DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO
28-01-2018 (Ciclo B)
“Este enseñar con autoridad es nuevo”. En
esta frase se expresa el sentir de quienes acogen la Palabra de Dios con un
corazón abierto y confiado. Jesús va despertando entre las gentes algo más que
la admiración o el asombro. Va calando en lo profundo de sus corazones por la
unidad existente entre su vida y su palabra, entre lo que dice y lo que hace.
Ya en el antiguo testamento se nos
muestra esta necesaria coherencia entre la palabra que en nombre de Dios se
pronuncia y la vida de quien la transmite. “Suscitaré un profeta de entre tus
hermanos, pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande”. Dios
ha puesto en nuestras manos una misión extraordinaria, una tarea apasionante:
transmitir con fidelidad y valor su palabra salvadora. No somos dueños de ella
ni podemos subordinarla a nuestros intereses. De ahí que la severa advertencia
resulte amenazante para el profeta infiel que manipula, utiliza o profana la
palabra de Dios, “el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo
que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, es reo de
muerte”.
Dios es celoso de su palabra y no puede
consentir que en su nombre se pervierta la justicia y la verdad. Dios jamás bendice
ni ampara la injusticia que tanto dolor provoca y se rebela contra quienes en
su nombre oprimen, esclavizan o causan sufrimiento a los demás.
Esa fidelidad absoluta a la palabra de
Dios es la narrada en el evangelio de hoy. Jesús manifiesta la plena unidad
entre la palabra y el obrar de Dios, entre lo que Dios anuncia y su acción
salvadora. Es a la luz de esta vida de Jesús donde nosotros hemos de asentar
nuestro testimonio evangelizador.
La palabra de Dios transmitida con
fidelidad siempre será una palabra consoladora, una palabra de esperanza, de
sosiego y de paz. Una palabra que denuncia la injusticia y la muerte, la
violencia y el egoísmo, el sufrimiento que unos infringen a otros.
La palabra de Dios es liberadora de toda
opresión, y así el evangelista nos narra cómo Jesús devuelve la vida a quien la
tenía arrebatada, liberándolo de las ataduras del maligno.
El personaje del
endemoniado que de tantas maneras aparece en el evangelio como un claro caso de
marginación social y denigración personal, no sólo está sometido a la
imposición de un ser opresor, se encuentra bajo el dominio de su voluntad
perdiendo cualquier capacidad de decisión sobre sí mismo y obrando bajo la
influencia del pecado y el mal.
La sanación que Jesús
ofrece abarca a toda la persona. Sus gestos de acogida y misericordia, nos
muestran ante todo el gran amor que Dios nos tiene y que en medio de nuestras
limitaciones no nos abandona y nos sigue llamando a una vida digna y dichosa.
Para ello el primer gesto que realiza es liberar al hombre de su opresor,
imponiendo el silencio a quien usa la palabra para engañar y someter; “cállate
y sal de él”.
Cuando la mentira y la
falsedad se abren camino en medio de nuestro mundo, y pretenden ocupar el lugar
de los valores fundamentales que conducen nuestra vida, entramos en una
pendiente que nos va hundiendo como personas y como sociedad. Las palabras que
en otro tiempo tenían claros significados y nos ayudaban a configurar un estilo
de convivencia, ahora se desvirtúan y relativizan.
Conceptos tan
esenciales como la familia, el matrimonio, la concepción de la vida, la
violencia y el terrorismo, la solidaridad en tiempos de crisis, todos ellos tan
de actualidad, o son contemplados e interiorizados a la luz del evangelio de
Jesucristo, o serán manipulados conforme
a los intereses de las ideologías dominantes. De manera que lo que ayer
tenía un valor absoluto hoy se pueda relativizar o suprimir si con ello se
recaudan los votos necesarios.
Jesús nos muestra un
camino nuevo basado en el amor de Dios, pero a la vez construido sobre las
bases de la fidelidad y la entrega personal para mantener siempre viva la
dignidad inalienable de la persona creada a su imagen y semejanza.
Dios nos avala con su
autoridad cada vez que nos entregamos al servicio de los demás transmitiendo
con nuestra palabra y testimonio la verdad de la fe que profesamos. Y aunque
sintamos la incomprensión o el rechazo de quienes desean imponer su propia
amoralidad, el Espíritu del Señor nos anima y sostiene para que compartiendo el
don de la unidad seamos fieles testigos del evangelio en medio del mundo.
Somos portadores de
una palabra de vida y de esperanza, y con esa convicción debemos ofrecerla a
nuestros hermanos “a tiempo y a destiempo”. Eso sí con la sencillez y el
respeto de quienes saben que sólo tenemos capacidad para proponer y no para
imponer. Los medios por los cuales hemos de anunciar el evangelio jamás pueden
desdecirse de su contenido esencial, que son la fe, la esperanza y el amor.
Hoy recibimos del
Señor una llamada a la fidelidad. La Palabra de Dios no puede subordinarse a
nuestros intereses. Y en nuestros días podemos caer en el riesgo de querer
reinterpretar el evangelio para adaptarlo a la conveniencia del oyente moderno,
lo cual puede llevarnos a ofrecer una palabra agradable al oído
autocomplaciente de nuestra sociedad de bienestar, pero que nada tiene que ver
con el Evangelio de Cristo. El único modo de evitar este riesgo, y la garantía
de autenticidad a la que todos tenemos derecho está en la comunión eclesial, que
animada por el amor, la comprensión y la búsqueda fiel de la voluntad del
Señor, se nos transmite por medio de nuestros pastores, sucesores de los
apóstoles del Señor.
Pidamos en esta
eucaristía el don del Espíritu Santo. Que Él nos ayude a vivir la fe de tal
manera, que demos testimonio auténtico de Jesucristo, y transmitiendo con
generosidad su evangelio, pueda ser reconocido por todos como su único Señor y
salvador.