DOMINGO
XIV TIEMPO ORDINARIO
3-7-22 (Ciclo C)
El evangelio que acabamos de escuchar es de los
llamados vocacionales y misioneros. En él Jesús llama nuestra atención sobre la
enorme magnitud de la misión que tiene por delante y lo escaso del número de
los operarios “la mies es mucha y los obreros pocos”.
San Lucas sitúa este texto en el centro mismo de su
evangelio, un momento en el que Jesús va teniendo discípulos y seguidores como
otros muchos profetas que anteriores a él también hablaban en nombre de Dios.
Sin embargo las peculiaridades y los matices de su predicación y sobre todo de
su estilo de vida, son bien distintos. Él no es un profeta más, de hecho cuando
alguien así le considera enseguida lo va a negar. Tampoco es un intérprete de
la ley al modo de los escribas y fariseos, y mucho menos pretende ocupar un
lugar de autoridad religiosa.
Sin embargo es reconocido por muchos como una persona
que les habla con autoridad, en quien las palabras se hacen verdad en su vida,
y cuya entrega en favor de los pobres, enfermos y excluidos, sin exigir ni
pedir nada a cambio, le hacen entrañable y único.
Desde ese conocimiento que sus discípulos van
adquiriendo de él, realizarán por medio de Pedro, una confesión sin precedentes
y de consecuencias extraordinarias, “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Ha llegado el momento pues, de lanzarse a la misión de
anunciar el Reino de Dios de forma abierta y entregada. Y esa tarea tan vasta y
ardua requiere de personas dispuestas y entregadas, por eso además de enviar a
los que están a su lado con toda la autoridad que él mismo posee, les insta a
que rueguen “al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”. No se trata sólo
de trabajar por el evangelio, también debemos suscitar vocaciones que
desarrollen esta labor con entusiasmo y generosidad.
El envío del Señor a preparar el terreno en el que se ha de sembrar la semilla de su Reino, es una tarea necesaria ayer, hoy y siempre. Y tomar conciencia de nuestra responsabilidad en esta misión, resulta en nuestros días algo urgente y fundamental para la vida de nuestras comunidades cristianas.
Ciertamente esta llamada es a todos los cristianos por
igual. Todos, en virtud de nuestro bautismo, tenemos la misión de anunciar el
evangelio mediante el anuncio explícito de Jesucristo en aquellos ambientes
donde nos movemos, y comenzando por nuestro propio hogar; denunciando las
injusticias y todo el mal que en el mundo se origina y que por oprimir al ser
humano va contra el mismo Dios; dando testimonio de Jesucristo con nuestra
forma de vivir y de relacionarnos con los demás; comprometiéndonos activamente
en la transformación de nuestro mundo, asumiendo responsabilidades en la vida
pública desde los valores de la justicia, la libertad, la paz y la caridad.
Pero junto a esta misión fundamental del cristiano, existen otras que han de ser asumidas de forma estable y permanente para el bien de la comunidad entera. Y me refiero a la vocación sacerdotal, religiosa y misionera; vocaciones esenciales en la vida de la Iglesia y sin las cuales ésta languidece y muere.
El servicio ministerial ha sido instituido por el mismo Jesucristo para el desarrollo y el cumplimiento de su misión. La misión de anunciar el evangelio fue entregada a los discípulos por el mismo Jesús, a la vez que les encargaba velar por la comunión de manera que vivan la auténtica fraternidad que por la acción del Espíritu Santo congregue a todos en la unidad del amor, de la fe y de la esperanza.
De este modo han recibido del Señor el encargo de
celebrar de forma constante el sacramento del amor y de la reconciliación.
Mandatos como,
“Haced esto en memoria mía”, y “lo que ates en la tierra quedará atado en el
cielo”, son para nosotros alimento y estímulo en el seguimiento de Jesucristo,
que por los sacramentos se hace presente en medio de su pueblo para nuestra
salvación.
Para ello es necesario que sigamos pidiendo al Dueño
de la mies que envíe obreros a su mies. La falta de vocaciones no es culpa de
Dios, sino nuestra. No es Dios quien se ha olvidado de nosotros sino nosotros
quienes tal vez no pidamos con suficiente confianza, sencillez y entrega,
aquello que tanto necesitamos.
Pedir a Dios vocaciones nos implica a todos. A la Iglesia entera que ha de estar en permanente escucha para discernir los signos de los tiempos en los que hoy nos habla el Señor. Porque Dios sigue llamando a nuestra vida para encontrar en ella la disponibilidad necesaria a fin de llevar adelante su proyecto de salvación.
También es una llamada a las familias, que al pedir
vocaciones a Dios han de suscitar en su seno un estilo generoso y dispuesto
para acoger entre sus hijos e hijas el don de la vocación. Para vosotros padres
y madres no ha de ser una desgracia el que vuestro hijo o hija abrace la
vocación sacerdotal o religiosa, sino un don de Dios, un regalo que además de
hacer feliz a vuestros hijos os llene de gozo a vosotros.
Con todo mi afecto os digo, que si de entre vuestros hijos e hijas no surgen vocaciones, que se sientan amparadas y queridas por sus padres, si en los hogares y familias cristianas no se valora este don de la llamada de Dios, en ningún otro hogar surgirán.
Y por último me dirijo a los jóvenes y a aquellos que
todavía no habéis tomado una opción definitiva en vuestra vida. Abrid vuestro
corazón al Señor. Dejad que resuene en él su llamada a vivir una vida entregada
en el amor y en el servicio.
Toda opción conlleva sus renuncias y todo proyecto
importante en la vida tiene sus dificultades. Pero os garantizo que si esa
llamada es auténtica y la acogéis con entrega y confianza, será mucho mayor el
gozo y la alegría que cualquier dificultad.
Dios no llama para hacernos unos desgraciados en la vida. Nos llama para estar con él en la intimidad de su amistad, para ser sus testigos en medio del mundo y así alentar la fe y la esperanza de su pueblo, el que nos sea encomendado. Todo ello para acercar el Reino de Dios a la vida de nuestros hermanos.
Que pidamos el don de la vocación con insistencia al
Señor, y que estemos dispuestos a acogerlo si nos lo concede. Que nuestra Madre
María nos abra el corazón a la acción de Dios como ella misma ofreció el suyo,
y que la llena de gracia, nos infunda su alegría, aquella que proclamó la
grandeza del Señor, porque ha hecho maravillas en nosotros.
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