DOMINGO XXVIII TIEMPO ORDINARIO
12-10-14 (Ciclo A)
A lo largo del evangelio son varias las
comparaciones con las que Jesús describe las características del Reino de Dios,
y una de las más expresivas es la de la comida festiva.
El profeta Isaías
ya anunciaba que Dios prepara un banquete generoso y universal, donde todos
somos invitados para vivir el gozo de la salvación. Una alegría que hemos
cantado con el salmo 22, sintiendo cómo el Señor nos va conduciendo hacia su
Reino de amor y de paz, a través de “fuentes tranquilas en las que repara
nuestras fuerzas”.
De este modo
entendía el pueblo judío su propia historia, donde toda ella era fruto del amor
de Dios que les había elegido como su Pueblo santo y preferido.
Sin embargo el apego
y acomodo a las realidades temporales,
muchas veces provocan en nosotros la ingratitud al creernos
autosuficientes, y así el evangelio de hoy nos lanza una llamada de atención
frente a la apatía y la desidia en la que muchas veces cae el pueblo creyente.
San Mateo dirige
su evangelio a la comunidad judía. El conoce muy bien su tradición personal y
comunitaria y sabe en qué terreno se mueve. Tras manifestar con claridad que el
Reino de Dios es un don, fruto del amor y de la misericordia divina, pasa con
igual verdad a mostrar su exigencia y la respuesta personal que Dios nos pide a
su llamada.
Jesús nos ha
transmitido el verdadero rostro de Dios. En su persona se ha hecho realidad lo
ya anunciado por los profetas, de manera que su reinado ha comenzado a emerger
entre nosotros. Un reino al que todos somos convocados para colaborar en su
construcción, bien a primera hora del día o a última, pero con el mismo
salario. Un reino donde no existan barreras que nos separen egoístamente,
porque todos somos invitados con igual generosidad por parte del Señor, pero
como hemos escuchado en el evangelio no siempre acogemos la invitación con
entusiasmo ni gratitud.
Jesús reprocha a
sus oyentes esa actitud mezquina y prepotente de quienes se creen merecedores
del don de Dios. Un don que siempre es gratuito y que brota del amor que Dios
nos tiene, pero que ni es fruto de nuestros méritos ni un derecho que podamos
exigir.
El Señor
manifiesta su tristeza por la falta de respuesta en aquellos que han sido
elegidos por Dios. Ese pueblo suyo que tantas veces ha experimentado las
pruebas del amor de Dios y que sin embargo sigue endureciendo el corazón ante
sus llamadas, cerrándose a la conversión y prefiriendo caminar por la senda del
egoísmo y la indiferencia para con los demás. Una actitud que S. Mateo les
recuerda con dureza ya que muchas veces ese pueblo escogido, en vez de aceptar
y escuchar la palabra de Dios expresada por boca de sus profetas y mensajeros,
los han despreciado, maltratado y asesinado.
De esta forma el
evangelista apunta a la misma vida de Jesús. Él ha sido el Dios con nosotros, y
sin embargo “los suyos no lo recibieron”.
Por todo ello la
invitación inicialmente ofrecida al pueblo elegido, se entregará a “otro pueblo
que de sus frutos a su tiempo”, el nuevo pueblo de Dios que somos la Iglesia.
En ella toda la humanidad es convocada al Reino de Dios llegando hasta los
confines del mundo para que nadie quede excluido de su proyecto salvador.
Los cristianos
debemos tener clara conciencia de ser el nuevo Pueblo de Dios instaurado por
Jesucristo. Sin rechazar a nadie y sin creernos más que nadie, pero sintiendo
con gozo y vitalidad fecunda, que el Señor camina a nuestro lado y que somos
portadores de una misión evangelizadora, que ha de transmitirse a los demás con
generosidad y respeto, pero ante todo con fidelidad y valentía.
Desde esta toma
de conciencia de nuestra vocación cristiana, acogemos la llamada que hoy se nos
realiza para ver en qué medida no nos hemos acomodado también al bienestar del
presente, cayendo en el mismo pecado que nuestros padres en la fe.
¿Somos los
cristianos auténticos mensajeros de la vida del Señor, viviendo los valores del
evangelio en medio de nuestra sociedad, o por el contrario también estamos
cayendo en la desidia y superficialidad que nos aleja de una vida
auténticamente cristiana?
Ya el Papa
Benedicto XVI, en su momento, y también ahora el Papa Francisco, en varias
ocasiones han apuntado que nuestro mundo moderno se ha acostumbrado a consumir
religión, pero que cada vez se aleja más de Dios. La moderna sociedad ha
convertido el fenómeno religioso en otro producto de consumo, pero carente de
contenido y hondura para la vida del ser humano.
Hay quien consume
sacramentos como expresión de una costumbre social, o por aparentar ante los
demás sin una preparación previa adecuada y transformadora en la conversión
personal, desvinculándolo de su sentido profundo, y pervirtiendo así su
contenido esencial.
Es como el
invitado a la fiesta del evangelio, a quien el Señor le reprocha su vestido. “¿Cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?”.
Cuantas veces asistimos a celebraciones matrimoniales, bautismales o
eucarísticas donde una gran parte de los invitados, e incluso de los
protagonistas principales, viven al margen de la fe. Y no lo digo desde el
punto de vista moral, que todos somos pecadores y estamos necesitados de la
misericordia de Dios, sino desde una realidad existencial de pertenencia
auténtica a la familia eclesial.
Es una gran
desgracia para la vivencia cristiana, el que la celebración de los misterios de
la fe se convierta en un mero signo ornamental. Un matrimonio celebrado sin fe
es inválido, lo mismo que el bautismo que recibe un niño, sin el concurso de la
fe de sus padres, resulta a la larga infecundo. Para vivir plenamente la fiesta
del banquete del Señor debemos estar vestidos adecuadamente para la ocasión.
Vestido que no es
otro que el de nuestra actitud interior. La fe no es cosa de apariencia
externa, sino de autenticidad interna. Celebramos los sacramentos porque en
ellos sentimos la presencia de Dios, quien por medio del bautismo nos acoge en
su familia eclesial haciéndonos hijos suyos. Por medio de su Palabra y de la
Eucaristía nos nutre con el pan de la vida, y también bendice el amor conyugal
cuando los esposos comprometen sus vidas para siempre.
Desde esta fe
recibida y vivida con autenticidad y coherencia vemos cómo en todos los
momentos fundamentales de nuestra vida Dios se hace presente para alentarnos y
colmarnos con su amor, sintiendo cómo su gracia nos conforma cada día teniendo
como único modelo a Jesucristo nuestro Señor.
Hoy le pedimos
por intercesión de la Stma. Virgen María, en su advocación del Pilar, que nos
ayude siempre para hacer de la comunidad cristiana fermento de una humanidad
nueva y entregada al servicio de su Reino, y que los seguidores de Jesús
llevemos siempre el traje de fiesta, propio de quienes han acogido y agradecido
el don de la fe.
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