DOMINGO V DE PASCUA
7-05-23 (Ciclo A)
Durante estos domingos de pascua, junto a los relatos
evangélicos que nos narran la experiencia de encuentro con Cristo resucitado
vivida por los discípulos, también se nos recuerdan aquellos momentos previos a
la Pasión del Señor que releídos con este espíritu pascual, adquieren un
significado bien distinto.
San Juan en el evangelio que acabamos de escuchar nos vuelve a
situar en aquel instante de la última cena con el Señor. En esa tarde donde
Jesús abría su alma a sus amigos de una forma totalmente nueva, donde los
gestos y las palabras dichas adquieren un significado sagrado de amor y entrega
absolutos, el Señor va a unir en su persona tres elementos esenciales de
nuestra fe.
En la mesa donde se comparte la cena, el pan y el vino van a
ser constituidos en su Cuerpo y Sangre entregados por toda la humanidad. Una
acción de gracias a Dios y una bendición en las que Jesús promete su asistencia
para siempre a fin de sostener la fe y la esperanza de sus amigos.
Si la cena pascual de los judíos produjo de forma inmediata la
liberación del pueblo de Israel hacia
una tierra nueva, la nueva Pascua instaurada por Jesús también nos saca de
nuestra vieja humanidad condicionada por las limitaciones y miserias, para
llevarnos a la vida en plenitud que nos ofrece la comunión con Jesucristo el
Señor.
En esa misma cena narrada por S. Juan, Jesús unirá al hecho de
compartir su mesa el gesto del servicio y la entrega a los demás. En el
lavatorio de los pies, no se perpetúa
una costumbre antigua de la tradición judía, ante todo se instaura un nuevo
mandato, el del amor, que nos lleva a hacernos servidores de los hermanos
buscando con especial afecto y ternura a los últimos y más necesitados de
todos.
Compartir la mesa de los hermanos nos impulsa a la misión de
construir un mundo fraterno y justo, y esta unidad es de tal entidad, que si
nos desentendemos de esta necesaria actitud vital de servicio y de entrega a
los demás tampoco nos podremos encontrar con Cristo en su mesa de una forma
digna y plena.
Y el tercer elemento vivido en aquella cena pascual es el que
hemos escuchado en el evangelio de hoy, la llamada a la esperanza en la
resurrección; “no tengáis miedo, no perdáis la calma”. Quienes hemos compartido
su mesa y vivimos conforme a su proyecto de vida entregados al servicio de los
hermanos, tenemos asegurada una morada en su Reino.
La cena pascual es preparación y fortaleza para lo que está
por venir. Es verdad que en muchas ocasiones perdemos de vista esa perspectiva
global de la fe, y la inmediatez de nuestros problemas, dificultades y
sufrimientos, pueden empañar la visión de nuestros ojos impidiéndonos alcanzar
con la mirada el rostro del Señor que nos sigue sosteniendo y esperando con
ternura.
Y es en esos momentos donde adquiere enorme importancia la
vida de la comunidad cristiana. La fe vivida entre nosotros y compartida en
cada encuentro oracional y celebrativo como este, nos ayuda a mantener viva la
llama de la esperanza. Solos no podemos hacer nada, y una fe que se intenta
esconder y vivir en soledad acaba por vaciarse de contenido y por perder su
sentido vital.
El tiempo pascual que estamos viviendo es también el tiempo de
la Iglesia de Cristo. La experiencia narrada en los Hechos de los Apóstoles nos
ayuda a comprender el porqué del empuje misionero y evangelizador de aquellos
primeros discípulos del Señor. En ellos encontramos cómo las comunidades van
creciendo, cuantos hermanos y hermanas se van sumando por la predicación
apostólica, y cómo desde la unidad, la oración y la apertura al Espíritu Santo,
es posible superar incluso las mayores penalidades de la vida.
Hoy nosotros nos reconocemos herederos de esta verdad que con
nuestra vida hemos de confesar y testimoniar a los demás. Las dificultades en
las que nos vemos inmersos pueden ser similares o distintas a las de otras
épocas, aunque en su raíz fundamental haya una clara coincidencia: la tentación
de creernos autosuficientes y vivir prescindiendo de Dios.
Por eso debemos también cuidar con esmero nuestra vinculación
a la comunidad eclesial para evitar absolutizar los criterios personales, y
buscar con honestidad la verdad que nos une como hermanos y nos ayuda a vivir
con la dignidad de los hijos de Dios.
Desde este sentimiento, agradecemos a Dios de forma especial
el don del ministerio pastoral. La sucesión apostólica representa para la
comunidad creyente la continuidad de la misión encargada por Cristo a su
Iglesia, y la comunión entre los Pastores la garantía de la autenticidad
evangélica.
Hoy damos gracias de forma especial por nuestro Papa
Francisco, por nuestro Obispo Joseba y por todos aquellos llamados para
congregar a sus hermanos en la fe y el amor siguiendo así la misión encomendada
por el Señor. Un servicio que conlleva una enorme entrega y sacrificio, y que
sólo tiene sentido desde una fe profundamente asentada en Jesucristo y una
confianza absoluta en la misericordia y el amor de Dios.
Que el Señor siga mandando
obreros a su mies y todos vivamos nuestra vocación cristiana como un servicio a
los demás de forma que germine, abundantemente, la semilla del Reino de Dios en
medio de nuestro mundo.
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