DOMINGO VII TIEMPO ORDINARIO
23-2-14 (Ciclo A)
Gracias a que el
tiempo de cuaresma este año se retrasa tanto, podemos celebrar estos domingos
que nos permiten acercarnos a la totalidad del Sermón de la montaña.
Normalmente el tiempo cuaresmal interrumpe esta lectura continuada, pero este
año no sucede así.
Y en este día, por
más vueltas que queramos darle a la Palabra de Dios, sólo podemos sacar una
conclusión evidente, la llamada a la perfección, la llamada a la santidad.
Jesús en el
evangelio no reduce su llamada a una justicia retributiva, dar a cada uno lo
que se merece; esa era la ley del talión “ojo por ojo y diente por diente”. Una
justicia que no era mala en sí misma, ya que evitaba abusos y respuestas
desproporcionadas por parte de quien era agraviado por otro. En definitiva esta
ley mosaica, evitaba que el reo de un delito fuera abusivamente castigado.
Pero está claro que
con ser un precepto muy arraigado, jamás provenía de la voluntad divina.
Ya el libro del
levítico, hacía una clara advertencia por parte de Dios, y que sin embargo no
tenía suficiente acogida; “no odiarás de corazón a tu hermano, pero reprenderás
a tu prójimo para que no cargues tú con su pecado”.
Por grave que sea
el mal sufrido, no podemos odiar de corazón es decir; una cosa es que ante la
inminencia de la injusticia padecida, el sentimiento que instintivamente brota
de nuestro impulso más primario sea la respuesta violenta; pensemos en tantos
padres que han vivido el horror del asesinato de sus hijos; víctimas inocentes
del odio y la violencia. Cómo no responder con furia y agresividad. Se puede
comprender, porque tenemos ese afán instintivo de supervivencia y protección de
los hijos.
Pero Dios va más
allá de lo que es limitación de nuestra naturaleza, y habla del odio de
corazón.
Es el odio que se
retro-alimenta del rencor permanente, del recuerdo de la afrenta padecida que
una y otra vez traemos a la memoria, de la vida asentada en la amargura
constante de quien en su corazón sólo alberga un deseo, la venganza. Esto va
contra nuestra identidad humana asentada en la imagen y semejanza divina.
Si se pueden
comprender, aunque nunca justificar, las respuestas violentas inmediatas por
quienes sufren una grave injusticia, jamás se puede consentir que se guarde esa
respuesta para ocasiones futuras conservándolas en el tarro del resentimiento
bañada en la hiel del odio fratricida.
“Sed santos, como
yo, el Señor, soy Santo”. No somos hijos de la ira sino del amor, no superamos
las limitaciones por medio de la venganza sino desde la misericordia y el
perdón. Y aunque sí tenemos la grave responsabilidad de corregir a los demás,
como nos pide el Señor, “reprenderás a tu prójimo, para que no cargues tú con
su pecado”, no hemos sido puestos ni como jueces, ni mucho menos como verdugos
de nadie.
Así Jesús, en el
evangelio nos muestra el verdadero camino que nos lleva a una identificación
más plena con él; “amad a vuestros enemigos y rezad por quienes os persiguen,
para que seáis hijos de vuestro Padre celestial”.
Lo que nos
identifica como hijos de Dios es la auténtica vivencia de la fraternidad
perfecta. No se trata de hacer muchas cosas, sino del sentimiento del alma con
que las hacemos.
Estamos llamados a
asumir una responsabilidad para con los demás de manera que sus vidas no nos
sean indiferentes y mucho menos amenazantes; estamos hablando de una
convivencia de hermanos en el seno de la familia de los hijos de Dios, a la
cual pertenecemos por el bautismo que nos incorporó a nuestro Señor Jesucristo.
Corregir y
acompañar, preocuparnos y sanar las heridas de los demás, es una
responsabilidad de todo creyente, que debe velar constantemente por la salud de
cada hermano y de toda la familia eclesial.
Muchas veces
podemos preguntarnos ¿cómo hacer posible en nuestra vida este llamamiento de Jesús?
¿Cómo orar y pedir por aquellos que causan tanto dolor a los demás y que pocas
veces vemos arrepentimiento en sus vidas y en sus actos? Esto además, adquiere
cotas muy altas de escepticismo, cuando en casos como el de muchos terroristas,
o pederastas, o criminales, además de no mostrar ningún sentimiento de
conversión miran desafiantes a sus víctimas causándoles mayor humillación y
daño.
Pues ciertamente es
muy difícil forzar el corazón y llenar la razón con la sabiduría de Dios y
con su amor universal. De hecho es
imposible que con nuestras propias fuerzas podamos superar ese abismo abierto
por la brecha del odio que el mal ha sembrado en nosotros. Y porque sabemos que
solos no podemos, debemos mirar con sencillez y humildad el rostro del Señor. Sólo
en el corazón de Jesús, en su vida y su entrega en la cruz, podemos encontrar
respuestas y recuperar las fuerzas para esta extraordinaria tarea de restañar
las heridas y mirar al futuro con esperanza, paz y serenidad.
El demonio del mal,
que se instala en el corazón que odia, tiene mucha fuerza, y su intención
siempre será que ese odio esté bien alimentado, nutriéndolo con la
justificación, y manteniéndolo por la frescura de los recuerdos más nefastos
que podamos tener. El mal sólo subsiste en el mal, en el rencor, en la amargura
del corazón, y su objetivo último es la destrucción del alma de la cual desea
apropiarse para siempre.
Sin embargo el
Espíritu de Dios también quiere actuar en nosotros con toda su fuerza
regeneradora. Es Él quien nos insiste en lo más íntimo de nuestra conciencia de
que ese no es el camino. Es Él quien por el remordimiento nos llama a cambiar
de actitud. Es Él quien con su mansedumbre y ternura nos calma y sosiega para
iniciar una nueva vida asentada en la confianza y la esperanza.
Y es también el
Espíritu del Señor quien nos ayuda a comprender que sólo a Dios corresponde en última instancia hacer
justicia y tomar cuentas a quien tanto sufrimiento ha causado a los demás.
Porque a Dios le duele el dolor de sus hijos, y nadie quedará impune si se
mantiene en esta senda de muerte y destrucción.
No tenemos que
tener la menor duda de que Dios vencerá al mal. Y de hecho ya lo va venciendo
en cada corazón capaz de vivir en ese camino de santidad, de perfección, de
superación de las adversidades desde la confianza y entrega al amor de Dios.
Y si meditamos unos
momentos esta llamada de Jesús, por muy difícil que nos parezca, bien sabemos
que es la única manera de poder superar las mayores adversidades y recuperar
las riendas de nuestra vida, para vivirla en gracia y plenitud.
Pidamos hoy al
Señor que nos ayude a ser verdaderamente hermanos, para corregir y alentar,
para sostener y animar a quienes más sufren, reiniciando una y otra vez un
mismo camino que a todos nos lleve a experimentar el gozo de sentirnos hijos
del mismo Padre.
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