sábado, 2 de septiembre de 2023

DOMINGO XXII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXII TIEMPO ORDINARIO

3-9-23 (Ciclo A)

 

         Poco a poco vamos regresando de nuestras vacaciones y la participación en la eucaristía dominical, además de congregarnos en la alabanza al Señor,  nos sirve también para el reencuentro con los vecinos, amigos y miembros de la comunidad. La vuelta a las tareas cotidianas tras un descanso siempre necesario nos ayuda a afrontar las labores del año con un talante positivo y optimista acogiendo con ilusión los proyectos y retos, además de poder asumir de otro modo los problemas o preocupaciones.

         De todo ello se constituye la vida a la que día a día hemos de seguir plantándole cara y que no se detiene con el periodo estival.

     Hoy la Palabra de Dios nos sitúa ante dos experiencias análogas vividas por protagonistas diferentes y en tiempos distintos. El profeta Jeremías y Jesús, son a su modo portadores de una experiencia que han de comunicar a los hombres y que es más fuerte que sus miedos interiores.

       Jeremías es el profeta del destierro. Se da cuenta de que poco a poco su pueblo se dirige a la ruina total, y en su deseo de evitar ese destino lanza continuamente advertencias de lo que se avecina. Sus palabras van cayendo en saco roto y sólo le causan problemas por el rechazo de quienes las escuchan con el corazón cerrado.

     Jeremías se descubre como ave de mal agüero y quiere renunciar a esa misión infecunda e inútil. De nada sirve seguir insistiendo, hablar a las paredes, cuando nadie escucha.

        Y entonces es cuando siente la fuerza interior de su fe que le empuja constantemente a ser heraldo de Dios. “Me dije, no hablaré más en su nombre; pero la palabra de Dios era en mis entrañas un fuego ardiente, intentaba contenerla y no podía”. Porque cuando Dios toca de verdad el corazón, se superan los miedos y se da la cara por la verdad, de la que mana la justicia y la libertad verdaderas.

         Jeremías, seducido por el amor de Dios, seguirá hasta el final de sus días anunciando y proclamando la Palabra del Señor, será su voz para quienes quieran escuchar un mensaje salvador, anunciando la esperanza para su pueblo y denunciando las injusticias que padecen los pobres.      

         El Evangelio de S. Mateo que hemos escuchado, es la continuación inmediata del proclamado el pasado domingo en el que Pedro, ante la pregunta de Jesús de quién creen que es él, confiesa sin dudarlo que es el Mesías, el Hijo de Dios. Era toda una muestra de confianza absoluta e incondicional en el Señor y ante estas palabras el mismo Jesús le llamaba bienaventurado; “Dichoso tu Pedro porque estas palabras no te las ha revelado nadie de carne y hueso sino el Padre celestial”. Ante aquella confesión de fe tan rotunda, Jesús le constituye a Pedro en roca de la Iglesia.

         Pero cuando a renglón seguido, y como fruto de la confianza Jesús abre su corazón y les confiesa que su destino inmediato será el sufrimiento, la condena y la muerte, el mismo Pedro tan seguro de sí, intenta persuadirlo para que renuncie a esa misión y vaya por otros caminos menos arriesgados.

         Y el mismo que bendecía a Pedro por su confesión, lo recrimina con dureza en su intento de desviar la misión de Dios; “apártate de mi Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”

         Y empieza a anunciarles a sus discípulos que en la vida hay que asumir con valor las cruces de la fidelidad y del amor. Estar al lado del Señor cuando las cosas van bien y la gente se apunta a su proyecto de vida es fácil. Pero permanecer fieles en la adversidad, cuando las críticas, las persecuciones y las calumnias se propagan poniendo en peligro la vida de Jesús y de sus discípulos, es otra cosa.

         Ser discípulo de Jesús no sólo conlleva la dimensión espiritual y celebrativa, ante todo constituye un modo de vida en la que desarrollamos nuestra existencia al modo del mismo Señor, con entrega generosa, y sacrificio personal por amor a los demás.

         De hecho si nos fijamos, en la mentalidad de no pocas personas existe la creencia de que la religión cristiana es triste, sufriente, amarga

         Y nada más lejos de nuestro ser. Los cristianos somos un pueblo dichoso, bendecido por la vida y el gozo. Felices por nuestra existencia humana fruto del amor de Dios y más venturosos si cabe por la esperanza de vida eterna que en Cristo viviremos.

         Los cristianos amamos la vida con absoluta pasión, y por eso nos oponemos con rotundidad a todo lo que atenta contra ella y que en nuestros días toma la forma terrible de la violencia en el hogar, el terrorismo, las guerras, las injustas desigualdades que causan el hambre y la miseria. Todo ello es para el seguidor de Jesucristo el mal a denunciar y combatir con todas nuestras fuerzas, y es en esta misión donde no hemos de buscar atajos ni descansos. Si los poderosos, en su complicidad con la injusticia, buscan el desprestigio de los profetas, allá ellos. Porque por muchos medios que posean y por mucho poder que ostenten, sabemos que al final ha de imponerse el reinado de nuestro Dios sobre este mundo creado por él.

         En nuestro tiempo, como siempre, también vamos a vivir persecuciones, más o menos sutiles, pero que nos hacen sufrir. La respuesta no puede ser la cobardía paralizante, ni la fuerza agresiva. Los cristianos debemos responder con valor allí donde estamos, haciendo valer nuestros derechos y confesando con humildad y con vigor nuestra fe.

         Y en todo momento mostrando acogida y misericordia, sabiendo pedir, también por nuestros enemigos, que es lo que Jesús nos enseña.

         Nosotros somos portadores del evangelio, y como en las entrañas del profeta Jeremías, hemos de sentir que nos quema por dentro con ansias de salir al mundo y ser la buena noticia esperada por los hombres y mujeres de nuestro tiempo. El Papa San Juan Pablo II recordaba a los jóvenes en Toronto que son la sal y la luz del mundo, el futuro esperanzado de la Iglesia y de la sociedad. Lo mismo ha vuelto a recordar el Papa Francisco en Lisboa ante más de un millón de jóvenes ilusionados y comprometidos.

Todos los discípulos de Cristo somos sal y luz y como tales, hemos de dar sabor e iluminar a los hermanos, para que sientan en su corazón la dicha del amor de Dios. Y esto lo tenemos que hacer en la Iglesia y en el hogar, en el trabajo y en la fiesta.

         No tengamos miedo a quienes nos quieran apartar de este camino porque el amor de Dios está en nuestros corazones y él sigue alentando con su Espíritu nuestra fe y nuestra esperanza. Que hoy vivamos esta experiencia con alegría y nos sirva como estímulo para la misión de cada día.

No hay comentarios: