DOMINGO XXIV
TIEMPO ORDINARIO
16-09-18
(Ciclo B)
Acabamos
de escuchar un evangelio sobradamente conocido por todos ya que es de esas
escenas que se repiten en los tres evangelistas llamados sinópticos (Mateo,
Lucas y Marcos), y que en los tres ciclos litúrgicos se nos proclaman.
San Marcos sitúa este pasaje en el centro
de su evangelio, justo cuando Jesús ha concluido el tiempo de anunciar el Reino
de Dios junto a sus discípulos por tierras de Galilea, y se dispone a consumar
su misión en Jerusalén. Por eso además de preguntarles sobre la imagen que de
él tienen, les va a anunciar la proximidad de su pasión.
Situándonos nosotros en el centro del
relato, y una vez interrogados sobre la persona del Señor, seguro que no
hubiéramos diferido demasiado de la respuesta de Pedro “Tú eres el Mesías, el
Hijo de Dios”. Nuestra experiencia de fe, que en cada momento de la vida hemos
ido madurando con la asistencia del Espíritu Santo, así nos lo revela. Jesús es
el Hijo de Dios, nuestro Mesías y Salvador.
Pero la pregunta, Jesús la formula de
manera más abierta. “¿Quién dice la gente que soy yo?” Y bien podríamos
detenernos un momento en responderla desde nuestra realidad inmediata. Si
preguntáramos a muchos que se consideran cristianos hoy en día, que están
bautizados, y que en su momento asistieron a una primera iniciación cristiana,
pero que a la vez se manifiestan como no practicantes, su respuesta no sería
muy distinta de la de aquellos contemporáneos de Jesús. Para muchos, Jesús fue
un buen hombre, que hizo cosas buenas, cuyos valores de justicia y solidaridad
enganchan a muchos, y que murió en la cruz de manera injusta y cruel.
Y aún siendo verdad, es muy poco. Se
queda en la superficie de una humanidad entregada a los demás pero que terminó
en un estrepitoso fracaso. Hablan de un hombre, pero que realmente desconocen.
Por eso la pregunta directa a los
discípulos es fundamental, es decir, la pregunta a cada uno de nosotros.
Y no basta con reconocer en Jesús a una
persona excepcional, con unas cualidades humanas extraordinarias y que cautivan
el corazón.
Pedro junto a sus hermanos apóstoles, ha
experimentado esa atracción de Jesús desde los comienzos de su relación
personal. A cada paso recorrido, más cautivado se sentía por este hombre que un
día lo llamó junto al lago de Galilea. Pero lo que ha hecho que siga a su lado
contra todos los inconvenientes y dificultades, no sólo es su humanidad, sino
la naturaleza escondida en su ser y que revela a Alguien mucho mayor que un
simple hombre. De ahí su confesión de fe y su adhesión más íntima “Tú eres el
Mesías”.
Quienes hemos llegado a esta confesión en
nuestra vida, podemos decir con sencillez y gratitud que hemos completado un
primer camino de madurez cristiana. No somos seguidores de un profeta, ni de un
buen hombre, sino discípulos del Señor, del Hijo de Dios.
Y llegar a esta conclusión conlleva
consecuencias inmediatas, como las que tuvieron que experimentar aquellos
apóstoles de la primera hora. Reconocer a Jesús como el Mesías, el Hijo de Dios
nuestro Salvador y Señor, significa que también tenemos que entender su
mesianismo de forma adecuada y conforme a su voluntad.
Cuando Jesús empieza a desgranar lo que
aquella confesión de fe significaba en realidad, y cómo el Hijo de Dios ha de
instaurar su reinado pasando por la cruz redentora, el proyecto que
inicialmente había sido recibido con agrado se trunca en decepción. Y la
tentación que tantas veces nos invade quiere evitar el camino que Jesús nos
muestra para dar un rodeo que rechace la dura realidad de la cruz.
Es
más, al igual que Pedro pretendemos decirle al Señor cómo se deben hacer las
cosas, y que tal vez sus modos no son los más acertados en nuestro tiempo.
Esta semana en la liturgia diaria hemos
escuchado cómo Jesús llama dichosos a los pobres, a los que lloran y sufren o
pasan cualquier penalidad por su causa. Hemos sido invitados a amar a los
enemigos y a orar por quienes nos persiguen o violentan, y a no juzgar a los
demás si no queremos ser juzgados con igual severidad. Y estas llamadas del Señor
las realiza desde esa invitación a “ser perfectos como vuestro Padre celestial
es perfecto”.
El camino que el Señor ha de recorrer, y
por el que somos invitados a
acompañarle, conlleva cargar con la propia cruz de cada día, siendo
fieles a la misión por él confiada y adoptando en nuestro ser sus mismas
actitudes de servicio, entrega, amor y sacrificio.
Tomar caminos alternativos, es separarnos
del único que nos conduce hacia Él, rompiendo la unidad entre la fe en
Jesucristo y la vida que de esa fe debe derivarse.
En definitiva se traduce en lo que el
apóstol Santiago denuncia en su carta, “¿De qué le sirve a uno decir que tiene
fe, si no tiene obras?”. ¿Es que podemos separar las prácticas religiosas de
las consecuencias que de su vivencia se han de extraer?
El anuncio del Evangelio de Jesucristo a
sus discípulos no es un compendio de ideas hermosas sobre Dios, ni teorías
sobre una mejor marcha del mundo. El Evangelio es la Palabra de Dios encarnada,
que materializa la transformación radical de toda la realidad asumiendo con
fidelidad los costes, que una vida coherente con este plan salvador, requiere.
Y Jesús nos invita a seguirle con la firme promesa de que él acompañará nuestro
camino y nos sostendrá en la adversidad.
Si aceptamos su llamada con entrega y
confianza, se notará de forma inmediata, ya que nuestra fe en Jesucristo se
traducirá en obras de amor y misericordia para con los demás. Obras que en un
mar de incertidumbre y penurias, como las que nuestra realidad actual vive,
pueden parecer insuficientes, pero que si todos los discípulos del Señor las
desarrolláramos con generosidad, seguro que se notaría.
La confesión de Jesucristo como el Mesías
y el Salvador por parte de un grupo tan insignificante como aquellos Doce
Apóstoles nada presagiaba en su tiempo. Es más el anuncio de la pasión y muerte
de Jesús no hacía sino agudizar la sensación de fracaso.
Pero la última palabra de la historia no
la pronuncian labios humanos, sino que es Palabra de Dios, y ciertamente la
confesión de Pedro es hoy para nosotros fundamento de nuestra fe.
Hoy, en esta eucaristía, pedimos al Señor
que nos sostenga en el camino que con confianza deseamos recorrer a su lado.
Que al confesar su divinidad no olvidemos nunca la entrega de su persona en
favor de los necesitados, los pobres y humildes. Y que aquellos que hoy viven
alejados o al margen de la fe, puedan descubrir por la grandeza de nuestras
obras el rostro de un Dios que les ama y les invita a ser miembros de su Pueblo
Santo. De este modo no sólo viviremos con coherencia nuestra fe en Cristo,
además lo estaremos anunciando con la elocuencia de nuestro comportamiento
fraterno.
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