DOMINGO III DE ADVIENTO
12-12-21 (Ciclo C)
Llegamos a este tercer domingo de Adviento y la invitación que recibimos a la luz de la Palabra de Dios es al gozo y a la esperanza. Hasta la liturgia quiere empaparse de este sentimiento, suavizando la sobriedad del color morado e invitando al canto y a la alabanza.
Y es que por si nos habíamos despistado en la vivencia del adviento, este es un tiempo de esperanza y la esperanza siempre contiene ilusión, expectación y gozo interior. Así volvemos a escuchar en el evangelio el momento vivido por Juan el Bautista y lo que significaba para aquellos judíos creyentes.
Juan no se
desanima en su misión. Ha comprendido que su vida ha de ponerla al servicio de Dios y que es el
momento de provocar en medio de su realidad un cambio radical, una llamada a la
conversión.
Está a punto de suceder el mayor acontecimiento vivido jamás por la humanidad. Dios se va a manifestar cercano, humano y solidario con su creación, y nada hace presagiar este hecho porque nuestras vidas no han experimentado ningún cambio merecedor de este regalo de Dios. Sin embargo, por su amor y misericordia, Él quiere compartir de forma plena la vida del ser humano y así sembrar en ella la semilla fecunda de su Reino de amor, de justicia y de paz.
Muchos de los que escuchaban a Juan, sintieron la necesidad interior de prepararse para este momento y así nos lo presenta el evangelio que hemos escuchado: “¿entonces qué hacemos?”, le preguntan todos, escribas, fariseos, publicanos, soldados. Y para todos hay una respuesta personal y concreta: que cada uno realice su tarea sin injusticias ni opresiones. Y al igual que aquellos que escuchaban al Bautista sintieron la necesidad del cambio personal, e iniciaron un proceso de conversión, nosotros estamos llamados a vivir también esta llamada del Señor.
La conversión personal es siempre semilla fecunda de
transformación social y comunitaria, ya que del cambio de cada uno de nosotros
se nutre la convivencia de todos.
Uno de los males que más afectan a nuestra sociedad es
la falta de conciencia responsable. A ninguno nos gusta mirar con detenimiento
nuestro interior y descubrir un rostro desfigurado por el pecado. Preferimos
maquillar la realidad para adaptarla a nuestro gusto y así seguir
contemplándola de forma superficial e infantil.
Pero a la hora de ver las vidas de los demás cómo
cambia el matiz de nuestra mirada. Entonces sí percibimos con mayor claridad
sus fallos y miserias, rebuscamos intenciones ocultas y sacamos conclusiones
enjuiciando sin pudor sus vidas e incluso condenando aquello que nos disgusta.
La desigualdad entre la tolerancia con uno mismo y la severidad con el prójimo
es suficiente muestra del desajuste moral que cada uno podemos vivir.
Porque ¿Cómo puedo erigirme en juez de mi hermano, si
no soy capaz de afrontar mi propia verdad con humildad y sencillez delante de
Dios?
Por eso antes de atreverme a juzgar la vida de nadie,
debo presentarme ante el evangelio proclamado y, como los personajes citados en
él, preguntarle con respeto, ¿qué debo hacer?
Y lo primero que toda persona auténtica ha de hacer es
mirar la propia vida con verdad. Pero no con la verdad del mundo que está
empañada por sus intereses y ambiciones, sino con la verdad de Dios.
Dios nos ha creado en el amor, para establecer una
relación paterno-filial con cada uno de nosotros, y muchas veces le hemos dado
la espalda, buscando nuestra independencia y alejándonos de Él. Hemos creído
que librándonos de Dios, nuestra condición humana brillaría con luz propia, y
sin embargo caemos en las tinieblas del egoísmo.
La mirada
sincera nos abre la puerta del encuentro con nosotros mismos y con los demás,
nos ayuda a caer en la cuenta de nuestra pequeñez y nos dispone para que
acogiendo la misericordia que Dios nos ofrece con generosidad, demos un cambio
a nuestra vida.
El efecto de esta conversión enseguida hace evidentes
sus frutos; nos infunde una fuerza interior que sabemos parte de Dios y nos
impulsa a seguir adelante en la vida. Sentimos cómo su amor nos reconstruye y
armoniza para estar en paz con él y con los hermanos, y salimos confortados de
una experiencia que ante todo expresa el encuentro gozoso con Dios nuestro
Señor.
Este tiempo de adviento es una oportunidad extraordinaria de vivir el encuentro con Dios Padre misericordioso.
Un tiempo que nos ofrece la oportunidad de
experimentar con ilusión un cambio real en nuestra vida, a fin preparar la
llegada del Señor. Cambiar los signos de
violencia y de ruptura entre los hombres y los pueblos; superar los momentos de
desesperanza y desánimo, porque Dios está con nosotros y nada ni nadie podrán
apartarnos de su amor y misericordia.
Así resuenan con esperanza las palabras del apóstol San Pablo, “hermanos, estad siempre alegres en el Señor”,... y en toda ocasión, en la oración, en la súplica o en la petición, confiad porque estáis en la presencia de Dios.
Tengamos
siempre presente que a pesar de todas nuestras limitaciones y debilidades el
Señor no nos ha abandonado, y que por muy oscuro que veamos nuestro presente
personal, familiar o social, podemos
decir con el salmo; “Mi fuerza y mi
poder es el Señor, el es mi salvación”.
Que esta frase repetida con serenidad en lo hondo de
nuestros corazones, sea el ambiente interior que mueva nuestras vidas, y así
dispongamos la venida del Señor con una esperanza renovada. Que así sea.
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