DOMINGO III
TIEMPO ORDINARIO
26-01-20
(Ciclo A)
El evangelio que acabamos de escuchar, nos muestra el comienzo
de la vida pública de Jesús. Y el evangelista San Mateo, discípulo del Señor,
ha querido unir por medio del profeta Isaías, la misión que desempeñaba Juan el
Bautista, con la que Jesús va a iniciar. “El pueblo que habitaba en
tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra de sombras de
muerte una luz les brilló”.
Si el apresamiento de Juan suponía una gran decepción
para el pueblo que había esperado en sus palabras, el comienzo de la misión de
Jesús va a avivar la llama de la esperanza con una fuerza renovada. Y así la
llamada a los primeros discípulos que acabamos de escuchar en el evangelio, nos
sitúa en el origen del nuevo pueblo de Dios del cual somos hoy sus herederos.
La invitación de Jesús a sus discípulos, personal y directa, se ha ido
repitiendo a lo largo del tiempo hasta llegar a nosotros, con la misma propuesta
de hacernos “pescadores de hombres”. Lo cual supone dejar nuestras redes y
preocupaciones personales a un lado y asumir la nueva tarea que el Señor nos
encomienda y que no es otra que la de transmitir la Buena Noticia del Evangelio
a los demás.
Sin embargo en nuestros días esta misión eclesial, con
ser labor importante, no está exenta de dificultades que afectan a su
desarrollo. San Pablo en su primera carta a los corintios detecta un problema
serio en el interior de la comunidad cristiana. Al ir creciendo el número de
los creyentes y formar grupos comunitarios distintos, unos se ven más cercanos
al estilo y predicación de algunos de sus líderes que al de otros. Y aunque las
peculiaridades de cada persona son algo inevitable y hasta bueno, ya que no
somos hechos a troquel, todos iguales, las cuestiones accesorias a veces se
situaban en primer plano, llevando al olvido de la misión fundamental y creando
discordias en la comunidad.
Las distintas maneras de
exponer el mensaje de la fe, así como los destinatarios del mismo no pueden
condicionar, hasta el punto de dividir, a la comunidad cristiana. Por eso
Pablo, en el ejercicio de su ministerio apostólico, va a realizar una llamada a
la unidad, que ante todo se ha de basar en la fidelidad al evangelio, del cual,
el apóstol, es su servidor y fiel intérprete en la comunión con los demás
apóstoles.
Y esta cuestión es de una
relevancia y actualidad extraordinarias.
La experiencia de fe de
cada uno de nosotros, se basa además de en la relación personal con Dios por medio
de la oración y la vida sacramental, en el conocimiento de la Sagrada Escritura
y la tradición eclesial heredada. No somos los aquí presente los primeros
creyentes de la historia, y formamos parte de un largo proceso de reflexión y
profundización teológica que nos ha llevado a confesar un mismo Credo,
compendio de las verdades que los cristianos creemos y que son fundamentales
para nuestra fe.
De hecho como todos
sabemos, las distintas interpretaciones que en momentos concretos de esa
historia se han realizado por diferentes grupos eclesiales, han causado serias
divisiones que todavía perduran entre nosotros.
Sin embargo la Iglesia
Católica a la que pertenecemos, bajo la guía pastoral del sucesor de Pedro y en
comunión con los demás obispos del mundo, ha compaginado el desarrollo
teológico realizado por los distintos pensadores y maestros de la fe, con el
cuidado permanente de la comunión. De tal manera que ante cuestiones novedosas,
donde no ha existido una acogida suficientemente amplia por parte del pueblo de
Dios, y que tampoco el evangelio explicita de forma clara, se ha preferido
mantener la unidad antes que provocar la división.
Y esta garantía de unidad
es la misión que los pastores de la Iglesia tienen especialmente encomendada.
Muchas son las funciones que cada uno de los cristianos debemos ejercer, pero
el ministerio de la comunión ha sido conferido a los Obispos, y éstos a sus
colaboradores.
Este asunto adquiere mayor
relevancia, cuando a través de los medios de comunicación hoy resulta sencillo
acercarnos a un elenco de opiniones, que colocadas todas ellas en el mismo
plano, carecen de una justa discriminación. Podemos escuchar argumentos sobre
problemas de fe, tratados con el mismo rango a teólogos, obispos, políticos y
personas de cualquier condición. Y si bien es verdad que como creyentes todos
podemos y debemos expresar y compartir la fe, no tenemos que confundir lo que
es opinar libremente sobre algo, de lo que supone proponer autorizadamente la
verdad de la fe católica.
La libertad de expresión,
no conlleva la autoridad moral sobre lo expresado, la cual proviene del
ministerio legítimamente recibido en la comunión eclesial.
La fe y la tradición
eclesiales son un bien común de todo el pueblo de Dios, y no le es lícito a
nadie por su cuenta erigirse en portavoz universal de una interpretación
meramente personal. Las opiniones individuales, por sí solas, no conducen a la
construcción de la comunidad, y cuando éstas pretenden imponerse como verdades
al margen de la fe común, generalmente son un fraude.
La comunión eclesial es la
única garantía que podemos tener de vivir la fe en fidelidad al evangelio de
Jesús. Una comunión que sostenida y alentada por el Espíritu Santo, busca
siempre el bien común, la promoción de las personas y la construcción de la
convivencia fraterna, en el amor y la esperanza.
El trabajo ferviente y
paciente de tantos teólogos y pensadores cristianos a lo largo de los siglos,
nos han ayudado a comprender mejor los designios del Señor. La fe necesita
comprenderse, razonarse, y ser propuesta a los demás en un lenguaje actualizado
a fin de que en diálogo con la cultura, podamos compartir un horizonte de
justicia y dignidad humana para todos. Pero la fe siempre es don, y como tal no
es algo de lo que el hombre pueda apropiarse egoístamente, llegando a
manipularla para que responda a sus criterios individualistas e ideológicos.
Como don que proviene de Dios, la fe siempre ha de estar referida a Él, y ha de
ser vivida con gratitud y humildad, en la madurez de la vida comunitaria de la
Iglesia.
La unidad eclesial es
nuestra garantía de autenticidad. La división sólo conduce al ensoberbecimiento
de uno mismo, al enfrentamiento teórico y existencial con los hermanos, y a la
ruptura con el deseo de Cristo de que todos seamos uno, “como él y el Padre son
uno”.
En la eucaristía es el
Señor quien se entrega por todos, para que viviendo la auténtica fraternidad de
forma gozosa y agradecida, seamos enviados al mundo para convocar a otros
hermanos a esta mesa del amor. La unidad de los creyentes es la mejor
visibilización y testimonio de fidelidad a Jesucristo, nos ayuda a sentirnos
hijos de la Iglesia que él fundó, y favorece nuestra misión evangelizadora.
Que por medio de esta
celebración, el Señor nos ayude a saber vivir con humildad y generosidad el don
de la fe recibido, y así valorar con agradecimiento la unidad de la familia
cristiana de la cual formamos parte por medio de nuestro bautismo.
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