dios. Y
si perdemos esta necesaria referencia al evangelio de Jesús, convertiremos la
fe en ideas sonoras, pero vacías de contenido real.
Precisamente esta falta de atención a la
voz de los hermanos y de los pastores de la Iglesia, es lo que nos lleva a
situarnos ante problemas cruciales del presente de una forma superficial y excesivamente
a-crítica, dejándonos llevar por la marea del pensamiento hedonista, y
perdiendo capacidad de ser luz y referente para los demás.
La identidad
cristiana ha de unir la confesión de la fe en Jesucristo con el testimonio de
una vida que se desarrolla en coherencia con su Evangelio. Y cuando surgen
dudas legítimas en el ejercicio cotidiano de nuestras responsabilidades
familiares y sociales, es más que razonable el intentar dirimirlas a la luz de
la fe, mediante el contraste con otros creyentes en la comunión eclesial.
Vamos a pedir hoy al
Señor por esta unidad esencial en su Iglesia, para que en medio de tantos
intereses personales e ideológicos, no olvidemos nuestra vocación de hijos de
Dios en permanente atención a su llamada, y dejemos que sea Jesucristo, el
Señor, quien nos ayude a descubrir que nuestra dicha está en este proyecto de
hermanos que él nos ofrece.
Que sintamos siempre
que la comunión eclesial es similar a la unidad del sarmiento a la vid, y así
vivamos una fe vigorosa y fecunda en medio de nuestro mundo, siendo luz que
ilumine con la verdad del evangelio, y sal que dé sabor por nuestro testimonio
generoso y fiel.
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