DOMINGO XII TIEMPO
ORDINARIO
20-6-21 (Ciclo B)
La Palabra que
acabamos de escuchar tanto en su primera lectura como en el evangelio es una
llamada a la esperanza en medio de circunstancias adversas. La experiencia de
Job, a quien la vida le ha vuelto la espalda, atraviesa por momentos de
incertidumbre y zozobra. Él siempre había confiado en Dios, era un hombre justo
y bondadoso, y sin saber porqué, su fortuna desaparece para perderlo
absolutamente todo. La desgracia y la muerte de sus seres queridos, le lleva al
borde de la desesperación, llegando a cuestionar en su interior la bondad del
Dios en quien confiaba.
Y en esa lucha
profunda, se da cuenta de que Dios nunca le ha fallado, que tal vez su silencio
le confunda y que le gustaría sentirse confortado, pero su mirada personal
queda empañada en la inmensidad de la mirada de Dios que supera y trasciende
toda comprensión humana.
Dios sigue a su lado para acompañar su dolor y desgracia, para sostener su aliento y esperanza, para confortar su corazón y mantenerlo vivo y confiado en el amor sanador del Señor.
Experiencias
similares podemos haberlas pasado todos, o sin duda alguna que podremos
vivirlas algún día. Cuando la vida nos sonríe y gozamos de salud y felicidad,
nos sale espontáneamente la gratitud hacia Dios, sintiéndonos afortunados por
todo, incluso por la fe que confesamos. Pero cuando la vida se vuelve del
revés, y la penuria material o la precariedad física aparecen en nosotros o en
nuestros seres queridos, todo se tiñe de oscuridad y también la fe se ve
afectada.
Es el momento de
la duda y el reproche, haciéndole a Dios responsable de nuestra situación y
exigiéndole de alguna forma que la repare de forma inmediata.
La experiencia de Job nos ayuda a comprender que nuestro Dios no es un protagonista arbitrario de la historia humana. Su acción salvadora no puede modificar de forma mágica el desarrollo natural de las cosas. La enfermedad, el dolor y la muerte, forman parte de nuestra realidad existencial, y aunque a veces podamos atajar sus consecuencias mediante los adelantos científicos y las cualidades humanas, sabemos que todos caminamos hacia el umbral de la vida en plenitud, a la cual sólo podemos llegar a través de la muerte a este mundo conocido y al que tanto nos aferramos.
Jesucristo
también vivió su vida de forma intensa y responsable. Su abandonarse en las
manos de Dios, su Padre, no era una manera de saltarse los sinsabores y
sufrimientos de su vida terrena. Como cualquiera de nosotros, sintió la alegría
y la tristeza, la dicha y la angustia, la fortaleza del espíritu y la debilidad
del abandono de todos.
Sin embargo no dejó de confiarse a los brazos del Padre entregando su vida con una frase que cierra toda su existencia; “en tus manos encomiendo mi espíritu”. Unas manos que lo acogieron y que vencieron la muerte con la vida en plenitud, porque las manos de Dios son manos creadoras de vida y de esperanza.
El evangelio que
hemos escuchado nos muestra otra experiencia de duda y confianza. La barca
zarandeada por el mar y en la cual los apóstoles del Señor sienten peligrar sus
vidas, ha sido interpretada como signo de la vida de la misma Iglesia. Muchas
veces los cristianos sentimos que la vida personal y apostólica se tambalea.
Las dificultades personales y las críticas ambientales nos afectan a todos.
Ante esta
situación de inseguridad, podemos caer en la tentación de silenciar y ocultar nuestra identidad
cristiana por miedo o comodidad, o lo que es más grave, diluir sus fundamentos
en las modas del momento sucumbiendo a las ideologías dominantes.
Y si dejamos que
nuestro testimonio cristiano se diluya en el silencio con la excusa del miedo o
por la comodidad del anonimato entonces no hace falta que el oleaje zarandee la
barca de la Iglesia, porque nosotros mismos la estaremos hundiendo.
Jesucristo nos ha asegurado su permanencia a nuestro lado “todos los días hasta el fin del mundo”, y esta promesa debe confortar nuestra vida e impulsar la misión evangelizadora de los discípulos actuales del Señor. Tomando conciencia de que en esta barca eclesial todos debemos remar en la misma dirección siguiendo el rumbo que nos marca Jesús con su Palabra, y que en cada momento la Iglesia discierne desde los carismas y responsabilidades recibidos por el Señor.
La cobardía de los apóstoles es recriminada por Jesús, no por el hecho de sentir el temor, algo natural en la condición humana, sino por carecer de fe, de confianza en quien siempre está en la barca y la custodia. Nada puede apartarnos del amor de Dios, y sólo una profunda experiencia personal de oración y encuentro con Cristo puede llevarnos a experimentar esta confianza vital, tan necesaria para poder vivir con coherencia nuestra condición de seguidores de Jesucristo, quien nos pide que nos introduzcamos en el mar del mundo y que nos entreguemos con generosidad para sanarlo por el amor y la concordia.
Las dificultades de la fe, como las de la vida en general, sólo pueden vencerse afrontándolas con fortaleza y confianza. Jesús sigue a nuestro lado y aunque en ocasiones pensemos que no nos escucha, él se encuentra en medio de su barca para sostener y confortar nuestra esperanza.
Que siempre
tengamos esta conciencia de la presencia cercana del Señor, porque con él a
nuestro lado nada debemos de temer, su amor y fortaleza nos acompañan siempre
para que seamos en medio el mundo testigos de su Buena Noticia.
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