DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO
16-2-14 (Ciclo A)
La temática que
aborda en este domingo la Palabra de Dios, en especial la primera lectura y el
evangelio, incide directamente en la manera de vivir hoy la fe por parte de
muchos cristianos. “No he venido a abolir la ley, sino a darla cumplimiento”,
dice Jesús en este largo Sermón de la montaña, y que desarrolla ese precioso
proyecto de vida que contienen las Bienaventuranzas.
El ser humano
establece sus relaciones con Dios y con los demás, no de forma arbitraria y
caprichosa, sino desde un compendio de leyes y valores, que le ayudan a
entender la propia vida y su manera de desarrollarla en la comunión fraterna y
filial. Desde nuestro más temprano conocimiento vamos asumiendo unos principios
morales que nos ayudan a favorecer el bien y a rechazar el mal. Y no como algo
extrínseco y ajeno a nosotros, sino como la manera de conducirnos de forma
libre y responsable, para un mejor crecimiento humano y espiritual.
Cuando nuestros
padres nos corrigen y reprenden aquellas actitudes negativas, lo hacen desde
sus propios valores, y sabiendo que es su obligación velar por nuestro bien,
porque nos aman y desean lo mejor para nosotros.
Lo mismo sucede con
Dios. Él no ha impuesto al ser humano una ley carente de humanidad, todo lo
contrario. Si nos acercamos con madurez y responsabilidad a cada una de las
Leyes divinas, vemos cómo son la condición de posibilidad de un desarrollo
fraterno y auténtico entre nosotros. Para ello, es necesario que reconozcamos
la primacía de Dios sobre todo lo demás. Sólo podemos aceptar la Ley de Dios,
si amamos a Dios sobre todas las cosas, y si respetamos su nombre y su gloria
desde el amor de hijos que él mismo nos tiene.
Es imposible vivir
los valores del evangelio, y conducir nuestra vida bajo la guía de nuestro
Señor Jesucristo, si previamente no reconocemos la autoridad absoluta de Dios
en nuestra existencia personal y colectiva.
Como nos enseña el
libro del Eclesiástico, “delante de nosotros está la vida y la muerte, elige lo
que quieras”. Somos responsables de nuestro presente y de nuestro futuro. No
podemos cargar sobre otros hombros la carga que cada uno debe llevar como
consecuencia de sus actos y decisiones, de las cuales deberá dar cuentas ante
Dios.
Es curioso cómo en
nuestros días, si bien es verdad que cada vez más nos levantamos contra las
injusticias y males que se cometen en el mundo, con mayor vehemencia juzgamos
los comportamientos ajenos, y con facilidad nos erigimos en jueces de la vida
del vecino, sin embargo con mayor celo queremos proteger nuestro ámbito de
decisiones y obras.
Podemos hablar y
juzgar a los demás, pero a mí que nadie me toque, que soy libre para hacer lo
que me da la gana. Incluso entre muchos creyentes se da la paradoja de si bien
aceptan y dicen seguir con afecto a Jesús, en quien creen de corazón, sin
embargo, la manera de vivir esa fe en Cristo la realizan “a su manera”; soy
creyente, pero no practicante, yo me confieso directamente con Dios, no
necesito de intermediaros humanos...
Y aquí es donde
debemos volver a escuchar la voz del Señor; “no creáis que he venido a abolir
la ley y los profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud”.
Las herramientas
que el Señor ha puesto en nuestro camino son una ayuda, y como tales debemos
acogerlas. Claro que lo importante es la fe y la fidelidad a Cristo, claro que
por encima del pecado está la gracia, que como nos dice S. Pablo sobreabunda
con creces allí donde pretende imponerse el mal. Pero este ejercicio de
conversión y de vida bajo la acción del Espíritu, no se da de forma casual ni
individualista, y mucho menos autojustificando comportamientos comodones y
caprichosos.
La ley y las normas
que Dios ha establecido, han de ser acogidas como medios pedagógicos para
conducirnos de manera personal y comunitaria, hacia una convivencia en el amor
y en la comunión fraterna. Nunca son una carga si son acogidas en la libertad y
responsabilidad de los hijos.
Nunca los consejos
de nuestros padres, sus correcciones y hasta a veces los castigos, que sabemos
han partido con certeza de su amor por nosotros, nos han causado ningún trauma
ni odio hacia ellos, al contrario, precisamente porque nos han amado con toda
su alma, han asumido su grave responsabilidad de evitarnos males mayores,
educándonos primero en la responsabilidad para que un día hiciéramos el uso
adecuado de nuestra libertad.
La conciencia
rectamente formada, debe contemplar con claridad las consecuencias de cada
decisión que tomamos. No es igual una que otra. Toda acción humana conlleva
unas consecuencias para uno mismo y para los demás, y si por nuestro
comportamiento hemos causado algún daño, debemos repararlo, tanto con el
hermano herido como con Dios.
Para eso existe el
sacramento del perdón, en el que el mismo Jesús ha querido vincular la
misericordia divina mediante la mediación humana “lo que ates en la tierra,
quedará atado en el cielo”, dirá a Pedro y sus discípulos.
La Iglesia no es
una institución sin más. Es la familia de los hijos de Dios que animada por el
Espíritu Santo, sigue las huellas de Jesucristo nuestro Salvador.
Dios no ha querido
que el ser humano camine en la oscuridad y el sin sentido, abandonado a su
suerte y condenado a las consecuencias de su comportamiento irresponsable.
“Dios predestinó la sabiduría antes de los siglos para nuestra gloria” nos ha
dicho S. Pablo. No estamos solos. Tenemos la asistencia permanente del Señor
quien nos ha dado una conciencia por la cual entramos en diálogo con él, y que
formada desde el contraste y el discernimiento con el resto de la familia
cristiana, nos ayuda a encontrar el camino de vuelta al Padre, cuando por
cualquier causa nos hemos separado de él y de los hermanos.
Los sacramentos son
medios eficaces por los que recibimos la gracia de Dios. En ellos se nos
entrega el mismo Jesucristo que nos redime con su amor y nos envía a prolongar
su obra salvadora.
Ningún cristiano
puede prescindir de ellos, porque sin el bálsamo del perdón sacramental que
sana y regenera nuestra vida cuando el pecado la ha degradado, y sin la fuerza
renovadora del alimento que nos da la Eucaristía, Pan de vida eterna y Cáliz de
eterna salvación, nuestra existencia espiritual languidece y muere. Y quien
piense lo contrario se engaña inútilmente.
Uno de nuestros
mayores males como cristianos en un primer mundo autocomplaciente, es la
desidia e indolencia religiosa. Como nada nos cuesta ni tenemos que sufrir por
vivir libremente la fe, corremos el riesgo de devaluarla y acomodarla a las
modas del ambiente. Así tampoco chirría en medio de una sociedad opulenta y
hedonista.
Pidamos en esta
celebración, que el Señor nos conceda la fortaleza de nuestra identidad
cristiana, para vivir nuestra fe con gozo y coherencia, de manera que seamos
auténticos testigos de su amor, en medio de nuestro mundo.
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