DOMINGO XXXI TIEMPO ORDINARIO
4-11-18 (Ciclo B)
Un domingo más nos congregamos para
celebrar el Día del Señor, el encuentro semanal y comunitario de quienes
compartimos la misma fe y esperanza, unidos en el amor fraterno.
Y en este domingo, la Palabra que hemos
escuchado, nos ayuda nuevamente, a centrar nuestra atención hacia lo
fundamDOMINGO XXental. Hace unos días, un joven preguntaba a Jesús sobre lo que tenía que
hacer para heredar la vida eterna, y hoy otro personaje le interroga acerca del
mandamiento principal.
Todo ello nos muestra el gran interés de
toda persona religiosa por llevar una vida conforme a la ley de Dios, al
cumplimiento de sus normas y preceptos, lo cual está bien si no reducimos la
fe, a esa observancia legal sin más.
Jesús, conocedor, como lo era, de la ley
de Moisés, y de la gran importancia que tenía para el pueblo judío el
cumplimiento estricto de la Torah, va a responder a la pregunta del escriba
resumiendo toda esa ley en el único precepto fundamental; amar a Dios con todo
el corazón, con todo nuestro ser, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Qué necesario es tener claro en la vida
lo realmente importante. Ciertamente para vivir con los demás, necesitamos una
serie de pautas que nos ayuden a desarrollar esa vida desde la armonía, el
respeto y la justicia para con los otros. Y así podemos entender que desde el
plano social, hasta el religioso, necesitemos de una serie de principios y
normas que favorezcan esa convivencia serena y pacífica entre todos.
Pero esos principios han de ser tenidos
como valiosos en la medida en que están encaminados hacia lo fundamental, que
es el amor.
Un amor que nace de Dios que nos ha
llamado a la vida, y un amor que tiene su correspondencia esencial en la
relación con los demás hombres y mujeres entre quienes desarrollamos esa
existencia.
Sin el amor como fundamento de las
relaciones humanas y cristianas, ninguna otra norma de conducta se sostiene.
Si nos falta el amor de nada sirven los
ritos, e incluso las oraciones. Sin amor las normas se convierten en
imposiciones, las leyes en pesadas cargas y hasta la oración se rebaja a la
pura palabrería.
Esta pregunta evangélica, formulada por
aquel escriba, ha de suscitar en nosotros una revisión profunda sobre la
autenticidad de nuestra fe. ¿Somos conscientes de amar a Dios sobre todas las
cosas? ¿Estamos seguros de poner al Señor en el principio y fundamento de
nuestra vida? ¿Cuenta él lo suficiente a la hora de tomar las decisiones
importantes?
Porque amar a Dios sobre todo sólo es
posible entablando una relación íntima y confiada con él. Amamos a quien
conocemos de verdad, a aquellas personas con las que estamos a gusto y nos
sentimos acogidos y queridos. Ese amor se hace entrañable, cercano, sincero, y
desde él nos sentimos realmente dichosos y plenamente realizados.
Amar a Dios sobre todas las cosas, con
toda nuestra mente y nuestro ser, no es una norma, porque el amor jamás se
puede conseguir por decreto. El amor es gratuito, generoso, desbordante. El
amor o se siente y se vive desde la libertad y la gratuidad, o se convierte en
una relación impositiva y esclavizante.
Qué grande es sentir ese amor intenso con
Dios, poder vivirlo con la plena conciencia de estar siempre bajo su amparo, de
tenerle como el gran amigo en nuestro cotidiano caminar, y saber que en todo
momento y circunstancia permanece a nuestro lado.
Vivir bajo ese amor conlleva unos frutos
de vida entregada y generosa para con los demás. Por eso Jesús cierra el
mandamiento del amor a Dios con la segunda propuesta de amar a los hermanos como
a nosotros mismos. Porque ellos, nuestros semejantes son imagen de Dios,
miembros de nuestra familia humana y que han sido bendecidos con el mismo amor
del Padre.
Y por esa misma razón el apóstol S. Juan
en su primera carta, llega a asegurar que “quien
dice que ama a Dios a quien no ve, y no ama a su hermano a quien sí ve, es un
mentiroso”.
Es verdad que el amor a Dios no nos trae
tantos quebraderos de cabeza como el amor a los hermanos. Dios nunca nos
defrauda, él siempre permanece fiel a su palabra e incluso en los momentos de
mayor adversidad sentimos su presencia alentadora y su amor reconfortante. Sin
embargo entre nosotros no siempre las relaciones que establecemos nos acercan a
la fraternidad, e incluso muchas veces nos enfrentan y distancian. Por eso
mismo debemos esforzarnos en cuidar con afecto la relación con los demás. Tener
los mismos sentimientos que Jesús para perdonar, acoger y comprender a quienes
mayores dificultades ofrecen, sabiendo que no se trata de soportar una realidad
ajena a nosotros, sino que todos formamos parte de la misma realidad fraterna y
compartimos igual responsabilidad para su cuidado.
El pasado jueves celebrábamos la fiesta
de todos los Santos. Ellos nos han mostrado con especial claridad un estilo de
vida sustentado en la vivencia de ese amor hasta el extremo. Su entrega
generosa y desinteresada en favor de los más necesitados, su experiencia
profunda y cercana con Jesucristo, y en muchos casos su testimonio valeroso y
fiel que les llevó al martirio, son para nosotros un ejemplo a seguir en toda
su riqueza y verdad. Ellos son los mejores hijos de la Iglesia, los que dan
brillo y autenticidad a la experiencia de la fe.
Por eso nos seguimos encomendando a su
intercesión, porque sabemos que también nosotros estamos llamados a compartir
su misma vida en plenitud, y que ese camino que ellos recorrieron, hoy se abre
ante nosotros de par en par a fin de transitarlo con su misma apertura al amor
de Dios y con la firme voluntad de ser en medio de nuestro mundo sus testigos.
Que ese amor que Dios a puesto en
nuestros corazones vaya configurando nuestras vidas, de manera que seamos
fieles testigos de su Palabra, y que con la fuerza de su Espíritu Santo,
vayamos construyendo su Reino de amor, de justicia y de paz.
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