DOMINGO
V DE PASCUA
18-5-25
(Ciclo C)
El tiempo Pascual debe significarse por la alegría y
la participación de todos, en torno a la mesa de Jesús; una alegría que se
transmite de generación en generación en la confianza de que el Nuevo Cielo y
la Nueva Tierra, se van construyendo con la aportación de cada uno de nosotros.
Alegría que hoy se manifiesta en la acogida del inicio del Pontificado del
Santo Padre León XIV.
El libro del Apocalipsis nos muestra esa visión futura de los
creyentes. La vida vista desde la resurrección del Señor, tiene otro color y
matiz que la sitúan en el camino de la esperanza y del consuelo. “Ya no habrá
muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor”. Jamás se ha realizado una promesa mayor,
que además esté avalada por la entrega de quien la realiza, y que pueda
suscitar la adhesión de todos los que anhelan su cumplimiento desde el
seguimiento de Jesucristo.
Este tiempo Pascual nos ayuda a releer nuestra
historia en clave de salvación. No la falsea ni la oculta tras débiles
ilusiones. La vida del ser humano sigue su curso con sus luces y sombras,
fracasos y logros, vida y muerte; pero desde la resurrección de Jesucristo,
podemos situarnos ante esta realidad nuestra con un semblante distinto. No
somos un pueblo sin esperanza, ni dejamos que el desánimo venza ante la
adversidad. Caminamos en la confianza porque sabemos que la última palabra de
la historia está escrita por Dios y pronunciada por su Hijo Jesucristo, y es
una palabra de eternidad y plenitud de vida.
“Os doy un mandamiento nuevo”, anuncia Jesús en medio
de la Última Cena. Un mandamiento que resume todos y cancela cualquier
legalidad pasada. El mandamiento del amor: “Que os améis unos a otros como yo
os he amado”; que nos amemos todos de forma generosa y abierta, sin egoísmos ni
sospechas, con entrega y confianza.
Este mandamiento del amor, que tantas veces resuena en
nuestra mente y proclaman nuestros labios, qué lejos está de convertirse en una
realidad plena. Cuanto odio, discordias, enfrentamientos y muertes entre
hermanos que siguen mostrándonos el lado oscuro del ser humano y la necesidad
de conversión profunda al Dios de la vida.
El mandamiento del amor, es el gran mandamiento de
Dios; “amar al Señor nuestro Dios con todo el corazón y con toda la mente y al
prójimo como a uno mismo”; amar como el mismo Jesús fue capaz de amarnos, hasta
el olvido de sí mismo en favor de los demás, y en especial de los más
necesitados, no es un consejo piadoso, es un imperativo divino.
Si no hay amor entre las personas, carece de sentido
la vida. Una pareja sin amor se rompe, una familia sin amor es un infierno, una
sociedad sin amor estará condenada a su destrucción y una Iglesia sin amor es
una institución vacía de Dios e inútil. El amor dignifica a la persona, la
llena de ilusión y la capacita para confiar en el futuro. El amor en la
comunidad eclesial es lo que da sentido a su labor evangelizadora y misionera
en el mundo, por amor anuncia el evangelio a todas las gentes, por amor sus
hijos viven entregados a los demás y en el amor encuentra, sin lugar a dudas,
la viva presencia del Señor resucitado.
El amor regenera la sociedad y continúa la obra del
Creador en medio de ella para que sea tierra fértil donde germine la semilla
del Reino de Dios. Ese amor al ser humano y al mundo donde se desarrollan sus
relaciones, es lo que nos compromete en el trabajo diario por la justicia, la
verdad y la paz.
Amarnos unos a otros como el mismo Jesús nos amó, nos
obliga a reconstruir los caminos rotos por el odio y el egoísmo.
Para poder llegar a desarrollar un amor universal,
generoso y desinteresado con los demás, se ha de empezar a vivirlo entre los
más cercanos; el hogar, los amigos y conocidos.
El amor al que se refiere Jesús, y al que los
apóstoles Juan y Pablo dedican capítulos importantes de sus cartas pastorales,
es un amor permanente, imborrable, incondicional y generoso. Es el amor
gratuito que se entrega sin esperar nada a cambio; el amor que no depende de la
respuesta del otro. Es un amor que se mantiene vivo pese a las dificultades que
surjan y que no se rompe por nada. Es un amor que no pone condiciones ni
desaparece aunque sufra la infidelidad del ser amado.
El amor de Dios al que se refiere Jesús podemos
asemejarlo al de una madre que vacía su corazón por completo en la entrega a
sus hijos. Pero todavía es más que este, porque si ese amor materno por alguna
incomprensible razón se apagara, el amor de Dios permanece vivo por siempre.
La sensibilidad de nuestro mundo actual, pervierte con
frecuencia el sentido del amor. Se nos presentan los fracasos y las rupturas
amorosas de muchos famosos como algo tan natural que roza la frivolidad.
Eludiendo los momentos de dolor y de sufrimiento que ello conlleva, e
introduciendo una cultura donde los compromisos, por muy sagrados que sean se
pueden romper, y donde la palabra y la promesa realizada no tienen ningún
valor. De esta forma las generaciones más jóvenes crecen en un ambiente donde
todo carece de sentido, y en la que los valores del sacrificio, la entrega, el
perdón y la misericordia se subordinan al egoísmo infantil e irresponsable.
El amor que Jesús nos deja como mandamiento suyo es
aquel amor capaz de dar la propia vida por los demás. Es un amor que no se
guarda ni se mide. Un amor que no se paga ni se compra. Es el amor que
“disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin
límites”, porque como nos enseña San Pablo, este amor auténtico, es el que “no pasa nunca”.
Este es el amor que fue clavado en la cruz y que ha
regenerado al hombre para la vida eterna.
Es verdad que las relaciones entre las personas, por
mucho que nos queramos, siempre pueden atravesar por situaciones delicadas, e
incluso insostenibles, pero en honor a la verdad, de estas carencias sólo somos
nosotros los responsables. Nuestra capacidad de amar no es la misma que la del
Señor, es cierto. Sin embargo todos deseamos la plena felicidad y sabemos que
lograrla depende en gran medida de lo que cada uno esté dispuesto a dar de sí
mismo.
Hoy vamos a pedirle al Señor que nos fortalezca en el
amor. Que nos ayude a dar todo lo que esté en nuestra mano para salvar lo que
sin duda es lo fundamental de nuestra vida. Pedimos especialmente por todos los
esposos que atraviesan por momentos de incertidumbre y sufren de corazón. Que
nosotros sepamos comprender y acoger su situación, y que en la medida de lo
posible les sirvamos de ayuda eficaz a fin de que encuentren, desde el respeto
y la verdad, lo mejor para sus vidas, con la ayuda de Dios.
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