DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO
8-9-13 (Ciclo C)
Un día más hacemos un pequeño alto en nuestra actividad
cotidiana y de descaso para dedicar nuestro tiempo al Señor. La Eucaristía es
ante todo un encuentro gozoso con Jesucristo quien nos convoca a todos como
hermanos para alimentar nuestra fe con su palabra y con el Pan eucarístico.
Y esta palabra que acabamos de escuchar, como siempre, ha de ser
encarnada en nuestra vida y en la realidad social que compartimos.
En ese caminar de Jesús hacia Jerusalén, se da cuenta de que
cada vez son más los que le siguen con entusiasmo, pero que necesitan depurar
sus verdaderas intenciones. El seguimiento de Cristo no puede quedarse en los
afectos superficiales, sino que ha de entrañar la disposición de toda la vida
en las manos de Dios. Seguir a Jesucristo conlleva dificultades y riesgos que
son necesarios conocer para que pongamos los medios adecuados a fin de
superarlos con la fuerza del Espíritu.
Hay que cargar con la cruz de Jesús, que ciertamente no será hoy
de madera, pero que en muchas ocasiones resultará tan dolorosa y amarga como la
suya.
Los cristianos seguimos los pasos del Señor luchando
continuamente con nosotros mismos para vencer la comodidad o la apatía. Nos
hemos de esforzar por mantener la tensión entre la verdad de la fe y la
búsqueda de la justicia, frente a la tentación de vivir según los criterios
egoístas e insolidarios del mercado
mundial. Hemos de asumir nuestra debilidad personal y eclesial y saber que
también estamos urgidos a la permanente conversión para ser más auténticos y
fieles con la fe que confesamos.
Esto es lo que Jesús pide a quienes le siguen de corazón; por
encima de nuestros criterios o deseos ha de estar la fidelidad al evangelio.
Por encima del quedar bien con los demás, incluso con nuestros seres más
queridos, está la disponibilidad para
con Dios y su proyecto de vida.
Quien pone por delante de la fe en Jesucristo y del amor a los
hermanos los intereses y seguridades individualistas no puede ser discípulo
suyo.
Y un ejemplo claro nos lo ofrece la carta de San Pablo a Filemón.
En aquella sociedad romana, y según la ley establecida, un ciudadano de pleno
derecho podía tener esclavos. De hecho el sistema económico y social se
fundamentaba es esta posesión, y Filemón tiene varios entre los que se
encuentra Onésimo.
Como nos cuenta San Pablo, Onésimo escapa de esa situación de
esclavitud convirtiéndose en un proscrito de la ley según la cual deberá pagar
con su vida ese delito. Sin embargo, tanto él como Filemón se han convertido al
cristianismo, y así S. Pablo les recuerda que según la ley de Cristo todos
somos hijos de Dios, y por lo tanto la dignidad humana está por encima de
cualquier ley. Filemón deberá acoger a Onésimo como a un hermano, y así lo hará
porque su corazón ha sido transformado por la fe en el Señor. Onésimo ya no
será esclavo sino libre, y con él, muchos creyentes darán los primeros pasos
para defender la dignidad y la libertad de todo hijo de Dios.
Este relato tan breve,
contiene una transformación social y religiosa de enorme magnitud. La nueva
religión establecida por Jesús y sus discípulos es el germen de una nueva
humanidad, donde las relaciones entre las personas se basarán en la auténtica
fraternidad, fruto de nuestra condición de hijos de Dios.
En el presente, también tenemos muchos esclavos que liberar.
Personas que viven sometidas por la opresión de las drogas, la miseria y
pobreza, la enfermedad o el estigma de la inmigración, la marginación y la
violencia.
Personas que en ocasiones son víctimas de la irresponsabilidad y
desorden de su propia vida, pero que en otras muchas lo son por el egoísmo y la
insolidaridad de los demás. En cualquier caso los cristianos tenemos una seria
responsabilidad para con ellos a fin de liberar y trabajar por la defensa de su
plena dignidad, desarrollo y respeto.
Hemos de apoyar a organizaciones que como cáritas se entregan y
trabajan en favor de los desheredados, potenciando proyectos de integración o
de atención para quienes más marginados y excluidos se encuentran en nuestro
entorno. Así estaremos acercando la misericordia de Dios que sana y dignifica,
y a la vez viviremos con mayor vigor la autenticidad de nuestra fe.
Somos seguidores del Señor, y también hemos calculado nuestras
fuerzas. Sabemos que no siempre tendremos el ánimo suficiente ni el valor
necesario para seguirle sin vacilar. También nosotros somos esclavos de
nuestros prejuicios y miedos y eso nos vuelve más egoístas de cara a los demás,
en especial hacia aquellos que sentimos como amenaza.
Pero esto no nos justifica.
Ante el miedo ha de situarse la confianza en Jesús, y ante los prejuicios
contra los demás, la certeza de que somos hermanos e hijos del mismo Padre que
nos llama a la caridad y a la misericordia.
Sólo así estaremos en condiciones de participar en la mesa del
Altar y compartir el pan que alimenta nuestra alma.
Los esclavos de este mundo, los pobres y marginados, claman a
Dios y él los escucha. A nosotros nos pide que les abramos el corazón y que no
les cerremos las pocas posibilidades que les quedan de vivir y morir con
dignidad.
También pedimos al Señor,
haciéndonos eco del llamamiento que el Santo Padre ayer realizaba a todo el
mundo, el don de la paz.
La guerra sólo engendra
mayor sufrimiento y desolación, en especial entre las víctimas civiles
indefensas. Los abusos de los tiranos han de ser reprobados de otra manera, y
no a costa de la sangría de la población inocente.
Pidamos al Señor, por intercesión
de la Stma. Virgen María cuya fiesta de su natividad hoy recordamos, este
anhelo tan urgente de paz y concordia entre los pueblos y las personas. Ella
que es Madre de los desamparados y consuelo de los afligidos nos ayude a todos
a ser discípulos del amor y heraldos de la justicia y la paz, dando con nuestra
calidad humana testimonio de Cristo, a quien confesamos como único Señor.
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