miércoles, 20 de noviembre de 2024

DOMINGO XXXIV TIEMPO ORDINARIO - JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO - SOLEMNIDAD

 


DOMINGO XXXIV TIEMPO ORDINARIO

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO 24-11-24 (Ciclo B)

 

Terminamos el tiempo litúrgico ordinario con esta solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Una fiesta en la que reconocemos a Jesús como nuestro Señor, y en la que anhelamos la instauración de su Reino entre nosotros; el nuevo Pueblo de Dios que animado por el Espíritu Santo va desarrollando una humanidad reconciliada donde todos, sin exclusión, vivamos la auténtica fraternidad de los hijos de Dios.

El Evangelio que hemos escuchado, narra una experiencia en la que la realeza es sinónimo de poder absoluto. Poncio Pilato con sus preguntas cargadas de recelo y descrédito busca desenmascarar a un rival; sin embargo se encuentra ante un hombre sencillo, despreciado y humillado que le desconcierta, porque en su debilidad reside su fuerza y su palabra señala la verdad: “Mi reino no es de este mundo”, responde Jesús ante la insistencia del gobernador.

El reino que Dios quiere, no encuentra en este mundo su lugar apropiado. Y no es porque no se haya esforzado el Creador en poner todo de su parte para que germinara ese proyecto de vida en plenitud tan deseado para sus hijos. Su Reino no germina por la dureza de una tierra que no se deja empapar, donde la terquedad del corazón humano sometido a sus ambiciones, siembra de injusticia la realidad.

Dios ha enviado sus mensajeros delante de él, hasta a su propio Hijo Jesús;  y como vemos en el evangelio que hemos escuchado, será sentenciado a muerte. El rechazo de Dios y de su reinado es la realidad a la que ha de enfrentarse el Señor antes de morir.

Y sin embargo nosotros hoy seguimos confesando a Cristo como el Rey del universo y nos sentimos llamados a favorecer el desarrollo de su reinado desde los valores permanentes e irrenunciables del amor, la justicia, la verdad, la libertad y la paz.

Y es que Dios ha puesto este mundo en nuestras manos y con ello nos está invitando a proseguir su obra creadora. A través de nuestro compromiso con el presente, de nuestra implicación en los asuntos temporales, hemos de avanzar en la consecución del reinado de Dios como meta y horizonte de nuestras vidas. El Reino de Dios ha de germinar en todos los ámbitos de la sociedad por medio de la implicación de los cristianos en aquellas realidades donde se decide el destino del ser humano. Es decir, en la vida pública.

Por eso, cuando los cristianos se comprometen en el mundo social y político, y siendo elegidos de forma libre y democrática reciben la confianza de sus conciudadanos, no tienen un cheque en blanco para hacer lo que les venga en gana subordinando sus convicciones a los intereses ideológicos, sino para que siendo fieles a su fe, y a los principios morales que de ella se derivan, pongan todos sus esfuerzos y sacrificios al servicio del bien común, la defensa de la vida humana, la promoción y el desarrollo de los más necesitados, y la concordia y la paz entre todos los pueblos desde la auténtica solidaridad.

Los cristianos comprometidos en la vida pública no lo están para mimetizarse con el entorno, sino para que con su voz, sus propuestas y trabajos, inserten una llama de esperanza y una bocanada de frescura que proviniendo de su fe en Jesucristo, renueve los pilares de la tierra cimentándola con los valores del evangelio.

Muchas veces se sentirán incomprendidos y enfrentados a sus propios compañeros de grupo, otras experimentarán la presión de la comunidad eclesial que les exige más compromiso. Ciertamente no resulta sencillo comprometerse con la realidad presente, pero esa es la vocación de todos los cristianos, que según nuestras capacidades debemos asumir con coherencia y fidelidad al Señor.

Para ello cuentan con el apoyo y la oración de toda la Iglesia, y el estímulo fecundo del Espíritu Santo que los alienta en su misión.

El reinado de Dios se va sembrando en cada gesto de misericordia y compasión para con los más pobres y necesitados. Ésta ha de ser una labor constante de toda comunidad creyente y ha de marcar el corazón de la vida social y de las leyes que la regulan de manera que sean realmente justas.

Los signos del Reino de Dios no pueden ser percibidos si a nuestro alrededor se impone la desigualdad, la marginación o la violencia. Y en los tiempos de especial dificultad social y económica, como los presentes, mayores han de ser los esfuerzos por sembrar la semilla de la esperanza desde el compromiso activo con los más desfavorecidos.

Por último, si algo destaca con vigor la llegada el Reinado de nuestro Dios y así se ha podido escuchar siempre a través de su extensa Palabra revelada, es la paz. Desde el momento del nacimiento de Cristo hasta su muerte, Dios ha sembrado la paz en la tierra. “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.

La paz es el saludo y el deseo más entrañable que se puede ofrecer. Una paz que sellada con el perdón de Jesús, agonizante en el tormento de la cruz, abre la puerta a la reconciliación y a la salvación de todos.

Hoy celebramos y confesamos a Jesucristo como el verdadero y el único Señor del Universo lo cual nos ha de llevar a trabajar por su reinado, con entrega y confianza. Sabiendo que este Reino no es obra de nuestras manos, sino don de su amor y misericordia, y que aún siendo conscientes de que el Reino de Dios no se puede dar de manera plena en el presente, sometido al mal y al pecado, no por ello dejamos de entregar nuestra vida para que de alguna manera vaya emergiendo, porque el Señor ha puesto en nosotros su confianza.

Jesús no impuso su palabra ni sus convicciones. Sólo las propuso con sencillez y eso sí, acompañadas en todo momento con la autenticidad de su propia vida. Ni en los momentos más duros de su predicación ni ante el abandono de los más cercanos cae en la tentación de los atajos falsos, la ira o la condena a este mundo hostil. Su respuesta siempre fue la mirada limpia para perdonar, el corazón dispuesto para amar y los brazos abiertos para acoger a los demás.

Así iba sembrando su reino, y convocando a él a ese Pueblo Santo que tomó forma de comunidad de seguidores, la Iglesia, y que a pesar de los muchos avatares por los que ha pasado en la historia, podemos sentir que su presencia alentadora sigue entre nosotros y nos anima a mantenernos fieles a su amor.

Hoy damos gracias al Señor por conservar fiel su promesa de estar a nuestro lado todos los días de nuestra vida, y confiamos en que la fuerza de su Espíritu Santo seguirá animando nuestros corazones para colaborar en la construcción de su reinado hasta que lo vivamos plenamente junto a él en la Gloria eterna. Que así sea.

viernes, 8 de noviembre de 2024

DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO

10-11-24 (Ciclo B)


Al escuchar las lecturas de hoy, lo primero que nos sugieren es el sentido de la generosidad. Qué es ser realmente generosos. Y descubrimos que la generosidad no es solamente la cantidad de lo que se da, sino que entran otros factores mucho más importantes a los ojos de Dios. Los cuales los podemos resumir en esta pregunta: ¿Qué parte de mí, implico en lo que doy? Jesús dice: “los demás han echado de lo que les sobra”. Al dar, ellos no han tenido que darse. Lo que ellos dan tiene una implicación muy baja, muy pobre en sus vidas, en cambio, las dos viudas que han aparecido en las lecturas de hoy, aquella viuda de Sarepta, con el profeta Elías y esta otra viuda anónima del evangelio, al dar han tenido que implicar su propia subsistencia, han puesto sus vidas en riesgo.   

La generosidad, la verdadera generosidad está en el darse y sabemos que hemos empezado a darnos cuando eso mismo que somos lo entregamos y nos lleva a la inseguridad. Decía la bienaventurada Madre Teresa de Calcuta: “dar hasta que duela, dar hasta que te afecte, dar hasta que tú mismo seas cambiado por la ofrenda que das”. Esta es la clase de generosidad a la que nos invita el Señor, y por supuesto, uno podría preguntarse: ¿cuál es el sentido de ese dar? ¿Por qué se nos reclama tanto?      
Observemos que si uno baja un poco la medida, si uno baja la exigencia, no es tan difícil encontrar gente que aporte. Hay en la naturaleza humana, no solamente un impulso para acumular y para retener, también existe la alegría de ofrecer. Esa alegría que es como natural y espontánea, es lo que se llama la filantropía. Prácticamente todos los seres humanos sienten en algún momento de sus vidas, o en muchos, que es bueno hacer algo por alguien, por los demás.   
Nuestra personalidad está hecha de tal manera que sentimos gozo, nos sentimos bien cuando compartimos con una persona que lo necesita.

Pero aquí estamos hablando casi de lo contrario. Porque según lo que la Madre Teresa de Calcuta decía, hay que dar casi hasta que te sientas mal, hasta que te duela.   

O conforme a lo escuchado en el evangelio, no es dar de lo que nos sobra, sino dar de lo que tenemos para vivir. Y eso produce riesgo, produce inseguridad, y tal vez produzca incluso preocupación. La generosidad, la genuina caridad cristiana, en su expresión más fuerte, no es filantropía, no se trata de dar un poquito, de sentirse uno bien sin ponerse en riesgo.     
La caridad cristiana conlleva la entrega de uno mismo en aquello que comparte o realiza en favor de los demás, sin calcular los riesgos que comporta, y sintiendo como único motor, el amor fraterno que mana de nuestra propia espiritualidad y vocación.    

Dos son las enseñanzas que hoy recibimos: La primera, cuál es el sentido de la generosidad, cuál es el sentido del dar y esto se resuelve con una pregunta: ¿Qué tanto de mí está implicado en esa entrega? Y lo segundo que hemos dicho hoy es que esa generosidad va mucho más allá de la filantropía, aunque podamos preguntarnos ¿Qué obtengo con eso?   

Si uno lo mira desde un punto de vista solamente humano como que no tiene mucho sentido, pero la clave está en lo que sucede en nuestra vida cuando descubre primero la generosidad de Dios. La generosidad de mi donación me pone en riesgo, pero también me pone en las manos del Dios generoso.   

Eso aparece muy bien en la primera lectura, la viuda se pone en riesgo, esto era todo lo que tenia para ella y para su hijo y eso se lo va a dar al hombre de Dios, al profeta. Es como una ofrenda religiosa realmente, ¿qué gana ella con eso? Gana la experiencia de la generosidad de Dios, el acento no hay que ponerlo en todo lo que uno puede llegar a perder, que puede ser hasta la vida, nos lo muestran los mártires, sino que el acento está en lo que uno puede llegar a ganar cuando entra en el ámbito de la generosidad de Dios.     
A través de esa entrega personal y total, que en el fondo es un acto de confianza por el que yo me regalo a las manos de Dios, estoy descubriendo cómo el Señor es un Dios generoso, que desborda su gracia y su amor en todas sus criaturas y que me llama a prolongar esa actitud vital con todos los hombres, mis hermanos más necesitados.   
De este modo podemos comprender el asombro de Jesús ante el gesto casi insignificante de aquella pobre mujer del evangelio. Lo que a los ojos de cualquiera pasa desapercibido, e incluso resulta despreciable, para él contiene todo el germen de la generosidad de Dios.    
Pero no sólo eso, Jesús nos enseña a mirar la realidad con los ojos de Dios. El no desprecia a quienes han dado de lo que les sobra, también es de agradecer el gesto de aquellos que entregan parte de lo que tienen, y nadie debe sentirse mal por compartir generosamente de lo que le sobra. Todo lo contrario. Pero lo que Jesús destaca para quienes hemos tomado en nuestra vida la opción de seguirle siendo discípulos suyos, es que debemos vivir las actitudes humanas transformadas por el amor generoso y desbordante de Dios.   
Un amor que tiene su más clara expresión en la entrega absoluta de Jesús, cuya donación personal nos muestra hasta dónde ha estado Dios dispuesto a darse, ciertamente hasta el vaciarse por completo para que todos tengamos vida en plenitud.      

Ese amor testimoniado a lo largo de la historia por tantos hombres y mujeres que se han dado por completo en favor de los demás, sigue siendo en nuestros días testimonio de auténtica caridad cristiana. No se trata de la cantidad material de lo entregado, sino la calidad vital que en ello se contiene. Y la caridad que se ejerce desde el amor, siempre resulta liberadora y fecunda.

Dar parte de lo que nos sobra se convierte en donación generosa de uno mismo cuando en ello ponemos también nuestra solidaridad, compasión y afecto, para con aquella persona hacia a la que acerco a mi vida por el hecho de poder compartir con ella lo que tengo y lo que soy. Y esto lo podemos realizar con frecuencia sin arriesgar en exceso nuestra existencia. 
Hoy somos invitados a experimentar cada uno, en nuestro propio estado de vida, la generosidad de Dios. Nuestro Dios es un Dios generoso en amor y en alegría, generoso en dones y en perdón, generoso en espíritu, en sabiduría y en palabra. Y esa generosidad también ha sido derramada en nuestros corazones para que se desborde en favor de los demás.      

Que el poder del Evangelio se adueñe de nuestras vidas y que por medio del Espíritu de caridad que hemos recibido, la hagamos contagiosa a muchos más.  

viernes, 25 de octubre de 2024

DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

27-10-24 (Ciclo B)

 

       El canto de júbilo que el profeta Jeremías nos proclama, introduce el gozo que se produce ante el encuentro sanador con Jesús. “Gritad de alegría por Jacob,... porque el Señor ha salvado a su pueblo”.

       El pueblo al que anuncia Jeremías esta visión se encuentra en el destierro. Abatido por la esclavitud a la que se ve sometido y humillado por la injusticia que está sufriendo.

       Ante esto el profeta no deja que su pueblo se hunda en la desesperación; Dios ha dicho una palabra salvadora, y su promesa pronto se cumplirá. Tal vez el momento sea desolador, tal vez el sufrimiento del presente nos debilite la esperanza, tal vez la tragedia de tantos hermanos sufrientes nos conduzca hacia el desengaño por el futuro. Es en esta situación donde se necesitan profetas del consuelo y de la misericordia que devuelvan la ilusión y el vigor para cambiar el presente. Dios nos congrega como pueblo suyo para vivir la dicha de la salvación.

       Así escuchamos el relato de Marcos que nos muestra una escena de la vida de Cristo donde el encuentro con Bartimeo va a cambiar para siempre la existencia de éste.

 

       La pobreza y la enfermedad en tiempos de Jesús eran situaciones excluyentes de la vida del pueblo. Los leprosos, los ciegos, sordos, mudos, cualquier discapacidad, alejaba del centro de la vida social y condenaba a mendigar para subsistir. La enfermedad no sólo era sinónimo de exclusión social, sino también de castigo de Dios por algún pecado propio o de familia.

       Cómo no va a gritar ese hombre, Bartimeo, cuando escucha que Jesús, el hijo de David, el Salvador, va a pasar a su lado. Cómo no aferrarse a ese “salvavidas” que se aproxima cuando todo el mundo habla de que Jesús hace maravillas entre los pobres y excluidos.

       No puede dejar pasar esta oportunidad única. Sus fuerzas las orienta a hacerse notar por el Señor, y aunque todas las voces del mundo lo recriminen y quieran silenciarlo, él gritará más y más hasta ser oído. Es la señal de socorro de un náufrago en medio del mar que ve acercarse un barco, su salvación.

       Y se produce el encuentro, primero el diálogo y la acogida, ¿qué quieres que haga por ti?  Jesús no rechaza a nadie, mira de frente reconociendo la dignidad de todos. Para él, Bartimeo no es un excluido sino un hermano que clama su misericordia y su amor. “Señor, que pueda ver”; tu fe te ha curado.

       La fe, que no es otra cosa que acoger el don del amor de Dios y agradecerlo con la propia vida de entrega y servicio a Dios y a los hermanos, es lo que nos salva, nos cura, nos llena de vida y de gozo eterno. Así, Bartimeo se convierte en discípulo de Cristo, le sigue por el camino dando gloria a Dios y ofreciendo su testimonio a favor del Señor con quien se ha encontrado.

       Esa es también nuestra historia de salvación. Todos tenemos pasajes de nuestra vida en los cuales hemos notado de forma especial que Cristo nos ha abierto los ojos. Ante un problema familiar grave, la muerte de un ser querido, la enfermedad de un hijo o tal vez su adicción a las drogas. Todo eso puesto en las manos de Dios nos ha ayudado a seguir luchando y a ir dando pasos de sosiego y paz a nuestra vida.

       Tal vez no hayamos visto una curación milagrosa entre nosotros. Pero sí es cierto que el milagro se ha producido en nuestro corazón al ser capaces de seguir adelante con esperanza y amor.

Las situaciones de mayor precariedad pueden ser para nosotros espacios de especial encuentro con Dios. Allí donde todas las señales nos muestran desolación y amargura, es posible dejar que emerja la esperanza si escuchamos la palabra salvadora de Jesucristo.

Son tantos los hermanos que necesitan escuchar esta palabra iluminadora de la vida, que los cristianos debemos tomarnos muy en serio nuestra dimensión misionera.

Bartimeo gritó a Jesús porque sabía quién era y el contenido de su mensaje. Difícilmente pueden poner sus esperanzas en el Señor quienes desconocen su existencia. Por eso debemos ser nosotros quienes fieles a la misión recibida del Señor anunciemos con valor y fidelidad su Reino de amor, de justicia y de paz.

Y después igualmente importante es no poner barreras al encuentro personal con él. A Bartimeo le insistían para que se callase y no molestara al Maestro. Nadie molesta al Señor, al contrario, él desea el encuentro con sus hermanos para compartir generosamente su gracia salvadora.

Todas nuestras acciones apostólicas y proyectos pastorales, han de estar abiertos a esta posibilidad de encuentro del creyente con Jesús. Y los medios son buenos en tanto en cuanto nos ayudan a este objetivo.

Compartir la fe, implica la totalidad de nuestra vida, también a la solidaridad económica con los pobres. Pero sobre toda la capacidad para acoger e incluir en nuestras comunidades cristianas a aquellos que por cualquier circunstancia son excluidos y marginados de ella. Todos somos llamados por el Señor a participar de su misma vida, lo único que puede resultar excluyente es nuestra cerrazón a cambiar la vida desde las actitudes de soberbia, egoísmo y rencor. Pues bien, mis queridos hermanos, vivamos este momento como una oportunidad nueva de encuentro con el Señor. Y con la llamada que nos hace a ser sus testigos en medio de nuestro mundo, especialmente entre los alejados y los necesitados por cualquier causa.

Que el gozo de nuestra fe, y su vivencia coherente en medio de nuestro mundo, sea para nosotros motivo de alegría, y para aquellos a quienes somos enviados como discípulos de Jesús, una razón nueva para encontrar consuelo y esperanza en medio de sus dificultades.

viernes, 18 de octubre de 2024

DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO

20-10-24 (Ciclo B – DOMUND)

 

       “El Hijo del Hombre ha venido para servir, y dar su vida en rescate por todos”. Con esta frase entresacada del Evangelio que acabamos de escuchar, quiero centrar nuestra atención para acoger la Palabra de Dios y así vivir este Día del Señor. Día en el que la Iglesia nos muestra su dimensión universal y misionera en el Domingo Mundial de la Propagación de la fe, el Domund.

       El seguimiento de Jesucristo es una opción personal que aún vivida con entusiasmo y generosidad, no está exenta de serias dificultades. Aquellos discípulos de Jesús estaban entusiasmados con su Maestro. Lo seguían con sinceridad, le querían de verdad y acogían su palabra con un corazón abierto e ilusionado.

       Pero por muy dispuestas que estaban sus almas para recibir la Buena Noticia del Evangelio, y por grande que fuera su voluntad a la hora de ponerlo en práctica en sus vidas, eran hijos de su tiempo y como todos tenían sus limitaciones. Una de las mayores y que a todos nos afecta siempre, es sentir y desear las cosas del mundo. Somos barro de esta tierra con sus luces y sombras, grandezas y miserias. Y a la vez que podemos lanzarnos a la aventura de construir un mundo más justo y fraterno, también nos deslumbran los destellos del poder o del lujo.

       Santiago y Juan no eran más interesados de que el resto de los apóstoles, tal vez fueran más osados a la hora de atreverse a manifestar sus aspiraciones e inquietudes. De hecho Jesús no les reprocha a ellos nada en particular, sino que su advertencia es general y para todos. “Sabéis que los grandes (los jefes) de los pueblos los tiranizan y los oprimen”; es decir, echad una mirada a vuestro entorno: no tenéis más que contemplar el mundo y las relaciones entre las personas, los ricos con los pobres, los señores con sus siervos... Allí donde hay poder hay luchas, y donde hay dinero hay intereses y ambiciones. Todo ello en vez de humanizar al ser humano lo envilece, y las grandezas que se anhelan conllevan la degradación de los más débiles.

       El seguimiento de Jesucristo sólo se puede realizar por el camino que él mismo ha recorrido y no existe ningún otro. Ese camino es el servicio y la búsqueda del bien común. Es la entrega de la propia vida por amor a los demás y no exigir nada a cambio de ella. Es el camino del abandono de uno mismo para anteponer las necesidades de los más humildes y pobres.

       Esta opción de vida cristiana puede parecernos demasiado exigente en un mundo donde se nos está educando en la primacía del bienestar personal sobre todo lo demás. Y sin embargo quienes han sido fieles a la llamada de Dios nos han demostrado una felicidad inmensa en sus rostros, en esa vida vivida en plenitud desde el servicio.

       Y es que como nos dice San Pablo, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, al contrario, él mismo ha sido probado en todo y por eso conoce nuestra masa y nos ama como somos. Y porque nos conoce y nos ama nos da su confianza y su gracia para que desarrollemos la enorme capacidad que ha puesto en nuestros corazones el Creador. Unos dones que entregados con amor a los demás son capaces de cambiar el rumbo de la historia. Así lo han manifestado vidas sencillas que hemos tenido la dicha de conocer y admirar. Vidas gastadas generosa y silenciosamente en lugares lejanos y sumidos en la miseria más absoluta; son las vidas de nuestros misioneros y misioneras, que en este día del Domund agradecemos a Dios como un don de su amor a la humanidad entera.

La jornada del Domund es mucho más que un gesto de solidaridad.

El Domund ante todo es la propagación universal de la fe, a las gentes y pueblos que desconocen el amor de Dios porque nadie les ha revelado a Jesucristo el Señor.

Este es el centro de la vida del misionero; anunciar a Jesucristo muerto y resucitado, que sigue sembrando amor y esperanza en todos los lugares de la tierra. El misionero desarrolla su vocación en este anuncio explícito de Cristo a las personas que lo desconocen, o que tienen una idea difusa del Señor y su mensaje. Y después, porque la fe se ha de concretar en las obras, también ejercen la solidaridad material con aquellos que carecen de lo necesario para vivir con dignidad.

No podemos reducir la jornada del Domund a un espacio de solidaridad material olvidando la dimensión evangelizadora. Los cristianos, viviendo en coherencia nuestra fe en Jesús, compartiendo la experiencia vital del seguimiento de Cristo, es como podemos y debemos experimentar la dimensión fraterna del amor compartiendo nuestros bienes con aquellos que carecen de ellos. Y aunque los bienes materiales son necesarios para vivir, el bien de la fe es indispensable para nuestra salvación.

En este día de fiesta acercamos al altar del Señor la vida y la entrega de nuestros misioneros, auténticos heraldos del evangelio cuyas vidas nos recuerdan que siguen existiendo espacios donde la Palabra de Dios aún no ha sido revelada. De este modo nosotros nos hacemos solidarios con su misión, y nos comprometemos con ellos para que la Luz de Cristo ilumine la vida de aquellos que lo buscan con sincero corazón.

Y también desde nuestra realidad cotidiana, pedimos al Señor que nos ayude a ser misioneros de este primer mundo, que olvidando muchas veces sus raíces cristianas, se va echando en las manos de los ídolos del dinero, del egoísmo y de la ambición.

Hoy no están tan lejos de nosotros los espacios de increencia. En ocasiones es mucho más difícil hablar de Dios a quienes por inconstancia o desidia, voluntariamente le han dado la espalda, que a quienes lo desconocían porque nadie les había hablado de él

Pidamos en esta eucaristía que poniendo ante el Señor nuestra vida confiada, sintamos cómo la fuerza de su Espíritu nos sigue enviando para ser en medio del mundo sal y luz que haga germinar la semilla de su Reino.

 

viernes, 4 de octubre de 2024

DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXVII TIEMPO ORDINARIO

6-10-24 (Ciclo B)

 

Las lecturas de este domingo, en especial la primera y el evangelio, centran su atención sobre lo que constituye el núcleo de la realidad familiar, el amor de los esposos, la relación establecida por Dios entre el hombre y la mujer, en aras a la complementariedad de sus vidas y al mutuo desarrollo de su existencia.

Tema de permanente actualidad, porque ese deseo de Dios expresado en el libro del Génesis como origen de la creación, donde se establece la alianza nupcial entre el hombre y la mujer, ha sido en nuestros días seriamente transformado.

Desde cualquier planteamiento antropológico, y ciertamente desde las realidades culturales más antiguas, podemos observar cómo la institución familiar pasó por momentos de aceptación de la poligamia, para asentarse de forma definitiva en una realidad monógama, donde la unión entre un hombre y una mujer, no sólo garantiza la supervivencia de la especie, sino que ha sido entendida como la complementariedad que ambos sexos necesitan para su pleno desarrollo humano.

De tal modo ha sido importante esta realidad matrimonial que costumbres, tradiciones y leyes han avalado y protegido este vínculo, conscientes de su trascendencia social y humana.

Así nosotros, herederos de una tradición bíblica e iluminados por la palabra de Jesucristo, seguimos valorando la unión entre el hombre y la mujer, como el fundamento de la existencia humana, y la manifestación visible del amor generoso y entregado del uno para con el otro, que encuentra su máxima expresión en la transmisión de la vida a los hijos, fruto de ese amor.

Todos somos conscientes del valor de la familia, de esa matriz personal en la que hemos nacido a la vida, en la que también hemos crecido rodeados del amor de nuestros padres, y desde la que nos hemos desarrollado como personas adultas. Todos sabemos lo que supone tener un padre y una madre que nos han querido, y también comprendemos la enorme pérdida que supone el carecer de alguno de ellos, sobre todo en las edades más tempranas.

Por todo ello la Iglesia, en su grave responsabilidad de iluminar la vida de los creyentes a la luz del Evangelio de Jesucristo, no ha cesado en hacer múltiples llamamientos en defensa de la familia, de la protección que hace de la vida de sus miembros desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, y en la sacramentalidad del matrimonio como algo propio y exclusivo entre un hombre y una mujer.

Y es que la comunidad eclesial ni es dueña de la Palabra de Dios, ni puede interpretarla conforme a su voluntad y mucho menos manipularla por la presión que pueda infringir una determinada ideología imperante. Porque  una cosa es que tengamos que respetar las diversas formas de entender la vida, y otra muy distinta anular la realidad familiar en aras a una ideologizada defensa de derechos más que cuestionables.

Todos tenemos, ciertamente, derecho a vivir conforme a nuestros principios morales y antropológicos, y nadie puede juzgar ni marginar por ello, a quienes han optado por una convivencia distinta a la suya. Las actitudes excluyentes están fuera de toda justificación, y el respeto a la dignidad de los demás es una exigencia cristiana.

Pero una cosa es el derecho a desarrollar la vida adulta como cada uno lo considere conforme a sus convicciones, y otra muy distinta considerar prolongación de ese derecho la paternidad o maternidad. La vida humana es un don de Dios, un regalo fruto del amor de los padres que han podido transmitir esa vida distinta de la suya y que no les pertenece. Por esta razón no existe ningún derecho natural a ser padre o madre, sino que en cualquier caso es un regalo que supera su voluntad.

 Este respeto a la vida del nuevo ser, nos ha de llevar a evitar cualquier manipulación que ponga en peligro su normal desarrollo, porque desde el momento en el que ha sido concebido, ya no es una parte del cuerpo de su madre sino alguien distinto de él, y que en su debilidad y dependencia necesita y merece mayor respeto y cuidado.

Ciertamente hay matrimonios que no pueden tener hijos, y que sienten esa falta con gran dolor por el mucho amor que podían entregar y que la naturaleza se lo ha denegado. Para ellos el camino de la adopción se abre como una puerta de esperanza, en la que no sólo van a encontrar el desarrollo de toda su capacidad de padres, sino que además, y pensando en el niño, van a dar un hogar y un entorno familiar digno a unas criaturas que carecían de ello.

Porque no olvidemos que si bien no es un derecho del adulto el ser padre o madre, sí es un derecho del niño el tener padre y madre que le quieran, le cuiden y le ayuden en su desarrollo como persona.

Los gobiernos tienen la capacidad de hacer las leyes, pero dicha capacidad legislativa no siempre conlleva su justicia, y su autoridad moral queda seriamente dañada cuando al querer otorgar derechos sustentados en ideologías subjetivas, malogra y perjudica derechos objetivos, fundamentales y universales.

Ciertamente la realidad matrimonial y familiar pasa por momentos de grandes dificultades. Cada vez son más frecuentes las rupturas entre los esposos y las uniones con nuevas parejas. Los niños reparten su tiempo entre el padre y la madre. Y por muy acostumbrados que podamos estar a ello, sabemos que siempre, detrás de cada ruptura hay dolor y sufrimiento para todos, y en este sentido la comunidad cristiana debe saber acompañar para en la medida de lo posible ayudar a superar las dificultades, y también acoger a quien atraviesa por ellas con sencillez, respeto exquisito y comprensión.

Como nos dice Jesús en su evangelio, muchas veces es la dureza de nuestro corazón la que nos impide reconciliarnos y superar las barreras que nosotros mismos ponemos en el camino del amor.

Los egoísmos, las individualidades, la falta de comunicación, la frivolidad y soberbia, nos llevan a situaciones irreversibles que no sólo nos cuestan la felicidad a los adultos, sobre todo tiene graves consecuencias para los hijos que se convierten en sus víctimas silenciosas, y a veces en arma arrojadiza en las manos adultas.

La familia es el gran tesoro que todos poseemos, y por el que merece la pena entregarse a fondo perdido. De su salud depende nuestra dicha y si ésta nos falta nuestra desgracia es inmensa.

De esta realidad familiar no podemos excluir a Dios. Si ante los problemas y dificultades prescindimos de él, nuestra soledad y debilidad son absolutas, y las soluciones claramente deficientes.

Dios bendice la unión de los esposos cuando éstos se prometen amor, fidelidad y respeto, y si el matrimonio es vivido desde esta conciencia creyente, y cada día en medio de la oración de los esposos es presentado al Señor con confianza, seguro que las dificultades se superan fortaleciendo aún más los vínculos de ese amor prometido.

Si todas las bodas son hermosas porque en ellas se enuncia el amor como proyecto confiado, mucho más lo son las celebraciones de las bodas de plata y oro, manifestación del camino recorrido, expresión de un amor probado y gratitud por el don recibido del Señor.

Hoy vamos a pedir a Dios por todos los matrimonios, para que sean vividos como la preciosa vocación a la que han sido llamados. Que el Señor fortalezca sus momentos de debilidad, y que puedan encontrar en la comunidad cristiana el espacio donde alimentar su fe, esperanza y amor conyugal.

viernes, 27 de septiembre de 2024

DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXVI TIEMPO ORDINARIO

29-09-24 (Ciclo B)

 

         Un domingo más somos invitados por el Señor a compartir el gozo de nuestra fe, alimentándola con el pan de su Palabra y el de la Eucaristía. Y esta Palabra de hoy nos ayuda a contemplar con verdad, la realidad de nuestra manera de vivir, la dimensión comunitaria de la fe, bien sea en aquel pueblo en marcha hacia la tierra prometida, sea en la actual comunidad eclesial. La primera lectura habla de la donación del Espíritu de Dios a los setenta jefes del pueblo en camino por el desierto. En el Evangelio se reflejan ciertos aspectos de la vida de los discípulos y de los primeros cristianos en sus relaciones internas y con aquellos que todavía no pertenecían a la comunidad cristiana. Santiago se dirige al final de su carta a los miembros ricos de la comunidad para recriminar su conducta egoísta y hacerles reflexionar sobre ella a la luz del juicio final.

         Lo primero que salta a los ojos, leyendo los textos de hoy, es que la comunidad cristiana primitiva y ya antes la comunidad judía del desierto están marcadas por la debilidad e imperfección. Resulta llamativa la actitud de recelo respecto de quienes no pertenecen al propio grupo sea por parte de Josué: "Mi señor Moisés, prohíbeselo" (primera lectura) sea por parte de Juan: "Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros y tratamos de impedírselo" (Evangelio). Otro punto es el escándalo que algunos miembros "fuertes" y "grandes" de la comunidad dan a los "pequeños", poniendo en peligro su fe sencilla y su misma pertenencia a Cristo. Entre quienes causan un escándalo especialmente grave están los ricos, que ponen su seguridad en sus riquezas y alardean de ellas ante los pobres. Pero además el apóstol va a denunciar su injusta forma de enriquecimiento, porque se aprovechan abusivamente de los pobres, no pagando diariamente el salario a los obreros, entregándose al lujo y a los placeres, pisoteando en perjuicio del pobre la ley y la justicia (segunda lectura). Aprendamos una cosa: ninguna comunidad cristiana concreta está exenta de debilidades y miserias. Cuando la comunidad eclesial resulta a las claras tan imperfecta nos ha de hacer vivir más conscientes de que es el Espíritu de Dios, y no nuestro interés, el alma que la vivifica y santifica con su presencia y sus dones.

         Ante todo, se ha de recalcar la gran apertura de espíritu de Jesucristo frente a quienes no pertenecen al grupo, a la comunidad creyente y sin embargo realizan gestos cargados de caridad y justicia; a quienes así obran, y además lo hacen en el nombre del Señor, Jesús les dice "No se lo impidáis". Este comportamiento de Jesús halla su prefiguración en el de Moisés, al saber que su espíritu ha sido comunicado a Eldad y Medad que no se encontraban en el grupo de los setenta, y ante la oposición que le plantea Josué, responderá con claridad: "¿Es que estás tú celoso por mí? ¡Ojala que todo el pueblo de Yahvé profetizara porque Yahvé les daba su espíritu!".

Jesús motiva su postura con dos reflexiones importantes:

1) Quien invoca su nombre para hacer un milagro, no puede luego inmediatamente hablar mal de él. La persona de Jesús ejerce un influjo universal, no puede quedar encerrada dentro de los límites humanos.

2) Quien no está contra nosotros, está con nosotros. Y esto es verdad, incluso cuando no se pertenece a la misma colectividad de fe. Por otra parte, dentro de la comunidad las relaciones entre los diversos miembros han de regirse por el mandamiento de la caridad. Esa caridad que podríamos llamar "pequeña", ha de ser  la moneda corriente para la convivencia diaria. Jesús pone el simple ejemplo de dar un vaso de agua con la intención de vivir la caridad cristiana. Otra forma de vivir la caridad es evitando el escándalo. Por amor hacia el hermano uno debe estar dispuesto a acabar con cualquier cosa que lo pueda dañar. Así, en las relaciones entre cristianos, máxime si se pertenece a la misma iglesia local, debe reinar también la justicia en las relaciones laborales. Los ricos, por su parte, han de ser muy conscientes de que sus riquezas no son tanto para gozarlas y despilfarrarlas egoístamente, cuanto para vivir responsablemente poniendo sus bienes al servicio de los necesitados.
         En el catecismo de la Iglesia se nos enseña que "Una teoría que hace del lucro la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable. El apetito desordenado de dinero no deja de producir efectos perniciosos. Es una de las causas de los numerosos conflictos que perturban el orden social” (C.E.C. 2424). Y bien podríamos concluir, que las crisis económicas que siempre afectan a innumerables familia, son consecuencia de este desorden y ambición desmesurada.

    El Espíritu es el alma de la Iglesia, que la regenera y configura conforme a la persona del Señor Resucitado. Por eso es posible confiar en las posibilidades de conversión que cada uno de sus miembros puede realizar en su vida, incluso aquellos que tanto peso cargan por su pecado de avaricia y codicia.

    Qué necesario se hace en nuestros días ampliar la mirada más allá de las propias necesidades o intereses. No podemos echar la culpa de todos los males sólo a los que de forma evidente ostentan tanta riqueza. En el fondo todos nosotros participamos del mismo pecado aunque sea a menor escala porque menor es nuestro poder, y no porque sea menor nuestro deseo. Junto a la acción del Espíritu y mezcladas con ella están las acciones humanas, con todas sus limitaciones. Por eso, es necesario el discernimiento, para saber distinguir y separar lo que el Espíritu del Señor quiere realizar en nuestro corazón y cuyos frutos serán la concordia, la generosidad y la misericordia para con los demás, de aquello que nos aleja y divide fruto del egoísmo.

    Pidamos en esta eucaristía que el Espíritu del Señor reavive en nosotros el don del amor fraterno para que seamos sensibles a las necesidades de nuestros hermanos más débiles, especialmente en los tiempos adversos. Y que este mismo Espíritu sane el corazón enfermo de quienes están sumidos en el materialismo desmedido causante de la desigualdad y la injusticia. No sea que como concluye el apóstol en su carta, un día el Juez del Universo les tenga que  decir “os habéis cebado para el día de la matanza”.

viernes, 20 de septiembre de 2024

DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO

22-09-24 (Ciclo B)

 

Un domingo más nos reunimos para celebrar nuestra fe, realizando la acción más importante que como cristianos podemos vivir, participar de la mesa del Señor, que reparte su Cuerpo entre nosotros, y derrama su Sangre como entrega absoluta en el amor.

Pero la Eucaristía se ha de centrar en la Palabra proclamada, y a la luz de ella, contemplar nuestra vida desde los ojos de Dios. Así hoy recibimos una clara llamada a vivir la fidelidad a Cristo asumiendo que conllevará también la aceptación de las dificultades y de la cruz.

Resulta extraordinaria la experiencia que el libro de la Sabiduría nos presenta. Con una sencillez nítida, nos expone la visión que el malvado tiene del justo. Según él, el justo se opone a las acciones del mal, lo denuncia y reprende la injusticia. El justo declara que conoce a Dios y se reconoce hijo de Dios. Lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente, apartándose de las sendas por las que transita ese mal. Se gloría de tener a Dios como Padre, y sabe que su final es participar de su gloria. Una vida así da grima, y repugna a quien opta en su ser por el mal y vive sumido en él.

Es más, el libro de la Sabiduría prosigue mostrando la resolución que toma el malvado respecto del justo: “si el justo es hijo de Dios, Él lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo someteremos a la prueba, a la afrenta y a la tortura”. 

Es terrible esta realidad, y sin embargo qué cierta se nos presenta en medio de nuestro mundo.

Este libro sagrado no hace más que mostrarnos en toda su radicalidad una de las realidades más claras y permanentes en nuestro vivir. La relación entre la fe y la vida del creyente, con el mal y la cruz como consecuencia del mismo.

Y desde una mirada superficial, parece claro que si Dios es tan bueno y nos ama, y nosotros somos sus hijos, ningún mal puede acechar nuestra existencia. O dicho con las palabras del hombre increyente, dado que el mal afecta a todos por igual, a buenos y malos, justos y pecadores, eso quiere decir que todos estamos sometidos a un mismo destino y que Dios no cuenta para nada en él. 

Para poder comprender con vitalidad evangélica esta realidad humana y cristiana, tenemos que detener nuestra mirada en Jesucristo. En su subida a Jerusalén, anuncia sin reparos lo que el cumplimiento de la voluntad del Padre le va a suponer; “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará”.

Jesús asume con libertad la realidad de su existencia. Vivir desde Dios y para los demás, conlleva aceptar el sacrificio del amor. Porque amar de verdad y sin reservas, supone vivir desde el otro, entregando la totalidad de la vida y vaciándose por completo en favor de la persona amada.

Cristo no nos ha amado a medias, en los ratos libres de una vida reservada para sí. Cuando Jesús se acerca a las personas, su amor y misericordia lo vacían de sí mismo para llenar la existencia del enfermo, del esclavo, del pecador o del marginado, de una ternura y bondad tales, que transformará para siempre sus vidas sanando, liberando, perdonando y devolviendo la plena dignidad de los hijos de Dios. 

Y cuando el amor se entrega de esta manera, también asume con libertad y fidelidad los costes que conlleva y que pasa por el servicio y el sacrificio. Porque el amor, cuando es verdadero, duele, y ese dolor lo damos por bien sufrido al ser en favor de aquellos a los que amamos.

El anuncio de la Pasión de Jesús, sorprende a los discípulos hasta el punto de no atreverse a preguntarle. Sus palabras son tan radicales y la respuesta que le dio a Pedro cuando intentó disuadirle fue tan fulminante, que cualquiera se atreve ahora a decir nada al respecto. (No olvidemos que el domingo pasado, cuando Jesús les pregunta sobre lo que la gente dice a cerca de él, y les plantea quién es Jesús para ellos, Pedro muy resuelto le manifiesta que él es el Mesías. Pero al anunciar por primera vez su pasión, éste intenta disuadirle, a lo que Jesús responde con un rotundo “apártate de mí Satanás, porque tú piensas como los hombres no como Dios”).

Pues bien, en esta ocasión, al volverles a repetir que su vida, vivida en fidelidad y en profunda unidad con el Padre Dios, le va a llevar a tener que entregarla hasta sus últimas consecuencias, ellos prefieren desviar la atención sobre quién es el más importante en el Reino.

Y Jesús no reprocha su falta de sensibilidad, por no haberle hecho el menor caso en ese abrir su corazón al mostrarles su gran preocupación. Es más, dado que tanto les preocupa quién será el mayor en el reino de Dios, les va a contestar con paciencia y claridad: “quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Y por si todavía no queda clara su respuesta, la acompaña de un gesto inequívoco al colocar en el centro a un niño. Todo lo que significa un niño de inocencia, dependencia, desvalimiento y ausencia de poder u honor, quién así se presenta ante Dios, con su debilidad y sencillez, ese será el primero. 

Las cuentas de Dios no son como las nuestras. El no mide ni valora su amor y su misericordia en función de nuestros parámetros o intereses. El seguimiento de Jesucristo supone vivir como el justo descrito en la primera lectura, poniendo toda nuestra vida en las manos del Señor, haciendo que sea Él el fundamento de la misma, a pesar de que también nosotros vamos a sufrir la incomprensión, la burla, el rechazo e incluso la persecución por parte de quienes no aceptan voces discordantes que denuncien su injusticia y maldad.

Así por ejemplo, cuando los cristianos defendemos la vida en medio de una cultura de muerte y egoísmo, y nos definimos con valentía contra el aborto, la eutanasia, y la opresión de los débiles, la necesidad de responder con urgencia a las personas que huyen de la guerra o de la miseria, debemos asumir los costes que nuestro compromiso creyente conlleva. Y si los gobiernos o los poderosos imponen leyes que en conciencia consideramos injustas, deberemos asumir los costes de su moralmente obligada desobediencia. Porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. 

Esta es la cruz que también nosotros debemos estar dispuestos a asumir como precio de nuestra fidelidad, porque la llevamos junto al Señor en el camino de la vida. Y podemos cargar con ella, ya que es el mismo Cristo quien nos sostiene y conforta.

Pidamos en esta eucaristía, que la unidad de los hermanos nos ayude en las adversidades, porque la fe compartida y vivida en comunión, fortalece la esperanza en medio de la prueba.

Que Santa María la Virgen nos ayude en esta lucha continua de vivir en coherencia nuestra fe, a pesar de las dificultades de la vida.

viernes, 13 de septiembre de 2024

DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO

15-09-24 (Ciclo B)

 

         Acabamos de escuchar un evangelio sobradamente conocido por todos ya que es de esas escenas que se repiten en los tres evangelistas llamados sinópticos (Mateo, Lucas y Marcos), y que en los tres ciclos litúrgicos se nos proclaman.

San Marcos sitúa este pasaje en el centro de su evangelio, justo cuando Jesús ha concluido el tiempo de anunciar el Reino de Dios junto a sus discípulos por tierras de Galilea, y se dispone a consumar su misión en Jerusalén. Por eso además de preguntarles sobre la imagen que de él tienen, les va a anunciar la proximidad de su pasión.

Situándonos nosotros en el centro del relato, y una vez interrogados sobre la persona del Señor, seguro que no hubiéramos diferido demasiado de la respuesta de Pedro “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. Nuestra experiencia de fe, que en cada momento de la vida hemos ido madurando con la asistencia del Espíritu Santo, así nos lo revela. Jesús es el Hijo de Dios, nuestro Mesías y Salvador.

Pero la pregunta, Jesús la formula de manera más abierta. “¿Quién dice la gente que soy yo?” Y bien podríamos detenernos un momento en responderla desde nuestra realidad inmediata. Si preguntáramos a muchos que se consideran cristianos hoy en día, que están bautizados, y que en su momento asistieron a una primera iniciación cristiana, pero que a la vez se manifiestan como no practicantes, su respuesta no sería muy distinta de la de aquellos contemporáneos de Jesús. Para muchos, Jesús fue un buen hombre, que hizo cosas buenas, cuyos valores de justicia y solidaridad enganchan a muchos, y que murió en la cruz de manera injusta y cruel.

Y aún siendo verdad, es muy poco. Se queda en la superficie de una persona entregada a los demás pero que terminó en un estrepitoso fracaso. Hablan de un hombre, pero que realmente desconocen.

Por eso la pregunta directa a los discípulos es fundamental, es decir, la pregunta a cada uno de nosotros.

Y no basta con reconocer en Jesús a una persona excepcional, con unas cualidades humanas extraordinarias y que cautivan el corazón.

Pedro junto a sus hermanos apóstoles, ha experimentado esa atracción de Jesús desde los comienzos de su relación personal. A cada paso recorrido, más cautivado se sentía por este hombre que un día lo llamó junto al lago de Galilea. Pero lo que ha hecho que siga a su lado contra todos los inconvenientes y dificultades, no sólo es su humanidad, sino la naturaleza escondida en su ser y que revela a Alguien mucho mayor que un simple hombre. De ahí su confesión de fe y su adhesión más íntima “Tú eres el Mesías”.

Quienes hemos llegado a esta confesión en nuestra vida, podemos decir con sencillez y gratitud que hemos completado un primer camino de madurez cristiana. No somos seguidores de un profeta, ni de un buen hombre, sino discípulos del Señor, del Hijo de Dios.

Y llegar a esta conclusión conlleva consecuencias inmediatas, como las que tuvieron que experimentar aquellos apóstoles de la primera hora. Reconocer a Jesús como el Mesías, el Hijo de Dios nuestro Salvador y Señor, significa que también tenemos que entender su mesianismo de forma adecuada y conforme a su voluntad.

Cuando Jesús empieza a desgranar lo que aquella confesión de fe significaba en realidad, y cómo el Hijo de Dios ha de instaurar su reinado pasando por la cruz redentora, el proyecto que inicialmente había sido recibido con agrado se trunca en decepción. Y la tentación que tantas veces nos invade quiere evitar el camino que Jesús nos muestra para dar un rodeo que rechace la dura realidad de la cruz.

 Es más, al igual que Pedro pretendemos decirle al Señor cómo se deben hacer las cosas, y que tal vez sus modos no son los más acertados en nuestro tiempo.

Esta semana en la liturgia diaria hemos escuchado cómo Jesús llama dichosos a los pobres, a los que lloran y sufren o pasan cualquier penalidad por su causa. Hemos sido invitados a amar a los enemigos y a orar por quienes nos persiguen o violentan, y a no juzgar a los demás si no queremos ser juzgados con igual severidad. Y estas llamadas del Señor las realiza desde esa invitación a “ser perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.

El camino que el Señor ha de recorrer, y por el que somos invitados a  acompañarle, conlleva cargar con la propia cruz de cada día, siendo fieles a la misión por él confiada y adoptando en nuestro ser sus mismas actitudes de servicio, entrega, amor y sacrificio.

Tomar caminos alternativos, es separarnos del único que nos conduce hacia Él, rompiendo la unidad entre la fe en Jesucristo y la vida que de esa fe debe derivarse.

En definitiva se traduce en lo que el apóstol Santiago denuncia en su carta, “¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras?”. ¿Es que podemos separar las prácticas religiosas de las consecuencias que de su vivencia se han de extraer?

El anuncio del Evangelio de Jesucristo a sus discípulos no es un compendio de ideas hermosas sobre Dios, ni teorías sobre una mejor marcha del mundo. El Evangelio es la Palabra de Dios encarnada, que materializa la transformación radical de toda la realidad asumiendo con fidelidad los costes, que una vida coherente con este plan salvador, requiere. Y Jesús nos invita a seguirle con la firme promesa de que él acompañará nuestro camino y nos sostendrá en la adversidad.

Si aceptamos su llamada con entrega y confianza, se notará de forma inmediata, ya que nuestra fe en Jesucristo se traducirá en obras de amor y misericordia para con los demás. Obras que en un mar de incertidumbre y penurias, como las que nuestra realidad actual vive, pueden parecer insuficientes, pero que si todos los discípulos del Señor las desarrolláramos con generosidad, seguro que se notaría.

La confesión de Jesucristo como el Mesías y el Salvador por parte de un grupo tan insignificante como aquellos Doce Apóstoles nada presagiaba en su tiempo. Es más el anuncio de la pasión y muerte de Jesús no hacía sino agudizar la sensación de fracaso.

Pero la última palabra de la historia no la pronuncian labios humanos, sino que es Palabra de Dios, y ciertamente la confesión de Pedro es hoy para nosotros fundamento de nuestra fe.

Hoy, en esta eucaristía, pedimos al Señor que nos sostenga en el camino que con confianza deseamos recorrer a su lado. Que al confesar su divinidad no olvidemos nunca la entrega de su persona en favor de los necesitados, los pobres y humildes. Y que aquellos que hoy viven alejados o al margen de la fe, puedan descubrir por la grandeza de nuestras obras el rostro de un Dios que les ama y les invita a ser miembros de su Pueblo Santo. De este modo no sólo viviremos con coherencia nuestra fe en Cristo, además lo estaremos anunciando con la elocuencia de nuestro comportamiento fraterno.

sábado, 7 de septiembre de 2024

DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO

08-09-24 (Ciclo B)

 

Acabamos de escuchar la Palabra de Dios, que como cada domingo y en toda celebración litúrgica, concentra el sentido y horizonte hacia el que nos llama la atención el Señor.

Y si algo podemos destacar de esta Palabra es la gran misericordia y ternura que Dios tiene para con los más necesitados. “Él mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos. Abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan, ama a los justos y guarda a los peregrinos. Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados”. Así lo hemos escuchado en el salmo que sirve de puente entre el antiguo y nuevo testamento, y que es la oración del pueblo que confía desde siempre en el amor del Señor.

    La situación de enfermedad o limitación física que se nos narra en la Sagrada Escritura, viene a expresar algo mucho más profundo que lo estrictamente médico. No se trata sólo de una dolencia que mina nuestra salud, se trata de la dimensión precaria de toda nuestra vida. Por eso para los judíos enfermedad y pecado, iban tan estrechamente unidos. Si Dios nos había creado a su imagen y semejanza, nuestra persona debía reflejar esa naturaleza divina que el Creador había puesto en su criatura. Sin embargo cuando se produce una ruptura en la armonía de la creación, el ser del hombre se desmorona y el cuerpo refleja la discordia del alma.

    Jesús nos ayuda a comprender cómo, si bien es necesaria esa concordia existencial que nos unifique y nos posibilite una vida plenamente humana, a la vez es posible que las limitaciones físicas y las enfermedades no se produzcan por la propia responsabilidad sino por razón de nuestra debilidad física, que o bien se ve truncada por enfermedades o accedentes, o el tiempo  se encarga de menguar su vigor.

    Muchas veces hemos creído, especialmente en nuestro tiempo presente, que el ser humano había llegado a unas cotas de conocimiento y desarrollo tales que nos independizaran de Dios. Dios ya no es necesario para explicar nada porque nosotros somos principio y fundamento de todo lo existente. Superamos enfermedades, prolongamos la vida, somos capaces de manipular su génesis e incluso “fabricarla” en laboratorios. Podemos decidirlo casi todo, hasta si una vida humana debe nacer o no, o si su existencia nos es útil o carece de importancia.

    Sin embargo siguen existiendo personas cuya existencia se ve tocada por la enfermedad o la limitación, y cuya explicación no encuentra respuesta en la técnica ni son sanadas por la medicina. Y sin embargo el enfermo sigue experimentando en su ser el anhelo de una dignidad a la que tiene derecho en razón de su humanidad, una comprensión que exige en su condición de persona y un respeto que se le debe en razón de la misma precariedad física que padece.

    Jesús siempre supo estar tan cerca del sufrimiento humano que él mismo lo incorporaba a su experiencia de vida. De modo que el Reino de Dios se instauraba no porque fuera a desaparecer toda limitación física, sino porque en la acogida de su Palabra y en la asociación a su persona, las dolencias y enfermedades eran sanadas radicalmente, en la dignificación del enfermo expresado en la curación milagrosa.

 Es decir: en tiempos de Jesús había muchos cojos y ciegos, mudos y sordos, leprosos y dolientes de cualquier clase. Algunos de ellos sintieron la sanación física tras el contacto con el Señor, pero sobre todo experimentaron la salvación de todo su ser en el encuentro personal con el Salvador. Y esta realidad existencial vivida por unos pocos extendió su poder espiritual para la salud de muchos.

De modo que la enfermedad puede limitar las potencialidades humanas y resultar a los ojos del mundo un signo de ineficacia carente de utilidad, pero en ningún caso limita la dignidad de personas e hijos de Dios y es para el creyente un lugar teologal, de especial encuentro con la misericordia divina que acoge, comprende y conforta el corazón.

    Los creyentes en Jesucristo no podemos percibir la enfermedad del hombre como una barrera en el desarrollo de nuestra fe. Salvo las excepciones de aquellos que, irresponsablemente han llevado una vida llena de riesgos elegidos, la enfermedad no es algo adoptado conscientemente sino fruto de la materialidad limitada de nuestro cuerpo.

    La vivencia cristiana de la misma, nos ha de llevar a buscar en ella la configuración con Jesucristo en sus padecimientos y ofrecerlos como él por la construcción de su Reino al cual todos estamos convocados.

    Si los legítimos medios humanos nos ayudan a superar las enfermedades, bendito sea Dios que nos ha dado la razón y la capacidad para suscitar los instrumentos necesarios para un desarrollo más humano de nuestra vida. Los cuales han de ponerse al servicio de toda la humanidad sin distinción, evitando el lucro de unos a costa del dolor de otros o la discriminación egoísta entre pobres y ricos.

    Sin embargo, siempre debemos aceptar que la circunstancia de la materialidad humana no es eterna, y que precisamente nuestra corporeidad limitada nos ha de llevar a percibir que moramos en nuestra carne para un destino ulterior al que Cristo nos ha incorporado por nuestra vocación bautismal.

    La enfermedad personal no ha de ser comprendida nunca como consecuencia directa de nuestro pecado. Sería injusto juzgar moralmente a quien padece físicamente.

    Pero la enfermedad sí nos puede ayudar a comprender que nuestra finitud no es fruto del deseo de Dios sino consecuencia de la opción humana que un día creyó, y muchas veces sigue creyendo, que la vida al margen de Dios es posible y deseable.

    Jesús no juzga a los enfermos, los acoge y los ama sin medida. Se entrega a ellos dándose a sí mismo, de modo que por encima de la salud corporal vivan el encuentro gozoso con Aquel que les ha creado y cuyo destino salvífico ha preparado desde el origen del mundo.

    Desde esa experiencia recibida del Señor, los sordos oyen la palabra que les devuelve la esperanza y les llena de alegría, y por eso al sentir libre sus labios, no pueden por menos que alabar a Dios y darle gracias por su inmenso amor.

    Una vida sana es mucho más que gozar de salud física. Es vivir con la plena conciencia de que nuestra vida ha sido dignificada por  Dios y que nuestro ser está en sus manos para llevarnos a participar de su misma gloria.

    Que Santa María la Virgen, salud de los enfermos, les ayude a vivir con este espíritu cristiano la enfermedad, a quienes estáis cerca de ellos os llene de ternura y paciencia, para que los sepáis acompañar con amor y afecto, y que a toda la comunidad cristiana la haga sensible y cercana a su necesidad.