DOMINGO IV DE CUARESMA
11-03-18 (Ciclo B)
“Tanto amó Dios al
mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que
creen en él, sino que tengan vida eterna”.
En esta frase que
hemos escuchado en el evangelio de hoy, se condensa con nitidez la obra y la
misión de nuestro Señor Jesucristo, quien ha sido enviado por el Padre al
mundo, no para condenarlo, sino para que se salve por él.
El cuarto domingo de
cuaresma, llamado de laetare, “alegría”, nos presenta en el horizonte la luz
pascual donde se cumple de forma definitiva el plan salvador de Dios en la
resurrección de Jesús.
Pero para llegar a la
luz pascual antes hemos de superar el camino de las sombras y tinieblas, donde
es preciso que vayamos transformando nuestra vida para posibilitar que emerja
el hombre nuevo cuya viva se identifique plenamente con Cristo.
Vivimos sustentados
por una promesa salvífica que nos ofrece la posibilidad de ser hijos de Dios.
Esa promesa anunciada por los profetas y esperada por el pueblo de Israel, se ha
hecho realidad en la persona de Jesús. “Él es el camino, la verdad y la vida”.
La Luz que pone al descubierto todas las obras y conductas del ser humano, para
ayudarle a reconocer su desvío en el camino de forma que pueda retomar el rumbo
que le conduzca hacia su plenitud en el amor.
La vida de Jesús ha
sido un permanente acompañamiento en fraternidad. Asumiendo nuestra condición
humana, el Hijo de Dios se hacía partícipe de nuestra debilidad, pero no para
sucumbir bajo el peso del pecado y del mal, sino para mostrarnos que es posible
superar esa realidad que nos deshumaniza si vivimos bajo la acción del Espíritu
de Dios y nos dejamos modelar conforme a su voluntad de Padre.
Sin embargo en
multitud de ocasiones hemos dado la espalda a su llamada. Hemos creído como el
hijo pródigo que nuestra madurez se encuentra lejos del hogar paterno y que
cuanto más lejos estamos de Dios más autónomos, libres e independientes somos.
Nuestro egoísmo y soberbia nos llevan a vivir de espaldas a Dios ocultándonos
de su mirada y huyendo de la luz que nos denuncia y delata.
Es la experiencia
relatada en la primera lectura tomada del 2º libro de las Crónicas. El pueblo
entero, con sus jefes y sacerdotes se habían pervertido con las costumbres
paganas, viviendo al margen de la Alianza establecida con Dios, y creyendo que
una vez llegado el tiempo del bienestar y bonanza, ya Dios no hace falta para
nada.
En nuestros días bien
podía esto asemejarse a la embriaguez de una sociedad acomodada en sus
adelantos económicos y científicos, que se cree autora y dueña de la creación y
que interviene sobre ella y sobre la misma humanidad conforme a los criterios
que convengan en el momento. Así se va introduciendo en el camino de la
insolidaridad para con los pobres, el proteccionismo egoísta de sus bienes, y
la subordinación del valor de la vida humana conforme a los intereses del más
fuerte.
Y cuando vivimos de
espaldas a Dios, buscamos un ídolo al cual entregar nuestra voluntad y del que
nos hacemos sus siervos. El ídolo del consumismo, de la violencia y del odio,
que van transformando nuestra inteligencia en modas, nuestra libertad en
esclavitud, nuestra ilusión en rutina vacía de esperanza.
En esta situación,
somos llamados por el Señor a nacer de nuevo, a contemplar al Hijo del Hombre
elevado como estandarte de salvación, “para que todo el que cree en él tenga
vida eterna”.
El hecho de que la
voluntad universal de salvación que Dios nos ofrece sea obra de su amor
gratuito, no nos exime de responsabilidades y de tener que dar una respuesta clara
en su favor.
La fe que nos salva
es para nosotros tarea y compromiso; “el que cree en él, no será condenado; el
que no cree, ya está condenado”. Y estas palabras por muy duras que parezcan,
no son sino la clarificación de las actitudes que a todos nos mueven.
El evangelio no habla
de la increencia como algo involuntario en el hombre. Hay personas que no han
conocido a Cristo, no por mala voluntad, sino porque nadie les ha anunciado el
evangelio. A estos no se refiere el evangelista.
S. Juan con claridad
expresa la causa de la condenación; “que la luz vino al mundo, y los hombres
prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas”. Esta es la
razón de su destino ajeno al amor de Dios.
Dios quiere que todos
sus hijos se salven, pero ha puesto en nuestras manos la capacidad de tomar
decisiones que abarquen toda nuestra existencia, y de las cuales somos los
únicos responsables.
Hablar en nuestros
días de pecado, de maldad, de condenación y perdición, parecen trasnochadas, e
incluso en ambientes cristianos suscitan rechazo y se busca suavizarlas, cuando
no evitarlas. Y preferimos llevar una vida anodina que no nos produzca
demasiados quebraderos de cabeza, y mucho menos nos meta el miedo en el cuerpo.
Cuando somos llamados
a la conversión no se nos realiza una invitación al miedo o al terror, sino que
somos convidados a vivir la alegría del encuentro en el amor y en la paz para
con Dios y con los hermanos. Nadie ama por miedo. El amor sólo puede emerger
desde la confianza, el afecto, la libertad y el respeto. Y la prueba del amor
incondicional de Dios está en que ha enviado a su Hijo al mundo como camino de
salvación. Pero a nadie le va a imponer seguir ese camino en contra de su
voluntad.
La respuesta del
hombre ha de ser libre y responsable, y si bien en su acogida afirmativa al
amor de Dios encuentra su dicha y su gloria, en la negación está su condena,
por duro que nos parezca el así decirlo.
Los cristianos
participamos de la misma misión de Cristo. Y hemos de sentir como propia la
tarea salvadora que el Señor inició con la instauración de su Reino. Si creemos
de verdad que el Hijo de Dios ha venido al mundo para que el mundo se salve por
él, nosotros, hijos de Dios en Cristo, debemos empeñar nuestra vida en esta
misma labor, ser portadores de esperanza y de vida para nuestros hermanos.
Que él nos ayude para
anunciar con ilusión su evangelio, de modo que por los frutos de nuestra
entrega, otros puedan encontrarse con Aquel que tiene palabras de vida eterna.
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