DOMINGO DE PENTECOSTES
8-06-14 (Ciclo A)
Celebramos
hoy la fiesta de Pentecostés, el día en el que por la acción del Espíritu Santo
la Iglesia de Cristo toma conciencia de su misión, y se siente llamada a ser
evangelizadora de todos los pueblos.
Si
en la fiesta de la Ascensión del Señor recibíamos el mandato misionero, “Id por
todo el mundo y anunciad el evangelio....”, hoy recibimos la fuerza necesaria
para poder desarrollar esta misión desde la fidelidad al amor de Dios y en
comunión con toda la Iglesia.
Pentecostés
es la fiesta del Espíritu Santo, el Dios siempre a nuestro lado que sostiene,
anima y alienta nuestra fe y nuestra esperanza para que sea germen de inmensa
alegría en nuestros corazones y estímulo para seguir siempre al Señor en cada
momento de la vida.
Muchos
son los dones que del Espíritu recibimos, sabiduría, entendimiento, consejo,
fortaleza, ciencia, piedad, santo temor de Dios, todos ellos orientados a la
construcción del Reino de Dios en la comunión eclesial. El Espíritu Santo es quien anima y da valor en los
momentos de debilidad, quien sostiene y alienta ante la adversidad, quien
mantiene viva la llama de la esperanza cuando todo parece oscurecerse en
nuestra vida, quien nos inunda con un sentimiento de gozo interno desde el que contemplar
la vida con ilusión y confianza.
El
Espíritu Santo es quien garantiza que nuestra fe está unida a la vida de Jesús
que se hace presente en medio de su Pueblo santo, y quien en cada momento de
nuestro existir nos conduce con mano amorosa para vivir el gozo del encuentro
personal con él, fomentando la experiencia de la auténtica fraternidad entre
todos los hermanos.
El
Espíritu Santo nos une al Padre a través de su amor, y nos hace conscientes de
que hemos sido transformados en herederos de su Reino a través de su Hijo
Jesús.
Fue
el Espíritu quien acompañó a Jesús en todos los momentos de su vida. El mismo
Espíritu que lo proclama el Hijo amado de Dios en su bautismo. Fue el Espíritu
Santo quien ayuda a comprender a los discípulos que aquel a quien siguen por
Galilea no es un hombre cualquiera, sino que es el Salvador, el Mesías.
Será
el Espíritu Santo quien mantenga en la agonía de Jesús la fuerza para entregar
en las manos del Padre el último aliento de su vida. Y es que el Espíritu Santo
no deja jamás de su mano a quienes han sido constituidos hijos de Dios.
Pero
esta experiencia personal, profunda y desbordante, la tenemos que vivir en la
Iglesia y a través de ella construir nuestra comunidad. Ningún don de Dios es
para fomentar el egoísmo personal. Todo don del Espíritu está orientado a
construir la comunidad desde la fe, la esperanza y el amor.
Así
vemos, según nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, cómo al
recibir el don del Espíritu Santo, los Apóstoles salen a anunciar la Buena
Noticia a todos los congregados en Jerusalén, y lo hacen de modo que todos les
comprendan.
Desde
el momento de la Creación ha sido voluntad de Dios, que todos sus hijos se
salven, para lo cual fue acompañando bajo su mano amorosa a la humanidad de todos
los tiempos. Y cuando llegó el momento culminante, envió a su Hijo amado para
que por medio de su palabra, su testimonio y la entrega de su vida, todos
sintiéramos el amor de Dios y acogiéramos ese don en nuestras vidas.
La vuelta del Hijo de Dios a su Reino,
no nos deja abandonados, sigue con nosotros por medio del Espíritu Santo
sosteniendo y alentando nuestra esperanza de manera que en nuestro corazón
crezca cada día la certeza de participar un día de su promesa de vida eterna.
Este
sentimiento será más fuerte en la medida en que afiancemos en nosotros la
comunión eclesial, la unidad fraterna entre los hermanos. La comunión, el
sentimiento afectivo de unidad y concordia, es la garantía de que nuestra fe es
auténtica. Donde hay división y enfrentamiento, no está el Espíritu Santo; el
individualismo y la discordia no están alentados por el Espíritu Santo. Las
palabras del Señor “que todos sean uno, como tu, Padre, y yo somos uno”, han de
resonar siempre en el corazón de la Iglesia como el único camino para abrirnos
al don del Espíritu Santo.
Hoy
volvemos a acoger este don que ya en nuestro bautismo recibimos de una vez y
para siempre. En el Espíritu Santo hemos sido hechos hijos de Dios, y aunque
ese amor jamás nos será arrebatado, de nosotros depende en gran medida que cada
día crezca y madure en lo más hondo de nuestra alma. Así nos llenará de dicha y
alegría, nos identificará ante los demás como seguidores de Jesucristo, y nos
sostendrá en cada momento de nuestra existencia.
Acojamos,
pues con gratitud, el regalo del Espíritu Santo, y pidámosle que su fuerza
regeneradora nos ayude a trabajar cada día en favor del reinado de Dios, de
manera que contribuyamos con nuestra fe, amor y esperanza, a la emergencia de
una sociedad nueva, en la que la dignidad humana, la libertad del corazón y la
luz de la verdad, nos ayuden a acogernos como hermanos y a sentir el gozo de
sabernos hijos de Dios.
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