SOLEMNIDAD
DE LA ASCENSION DEL SEÑOR
1-6-14
(Ciclo A)
Nos vamos acercando al final del tiempo de pascua. En
esta fiesta de la Ascensión del Señor, la comunidad cristiana recuerda el
momento en el que Jesucristo resucitado termina su misión entre nosotros y tras
enviar a sus discípulos a continuar la obra evangelizadora, regresa al Padre a
vivir la plenitud de su gloria.
La liturgia
de este día, nos quiere introducir en la profundidad del sentido último de
nuestra vida. Es el final de la historia de la humanidad vista con los ojos de
Dios, con esos ojos de Padre que se hunden en el amor hacia los hijos para
quienes quiere siempre lo mejor.
Y a esta
marcha definitiva de Jesús, acudimos con el corazón bien distinto a lo que
supuso la separación por la muerte. El tiempo de pascua ha supuesto una
transformación radical en la vida de los discípulos del Señor. Queda muy atrás
aquella tarde del viernes santo donde el fracaso y la frustración anegaban el
corazón de estos hombres y mujeres. Parece
como si esa visión amarga hubiera sido borrada por completo de su
mirada, porque la presencia de Jesús resucitado es tan evidente para todos, que
hasta la experiencia de la muerte se ha visto resituada.
Ciertamente el momento de la separación ha llegado,
pero la despedida, con ser definitiva y aunque en esta vida ya no vuelvan a
compartir una presencia física, saben que el Señor será fiel a su promesa y que
siempre estará junto a ellos, hasta el final de los tiempos.
Jesús se va de su lado, pero esa despedida ya no será
experimentada con la amargura de la muerte, sino con la esperanza gozosa del
encuentro próximo en la plenitud de su Reino.
La fiesta de la Ascensión nos abre de par en par la
puerta de la ilusión y la alegría. Porque Cristo sigue vivo y presente entre
nosotros aunque su presencia sólo pueda ser percibida en lo profundo del
corazón, por la acción del Espíritu Santo que se nos ha enviado. No en vano la
fiesta de Pentecostés vendrá a completar esta vivencia en el alma creyente, y
así poder contemplar la vida entera a la luz de la resurrección de Jesucristo.
Sin embargo también tenemos que retomar el curso de la
vida de cada día. La presencia pascual del Señor entre los suyos no sólo
revitalizó la llama de la fe y consolidó su esperanza, sobre todo sirvió para reforzar
los lazos en el amor fraterno y comunitario. Jesús les va a acompañar en un
proceso, que nosotros hemos simbolizado en estos cincuenta días, de maduración
personal y fortalecimiento de su vocación misionera y evangelizadora. Cristo es
el maestro de la comunidad eclesial naciente, a la luz de su vida plena será
releída toda la historia de la salvación, para que el plan trazado por Dios
desde antiguo y realizado en Jesucristo, siga prolongando su mano
misericordiosa por medio de nuestra acción personal y comunitaria.
La vida pascual compartida junto al Señor, nos impulsa
a nosotros a no quedarnos parados mirando al cielo, como si la partida de
Cristo al Padre nos dejara desamparados.
Porque hemos sido privilegiados con esta experiencia
pascual, porque hemos recibido en la fuerza vital del Espíritu Santo, tenemos
la seria responsabilidad de compartir esta condición de salvados con todos los
hombres y mujeres de nuestro tiempo, y a quienes tenemos también que acoger
como nuestros hermanos.
El tesoro de la fe, no es para consumo egoísta del
creyente, sino un don que, tanto más engrandece a quien lo vive, cuanto más lo
entrega generosamente a los demás.
Si aquellos testigos privilegiados que fueron los
primeros discípulos del Señor, se hubieran guardado el don recibido, jamás la
fe hubiera llegado a nosotros, y la pasión, muerte y resurrección de Cristo se
hubiese quedado en el olvido.
Jesucristo, en la plenitud de su poder en el cielo y
en la tierra, nos envía a hacer discípulos suyos a todas las gentes por medio
del bautismo. Un bautismo que ya no sólo es remisión del pecado y por ello ha
de lavarse en el agua, sino que sobre todo nos introduce en el amor Trinitario
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por el bautismo somos llamados a
vivir el amor pleno de Dios, y su lugar de realización privilegiado en este
mundo es la comunidad eclesial que nos acoge, en la cual maduramos a una vida
adulta en la fe, y desde la que somos enviados al mundo fortalecidos por la
acción de los sacramentos, en especial la Eucaristía.
Sentir esta vinculación fraterna entre nosotros, y
abrirla cordial y generosamente a otros, en especial a los pobres y
necesitados, es la mejor muestra de que Cristo sigue actuando de forma
constante en el tiempo presente. Nuestro mundo no está hoy más alejado de la fe
que en otros tiempos, ni las dificultades que podemos encontrar los creyentes
son más duras que antaño. Las piedras han existido siempre en medio del camino,
y muchas veces han sido lanzadas contra el pueblo de Dios. De ahí el inmenso
elenco de mártires que ha sembrado la historia con la fecundidad de su sangre.
Pero tal vez en nuestro tiempo sí tengamos el peligro
añadido de la comodidad de la vida del bienestar, lo cual embota el alma,
adormece el ánimo y aturde las opciones fundamentales, dando como resultado una
vida cristiana poco comprometida y a veces frivolizada.
Al celebrar hoy esta fiesta de la Ascensión del Señor
concluyo con la oración que San Pablo en su carta a los Efesios nos ha
regalado; “Que el Dios del Señor nuestro
Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación
para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál
es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia
a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los
que creemos”.
Que nuestra fe se asiente en un corazón agradecido
para valorarla y muy generoso para transmitirla a los demás.
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