DOMINGO XIII TIEMPO
ORDINARIO
28-6-15 (Ciclo B)
Hay una frase de Jesús, que constituye el núcleo
fundamental de la Palabra proclamada y, desde ella, de toda nuestra vida, la
que dirige con firmeza a ese padre desesperado que acude a él para que cure a
su niña: “No temas; basta que tengas fe”.
Lo mismo que reclamaba el domingo pasado a sus
discípulos cuando aterrados creían ahogarse en medio de la tempestad, “¿es que
todavía no tenéis fe?”
La fe es el fundamento de nuestra existencia. La fe es
el tesoro más preciado que podemos tener, ya que constituye la roca sobre la
que asentar nuestra vida, porque ante los momentos de adversidad, cuando los
acontecimientos personales, familiares o sociales nos desestabilizan y parece que
el suelo desaparece bajo nuestros pies, qué necesario nos resulta estar bien
asentados en Jesús.
Y desde esa fe en el Señor, vamos a profundizar en la
Palabra que hoy nos propone la liturgia de la comunidad eclesial. Y así lo
primero que debe resonar siempre con indudable insistencia es lo que nos dice
el Libro de la Sabiduría: “Dios no ha hecho la muerte, ni se complace
destruyendo a los vivos. /…/Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a
imagen de su propio ser”
La muerte no es obra de Dios, por lo tanto cuando esta
ocurre, y buscamos las causas que la provocaron, debemos encontrarlas fuera del
ser de Dios en cuanto a su causa. Y la causa la da el mismo autor sagrado “mas
por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”. La muerte es siempre consecuencia
del pecado, y aunque esta expresión sea tantas veces repetida, no siempre la
comprendemos bien.
Existe una relación causa-efecto entre el mal y la
muerte. Y estamos exhaustos de verlo con tanta frecuencia cerca y lejos de
nuestra realidad vital. Asesinatos terroristas, crímenes de género,
extorsiones, robos, secuestros, abusos y violaciones. Podríamos ampliar todo lo
que nos da la mente para darnos cuenta de cuanta destrucción provoca el ser
humano cuando su alma se pervierte, cuando el mal le ciega, cuando se deja
seducir por un egoísmo y soberbia desmedida. Cómo es posible que si Dios nos ha
creado a su imagen y nos ha hecho substancialmente buenos, insuflando en
nosotros su espíritu de vida, podamos producir efectos tan destructores e
inhumanos.
Y la respuesta que da la Sagrada Escritura apunta a la
envidia del diablo como causa originaria de ese mal, y cuyo relato nos
retrotrae a esa soberbia del hombre que se deja seducir para ser como Dios. En
el relato del fruto prohibido del cual el hombre y la mujer comen, está el
deseo de convertirnos en dueños de la vida y de la determinación del bien y del
mal, en definitiva, sustituir a Dios por el hombre idolatrado.
Yo soy quien decide lo que es bueno y malo, lo que se
puede o no hacer, lo que quiero en cada momento, y en última instancia la vida
y la muerte. Porque cuando los intereses egoístas del ser humano se topan con
algún obstáculo, este se puede sortear conforme a mis intereses y criterios. Y
si estos criterios carecen de cualquier referencia a Dios, porque yo mismo me
he erigido en dueño de todo, el poder que ostento se hace absoluto y tirano.
Frente a esta realidad, fruto de una libertad mal
entendida y peor ejercida, Jesús muestra una manera de vivir totalmente
contraria y liberadora. Jesús sabe que Dios no es el autor del mal, ni de la
muerte, sino el Dios de la vida y del amor, por medio del cual fuimos creados
imagen y semejanza suya, y que es permanente referencia de una auténtica
humanidad.
Por esa razón siempre estará atento a las necesidades
de los demás, vengan de donde vengan, bien sea del jefe de la sinagoga, como de
aquella pobre mujer anónima que llevaba doce años enferma.
Una mujer que en medio de la muchedumbre busca
desesperadamente encontrarse con Jesús en quien ha puesto su última esperanza
de curación. O bien ese hombre llamado Jairo, quien no siente escuchadas sus
oraciones y que acude ante el nuevo maestro que a todos desconcierta.
Y la respuesta de Jesús es la misma para los dos,
tened fe. A la mujer su fe la ha curado, a Jairo le pide que no pierda su fe en
Dios.
Cuantas personas hoy y siempre han acudido a Dios con
ese deseo ferviente de encontrar una respuesta a su súplica; ante la enfermedad
grave de un ser querido, ante la pérdida de un empleo siempre necesario para
poder desarrollar dignamente la vida, ante cualquier tipo de sufrimiento que
nos arrebata la paz. Y esa es una buena actitud si nuestra confianza permanece
a pesar del resultado tantas veces contrario a lo deseado.
Una cosa es
acudir a Dios desde una fe confiada y otra muy distinta condicionar esa fe a
los resultados. El amor siempre es incondicional, y hemos de asumir la
limitación de nuestra condición humana, sabiendo que a pesar de la inocencia la
dinámica del mal del mundo también impone su ley.
Pero una cosa es aceptar la finitud del presente y
otra que Dios no tenga una palabra que decir al respecto.
El mal, el pecado, la muerte, tienen su sitio dentro
de la historia humana, pero no la última palabra sobre la misma. Y es lo que
tantas veces Jesús ha intentado transmitirnos con su entrega absoluta al plan
salvador de Dios. Ahí se sitúan sus milagros, no como algo discriminatorio, que
a unos sana y a otros nos, a unos devuelve a la vida y otros se mueren. La
acción de Jesús apunta a una realidad mucho más grande, donde la salvación
universal es un deseo de Dios para todos sus hijos, y donde la respuesta del
hombre a ese amor creador, le abre la puerta de la vida en plenitud.
Dios no nos ha abandonado, aunque en ocasiones la
barbarie del hombre, como la acontecida estos días pasados, fruto del fanatismo
religioso más perverso, nos lleve al escándalo. Dios se hace partícipe del
sufrimiento del hombre, experimentado en la muerte violenta de su Hijo
Jesucristo. Pero el silencio de Dios ante el grito desesperado de sus hijos no
es debilidad divina, sino espera respetuosa a la respuesta que el ser humano
quiera darle como opción fundamental de su vida. Y si esta respuesta humana
parte de la confianza, de la conversión y de la acogida agradecida al amor que
de Él hemos recibido, nuestro sitio es el mismo que preparó desde siempre para
todos los bienaventurados. Pero si la respuesta es la negación de Dios y la
permanencia en el mal causado, no será posible sentarse en la mesa del Reino de
Dios.
Dios nos ha dado el don inmenso de la libertad, pero
si no somos capaces de desarrollarlo conforme a su proyecto de vida, de amor y
de paz, ese don se convertirá en cauce de perdición.
Que el Señor siga animando nuestra fe y nuestra
esperanza, para que en medio de las dificultades de este mundo sigamos
asentados en la confianza a su amor, que nunca nos defrauda.
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