sábado, 22 de febrero de 2014

DOMINGO VII TIEMPO ORDINARIO - ¡PERDONA!


DOMINGO VII TIEMPO ORDINARIO

23-2-14 (Ciclo A)

 
Gracias a que el tiempo de cuaresma este año se retrasa tanto, podemos celebrar estos domingos que nos permiten acercarnos a la totalidad del Sermón de la montaña. Normalmente el tiempo cuaresmal interrumpe esta lectura continuada, pero este año no sucede así.

Y en este día, por más vueltas que queramos darle a la Palabra de Dios, sólo podemos sacar una conclusión evidente, la llamada a la perfección, la llamada a la santidad.

Jesús en el evangelio no reduce su llamada a una justicia retributiva, dar a cada uno lo que se merece; esa era la ley del talión “ojo por ojo y diente por diente”. Una justicia que no era mala en sí misma, ya que evitaba abusos y respuestas desproporcionadas por parte de quien era agraviado por otro. En definitiva esta ley mosaica, evitaba que el reo de un delito fuera abusivamente castigado.

Pero está claro que con ser un precepto muy arraigado, jamás provenía de la voluntad divina.

Ya el libro del levítico, hacía una clara advertencia por parte de Dios, y que sin embargo no tenía suficiente acogida; “no odiarás de corazón a tu hermano, pero reprenderás a tu prójimo para que no cargues tú con su pecado”.

Por grave que sea el mal sufrido, no podemos odiar de corazón es decir; una cosa es que ante la inminencia de la injusticia padecida, el sentimiento que instintivamente brota de nuestro impulso más primario sea la respuesta violenta; pensemos en tantos padres que han vivido el horror del asesinato de sus hijos; víctimas inocentes del odio y la violencia. Cómo no responder con furia y agresividad. Se puede comprender, porque tenemos ese afán instintivo de supervivencia y protección de los hijos.

Pero Dios va más allá de lo que es limitación de nuestra naturaleza, y habla del odio de corazón.

Es el odio que se retro-alimenta del rencor permanente, del recuerdo de la afrenta padecida que una y otra vez traemos a la memoria, de la vida asentada en la amargura constante de quien en su corazón sólo alberga un deseo, la venganza. Esto va contra nuestra identidad humana asentada en la imagen y semejanza divina.

Si se pueden comprender, aunque nunca justificar, las respuestas violentas inmediatas por quienes sufren una grave injusticia, jamás se puede consentir que se guarde esa respuesta para ocasiones futuras conservándolas en el tarro del resentimiento bañada en la hiel del odio fratricida.

“Sed santos, como yo, el Señor, soy Santo”. No somos hijos de la ira sino del amor, no superamos las limitaciones por medio de la venganza sino desde la misericordia y el perdón. Y aunque sí tenemos la grave responsabilidad de corregir a los demás, como nos pide el Señor, “reprenderás a tu prójimo, para que no cargues tú con su pecado”, no hemos sido puestos ni como jueces, ni mucho menos como verdugos de nadie.

Así Jesús, en el evangelio nos muestra el verdadero camino que nos lleva a una identificación más plena con él; “amad a vuestros enemigos y rezad por quienes os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial”.

Lo que nos identifica como hijos de Dios es la auténtica vivencia de la fraternidad perfecta. No se trata de hacer muchas cosas, sino del sentimiento del alma con que las hacemos.

Estamos llamados a asumir una responsabilidad para con los demás de manera que sus vidas no nos sean indiferentes y mucho menos amenazantes; estamos hablando de una convivencia de hermanos en el seno de la familia de los hijos de Dios, a la cual pertenecemos por el bautismo que nos incorporó a nuestro Señor Jesucristo.

Corregir y acompañar, preocuparnos y sanar las heridas de los demás, es una responsabilidad de todo creyente, que debe velar constantemente por la salud de cada hermano y de toda la familia eclesial.

Muchas veces podemos preguntarnos ¿cómo hacer posible en nuestra vida este llamamiento de Jesús? ¿Cómo orar y pedir por aquellos que causan tanto dolor a los demás y que pocas veces vemos arrepentimiento en sus vidas y en sus actos? Esto además, adquiere cotas muy altas de escepticismo, cuando en casos como el de muchos terroristas, o pederastas, o criminales, además de no mostrar ningún sentimiento de conversión miran desafiantes a sus víctimas causándoles mayor humillación y daño.

Pues ciertamente es muy difícil forzar el corazón y llenar la razón con la sabiduría de Dios y con  su amor universal. De hecho es imposible que con nuestras propias fuerzas podamos superar ese abismo abierto por la brecha del odio que el mal ha sembrado en nosotros. Y porque sabemos que solos no podemos, debemos mirar con sencillez y humildad el rostro del Señor. Sólo en el corazón de Jesús, en su vida y su entrega en la cruz, podemos encontrar respuestas y recuperar las fuerzas para esta extraordinaria tarea de restañar las heridas y mirar al futuro con esperanza, paz y serenidad.

El demonio del mal, que se instala en el corazón que odia, tiene mucha fuerza, y su intención siempre será que ese odio esté bien alimentado, nutriéndolo con la justificación, y manteniéndolo por la frescura de los recuerdos más nefastos que podamos tener. El mal sólo subsiste en el mal, en el rencor, en la amargura del corazón, y su objetivo último es la destrucción del alma de la cual desea apropiarse para siempre.

Sin embargo el Espíritu de Dios también quiere actuar en nosotros con toda su fuerza regeneradora. Es Él quien nos insiste en lo más íntimo de nuestra conciencia de que ese no es el camino. Es Él quien por el remordimiento nos llama a cambiar de actitud. Es Él quien con su mansedumbre y ternura nos calma y sosiega para iniciar una nueva vida asentada en la confianza y la esperanza.

Y es también el Espíritu del Señor quien nos ayuda a comprender que sólo  a Dios corresponde en última instancia hacer justicia y tomar cuentas a quien tanto sufrimiento ha causado a los demás. Porque a Dios le duele el dolor de sus hijos, y nadie quedará impune si se mantiene en esta senda de muerte y destrucción.

No tenemos que tener la menor duda de que Dios vencerá al mal. Y de hecho ya lo va venciendo en cada corazón capaz de vivir en ese camino de santidad, de perfección, de superación de las adversidades desde la confianza y entrega al amor de Dios.

Y si meditamos unos momentos esta llamada de Jesús, por muy difícil que nos parezca, bien sabemos que es la única manera de poder superar las mayores adversidades y recuperar las riendas de nuestra vida, para vivirla en gracia y plenitud.

Pidamos hoy al Señor que nos ayude a ser verdaderamente hermanos, para corregir y alentar, para sostener y animar a quienes más sufren, reiniciando una y otra vez un mismo camino que a todos nos lleve a experimentar el gozo de sentirnos hijos del mismo Padre.

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