DOMINGO
XXXII TIEMPO ORDINARIO
8-11-20 (Ciclo A)
Este
mes de noviembre está especialmente dedicado al recuerdo de nuestros seres
queridos y que ya han pasado a vivir la plenitud de la gloria de Dios. Los
textos de la Sagrada Escritura que en estos días se nos proclaman, desde la
fiesta de Todos los Santos hasta el fin del tiempo litúrgico ordinario con la
fiesta de Jesucristo Rey del Universo, nos invitan a traspasar con la mirada
del corazón la realidad de esta vida presente para confiar en la promesa del
Señor y esperar con confianza nuestro encuentro definitivo con él.
Nuestra vida ha de ser vivida con toda
su intensidad y consciencia. Ella es un regalo de Dios, quien por su amor
inmenso ha creado este mundo nuestro y en medio de él nos ha situado para que
naciendo a la vida humana y asemejándonos a su Hijo Jesucristo, nazcamos a la
vida divina a la que ha de tender toda la creación.
Así lo ha entendido el autor sagrado en
su libro de la Sabiduría. A ella, que es una forma de expresar el ser de Dios
la “ven los que la aman y la encuentran los que la buscan”. Nuestro Dios, por
medio de diferentes formas y experiencias, ha buscado siempre relacionarse con
el ser humano. Dios no es un ser lejano e impersonal que permanece al margen de
la vida de sus criaturas de una forma indiferente. La experiencia de los
Patriarcas y profetas descrita en el A.T., es para nosotros un testimonio de la
relación personal, cercana y amorosa de Dios con su Pueblo.
Claro que la lejanía histórica y las
diferentes realidades culturales nos pueden dificultar su comprensión, pero por
muy alejada que esté de nuestra propia realidad aquellos hechos y experiencias
narradas, sí nos queda suficientemente claro que nuestro Dios no es un
personaje distante del hombre, sino su Principio y Fin fundamental, no en vano
hemos sido creados a imagen y semejanza suya.
Sólo desde este sentimiento que nos
vincula profundamente al Señor podemos cantar con el salmista “mi alma está
sedienta de ti, Señor, Dios mío”. Sentir sed de Dios sólo es posible si también
se experimenta la sequedad del corazón. Y en nuestra vida pasamos muchas veces
por momentos de vacío, de oscuridad y también de frialdad espiritual. En
ocasiones los vivimos de una forma más inconsciente, y nos aferramos a otras realidades
creyendo que podemos llenar ese vacío con cosas materiales o ilusorias.
Cuando nos alejamos de Dios buscamos
otros ídolos que llenen su hueco, y nos dejamos invadir por realidades que
aunque aparentemente ocupan su lugar siempre nos dejan insatisfechos.
Tomar conciencia de esta verdad nos
ayuda a recuperar un corazón sediento que nos orienta para estar en vela,
esperando y anhelando al único que lo puede saciar plenamente.
Una experiencia similar es la que nos
ofrece S. Mateo en el evangelio, y que en parte no hace más que narrar la suya
propia. Él también estuvo preocupado de las cosas materiales, del dinero y del
poder que le daban ser recaudador de impuestos. Su lámpara se vaciaba del
aceite de la misericordia y de la compasión de los demás buscando satisfacer
sus ambiciones y egoísmos, hasta que un día se topó con Jesús.
En ese encuentro descubrió su vacío
interior y la riqueza humana que el desconocido le ofrecía. Ante Jesús, Mateo
descubrió su pobreza y pequeñez en claro contraste con la vida plena que el
Maestro le ofrecía. Y en ese seguimiento confiado y agradecido, fue llenando su
lámpara del mismo aceite del Señor; el amor, la cercanía a los demás, el
servicio generoso y la compasión ante los que sufren. Un aceite con el que
encender la lámpara que ilumine a los hombres para mostrarles el camino que
conduce a una existencia plena y gozosa.
La luz que irradia una vida así va
despejando las tinieblas del egoísmo, la injusticia y la desesperanza.
Ciertamente todos pasaremos en nuestra vida por momentos de mayor oscuridad, de
dolor e incertidumbre, especialmente cuando tengamos que afrontar la prueba de
la muerte.
S. Pablo es muy consciente de ello y así
nos invita, en su carta a los hermanos
de Tesalónica, a permanecer unidos desde la confianza en el Señor. Porque “si
creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto
en Jesús, Dios los llevará con él”.
La lámpara de nuestra fe no sólo ha de
alumbrar nuestra vida y calentar nuestra esperanza. Si somos luz en medio del mundo
es para iluminar a los hermanos cuyas fuerza flaquean, y sostener en medio de
las adversidades de la vida a quienes peor lo puedan pasar.
Ahora bien, sólo lograremos desarrollar
esta misión si alimentamos nuestra experiencia de fe de forma continua y profunda.
Difícilmente podremos acompañar y sostener a quien flaquea si nuestras fuerzas
no nos sostienen a nosotros mismos. Eso es lo que reprocha Jesús en la parábola
a quienes no han previsto alimentar su lámpara con el suficiente aceite. A
veces nosotros podemos hacer muchas cosas por los demás, entregarnos
apasionadamente a proyectos y empresas que busquen la promoción y la justicia
entre los hombres, y eso es bueno y hay que hacerlo. Pero si a la vez no
alimentamos el alma que sustenta esa acción, la vida interior de quienes nos
entregamos puede ir apagándose hasta perder el sentido por el que actuamos, y
así podremos hacer cosas, pero sin el fundamento de una fe que las anima y
sostiene.
Hoy es un buen día para ir revisando
cómo está la lámpara de nuestra espiritualidad. Si vivimos con el suficiente
aceite que la alimenta y da vigor a la luz que desprende, o si por el contrario
nos despreocupamos un poco de su cuidado interior. Así al celebrar esta jornada
de nuestra Iglesia diocesana, podemos agradecer al Señor que nos haya integrado
en esta familia de amor y esperanza, donde hemos nacido a la fe, y por ella nos
hemos desarrollado como discípulos suyos en la comunión fraterna. Nuestra
Iglesia de Bilbao, es nuestra casa, y en ella vivimos con gozo nuestra
conciencia de hijos de Dios y de hermanos entre nosotros.
En la eucaristía encontramos los
cristianos la fuente de la que beber para calmar la sed y reponer las fuerzas
en el camino de la vida. En ella nos nutrimos y fortalecemos para la misión
evangelizadora en medio de nuestro mundo y, alentados por la Palabra del Señor,
sentimos cómo su Espíritu Santo nos sigue sosteniendo y animando para vivir con
gozo y esperanza en las realidades cotidianas.
Pidamos en esta celebración para que
compartiendo una misma esperanza, vivamos con ilusión nuestros compromisos
pastorales y sociales, intentando transmitir a los demás la fe que nos hace
hermanos e hijos de Dios.
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