sábado, 22 de septiembre de 2012

HOMILIA DOMINGO XXV T.O.

DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO


23-09-12 (Ciclo B)

Un domingo más nos reunimos para celebrar nuestra fe, realizando la acción más importante que como cristianos podemos vivir, participar de la mesa del Señor, que reparte su Cuerpo entre nosotros, y derrama su Sangre como entrega absoluta en el amor.

Pero la Eucaristía se ha de centrar en la Palabra proclamada, y a la luz de ella, contemplar nuestra vida desde los ojos de Dios. Así hoy recibimos una clara llamada a vivir la fidelidad a Cristo asumiendo que conllevará también la aceptación de las dificultades y de la cruz.

Resulta extraordinaria la experiencia que el libro de la Sabiduría nos presenta. Con una sencillez nítida, nos expone la visión que el malvado tiene del justo. Según él, el justo se opone a las acciones del mal, lo denuncia y reprende la injusticia. El justo declara que conoce a Dios y se reconoce hijo de Dios. Lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente, apartándose de las sendas por las que transita ese mal. Se gloría de tener a Dios como Padre, y sabe que su final es participar de su gloria. Una vida así da grima, y repugna a quien opta en su ser por el mal y vive sumido en él.

Es más, el libro de la Sabiduría prosigue mostrando la resolución que toma el malvado respecto del justo: “si el justo es hijo de Dios, Él lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo someteremos a la prueba, a la afrenta y a la tortura”.

Es terrible esta realidad, y sin embargo qué cierta se nos presenta en medio de nuestro mundo.

Este libro sagrado no hace más que mostrarnos en toda su radicalidad una de las realidades más claras y permanentes en nuestro vivir. La relación entre la fe y la vida del creyente, con el mal y la cruz como consecuencia del mismo.

Y desde una mirada superficial, parece claro que si Dios es tan bueno y nos ama, y nosotros somos sus hijos, ningún mal puede acechar nuestra existencia. O dicho con las palabras del hombre increyente, dado que el mal afecta a todos por igual, a buenos y malos, justos y pecadores, eso quiere decir que todos estamos sometidos a un mismo destino y que Dios no cuenta para nada en él.

Para poder comprender con vitalidad evangélica esta realidad humana y cristiana, tenemos que detener nuestra mirada en Jesucristo. En su subida a Jerusalén, anuncia sin reparos lo que el cumplimiento de la voluntad del Padre le va a suponer; “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará”.

Jesús asume con libertad la totalidad de su existencia. Vivir desde Dios y para los demás, conlleva aceptar el sacrificio del amor. Porque amar de verdad y sin reservas, supone vivir desde el otro, entregando la totalidad de la vida y vaciándose por completo en favor de la persona amada.

Cristo no nos ha amado a medias, en los ratos libres de una vida reservada para sí. Cuando Jesús se acerca a las personas, su amor y misericordia lo vacían de sí mismo para llenar la existencia del enfermo, del esclavo, del pecador o del marginado, de una ternura y bondad tales, que transformará para siempre sus vidas sanando, liberando, perdonando y devolviendo la plena dignidad de los hijos de Dios.

Y cuando el amor se entrega de esta manera, también asume con libertad y fidelidad los costes que conlleva y que pasa por el servicio y el sacrificio. Porque el amor, cuando es verdadero, duele, y ese dolor lo damos por bien sufrido cuando es en favor de aquellos que amamos.

El anuncio de la Pasión de Jesús, sorprende a los discípulos hasta el punto de no atreverse a preguntarle. Sus palabras son tan radicales y la respuesta que le dio a Pedro cuando intentó disuadirle fue tan fulminante, que cualquiera se atreve ahora a decir nada al respecto. (No olvidemos que el domingo pasado, cuando Jesús les pregunta sobre lo que la gente dice a cerca de él, y les plantea quién es Jesús para ellos, Pedro muy resuelto le manifiesta que él es el Mesías. Pero cuando anuncia por primera vez su pasión, éste intenta disuadirle, a lo que Jesús responde con un rotundo “apártate de mí Satanás, porque tú piensas como los hombres no como Dios”).

Pues bien, en esta ocasión, al volverles a repetir que su vida, vivida en fidelidad y en profunda unidad con el Padre Dios, le va a llevar a tener que entregarla hasta sus últimas consecuencias, ellos prefieren desviar la atención sobre quién es el más importante en el Reino.

Y Jesús no reprocha su falta de sensibilidad, por no haberle hecho el menor caso en ese abrir su corazón al mostrarles su gran preocupación. Es más, dado que tanto les preocupa quién será el mayor en el reino de Dios, les va a contestar con paciencia y claridad: “quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Y por si todavía no queda clara su respuesta, la acompaña de un gesto inequívoco al colocar en el centro a un niño. Todo lo que significa un niño de inocencia, dependencia, desvalimiento y ausencia de poder u honor, quién así se presenta ante Dios, con su debilidad y sencillez, ese será el primero.

Las cuentas de Dios no son como las nuestras. El no mide ni valora su amor y su misericordia en función de nuestros parámetros o intereses. El seguimiento de Jesucristo supone vivir como el justo descrito en la primera lectura, poniendo toda nuestra vida en las manos del Señor, haciendo que sea Él el fundamento de la misma, a pesar de que también nosotros vamos a sufrir la incomprensión, la burla, el rechazo e incluso la persecución por parte de quienes no aceptan voces discordantes que denuncien su injusticia y maldad.

Así por ejemplo, cuando los cristianos defendemos la vida en medio de una cultura de muerte y egoísmo, y nos definimos con valentía contra el aborto, la eutanasia, y la opresión de los débiles, debemos asumir los costes que nuestro compromiso creyente conlleva. Y si los gobiernos imponen leyes que en conciencia consideramos injustas, y no reconocen el derecho legítimo de los profesionales de la medicina a la objeción de conciencia, estos deberán arriesgarse a ser sancionados, pero manteniendo firme su fidelidad a Jesucristo y a los hermanos más indefensos.

Esta es la cruz que también nosotros debemos estar dispuestos a asumir como precio de nuestra fidelidad, porque la llevamos junto al Señor en el camino de la vida. Y podemos cargar con ella, porque es el mismo Cristo quien nos sostiene y conforta.

Pidamos en esta eucaristía, que la unidad de los hermanos nos sostenga en las adversidades, porque la fe compartida y vivida en comunión, sostiene la esperanza en medio de la prueba.

Que Santa María la Virgen nos ayude en esta lucha continua de vivir en coherencia nuestra fe, a pesar de las dificultades de la vida.



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